Capítulo siete

El asesino Friðrik Sigurðsson nació en Katadalur, aquí en la parroquia de Tjörn, el 6 de mayo de 1810, y fue confirmado por mi predecesor aquí en esta parroquia, el reverendo Sæmundur Oddson, en 1823. Entonces se dijo de él que poseía «un buen intelecto» y un buen conocimiento y comprensión del catecismo. Sin embargo su comportamiento no se correspondía con sus conocimientos y su educación. Se deshonraba constantemente desobedeciendo a sus padres de manera flagrante, hasta tal punto que éstos vinieron a quejarse en el otoño de 1825. Hablando con ellos supe de su carácter grandemente indómito.

De cómo fue su educación no puedo dar fe con certeza, pues solo hace cuatro años que soy clérigo en esta parroquia. Sin embargo mi opinión es que ha sido criado con demasiada libertad.

Testimonio del reverendo Jóhann Tómasson

5 de septiembre de 1829

Rev. T. Jónsson, Breidabólstadur, Vesturhóp

A la atención del reverendo (segundo) Þorvardur Jónsson:

Escribo para interesarme por sus progresos con la criminal, Agnes Magnúsdóttir. Recientemente me reuní con el reverendo Jóhann Tómasson de la parroquia de Tjörn, el cual tuvo a bien informarme del progreso espiritual y la conducta reformada del criminal Friðrik Sigurðsson, a quien supervisa. Considero necesario reunirme también con usted. Una vez me haya informado, de manera similar, de todo cuanto ha acontecido y acontece entre usted y la criminal, quizá pueda hacerme una idea de hasta qué punto la instrucción religiosa está enderezando al conjunto de los condenados.

Le ruego se presente en Hvammur la semana próxima para informar de sus tratos con la criminal, así como de los consejos que hasta la fecha le ha proporcionado.

BJÖRN BLÖNDAL,

comisionado de la comarca

—Gracias por venir, reverendo segundo Þorvardur —dijo Björn Blöndal mientras salía por la puerta de la granja de Hvammur. Llevaba sus distintivos oficiales y la chaqueta roja abierta dejaba ver una camisa limpia color crema. Tóti, que había visto al comisionado en escasas ocasiones, principalmente cuando era niño y viajaba con su padre, se detuvo admirado por el espectáculo de su uniforme y su figura más bien imponente.

—Buenos días, comisionado de la comarca Blöndal.

Tóti desmontó y le dio las riendas de su caballo a un sirviente. Reparó en que Hvammur rebosaba de gente que atendía a sus respectivas tareas en el amplio patio que había delante de la casa. Un hombre estaba destripando truchas, pescadas aquella misma mañana en el río, sobre una roca situada a su izquierda, y dos mujeres ponían ropas a secar bajo el exiguo sol que brindaba el día. Se fijó en otra criada, una mujer joven vestida con el tocado nacional islandés, un gorro con borla, ocupada en conducir a cuatro o cinco chiquillos fuera.

—Hola —le saludaron alegres, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a Tóti.

—Tiene una casa muy agradable —dijo Tóti sonriendo mientras caminaba al encuentro de Blöndal.

—Desde luego. Bienvenido, reverendo. Confío en que su viaje no haya sido demasiado penoso. Por favor, pase, y cuidado con el escalón.

Una criada de más edad guió a Tóti por un laberinto de pasillos hasta una pequeña habitación de invitados. Blöndal les siguió de cerca y miró desde la puerta cómo la criada invitaba a sentarse a Tóti en una silla tapizada y le cogía con habilidad el sombrero y el abrigo.

—¿Había estado aquí antes? —preguntó Blöndal mientras esperaba. Tóti se dio cuenta de que había estado mirándolo todo con la boca abierta.

—Solo de niño —se sonrojó—. Es una estancia muy bonita. Veo que tiene varios aguafuertes.

Blöndal se sorbió la nariz, se quitó el sombrero de pluma y se puso a acariciarlo con expresión ausente.

—Sí —dijo con naturalidad—. Somos muy afortunados de poder disfrutar aquí de lujos por lo común reservados a los habitantes del continente. Aunque mi deseo es que, antes de que termine el siglo, haya más islandeses que se beneficien de las ventanas de cristal, los paneles de madera, las estufas de hierro y demás. Soy de la opinión de que un hogar más seco permite una mejor circulación del aire, y por tanto es más saludable.

—Estoy convencido de que tiene razón —dijo Tóti, y miró a la criada ocupada en desatarle los cordones. Ésta le miró sin sonreír.

—Vamos, Karitas, déjale ya —dijo Blöndal—. Reverendo Þorvardur, si quiere seguirme hasta mi despacho.

—Gracias, Karitas.

La sirvienta se puso en pie con los zapatos de Tóti en la mano y le miró como si se dispusiera a decirle algo.

—Karitas, vete.

Blöndal esperó hasta que la mujer salió de la habitación antes de hacerle un gesto a Tóti para que le siguiera.

—Por aquí, por favor, reverendo. Mis habitaciones están en un rincón apartado del edificio, de este modo el alboroto de los criados no es más que una pequeña molestia.

Tóti siguió a Blöndal por un largo pasillo, por el que corrían más sirvientes y criados de camino a otras habitaciones. Tóti se maravilló del tamaño de la casa; no se parecía a ninguna otra que hubiera visto.

—Por aquí, por favor, reverendo.

Blöndal empujó una puerta que daba a un estudio lleno de luz. Las paredes azul pálido estaban forradas con dos estanterías macizas llenas de lomos de libros encuadernados en cuero. En el centro de la habitación había un escritorio de gran tamaño cuya superficie brillaba por efecto de los rayos del sol que entraban por una diminuta ventana vestida con cortinas y situada cerca del ápice del gablete.

—Qué bonito —dijo Tóti con admiración.

—Siéntese, reverendo —dijo Blöndal sacando una silla tapizada.

Tóti hizo lo que indicaba.

—Bien, pues aquí estamos —dijo Blöndal, y pasó sus manos de gran tamaño por la superficie del escritorio—. ¿Empezamos?

—Por supuesto, comisionado de la comarca —dijo Tóti, nervioso. El lujo del despacho le hacía sentir incómodo. No sabía que hubiera gentes del norte viviendo de aquella manera.

—Me dicen mis hombres que el traslado de la condenada a Kornsá transcurrió sin incidentes.

—Eso tengo entendido yo también —dijo Tóti—, y me complace informarle de que Agnes se ha adaptado bien a su nuevo lugar de custodia en Kornsá.

—Ya veo. Y también que la llama usted por su nombre de pila.

—Ella lo prefiere, comisionado de la comarca.

Blöndal se reclinó en su silla.

—Continúe.

—Bien, la prisionera ha sido incluida en todo el proceso de siega del pegujal —continuó Tóti— y el alguacil Jón Jónsson me ha informado de que trabaja con actitud recatada como corresponde a su posición inferior.

—¿No la tienen en grilletes?

—Habitualmente no.

—Ya veo. ¿Y sus tareas domésticas?

—Las hace con la mayor diligencia. La prisionera parece satisfecha dedicándose a tejer los días en que el tiempo es malo.

—Recuérdeles que deben tener cuidado con las herramientas que le proporcionan.

—Tienen cuidado, comisionado de la comarca.

—Bien. —Blöndal empujó su silla hacia atrás y sacó con cuidado una hoja de papel verde pálido y un cortaplumas. Después se volvió y cogió un frasco de cristal lleno de plumas de cisne largas y blancas de la esquina de un estante—. Siempre envío a las mujeres a que me las cojan —dijo, distraído por un instante—. A finales del verano. El mejor momento es cuando los pájaros mudan el plumaje, así no hay necesidad de arrancárselas. —Le ofreció a Tóti el frasco con las plumas.

—No, no puedo aceptarlo —negó Tóti con la cabeza.

—Insisto —dijo Blöndal con una sonrisa—. Un hombre de verdad se distingue de los demás por sus útiles de escritura.

—Gracias. —Tóti cogió una pluma con delicadeza.

—Todo un proveedor, el cisne —dijo Blöndal—. Con la membrana de las patas se hacen unos monederos excelentes.

Tóti se pasó distraído el filo liviano de la pluma por la palma de la mano.

—Y los huevos son aceptables. Cocidos, claro. —Blöndal quitó con cuidado las esquirlas del cañón de la pluma del escritorio y a continuación desenroscó la tapa de un pequeño frasco de tinta—. Y ahora, por favor, hágame un breve resumen de sus consejos espirituales a la criminal.

—Claro. —Tóti era consciente de que le sudaban las palmas de las manos—. Durante la siega la visité de modo intermitente, puesto que estaba, como usted comprenderá, ocupado con la recolección en Breidabólstadur.

—¿De qué manera se preparó usted para su trato con la condenada?

—Esto… mentiría si le dijera que, al principio, mi responsabilidad para con su alma inmortal no me pareció una carga muy pesada.

—Eso era precisamente lo que me preocupaba —dijo Blöndal sombrío. Anotó algo en el papel que tenía delante.

—Pensaba que el único modo de llegar a su absolución sería la plegaria y la amonestación —dijo Tóti—. Dediqué varios días a estudiar versos, salmos y otra literatura que me sirviera para conducirla a los pies de Dios.

—¿Y qué seleccionó?

—Pasajes del Nuevo Testamento.

—¿Qué capítulos?

—Eh… —A Tóti le ponía nervioso la celeridad con que Blöndal le hacía preguntas—. Juan. Corintios —farfulló.

Blöndal le miró con recelo y siguió escribiendo.

—Intenté hablar con ella de la importancia de rezar. Me pidió que me marchara.

Blöndal sonrió.

—No me sorprende. Durante el juicio me pareció una impía.

—No, no. Está bien versada en literatura cristiana.

—Tanto como el Diablo, estoy convencido —replicó Blöndal—. El reverendo Jóhann ha puesto a Friðrik Sigurðsson a leer los himnos sobre la Pasión. También el Apocalipsis. Son lecturas más edificantes.

—Puede ser. Sin embargo… —Tóti se enderezó en su silla—. He visto con claridad que la condenada requiere otros medios distintos de los religiosos para reconciliarse con la muerte y prepararse para su encuentro con el Señor.

Blöndal frunció el ceño.

—¿Y por qué medios ha estado usted reconciliando a la condenada con Dios, reverendo?

Tóti carraspeó y dejó con cuidado la pluma en la mesa, delante de él.

—Me temo que le van a parecer poco ortodoxos.

—Le ruego que me los explique y así comprobaremos si sus temores son fundados.

Tóti hizo una pausa.

—He llegado a la conclusión de que no es la severa voz de un clérigo amenazando con los tormentos infernales, sino las palabras interesadas y amables de un amigo lo que conseguirá abrir las cortinas de su alma, comisionado de la comarca.

Blöndal le miró fijamente.

—Las palabras amables de un amigo. Espero confundirme si pienso que está usted hablando en serio.

Tóti enrojeció.

—Me temo que no se confunde, señor. Todos los intentos por presionar a la condenada con sermones han tenido un efecto adverso. En lugar de ello la… la animo a hablar de su pasado. Más que preguntarle, le permito que me hable. Soy el oyente último del relato de su vida solitaria.

—¿Reza con ella?

—Rezo por ella.

—Y ella, ¿reza por ella misma?

—Me resulta imposible creer que no lo haga, en privado. Va a morir, señor.

—Sí, reverendo. Va a morir. —Blöndal dejó despacio la pluma y frunció los labios—. Va a morir, y por una buena razón.

Llamaron a la puerta.

—Ah —dijo Blöndal levantando la vista—. Sæunn. Pasa.

Entró una criada joven de aspecto nervioso con una bandeja.

—Ponla en la mesa, por favor —dijo Blöndal mirando a la chica mientras ésta depositaba café, queso, mantequilla, carne ahumada y pan ácimo—. Coma si está hambriento. —Y de inmediato empezó a servirse lonchas de cordero en su plato.

—Gracias, no lo estoy —dijo Tóti.

Miró al comisionado meterse en la boca una gran porción de pan y queso. Masticó despacio, tragó y sacó un pañuelo para limpiarse los dedos.

—Reverendo segundo Þorvardur. Se le puede perdonar que piense que la amistad puede conducir a esta asesina por el camino de la verdad y el arrepentimiento. Es usted joven e inexperto. Yo tengo parte de la culpa en esto. —El comisionado se inclinó despacio hacia delante y apoyó los codos en el escritorio—. Voy a serle claro. El año pasado, en marzo, Agnes Magnúsdóttir escondió a Friðrik Sigurðsson en el establo de Illugastaðir. Natan Ketilsson había vuelto de la granja de Geitaskard con un trabajador de allí, Pétur Jónsson…

—Perdóneme, comisionado de la comarca, pero me parece que ya estoy al tanto de lo que se cree que…

—Me parece que no sabe usted lo bastante —le interrumpió Blöndal—. Natan volvía a casa después de visitar Geitaskard, donde había atendido a Worm Beck, el alguacil de allí. Worm estaba muy enfermo. Natan volvió a Illugastaðir para consultar sus libros y, tal y como tengo entendido, coger más medicinas, y Pétur le acompañó. Era tarde, reverendo. Decidieron quedarse a dormir en casa de Natan y regresar por la mañana.

»Aquella noche llegó Friðrik en secreto desde Katadalur y Agnes le escondió en el establo. Llevaban todo el invierno planeando matar a Natan y quedarse con su dinero, y eso hicieron. Agnes esperó hasta que los hombres se durmieron antes de ir a buscar a Friðrik. Fue un ataque a sangre fría a dos hombres indefensos.

Blöndal hizo una pausa para calibrar el efecto que habían tenido en Tóti sus palabras.

—Friðrik confesó el asesinato, reverendo. Confesó haber llevado un martillo y un cuchillo recién afilado a la baðstofa y haber matado primero a Pétur, aplastándole el cráneo de un solo martillazo. Es posible que le confundiera con Natan o que quisiera eliminar a un testigo, eso no lo sé. Pero desde luego a continuación intentó matar a Natan. En su confesión, Friðrik dijo que levantó el martillo y apuntó al cráneo de Natan, pero falló. Dijo que escuchó un crujir de huesos y, reverendo, el examen de los restos mortales reveló efectivamente que Natan tenía un brazo roto.

»Friðrik me dijo que entonces Natan se despertó y, aturdido como debía de estar por el dolor, pensó que se encontraba en Geitaskard y que Friðrik era Worm.

»Friðrik declaró: “Natan nos vio a Agnes y a mí en la habitación y nos suplicó que paráramos, pero seguimos hasta que estuvo muerto”. Atención a las palabras, reverendo: “Agnes y yo”. Friðrik dijo que a Natan lo mataron con el cuchillo.

—Agnes no lo mató, entonces.

—Que se encontraba en la habitación está fuera de duda.

—Pero no empuñó el arma.

Blöndal se recostó en el respaldo de su silla y juntó los dedos. Sonrió.

—Cuando Friðrik confesó los asesinatos se mostró impenitente, reverendo. Pensaba que había actuado por voluntad de Dios. Pensaba que era el justo castigo por las maldades cometidas por Natan en el pasado y se confesó autor de los dos asesinatos. Mi opinión es que las cosas no ocurrieron como él dice.

—Usted cree que Agnes mató a Natan.

—Tenía motivos, reverendo. Más motivos que Friðrik.

Blöndal removió con el dedo las migas que había en su plato.

—Creo que Friðrik mató a Pétur. El hombre murió de un solo golpe y el martillo es una herramienta muy pesada. Friðrik dijo que Natan se despertó y vio lo que le estaban haciendo. Creo que le entró el pánico, reverendo. Es fácil olvidarse de que en la noche de la que hablamos Friðrik tenía solo diecisiete años. Era un niño. Un rufián, sin duda, sabemos bien que él y Natan eran enemigos, por así decirlo. Pero piense, reverendo… —Blöndal se inclinó más hacia delante—. Piense en lo que debe de ser matar a un hombre por su dinero. Imagine que éste le suplica que le deje vivir. Que le promete pagarle cuanto le pida, no decir nada a las autoridades. ¿No le perdonaría la vida?

Tóti tenía la garganta seca.

—Soy incapaz de imaginarme una cosa así.

—Pues yo no tengo más remedio que hacerlo —dijo Blöndal—. Y lo he hecho. Y mi opinión es que, al ver a Natan despertarse y rogar que no le matara, Friðrik se puso nervioso y vaciló. Quería dinero y sin duda entonces se lo ofrecieron. —Hablaba en voz baja—. Mi opinión es que Agnes cogió el cuchillo y mató a Natan.

—Pero Friðrik no dijo eso.

—Natan murió acuchillado. Friðrik era hijo de granjero; sabía cómo matar animales con un cuchillo. Se les corta el pescuezo. Desde aquí… —Blöndal se inclinó sobre la mesa y con un dedo señaló la garganta de Tóti—… hasta aquí. A Natan no le habían cortado el cuello. Le acuchillaron el vientre. Eso indica que los motivos eran más sórdidos que el simple robo.

—¿Y por qué no Sigga? —preguntó Tóti con un hilo de voz.

Blöndal negó con la cabeza.

—¿La criada de dieciséis años que se echa a llorar en cuanto la tengo delante? Sigga ni siquiera intentó mentir, es demasiado simple, demasiado joven para saber cómo se hace eso. Me lo contó todo. Lo mucho que Agnes odiaba a Natan, lo celosa que estaba de sus atenciones para con ella. Sigga no es muy lista, pero de eso se dio cuenta.

—Pero las mujeres celosas no tienen por qué asesinar, comisionado de la comarca.

—El asesinato no es usual, eso lo reconozco, reverendo. Pero Agnes le doblaba la edad a Sigga. Había viajado a Illugastaðir desde este valle, una distancia bastante considerable, donde había pasado toda su vida. ¿Por qué? Desde luego no solo en busca de trabajo, pues aquí habría tenido oportunidades de sobra. Había algo más, sin duda, algo que la impulsó a irse a trabajar para Natan Ketilsson.

—Me temo que no lo entiendo, comisionado de la comarca —dijo Tóti.

Blöndal se sorbió la nariz.

—Perdóneme si le hablo sin tapujos, reverendo. Agnes pensaba que se merecía más. Una petición de matrimonio, diría yo. Natan era un hombre de nula discreción, hay bastardos suyos por todo este valle.

—¿Y rompió su promesa?

Blöndal se encogió de hombros.

—¿Quién dice que le hubiera prometido nada? Tal y como yo lo veo, Agnes tenía la impresión de que había conseguido seducir a Natan. Pero Sigga declaró que Natan prefería sus… atenciones.

—¿Se habló de esto en el juicio?

—Un asunto de lo más soez. Pero los juicios por asesinato están llenos de asuntos soeces.

—¿Usted cree que Agnes planeó matar a Natan por despecho?

—Reverendo. Tenemos un vulgar ladrón de diecisiete años armado con un martillo, una criada de dieciséis muerta de miedo y una solterona cuyos afectos no correspondidos se convirtieron en odio amargo. Uno de los tres le clavó un cuchillo a Natan Ketilsson.

A Tóti le daba vueltas la cabeza. Se concentró en la pluma blanca sobre una esquina del escritorio, delante de él.

—No puedo creerlo —dijo por fin.

Blöndal suspiró.

—En el pasado de Agnes no va a encontrar pruebas de su inocencia, reverendo. Es una mujer de emociones desatadas y de moral laxa. Como muchas criadas ya mayores, conoce bien el arte del engaño y no dudo de que haya fabricado una historia de su vida para despertar sus simpatías. Yo no me creería una sola palabra. A mí me mintió a la cara en esta misma habitación.

—Parece sincera —dijo Tóti.

—Y yo le digo que no lo es. Debe aplicarle la palabra de Dios como se aplica el látigo a un caballo desobediente. De otro modo no llegará a ninguna parte.

Tóti tragó saliva. Pensó en Agnes, en su cuerpo delgado y pálido en aquel rincón en sombras de Kornsá hablando de la muerte de su madre adoptiva.

—Dedicaré todas mis energías a su redención, comisionado de la comarca.

—Permítame que le aconseje, reverendo. Déjeme que le hable del trabajo que el reverendo Jóhann Tómasson ha hecho con Friðrik.

—El sacerdote de Tjörn.

—Sí. Yo conocí a Friðrik en persona el día que fui a detenerle. Esto ocurrió en marzo del año pasado, poco después de que me llegaran noticias del incendio en Illugastaðir y de haber visto con mis propios ojos los restos mortales de Natan y Pétur.

»Fui a caballo hasta la casa de su familia, Katadalur, con unos pocos de mis hombres, y nos dirigimos a la puerta trasera, para sorprenderle. Llamé a la puerta y Friðrik en persona quitó el pestillo, y yo de inmediato ordené a mis hombres que lo apresaran. Le pusieron los grilletes. El joven estaba furioso, exhibiendo un comportamiento y un lenguaje de lo más groseros y degenerados. Forcejeó con mis hombres y cuando le advertí de que no intentara escapar gritó, lo bastante fuerte para que todos le oyeran, que se arrepentía de no haber llevado la escopeta cuando fue a abrir la puerta, pues en ese caso yo me habría llevado un balazo en la cabeza.

»Hice que mis hombres lo trajeran aquí, a Hvammur, y procedí a interrogarle, como ya había hecho con Agnes y Sígriður, que fue quien me habló de su participación. Se mostró obstinado y se negó a hablar. Hasta que no envié al reverendo Jóhann Tómasson a hablar con él, no confesó haber asesinado a los hombres con la ayuda de las dos mujeres. Friðrik no se mostró arrepentido ni contrito, como cabría esperar de un hombre acusado de asesinar con violencia. No hacía más que expresar su convencimiento de que lo que le había hecho a Natan era necesario y justo. El reverendo Jóhann me sugirió que su comportamiento criminal era una consecuencia directa de no haber sido criado adecuadamente y, de hecho, después de presenciar el ataque de histeria de su madre cuando le arrestamos, soy de su misma opinión. ¿Qué otro factor podría incitar a un muchacho de solo diecisiete inviernos a destrozar a un hombre con un martillo?

»Friðrik Sigurðsson creció en un hogar sin moral y sin principios cristianos, reverendo. La desidia y la avaricia, la falta de educación y la ignorancia engendraron en él un espíritu débil y un apego a las riquezas materiales. Después de consignada su confesión, no tuve dudas sobre su natural obstinado. Su aspecto ya me había despertado sospechas en ese sentido: es pecoso y, usted me perdonará, reverendo, pelirrojo, señal de naturaleza traicionera. Cuando le puse bajo custodia con Birni Olsen en Þingeyrar tenía pocas esperanzas de que se reformara. Sin embargo y por fortuna, el reverendo Jóhann y Olsen demostraron tener más esperanzas que yo en el muchacho y se pusieron a trabajar para salvar su alma con el fervor religioso que los caracteriza y que tan valiosos los hace para esta comunidad. El reverendo Jóhann me confió que, mediante la combinación de oración, reprimenda religiosa diaria y el ejemplo bueno y moral de Olsen y su familia, Friðrik se ha arrepentido de su crimen y comprende lo errado de sus acciones. Habla abiertamente y con franqueza de sus faltas y reconoce que su inminente ejecución es justa, dada la naturaleza horrenda del crimen que cometió con sus propias manos. Admite que es “justicia divina”. ¿Qué me dice a esto?

Tóti tragó saliva.

—Admiro tanto al reverendo Jóhann como a Herr Birni Olsen por sus logros.

—Y yo también —dijo Blöndal—. ¿Se arrepiente Agnes Magnúsdóttir de su crimen de manera similar?

Tóti vaciló.

—No habla de ello.

—Eso es porque es reticente, hermética y culpable.

Tóti guardó silencio un instante. Nada le apetecía más que salir corriendo de aquella habitación y reunirse con los demás habitantes de Hvammur, el sonido de cuyo ajetreo se colaba por debajo de la puerta del despacho de Blöndal.

—No soy un hombre cruel, reverendo segundo Þorvardur. Pero sí temeroso de Dios, y para mí salta a la vista que esta comarca ha sido pasto de criminales de la peor especie. Ladrones, canallas y ahora asesinos. En los años transcurridos desde mi nombramiento como comisionado he visto desintegrarse las fronteras de la moralidad que mantienen a las gentes de aquí a salvo de la depravación y el vicio. Es una fuente de vergüenza política y espiritual y es mi responsabilidad asegurarme de que los criminales de esta comarca, que han permanecido impunes tanto tiempo, sean ahora ajusticiados delante de sus iguales.

Tóti asintió y cogió con cuidado la pluma de cisne. El plumón cercano a la base se le pegó a los dedos sudorosos.

—Quiere que Agnes sirva de ejemplo —susurró.

—Lo que quiero es hacer cumplir en la tierra la justicia de Dios —dijo Blöndal con el ceño fruncido—. Mi intención es honrar a las autoridades que me han nombrado cumpliendo con mi deber como guardián de la ley.

Tóti vaciló.

—He oído que ha nombrado verdugo a Guðmundur Ketilsson —dijo.

Blöndal suspiró y se recostó en la silla.

—No conozco lenguas más rápidas que las de este valle.

—¿Es cierto que le ha pedido al hermano del hombre asesinado que sea el verdugo?

—No tengo por qué explicarle mis decisiones, reverendo. Yo no soy responsable ante ningún párroco. Yo rindo cuentas a Dinamarca. Al rey.

—No he dicho que lo desaprobara.

—Lleva su opinión escrita en la cara, reverendo. —Blöndal cogió de nuevo su pluma—. Pero no estamos aquí para hablar de cómo hago mi trabajo. Estamos aquí para hablar del suyo, y debo decirle que estoy decepcionado.

—¿Qué le gustaría que hiciera?

—Volver a la palabra de Dios. Olvidarse de Agnes. No tiene nada que decir que usted necesite oír, a menos que sea una confesión.

El reverendo Tóti abandonó el despacho de Björn Blöndal con la cabeza a punto de estallar. No podía dejar de pensar en el pálido rostro de Agnes, en sus susurros en la oscuridad, y de imaginar al pelirrojo Friðrik blandiendo un martillo sobre un hombre dormido. ¿Le había estado mintiendo Agnes? Resistió el fuerte impulso de persignarse allí en el pasillo, delante del tropel de criadas atareadas llevando lecheras y orinales. Se puso los zapatos apoyado contra la pared.

Fue un alivio salir. El día se había nublado y estaba oscuro, pero el aire frío y el fuerte olor del pescado puesto a secar en hileras junto al establo le parecieron acordes con su confusión. Pensó en el dedo grasiento de Blöndal en contacto con su garganta. En el chasquido de huesos. En Natan Ketilsson suplicando que no le mataran. Tenía ganas de vomitar.

—¡Reverendo! —alguien le llamaba. Se volvió y vio a Karitas, la sirvienta de Blöndal, corriendo apresurada hacia él—. Se ha olvidado el abrigo, señor.

Tóti sonrió y alargó un brazo para coger la prenda, pero la mujer no la soltó. Tiró de Tóti hacia sí y le susurró con la mirada fija en el suelo.

—Tengo que hablar con usted.

Tóti se sorprendió.

—¿Perdón?

—Chis —siseó la mujer. Miró hacia los criados que estaban limpiando pescado en la piedra—. Venga conmigo. Al establo.

Tóti asintió y después de coger su abrigo caminó inseguro en dirección a la cuadra. Dentro hacía frío y apestaba a estiércol, aunque todos los pesebres estaban limpios. Estaba vacío; todos los animales habían salido a pastar.

Se volvió y vio la silueta de Karitas en el umbral de la puerta abierta.

—No quiero andarme con secretos, pero… —Se acercó unos pasos y Tóti vio que estaba alterada—. No pretendía asaltarle así, pero pensé que no tendría otra oportunidad. —Karitas hizo un gesto hacia un taburete de ordeño y Tóti se sentó—. ¿Es usted el reverendo que atiende a Agnes Magnúsdóttir?

—Sí —dijo Tóti, curioso.

—Yo trabajé en Illugastaðir. Con Natan Ketilsson. Me marché en 1827, justo antes de que Agnes llegara allí también para trabajar. Vino a sustituirme como ama de llaves. Bueno, eso es lo que me dijo Natan.

—Entiendo. ¿Y qué querías contarme?

Karitas hizo una pausa como si tratara de encontrar las palabras adecuadas.

—La traición de un amigo es peor que la de un enemigo —dijo por fin.

—No te entiendo.

—Es de la saga de Gisli Sursson. —Karitas se volvió para asomarse por la puerta abierta para comprobar si venía alguien—. Rompió su palabra. La que le había dado a Agnes.

—¿Su palabra?

—Natan le había prometido a Agnes mi puesto, señor. Pero justo antes de que llegara decidió dárselo a Sigga.

Tóti estaba confuso. Acarició distraído la pluma que le había dado Blöndal. Todavía la tenía en la mano.

—Sigga era joven: tenía quince o dieciséis años, reverendo. Natan sabía que Agnes se sentiría incómoda bajo su autoridad.

—Me temo que no entiendo lo que quieres decir, Karitas. ¿Por qué iba Natan a prometerle un puesto de trabajo para después dárselo a una chica inexperta y con la mitad de años que ella?

Karitas se encogió de hombros.

—¿Conoció usted a Natan, reverendo?

—No, nunca le vi. Pero deduzco que muchos aquí en el valle sí le conocían —sonrió—. He escuchado opiniones de todas las clases. Unos dicen que era un hechicero, otros que un buen médico.

Karitas no le devolvió la sonrisa.

—Pero ¿tú eres de la opinión de que engañó a Agnes?

Karitas arañó la paja del suelo con una zapatilla.

—Es que… la gente ha ensuciado el nombre de Agnes, y eso no me parece bien.

Tóti dudó.

—¿Por qué me cuentas esto, Karitas?

La mujer se inclinó hacia él.

—Me fui de Illugastaðir porque no podía soportar a Natan un minuto más. Natan… jugaba con las personas. —Se acercó aún más—. Era como si lo hiciera por divertirse. Con él nunca sabía a qué atenerme. Me decía una cosa y luego hacía otra. Y si me atrevía a pedirle permiso para ir a la iglesia, pues… —La mujer miró a Tóti con desconfianza—. Yo soy una buena cristiana, reverendo, y le juro que nunca he visto a un hombre escupir tantas blasfemias. —Karitas hizo una mueca y miró hacia la puerta—. No le dirá a Blöndal que he hablado con usted, ¿verdad?

—Claro que no. Pero no sé de qué sirve que me cuentes esto sobre Natan. Me doy cuenta de que las opiniones sobre él están divididas, pero con todo y con eso, los intrigantes, aunque sean impíos, no se merecen morir acuchillados en plena noche.

A Karitas estas palabras la sorprendieron.

—¿Un intrigante? —le miró extrañada—. ¿No le ha contado nada Agnes sobre Natan?

—No. No habla de él.

—¿Qué ha dicho Blöndal? —Karitas sacudió la cabeza en dirección a la casa.

—He oído pocas cosas que sean de fiar, aparte de chismes supersticiosos sobre si se llamaba igual que el Diablo.

Karitas sonrió con desgana.

—Sí, dicen eso. De todas maneras, Blöndal no hablaría nunca mal de él. Natan Ketilsson rescató a su mujer de las mismas puertas del cielo.

De repente Tóti se sintió enfadado. Se levantó, se sacudió el polvo y la paja de los pantalones.

—Tengo que irme.

—Entonces, ¿no le dirá a Blöndal que he hablado con usted?

—No. —Tóti intentó sonreír—. Karitas, que te vaya bien y que Dios te bendiga.

—Reverendo, tiene que preguntarle a Agnes por Natan. Creo que se conocían el uno al otro mejor que a sí mismos.

Tóti se volvió desde la puerta, confuso.

—¿Estarías dispuesta a visitarla?

Karitas rió con aspereza.

—Blöndal me sacaría las tripas y las pondría a secar al sol. Además, yo ya me había marchado cuando ella llegó a Illugastaðir. Estaba harta.

—Entiendo. —Tóti la miró un momento y a continuación y con un gesto rápido se llevó la mano al ala del sombrero—. Que Dios te bendiga.

Salió a buscar su caballo al patio y, una vez montado, se volvió para decir adiós con la mano a Karitas, que estaba en la puerta del establo. Ésta no le devolvió el saludo.

El heno está almacenado y todos están deseando abrir por fin la boca para comer y beber después de todas esas semanas de dientes apretados. Ayudo a Margrét en la cocina y guisamos cordero para los invitados que empiezan a llegar para la celebración de la cosecha. No tengo mucho tiempo para pensar en mis cosas. Las hijas no están —las han mandado a la montaña con Kristín a coger bayas y musgo— y ahora nos toca a Margrét y a mí verter y mezclar el suero y el agua, hacer mantequilla, servir a los hombres y asegurarnos de quitar toda la ropa tendida del patio para que los vecinos no vean nuestras interioridades. Me sorprendió darme cuenta de repente de que las chicas se habían ido; supongo que me había acostumbrado a Lauga, siempre con los ojos en blanco, igual que un ternero malhumorado, y a Steina, siguiéndome a todas partes como una sombra.

—Te conozco —me dijo antes de irme—. Tú y yo nos parecemos.

Yo no me parezco en absoluto a Steina. Ella también es infeliz, sí, pero no es como yo. Cuando yo tenía su edad ya trabajaba para mi sustento en Guðrúnarstaðir, ayudando a cuidar a cinco niños —todos delgados y debiluchos como aristas— y a limpiar y a cocinar y a servir hasta que creía que me iba a desplomar. Siempre estaba con los brazos metidos hasta los codos en algo: salmuera, o leche, o humo, o estiércol o sangre. Cuando nació Indriði, el más joven del clan de Guðrúnarstaðir, allí estuve yo junto a su pobre madre, cogiéndole la mano y cortando el cordón enrevesado. ¿Qué sabe Steina del mundo? Cuando yo tenía su edad estaba sola con un ojo medio abierto y atenta por si un sirviente malhablado intentaba levantarme el vestido mientras dormía. Aunque no siempre era tan disimulado. Una mañana hubo uno que me agarró junto al arroyo, me retorció los brazos detrás de la espalda y me obligó a tumbarme en el suelo, de manera que metí la cara en el agua y temí ahogarme mientras él forcejeaba con la bragueta de sus pantalones. ¿Ha tenido Steina alguna vez que resistirse al peso de un criado así? ¿Ha tenido que decidir alguna vez entre dejar que un granjero se le meta bajo las faldas y enfrentarse a la ira de su mujer, que te obligará a hacer las tareas más inmundas, y negarte y encontrarte sin un techo en la nieve y la niebla, con todas las puertas cerradas?

Al bebé, aquella criatura con la cabeza del tamaño de un dedal, Inðridi, que ayudé a venir al mundo, lo enterramos pocos años después de que yo le cortara el cordón. Tenía ya edad suficiente para hablar. También para saber que estaba hambriento. ¿Qué sabe Steina de niños muertos? No es como yo. Conoce solo el árbol de la vida. No ha visto sus raíces retorcidas alrededor de piedras y ataúdes.

Abandoné Guðrúnarstaðir después de que muriera Inðridi, dejando al granjero, a su mujer y al montón de hijos que les quedaban rotos por el hambre. Me dieron besos, una carta de recomendación y dos huevos para el viaje hasta Gilsstaðir. Los huevos se los di a una pareja de muchachas de pelo claro que me encontré en el camino.

Casi me dan ganas de reír. Pensar que aquellas mozas de mejillas sonrosadas que lanzaban terrones a su perro para que los cogiera son ahora mis guardianas aquí en Kornsá.

Lauga tuvo una pataleta cuando Jón les dijo que no estarían para la fiesta de la cosecha porque tenían que ir a coger bayas. Se coge unos berrinches tremendos y me recuerda un poco a Sigga, solo que es más lista. Jón habló con ella y con Steina anoche cuando pensaban que yo dormía. «Va a reunirse con el Señor, y de una manera muy fea —les dijo—. Nuestra vida familiar debe continuar. Tenemos que manteneros a salvo de ella». No quiere que me compadezcan. No quiere que se acerquen a mí, así que las ha mandado fuera por un tiempo, mientras el clima lo permita. Para salvarlas de mi presencia.

Margrét dice que los invitados comerán hoy fuera, pues hace una bonita mañana de septiembre y nos vendrá bien disfrutar cuanto podamos del sol, ya que pronto llegará el invierno. La hierba de las montañas ya está adquiriendo el color de carne ahumada y las noches huelen al aceite de pescado que se quema en las lámparas recién encendidas. En Illugastaðir pronto habrá un aguijón de escarcha en las algas que las olas llevan a la orilla. Las focas se amontonarán en las lenguas de roca y observarán cómo desciende el invierno de las montañas. Se oirán los gritos y aullidos de los hombres a caballo reuniendo las ovejas, y luego vendrá la matanza.

—¡Saludos a las gentes de Kornsá! —llama alguien desde la entrada a la granja, y Margrét levanta la vista, alarmada.

—Quédate aquí —me dice y sale deprisa.

Una voz de mujer sube y baja de volumen y a continuación entra una mujer grande y embarazada rodeada de un enjambre de niños de pelo rubio casi blanco y llenos de mocos. Otra mujer, una señora delgada y gris, la sigue. Levanto la vista del fogón, donde estoy removiendo la sopa, y me doy cuenta de que la mujer gorda me mira tapándose la boca con una mano. Los niños también me miran con los ojos de par en par.

—Róslín, Ingibjörg, ésta es Agnes Magnúsdóttir —suspira Margrét.

Saludo con una reverencia, consciente de que debo de tener un aspecto horrible. El vapor me ha pegado el pelo a la frente húmeda y llevo el delantal ensangrentado de la carne.

—¡Fuera! ¡Los niños fuera ahora mismo!

El pequeño rebaño de chiquillos se marcha y uno de ellos estornuda con violencia. Parecen decepcionados.

Su madre no tanto. La mujer llamada Róslín se vuelve hacia Margrét y la sujeta por un hombro.

—¡Nos invitas con ella aquí!

—¿Y dónde quieres que esté? —Margrét mira a la otra mujer, Ingibjörg, y en los ojos de ambas veo un destello de complicidad.

—¡Pues en Hvammur todo el día! ¡Encerrada en la troje! —grita Róslín. Tiene la cara arrebolada; está disfrutando con la pataleta.

—Te estás poniendo frenética, Róslín, y se te va a adelantar el parto.

Miro el vientre hinchado de la mujer. Parece de nueve meses.

—Es una niña —digo sin pensar.

Las tres mujeres se me quedan mirando.

—¿Qué ha dicho? —cuchichea Róslín con aspecto de estar horrorizada.

Margrét tose un poco.

—¿Qué has dicho, Agnes?

De repente me siento incómoda.

—Su bebé será una niña. Es por la forma. Por cómo le sobresale la barriga.

Ingibjörg me observa interesada.

—¡Bruja! —exclama Róslín—. ¡Dile que deje de mirarme!

Sale hecha una furia de la habitación.

—¿Por qué sabes esas cosas? —me pregunta Ingibjörg. Su voz es amable.

—Rósa Guðmundsdóttir me lo dijo. Es comadrona en el oeste.

Margrét asiente despacio.

—Rósa la poetisa. No sabía que fuerais amigas.

La carne está hecha. Dejo la cuchara encima de un barril y uso las dos manos para soltar la olla del gancho.

—No lo somos —digo.

Ingibjörg coge un platillo con mantequilla que hay a mi lado y le hace un gesto con la cabeza a Margrét.

—Espero que tu señora te deje salir un rato fuera —me dice sonriendo—. Deberías sentir el sol en la cara.

Sale con Margrét, pero sus palabras permanecen suspendidas en la habitación detrás de ella. «Deberías sentir el sol en la cara». «Antes de morir», no puedo evitar añadir, en voz alta, dirigiéndome a las ascuas que susurran.

Los invitados llegan a pie y a caballo, las mujeres con comida y los hombres sacando tímidamente pequeñas botellas de coñac de sus chalecos y abrigos. Los veo mientras pongo platos en las mesas, pero la mayor parte del tiempo Margrét me tiene ocupada en la cocina, fuera de la vista de los vecinos. Éstos me miran de reojo y se callan cada vez que saco jarras de leche, platos con mantequilla.

No quiero estar fuera. Habrá gente que conozco, quizá granjeros para los que he trabajado, criados con los que he compartido alojamiento. Me duele la frente de tan tirantes que llevo las trenzas y de repente deseo soltármelas, caminar con el pelo suelto, tumbarme boca arriba, al sol.

Tóti encontró a Agnes en la lechería haciendo mantequilla.

—¿No te unes a la fiesta, Agnes? —preguntó con voz suave.

Agnes no se volvió.

—Soy más útil aquí —dijo mientras continuaba levantando la vara y hundiéndola en la nata. A Tóti le agradó el sonido, el chapoteo sordo de la mantequera.

—Espero que no te importe si te interrumpo.

—No, pero si no le importa, no voy a parar hasta que no esté hecha la mantequilla.

Tóti se recostó contra el marco de la puerta mientras Agnes seguía subiendo y bajando el pistón. Al cabo de un momento fue consciente de la respiración de Agnes, acelerada, jadeante y sonora en la pequeña estancia. De alguna manera era algo íntimo; el ritmo de la vara y el sonido de respiración agitada. Notó que se ponía colorado. Al cabo de un rato se oyó un golpe seco dentro de la vasija y entonces Agnes se detuvo y con habilidad separó la mantequilla del suero. Mientras Agnes la lavaba, le daba forma y la golpeaba con una espátula extrayendo hábilmente todo el líquido que quedaba, Tóti pestañeó al recordar lo que había dicho Blöndal. «A Natan Ketilsson le acuchillaron el vientre».

Una vez la mantequilla estuvo hecha y cubierta con un paño, Tóti sugirió que salieran a tomar el aire. Agnes parecía nerviosa, pero cogió algo de labor de la baðstofa y siguió a Tóti. Se sentaron en la pila de turba junto a la casa y miraron al grupo de adultos y niños, los granjeros emborrachándose a base de coñac y las mujeres chismorreando en apretados racimos de ropas oscuras. Varias de ellas se turnaban para coger a un bebé y le cloqueaban en la cara. El bebé empezó a llorar.

—He ido a ver a Blöndal —dijo Tóti por fin.

Agnes palideció.

—¿Qué quería?

—Cree que debería pasar más tiempo haciéndote rezar y dándote sermones y menos dejándote hablar.

—A Blöndal solo hay una cosa que le guste más que la disciplina religiosa, y es el sonido de su propia voz. —Agnes hablaba con voz hosca.

—¿Es verdad que Blöndal contrató a Natan para que curara a su mujer?

Agnes le miró con desconfianza.

—Sí —dijo despacio—. Sí, es verdad. Natan fue a Hvammur hace algunos años para ponerle cataplasmas y sangrarla.

Tóti asintió.

—Blöndal también me habló algo de Friðrik. Al parecer le va muy bien bajo la custodia de Birni Olsen y con los consejos del reverendo Jóhann.

Miró a Agnes para comprobar su reacción. Ésta entrecerró los ojos.

—¿También a él le van a conseguir una apelación? —preguntó.

—No me lo dijo. —Tóti carraspeó—. Agnes, una criada llamada Karitas te manda saludos. Me preguntó si me habías hablado de Natan.

—¿Y qué le dijo de él?

Tóti buscó su cuerno de rapé, se echó un poco en la mano y lo sorbió.

—Dijo que no soportaba trabajar para él. Dijo que jugaba con las personas.

Agnes no dijo nada.

—He conocido a otras personas en este valle que dicen que era un hechicero, que su nombre procede de Satán —dijo Tóti.

—Ésa es una historia muy popular. Y que creen muchos.

—¿Tú la crees?

Agnes alisó las medias sin terminar sobre sus rodillas.

—No lo sé —dijo por fin—. Natan creía en los sueños. Su madre había sido clarividente y sus sueños a menudo se hacían realidad. Su familia es famosa por eso. Me hizo contarle mis sueños y le parecieron de mucha consideración. —Dejó de pasar la palma de la mano por la media y levantó la vista—. Reverendo —dijo con voz queda—, si le cuento una cosa, ¿promete creerme?

A Tóti le dio un vuelco el corazón.

—¿Qué quieres contarme, Agnes?

—¿Se acuerda de cuando vino a verme aquí la primera vez y me preguntó por qué le había elegido para que fuera mi sacerdote y le dije que fue por su gesto de amabilidad, porque me había ayudado a cruzar el río? —Agnes miró al grupo de personas en el límite del prado—. No mentía —continuó—. Entonces fue cuando nos conocimos. Lo que no le dije es que ya nos habíamos visto antes.

Tóti levantó las cejas.

—Lo siento Agnes, no me acuerdo.

—Es que no puede. Nos vimos en un sueño. —Miró fijamente a Tóti, como si le preocupara que pudiera echarse a reír.

—¿Un sueño?

El reverendo se admiró de nuevo del contraste entre las pestañas oscuras de Agnes y la claridad de sus ojos. «No se parece a nadie», pensó.

Cuando vio que no se reía, Agnes se puso de nuevo a tejer.

—Cuando tenía dieciséis años soñé que caminaba descalza por un campo de lava. Estaba cubierto de nieve, y yo estaba perdida y asustada. No sabía dónde estaba y no había nadie. Mirara en la dirección en que mirara, no veía más que rocas y nieve, y grandes simas y grietas en el suelo. Me sangraban los pies, pero tenía que seguir adelante, no sabía hacia dónde, pero caminaba lo más deprisa que podía. Cuando ya pensaba que me iba a morir de miedo, apareció un hombre joven. No llevaba sombrero, pero sí alzacuello, y me dio la mano. Seguimos caminando en la misma dirección que antes, no sabíamos hacia dónde ir, si no, y aunque yo seguía aterrada, tenía su mano en la mía, y era un consuelo.

»Entonces, de repente, en mi sueño, noté que el suelo cedía bajo mis pies y me soltaba de la mano del hombre joven y caía en un abismo. Recuerdo mirar hacia arriba mientras me precipitaba a la oscuridad y ver el suelo cerrarse sobre mi cabeza, dejando fuera la luz y la cara del hombre. Yo me quedé dentro de la tierra, enterrada en el silencio, y era insoportable, y entonces me desperté.

A Tóti se le secó la boca.

—¿Era yo ese hombre?

Agnes asintió. Tenía lágrimas en los ojos.

—Me aterró cuando le vi entonces, en Gönguskörd. Le reconocí de mi sueño y supe que estaba ligado a mi existencia de alguna manera, y me preocupó. —Agnes se limpió la nariz en la manga—. Después de separarnos averigüé su nombre. Supe que iba a ser sacerdote, como su padre, y que se dirigía al sur para estudiar allí, y supe que mi sueño era real y que nos encontraríamos una tercera vez. Incluso Natan creía que todas las cosas vienen de tres en tres.

—Pero tú no te has caído por una sima, y aún no ha oscurecido —dijo Tóti.

—Aún no —respondió Agnes en voz baja, y tragó con dificultad—. De todas maneras, no era la oscuridad de la sima lo que me asustaba. Era el silencio.

Tóti estaba pensativo.

—Hay muchas cosas en este mundo y en el siguiente que no entendemos. Pero solo porque no las entendamos no quiere decir que debamos tener miedo. Son tan pocas las cosas de las que podemos estar seguros en esta vida, Agnes… Y es verdad que da miedo. Mentiría si dijera que no me asusta lo que no conozco. Pero tenemos a Dios, Agnes, y, más aún, tenemos Su amor y Él ahuyenta nuestros miedos.

—Me resulta imposible estar segura de nada de eso.

Tóti alargó un brazo y le cogió la mano.

—Confía en mí, Agnes. Estoy aquí, lo mismo que estaba en tu sueño. Siente mi mano en la tuya —añadió.

Apretó los dedos delgados de Agnes, los nudillos. Era consciente de su olor, un aroma dulce a suero fresco y también un poco a rancio ¿de la piel? ¿De la lechería? Resistió un fuerte impulso de llevarse los dedos a la boca.

Ajena a sus pensamientos, Agnes sonrió y le dio una palmadita en la rodilla con la mano que tenía libre.

—Y yo estoy segura de que después de todo será un sacerdote estupendo —dijo.

Tóti le acarició la piel del dorso de la mano.

—¿Sabes una cosa? —dijo—. Blöndal estuvo a punto de no dejarme venir.

Tenía ganas de hacer confidencias.

—Ya me lo imagino.

—Cuando fui a verle hoy me preocupaba que me prohibiera verte.

—¿Y fue así?

Tóti negó con la cabeza.

—Dijo que tengo que aleccionarte.

Agnes separó con cuidado su mano de la de Tóti y éste la soltó de mala gana. La miró coger de nuevo la labor de calceta.

—¿Por qué no me hablas de Natan? —preguntó, un poco dolido.

Agnes miró hacia el grupo de gente.

—¿Cree que habría que sacar más comida?

—Te habría llamado Margrét. —Tóti se secó las palmas sudorosas en los pantalones—. Vamos, Agnes. Blöndal no está aquí.

—Y doy gracias al Señor por ello. —Agnes inspiró profundamente—. ¿Qué quiere que le cuente de Natan? Sabe que fue mi patrón en Illugastaðir. Evidentemente habrá oído suficiente sobre su carácter de las gentes de por aquí. ¿Qué más quiere saber?

—¿Cuándo le conociste?

—Conocí a Natan Ketilsson cuando estuve trabajando en Geitaskard.

—¿Dónde está eso?

—En Langidalur. Fue la sexta granja en la que trabajé de criada. La tiene arrendada Worm Beck. Se portó bien conmigo. Yo había estado trabajando en Fannlaugarstaðir, en el este, y luego en Búrfell. Allí fue donde nos conocimos, reverendo, cuando yo iba de camino de Búrfell y usted me ayudó a cruzar el río. Iba a Búrfell porque había oído que Magnús Magnússon, un hombre que llevaba el nombre de mi padre, estaba trabajando allí, y pensé que podría vivir con él.

»No me quedé mucho tiempo. Magnús era amable, pero cuando le recordé que me pusieron Magnúsdóttir por él se puso hecho una furia y dijo que mi madre había manchado su buen nombre y que los problemas que le habían traído las mujeres no tenían fin. Después de aquello no me gustó estar allí. Magnús me preparó una cama y me dijo que podía quedarme con los demás, pero de vez en cuando le sorprendía mirándome con una expresión extraña y sabía que era porque veía el parecido con mi madre. Antes de marcharme me dio algo de dinero. Fue la primera vez en mi vida que he tenido dinero en la mano.

»Decidí ir a Geitaskard. Salí temprano por la mañana, a pie, y seguía el río blanco Blanda corriente abajo cuando vi a un grupo de hombres que venía de cruzar un paso de montaña situado al este. Se unieron a mí y a mis compañeros, en su mayoría sirvientes como yo, y nos presentamos, y mira por dónde uno de ellos resultó ser mi hermano pequeño, ¡hecho ya un hombre! No nos habíamos reconocido el uno al otro. Jóas se emocionó. Me apretó la mano y me llamó hermana, y los otros se burlaron de él cuando vieron que tenía lágrimas en los ojos. Yo también estaba feliz de haber encontrado a Jóas, pero me di cuenta de que olía a coñac y vestía como un pordiosero. Me dijo que trabajaba de criado, pero tenía esa mirada nerviosa de los vagabundos que se ven por estas tierras. Algo me dijo que las cosas no le iban bien y sufrí por él. Hablamos durante todo el camino a Geitaskard aquella mañana y supe que su infancia no había sido más feliz que la mía. Mamma le había abandonado poco después de arrastrarme a mí a Kornsá y me contó que había andado de aquí para allá en el valle igual que una brasa caliente. No sabía qué había sido de Ingveldur, dijo, y que por él como si estaba en el infierno. Así que allí estábamos los dos, ambos desamparados, solo que él parecía más perjudicado por ello que yo. No sabía ni leer ni escribir, y cuando me ofrecí a enseñarle se enfadó y me dijo que no presumiera.

»Jóas y sus amigos, un hatajo de harapientos con la cara sucia, me dijeron que se dirigían a Geitaskard para ver si conseguían algún trabajo, puesto que era una granja grande. Jóas no tenía experiencia probada como yo, pero le dije a Worm que respondía por él y también le contrataron. Aquéllos fueron días gratos, por tener a alguien de mi familia cerca, aunque apenas nos veíamos y en la granja había mucho trabajo. En Geitaskard había comida en abundancia, no como en Guðrúnarstaðir o Gafl, o incluso en Gilsstaðir. En aquellas otras granjas hubo ocasiones en que no tuve otro remedio que dar de comer a los niños velas de sebo y hervirme yo un trozo de cuero. Los criados de Geitaskard, además, se portaban bien. Con todos esos caballos y vacas, y mantequilla y hierba, y gruesas porciones de carne con que llenarte el estómago, no era difícil ser bueno. Yo hice amistad con otra de las criadas, María Jónsdóttir. Nunca había tenido demasiados amigos, pero ella también había sido indigente, así que supongo que nos entendíamos la una a la otra, en cierto modo.

»Jóas parecía contento en Geitaskard, lo que a mí me alegraba. Pero no me gustaban sus amigos. Parecían una banda de delincuentes, y tenían aspecto de haraganes, con pantalones sucios y piojos en el pelo. Jóas se había rascado la cabeza hasta dejársela en carne viva. Worm se deshizo de algunos de los hombres en menos de una semana, los sorprendió durmiendo detrás de los establos, y el resto tampoco duró demasiado. No sé si fue porque era mejor que ellos o porque me tenía a mí, pero Jóas me dejó lavarle y quitarle los piojos del pelo, y trabajó duro. Por las noches, cuando teníamos algo de tiempo libre, charlábamos. Me dijo que había oído historias sobre mí, que había preguntado por ahí y había sabido que había trabajado en Guðrúnarstaðir. Me dijo que había ido a buscarme allí, pero que cuando llegó yo ya me había marchado y no se acordaban de a dónde. No dejé que me viera, pero pensar en mi hermano tratando de encontrarme me hizo llorar. También había tenido un hijo. Una niñita, cuya madre era una criada. Pero dijo que la niña había nacido muerta y que la madre no le quería. Le hablé de Helga, nuestra pobre hermana muerta, y me dijo que había ido a su funeral y que el granjero Jónas, el padre de Helga, le había dado algo de dinero para resarcirle por haber sido abandonado por una ramera. Jóas insistía en que nuestra Mamma era una mala persona y en que podía irse al infierno por haber entregado a dos niños a la caridad de la parroquia, que no tenía nada de caritativa, y la llamó muchas cosas más. Hablaba de Mamma igual que había hablado Magnús, y una noche discutimos por ello, y cuando me desperté al día siguiente Jóas había desaparecido. Me había cogido el dinero que me había dado Magnús. Desde entonces no le he visto.

Hubo un gran cacareo de risas procedente de la reunión en el extremo del prado. Tóti vio que dos de los hombres habían soltado a la vaca y que los demás intentaban en vano hacerla volver al prado.

—Había estado guardando ese dinero —continuó Agnes— para cuando me casara; para pagar las licencias y ayudar a mi esposo a comprar una parcela de tierra, de modo que pudiéramos ser honrados e independientes.

—¿Estuviste prometida? —preguntó Tóti.

Agnes sonrió.

—Bueno. Había un criado en Geitaskard. Daníel Guðmundsson. Yo le gustaba y le decía a todo el mundo que estábamos prometidos. También lo dijo en el juicio, pero no me creo que fuera en serio. Ninguno de los dos teníamos una moneda. Yo le dejé pensar lo que quisiera, si eso significaba ser amable conmigo.

Daníel trabajó en Illugastaðir también cuando yo estaba allí. Estuvo en los juicios, primero como testigo, y luego Blöndal decidió que tenía que haber sabido lo que iba a pasar, y lo mandaron a la Rasphuis en Copenhague.

—¿Y sabía él lo que iba a pasar? —preguntó Tóti.

Agnes levantó la vista de las agujas y le miró con frialdad.

—De haber sabido alguien lo que iba a pasar, ¿cree usted que estaría yo aquí hablando con usted? ¿Cree que cualquiera de los otros, Daníel, la familia de Friðrik, estarían atados a un barril azotados hasta el borde de la muerte si hubieran sabido lo que iba a pasar?

Hubo un momento de silencio.

Agnes inspiró profundamente.

—Después de que se marchara Jóas, lo mejor de trabajar en Geitaskard era María. De niña yo nunca había tenido muchas amigas; me habían ido pasando de una granja a otra igual que un fardo. A cualquiera que tuviera un deber para con la parroquia, o necesitara una muchacha joven para que vigilara el heno, o las ovejas, o los calderos. Pero yo era bastante solitaria. Prefería leer que hablar con los demás. —Agnes levantó la vista—. ¿Le gusta leer? —le preguntó a Tóti.

—Mucho.

Agnes le dedicó una amplia sonrisa y por primera vez Tóti reconoció a la criada a la que había ayudado a cruzar el río. Se le iluminaron los ojos y abrió los labios dejando ver unos dientes bien alineados; de repente parecía más joven, transformada. Tóti fue consciente de su propia respiración. «Es bastante hermosa», pensó.

—A mí también —dijo Agnes en un susurro—. Lo que más me gusta son las sagas. Tal y como dicen: blindur er boklaus maður. Un hombre sin un libro está ciego.

Tóti notó que algo se formaba en su interior, un grito, o una carcajada. Miró a Agnes, cómo el sol de la tarde le iluminaba el borde de las pestañas, y se preguntó por las palabras de Blöndal. «Agnes mató a Natan por despecho». Vio la frase escrita dentro de su cabeza.

—Cuando era niña solían contratarme para vigilar los campos. A veces en esas granjas había libros. —Agnes hizo un gesto en dirección a las colinas rocosas a su espalda—. Yo me los llevaba para leerlos en la colina de Kornsá. Allí podía quedarme dormida y descansar un rato de la granja, y de las faenas. Aunque en ocasiones me cogían y castigaban.

—En tu confirmación decía que eres leída.

Agnes enderezó la espalda.

—La confirmación me gustó; la sagrada comunión y todos mirándote mientras caminabas por el pasillo y te arrodillabas ante el sacerdote. Los pegujaleros y sus mujeres no pudieron prohibirme leer cuando supieron que me estaba preparando para confirmarme. Podía ir a la iglesia y estudiar allí con el reverendo si tenía tiempo. Me dieron un vestido blanco y después hubo tortitas.

—¿Y qué hay de la poesía?

Agnes parecía escéptica.

—¿Qué pasa con la poesía?

—¿Te gusta? ¿Compones poemas?

—Yo no presumo de mis poemas. No como Rósa. Los suyos los conoce todo el mundo.

Se encogió de hombros.

—Eso es porque son hermosos.

Agnes bajó la voz.

—A Natan le encantaba eso de Rósa. Le encantaba la manera en que sabía construir cosas con palabras. Se inventó un lenguaje propio para decir lo que las otras personas solo eran capaces de sentir.

—He oído que Natan también era poeta —dijo Tóti simulando desinterés—. ¿Hablabais los dos en poemas, como hacía él con Rósa?

—No como con Rósa, no. Pero hablábamos en una suerte de poesía.

Agnes miró hacia el prado.

—A Natan le conocí un día como éste.

—¿De celebración de la cosecha?

Agnes asintió.

—En Geitaskard. Yo estaba sirviendo la mesa con María. Estábamos sacando comida y bebida, tomándonos nuestro tiempo. María sabía todo lo que podía saberse de una persona y recuerdo que había estado apuntando el vientre abultado de una de las criadas del granjero y diciendo algunas cosas que quizá no eran amables, pero que me hicieron reír hasta quedarme sin respiración. Entonces me sujetó por el codo, me arrastró al establo y me dijo que acababa de ver a Natan Ketilsson llegar a caballo.

»Yo ya había oído hablar de Natan, por supuesto. Era famoso por toda clase de cosas dependiendo de con quién hablaras. Todo el mundo sabía de su relación con Rósa. Todo el mundo sabía que los hijos de ésta eran de Natan y no de Ólaf. Natan viajaba por todo el norte. De joven se dedicaba a hacer sangrías y luego se fue a Copenhague y todos decían que había vuelto convertido en hechicero. También decían que se había hecho amigo de Blöndal, quien por entonces estudiaba allí, y que por eso nunca le cogieron preso por las cosas que hizo más tarde. Todos pensaban que Natan era un ladrón y es cierto que siendo joven recibió azotes por ello. Nadie podía explicar por qué tenía tanto dinero cuando veían por sí mismos lo poco que ganaba. Algunos juraban que obligaba a otros a robar animales para él. Tenía muchos enemigos. Pero es difícil decir si se equivocaban o simplemente le tenían envidia. Las historias tienden a alimentarse solas y a Natan le gustaba tener a la gente intrigada.

—¿Qué opinión tenías tú entonces de Natan?

—Pues en realidad ninguna. No le conocía, aunque su hermano Ketil había intentado cortejarme en una ocasión. En el establo María me dijo que Natan por fin había dejado a Rósa y que había arrendado una granja él solo. Mucha gente hablaba de ello porque Rósa era popular y lamentaban verla con el corazón roto, aunque estuviera casada. María me dijo que Worm era muy amigo de Natan y que le había ayudado a comprar Illugastaðir, una granja justo al lado del mar, con muchas focas y patos de flojel, y también madera de deriva, si tenías cómo transportarla desde la orilla. Me dijo que Natan había empezado a darse aires, a hacerse llamar Lyngdal, en lugar de Ketilsson, aunque ninguna de las dos conseguimos deducir por qué; era un nombre extraño para ponerse, en absoluto islandés. María pensaba que seguramente era para hacerse pasar por danés, y yo me pregunté si estaba permitido cambiarse el nombre así como así. María me dijo que los hombres podían hacer lo que quisieran, que eran todos unos adanes, y los puso de vuelta y media.

»Fue entonces cuando vi a Natan por primera vez. Pensé que sería un hombre corpulento, un sujeto guapo e imponente con pelo largo, como esos hombres por los que suelen perder la cabeza las criadas. Pero Natan no era guapo. El hombre que vi hablando con Worm no era alto y tenía una cara bastante delgada. Su aspecto no era de persona fuerte. Tenía el pelo castaño rojizo y una nariz demasiado grande para su cara. Me recordó a un zorro, con su pelo castaño y ojillos brillantes, y así se lo dije a María. Ésta se echó a reír y dijo que no le sorprendía que algunas gentes del norte pensaran que era brujo con poderes de transmutación.

»Entonces Natan nos vio. Saltaba a la vista que acabábamos de hacer un chiste a sus expensas, pero no pareció importarle. Le dijo algo a Worm y echó a andar hacia nosotras.

»Recuerdo que sonreía como si ya nos conociera. Supongo que le gustaba ser objeto de atención. “Buenas tardes, muchachas”, dijo. No era mucho más alto que yo, pero su voz era profunda. Dijo: “¿Me concedéis el honor de decirme vuestros nombres?”, y yo contesté por las dos.

»Natan sonrió e hizo una inclinación de cabeza y fue entonces cuando me fijé en sus manos. Eran muy blancas, como las de una mujer, y con dedos tan delgados como agujas de abeto e igual de largos. No era sorprendente que algunas personas le llamaran “dedos largos”. Dijo que estaba encantado de conocernos a las dos y si no hacía un día muy agradable. Hizo ademán de preguntarnos si estábamos disfrutando de la celebración, pero yo le interrumpí y le dije que no nos había dicho su nombre. María se burló, pero a Natan siempre le gustaron las personas sin pelos en la lengua, tal y como me contó después. Dijo que se llamaba Natan Lyngdal. Le brillaban los ojos.

»María le preguntó si no se llamaba en realidad Ketilsson y Natan respondió que sí, que claro que se llamaba también Ketilsson y que tenía muchos nombres más, aunque no todos apropiados para nuestras delicadas orejas. Era de trato fácil, reverendo. Siempre sabía qué decirles a las personas para hacerlas sentir bien. Y para hacerlrs el mayor daño posible también.

»Estuvimos un largo rato sin decir nada. Luego Worm reclamó a Natan y éste se despidió de nosotras, pero no sin decirnos que le gustaría vernos más adelante, cuando no estuviera tan ocupado.

El reverendo Tóti se pasó un dedo por las encías y se sacó una brizna o dos de tabaco. Se limpió la yema del dedo en los pantalones y no pudo evitar fijarse en la forma pequeña y anodina de sus manos rosadas. Notó una punzada de envidia en el pecho.

—¿Cuándo le volviste a ver?

Agnes hizo una pausa para contar los puntos antes de cerrar la labor.

—Pues ese mismo día —dijo—. María y yo estuvimos ocupadas toda la tarde haciendo recados para la mujer de Worm y quitando a los niños de en medio, pero luego nos dieron la noche libre para que celebráramos la siega como quisiéramos. Era un crepúsculo precioso, muy delicado, y todos los criados habían salido a ver caer la noche. Uno estaba contando una historia sobre duendes cuando se escuchó a alguien toser y vimos a Natan detrás de nosotros, en las sombras. Pidió perdón por espiarnos, pero dijo que le gustaban mucho las historias y nos preguntó si le haríamos el favor a un extraño de permitirle participar en nuestra celebración. Uno de los criados dijo que Natan Ketilsson tenía poco de extraño, en especial entre las mujeres, y casi todos rieron. Pero un hombre o dos y también unas cuantas criadas miraron a otro lado. María le hizo sitio a Natan. Yo estaba en uno de los extremos del grupo, puesto no que no era demasiado popular por mi manera de hablar a las personas, pero Natan pasó junto a María y fue a sentarse conmigo. «Bueno, pues ya estamos», dijo y miró al hombre que había estado hablando y le invitó a continuar su historia. Vimos anochecer sentados, contando historias y mirando las estrellas hasta que llegó la hora de dormir y ya está.

—¿Por qué crees que Natan quiso sentarse a tu lado?

Agnes se encogió de hombros.

—Después me dijo que había estado observándome todo el día y que no había conseguido leerme. Yo al principio le entendí mal, y le dije que era normal, puesto que soy una mujer y no un libro. Él se rió y dijo que no, que también podía leer a las personas, aunque algunas parecían escritas en una lengua que no conseguía descifrar. —Agnes sonrió un poco—. Piense lo que quiera, reverendo, pero eso es lo que dijo.

Sin duda el reverendo se pregunta qué éramos el uno para el otro. Le miro y sé que está pensando en mí y en Natan, dando vueltas al pensamiento en su cabeza, saboreándolo como un niño que chupa el tuétano de un hueso. Para lo que va a sacar, le daría igual chupar una piedra.

Natan.

¿Cómo recordar el primer momento de nuestro encuentro, cuando la mano con la que apretó la mía no era más que una mano? Me es imposible pensar en Natan como el desconocido que fue, una vez, para mí. Puedo recordar el aspecto que tenía, evocar el tiempo que hacía ese día y cómo jugaba la luz con su rostro sin afeitar, pero ese momento virgen es imposible de capturar. Soy incapaz de recordar no conocer a Natan. De saber lo que es no amarle. Mirarle y darme cuenta de que había encontrado lo que no era consciente de estar buscando con avidez. Con una avidez tan intensa, tan capaz de sumergirme en la noche, que me aterrorizaba.

No le mentí al reverendo. Aquella noche de estrellas e historias y la cálida presión de su mano en la mía fueron tal y como se las he contado. Pero no le he dicho lo que siguió una vez que los criados se fueron a dormir. No le he contado que María se fue también con ellos después de dirigirme una mirada de reproche. No le he hablado de cuando nos dejaron solos y Natan me urgió a quedarme con él en la media luz. Para hablar, dijo. Solo para hablar.

—Dime quién eres, Agnes. Déjame que te coja la mano para que pueda conocer algo más de ti.

La ágil calidez de sus dedos recorriendo mi palma abierta.

—Esto son callos, de manera que trabajas duro. Pero tienes dedos fuertes. No solo trabajas duro, sino que lo haces bien. Entiendo que Worm te contratara. ¿Ves esto? Tienes la palma hueca. Igual que la mía. Toca, ¿ves cómo está sin llenar?

La suave depresión, los pliegues fantasmas de su piel, el atisbo de huesos.

—¿Sabes lo que significa, tener la palma hueca? Significa que somos un poco misteriosos. Este espacio vacío puede llenarse de mala suerte si no tenemos cuidado. Si no lo protegemos del resto del mundo y de toda su oscuridad, de todos sus infortunios.

—Pero ¿cómo puede uno protegerse de la forma de su mano? —reía yo.

—Tapándola con otra, Agnes.

El peso de sus dedos en los míos igual que un pájaro posándose en una rama. No me di cuenta de que estábamos rodeados de yesca hasta que noté que empezaba a arder.