Capítulo seis

En este año de 1828, a 29 de marzo, nosotros, funcionarios destinados en Stapar en Vatnsnes —transcribiendo la descripción oral del comisionado Blöndal—, referimos por escrito el valor de las pertenencias de los prisioneros Agnes Magnúsdóttir y Sigrídur Guðmundsdóttir, sirvientas ambas en Illugastaðir. Los siguientes objetos, que se ha confirmado que pertenecen a las personas anteriormente mencionadas, tienen el siguiente valor:

AGNES MAGNÚSDÓTTIR

RBL.

RBSK

1. Chal de mujer tejido en punto de lana azul.

48

2. Falda azul gastada con corpiño tejido de punto, cuello rojo y ocho botones de plata.

1

64

3. Camisa azul de lana tejida en punto de lana con cuello verde, rematada con seis adornos de latón.

20

4. Un sombrero azul gastado y los restos de otro negro, quemados.

10

5. Dos faldas negras largas.

20

6. Un vestido viejo de azul desgastado.

80

7. Un delantal de rayas de punto islandés.

10

8. Una cuarta de punto de lana blanca.

16

9. Un libro de los evangelios: núm. 33-38.

16

10. Cuatro cuartas de tela verde con ribete «sarte» en mal estado.

10

11. Un vaso pequeño y una copa.

16

12. Una carga de tinta añil y aproximadamente dos hojas de papel.

20

13. Dos agujas de tejer y unas tijeras viejas.

6

14. Siete botones de color y dos de plata, aproximadamente otros veinte botones y algunos corchetes de cobre.

24

15. Una bolsa de tela blanca llena de objetos varios sin valor.

20

16. Dos pares de calcetines, unos azules y otros blancos, y una entresuela amarilleada.

12

17. Un alfiletero, un dedal y un par de guantes blancos.

8

18. Una caja pequeña, un cuenco pequeño de madera y varias cajitas.

20

SIGRÍDUR GUÐMUNDSDÓTTIR

RBL.

RBSK

1. Dos chales amarilleados, en mal estado.

80

2. Una falda azul de lana de punto de mala calidad.

40

3. Una falda azul con un canesú en mal estado.

40

4. Una tela de rayas, fina y gastada.

24

5. Un sombrero azul viejo con un remate de seda verde en mal estado.

8

6. Una camisa de dormir pequeña con una combinación de seda verde.

10

7. Una oveja, actualmente ubicada en Illugastaðir, y paja.

2

Sellamos y certificamos que los objetos arriba detallados comprenden el total de las posesiones de las susodichas prisioneras.

Testigos:

J. Sigurðsson, G. Guðmundsson.

Esto es lo que le cuento al reverendo:

La muerte ocurrió de la manera en que suele ocurrir y, sin embargo, distinta de todo.

Empezó con la aurora boreal. Aquel invierno fue tan frío que me despertaba cada mañana con la manta cubierta de un fino polvo de hielo, el resultado de mi respiración que se helaba y caía mientras dormía. Entonces vivía en Kornsá y llevaba allí únicamente dos o tres años. Kjartan, mi hermano adoptivo, tenía tres años. Yo solo cinco más.

Una noche estábamos los dos trabajando en la baðstofa con Inga. Por entonces yo la llamaba Mamma, porque era como una madre para mí. Se dio cuenta de que tenía aptitudes para aprender y me enseñaba lo mejor que podía. A su marido, Björn, también intenté llamarle Pabbi, pero no le gustaba. Tampoco le gustaba que yo supiera leer o escribir y no tenía reparos en quitarme el afán de conocimiento a base de azotes si me sorprendía estudiando. Era algo vulgar para una chica, decía. Inga era astuta; esperaba hasta que Björn se dormía y entonces me despertaba y nos poníamos a leer los salmos juntas. Me enseñó las sagas. Durante kvöldvaka las decía de memoria y una vez que Björn se había dormido me hacía repetírselas. Björn nunca supo que su mujer desobedecía sus órdenes por mí, y dudo de que entendiera por qué a su mujer le gustaban tanto las sagas. Le permitía recitarlas de la misma manera que un hombre tolera el capricho incomprensible de un chiquillo. Quién sabe cómo llegaron a ser mis padres adoptivos. Quizá fueran parientes de Mamma. Aunque es más probable que necesitaran un par de manos para trabajar.

Aquella noche Björn había salido a dar de comer al ganado y cuando regresó de sus tareas estaba de buen humor.

—Vaya dos, ahí bizqueando junto a la lámpara cuando fuera el cielo está en llamas —reía—. Venga, salid a ver la aurora —dijo.

Así que dejé de hilar, cogí a Kjartan de la mano y le llevé fuera. Mamma-Inga estaba encinta, así que no vino con nosotros, sino que se limitó a hacernos un gesto con la mano y siguió bordando. Me estaba haciendo una colcha nueva para la cama, pero nunca llegó a terminarla e ignoro qué fue de ella. Creo que es posible que Björn la quemara. Quemó muchas de sus cosas, más adelante.

Pero aquella noche Kjartan y yo salimos al aire frío, caminamos por la nieve crujiente y pronto comprendimos por qué nos había llamado Björn. El cielo en su totalidad estaba invadido de color como nunca lo había visto. Grandes cortinas de luz se movían como impulsadas por un viento y ondeaban sobre nuestras cabezas. Björn tenía razón, era como si el cielo nocturno estuviera ardiendo lentamente. Había manchas violeta que se hinchaban contra la oscuridad de la noche y estrellas esparcidas por ella. Las luces menguaban como olas y a continuación eran interrumpidas súbitamente por nuevas vetas de un verde violento que se zambullían en el cielo como si se precipitaran desde una gran altura.

—Mira, Agnes —dijo mi padre adoptivo y, cogiéndome por los hombros, me hizo volverme para que viera cómo el resplandor de la aurora boreal resaltaba los relieves de la cadena montañosa. A pesar de lo avanzada de la hora, reconocí el horizonte irregular de todos los días—. A ver si puedes tocarla —dijo Björn, y yo dejé caer el chal al suelo para levantar los brazos al cielo—. Ya sabes lo que esto significa. Significa que va a haber tormenta. La aurora boreal siempre anuncia mal tiempo.

Al mediodía siguiente el viento empezó a azotar la casa del pegujalero, levantando la nieve que había caído durante la noche y lanzándola contra las pieles con que habíamos tapado las ventanas para que no pasara el frío. Era un sonido siniestro, el del viento arrojando hielo contra nuestra casa.

Aquella mañana Inga no se sentía bien y seguía en la cama, de manera que yo hice la comida. Estaba en la cocina, poniendo la olla en el fuego, cuando entró Björn procedente de la troje.

—¿Dónde está Inga? —me preguntó.

—En la baðstofa —le dije. Le vi quitarse la gorra y sacudir el hielo en el fuego. El agua escupió sobre las piedras calientes.

—Este fuego hace demasiado humo —dijo Björn con el ceño fruncido, y me dejó con mis tareas.

Cuando le hube preparado unas gachas de algas se las llevé a la baðstofa. La habitación estaba bastante oscura y, una vez le hube servido a Björn su comida, corrí a la troje a buscar más aceite para la lámpara. La troje estaba cerca de la puerta de la casa y, mientras me dirigía a ella, oí el viento aullar cada vez más fuerte y supe que se acercaba una tormenta a gran velocidad.

No estoy segura de por qué abrí la puerta para mirar fuera. Supongo que sentía curiosidad. Pero se apoderó de mí un impulso extraño y quité el pestillo para asomarme y ver qué tiempo hacía.

Era un espectáculo cruel. Había nubes negras suspendidas sobre las montañas y, bajo su negrura turbia, una masa de nieve gris se arremolinaba hasta donde alcanzaba la vista. El viento soplaba feroz y una ráfaga repentina golpeó la puerta con tal fuerza que me hizo perder el equilibrio. La vela del pasillo se apagó en un instante y desde el fondo de la casa Björn me gritó qué demonios hacía, dejando que la tormenta entrara en su casa.

Me apoyé contra la puerta para cerrarla pero el viento era demasiado fuerte. La racha de viento helado me agarrotó las manos. Era como si el vendaval fuera un demonio exigiendo entrar. Y entonces, de repente, cesó, y la puerta se cerró de golpe. Como si el espíritu hubiera logrado entrar y hubiera cerrado la puerta detrás de él.

Regresé con aceite y rellené las lámparas. Björn estaba enfadado conmigo por haber dejado que entrara el frío estando Inga tan delicada.

La tormenta azotó la granja toda aquella tarde y estuvo rugiendo tres días. Al segundo, Inga se puso de parto.

Era demasiado pronto.

Aquella noche, ya tarde, rodeada por los sonidos que emitían el viento, la nieve y el hielo, Inga empezó a tener unos dolores espantosos. Creo que tenía miedo de que también aquel bebé llegara antes de tiempo.

Cuando Björn comprendió que el niño iba a nacer, envió a Jón, el bracero, a la granja de su hermano, para que vinieran su cuñada y la criada. Mi padre adoptivo le dijo a Jón que le explicara a las mujeres lo que pasaba, de modo que al menos pudieran enviarle algún consejo si es que no podían venir.

Jón protestó diciendo que la tormenta era demasiado fuerte y que no se le podía pedir que hiciera algo así, pero Björn era un hombre exigente. Así que Jón se abrigó con gruesas prendas y salió, pero regresó al poco, cubierto de nieve y de hielo, y le dijo a mi padre adoptivo que no veía más allá de tres pasos delante de él y que aquel tiempo significaba muerte segura. Y, sin embargo, Björn le obligó a intentarlo de nuevo, y cuando Jón regresó, aterido y diciendo que apenas conseguía mantenerse en pie, tal era la fuerza del viento, y que no había podido avanzar más de dos metros, mi padre adoptivo le sujetó por el cuello de la chaqueta y lo empujó fuera. Creo que entonces, cuando abrió la puerta, se dio cuenta de lo peligroso que era aquel tiempo, porque cuando Jón volvió a los pocos minutos, temblando de frío y de furia, Björn no dijo nada y le dejó que se desvistiera y se metiera en la cama para entrar en calor.

Estoy segura de que Björn también estaba asustado.

Inga no se había movido de la cama y ahora gemía de dolor. Estaba pálida como la leche y se habían apoderado de ella unas convulsiones que la habían dejado cubierta de sudor. Björn la llevó de la baðstofa a la habitación del altillo —antes había un altillo en esta casa—, de modo que tuviera algo de intimidad, pero cuando le levantó el camisón y la ropa de cama estaban empapados de agua y yo grité sorprendida. Pensé que se había orinado encima.

—¡No la muevas, Björn! —dije, pero él me ignoró y subió a mi madre adoptiva escaleras arriba mientras me pedía que pusiera agua a hervir y le llevara un paño. Hice lo que me pedía y le llevé el paño que yo misma acababa de tejer. Le pregunté si podía ver a Mamma, pero me dijo que me fuera a cuidar de Kjartan, así que volví a la baðstofa.

Kjartan debía de saber que algo malo pasaba, porque lo encontré gimoteando. Cuando me senté en nuestra cama gateó hasta mí y yo, asustada como estaba y necesitada de consuelo, lo senté en mi regazo y juntos nos pusimos a esperar a que Björn nos dijera qué teníamos que hacer mientras escuchábamos la tormenta.

Esperamos largo rato. Kjartan se quedó dormido, apoyado en mi cuello, así que lo tumbé en la cama e intenté cardar lana, separando los vellones en mechones delgados con los dedos y entresacando la brizna. Pero me temblaban los dedos. Oía a Inga gritar desde el altillo. Me dije a mí misma que gritar era normal y que pronto tendría un nuevo hermano o una nueva hermana adoptivo al que querer.

Pasadas algunas horas Björn bajó del altillo. Entró y vi que sujetaba un paquete pequeño. Era el bebé. La cara de Björn era cenicienta cuando me alargó aquella cosa diminuta y me hizo cogerla. Luego salió de la habitación y volvió al altillo con su mujer.

Me emocioné al coger al bebé. Era muy pequeño y ligero y no se movía gran cosa, pero lloriqueaba y arrugaba los ojos y la boca y tenía la cara roja y muy fea. Le abrí la manta y vi que era una niña.

Para entonces Kjartan se había despertado. Dentro había empezado a hacer frío; el viento se colaba por alguna grieta y una corriente repentina apagó la mayoría de las velas de sebo que habíamos encendido y puesto sobre una mesa. Solo quedaba una encendida y, en su luz parpadeante, nuestras sombras danzaban en la pared y Kjartan se echó a llorar. Cerró los ojos y enterró la cabeza en mi hombro.

Como hacía tanto frío, me metí al bebé envuelto en su manta dentro del chal y usé mi almohada para mantenerlo pegado a mi pecho. Pero nuestras almohadas no eran de plumón, sino de algas, y no daban demasiado calor. Pero el bebé había dejado de llorar y pensé que después de todo quizá no hacía tanto frío y que todo saldría bien. Con los dedos le limpié un poco del líquido espeso que le recubría la cabeza y luego Kjartan y yo le dimos un beso.

Estuvimos sentados juntos en la cama mucho tiempo. Pasaron las horas. Por lo que sé, podían incluso haber pasado días. Seguía estando oscuro y haciendo frío y la tormenta bramaba sin fin. Le había dicho a Kjartan que cogiera las mantas de la cama de sus padres y nos habíamos envuelto con ellas, apretados para entrar en calor. Desde el altillo, Inga gemía sin interrupción. Era como el sonido de alguien durmiendo y teniendo una pesadilla espantosa, un lenguaje susurrado y terrible sin palabras, hecho solo de sonidos. Y el viento seguía rugiendo con tal fuerza que en ocasiones no sabía si era Inga gritando o el viento lo que hacía consumirse la vela en el candelero.

Tenía un brazo alrededor de Kjartan y con el otro mantenía al bebé apretado contra mí y les dije a los dos que intentaran escuchar los latidos de mi corazón para que así se olvidaran de la ventisca.

Creo que nos dormimos. Digo creo, porque no recuerdo despertarme, pero sí recuerdo ver de repente a Björn de pie en la baðstofa. La última de las velas se había consumido y en la penumbra de la habitación apenas le distinguí muy quieto, con la cabeza gacha.

—Inga ha muerto —dijo, y las palabras cayeron como un losa en la habitación—. Mi mujer ha muerto.

—Björn —dije—. Aquí está el bebé. Coge al bebé. —Y lo saqué de debajo de las mantas y se lo ofrecí.

No lo quiso.

—El bebé también está muerto —dijo.

Miré lo que sostenían mis manos y vi que el bebé se había quedado muy quieto y que ya no estaba caliente. Las mantas sí lo estaban, pero solo porque yo las había mantenido apretadas contra mi cuerpo. Me eché a llorar. Kjartan miró la carita azulada del bebé, con la sangre reseca todavía pegada a la mejilla y, al ver que no se movía, empezó a gimotear. Björn nos miraba. Yo me trastorné: dejé el bebé en la cama y me tiré al suelo tapándome la cara con las manos. Me eché a llorar y grité:

—¡Yo también me quiero morir!

—A lo mejor lo haces —contestó Björn. Fue todo lo que dijo para consolarme—. A lo mejor te mueres tú también.

Me quedé largo rato tumbada en el suelo gritando. Recuerdo que los tablones —los mismos que pisamos hoy— estaban húmedos y manchados con mis lágrimas y la porquería de mi nariz. Estaba enfadada con Björn, sentado en su cama en la oscuridad, con la cabeza apoyada en las manos y sin llorar, sin gritar, sin decirme que me levantara del suelo y dejara ya de patalear. Estaba tan helado como la tierra de fuera. Así que grité y me revolqué por el suelo hasta que se me hincharon los ojos y me dolieron las manos de dar palmadas contra la madera. Aullé igual que la tormenta de fuera, hasta que me acordé de Inga en el altillo y entonces me levanté y salí corriendo de la habitación, tropezando con las faldas y cayendo de rodillas. Subí las escaleras que llevaban al altillo y corrí adentro.

En nuestro altillo había un ventanuco en el tejado, sobre las vigas. Normalmente lo tapábamos con tela para que no entraran la lluvia y el frío, pero se había caído y dejaba pasar una luz azul y tenue, a pesar de que la tormenta no había amainado. Hacía muchísimo frío. El aliento flotaba de mi boca igual que una nube blanda. Había entrado gran cantidad de nieve que se había derretido y había formado un enorme charco en el suelo y aquel charco fue lo primero que vi, y cómo reflejaba la luz que entraba por la ventana de manera que brillaba igual que un espejo. Y entonces vi a Inga.

En la luz azul de la habitación su sangre parecía púrpura. Yacía en un delgado colchón de paja, sobre el paño de lana basta que yo le había dado antes a Björn, solo que el paño ya no era blanco, sino que estaba manchado de sangre. Tenía los ojos abiertos y reflejaban la luz en destellos húmedos que me hicieron pensar que seguía con vida. Me incliné sobre ella y la llamé: «¡Mamma!», y le puse una mano en el hombro, pero cuando la toqué supe que estaba muerta. Tenía el cuerpo rígido y frío al tacto.

Había sangre suya por todas partes. El camisón parecía negro de tan manchado, igual que las piernas y la cama, pero tenía sangre también en los hombros desnudos y me fijé en que sus manos, con las palmas vueltas hacia arriba, también estaban ensangrentadas, como cuando hacía morcilla y dejaba que la sangre se coagulara y la colaba luego con un paño. Tenía la cara blanca, demasiado blanca en la habitación en penumbra, y el pelo se le había salido de la cofia y se le había pegado a la frente.

Nunca olvidaré el olor. Llenaban aquella habitación el olor de su sangre y el aroma intenso y limpio de la nieve en los tablones del suelo. Respirarlo me dio ganas de vomitar.

Inga tenía el camisón enrollado alrededor de la cintura, así que tiré de él, tieso por la sangre seca, y le tapé las piernas para que no estuviera tan desnuda. Después le besé la boca inerte. Por último, le quité la cofia y hundí la cara en su pelo. Era la única parte de ella que todavía olía a mi madre adoptiva y no a sangre. Me tumbé a su lado y me cubrí la cara con su larga melena y respiré así no sé durante cuántos minutos. Hasta que Jón descorrió la cortina del altillo, me cogió en brazos y me llevó abajo, a la cama.

Cuando me desperté, la tormenta había cesado.

Esto es lo que le cuento al reverendo. Intento contar la historia de la mejor manera que sé. Dejo que me vengan las palabras mientras hago punto y de vez en cuando le miro la cara por el rabillo del ojo, para ver si está conmovido.

Me doy cuenta de que las demás están escuchando. Me doy cuenta de que Steina, Margrét y Kristín y Lauga se esfuerzan por oírnos en el rincón en sombras, saboreando esta historia como si fuera pan recién hecho con mantequilla. Margrét y Lauga quizá están pensando que me lo tenía merecido, quizá se está compadeciendo de mí. Steina estará pensando que soy igual que ella: infeliz, ignorada. Defectuosa.

Pero porque sé que los demás están escuchando no puedo preguntar al reverendo lo que quiero preguntarle. No puedo decir: «Reverendo, ¿cree que estoy aquí porque cuando era niña dije que me quería morir? Porque cuando lo dije iba en serio. Lo pronuncié como si fuera una plegaria. Quiero morir. ¿Soy, pues, hacedora de mi destino?».

Quiero preguntarle al reverendo si cree que maté al bebé. ¿Lo abracé demasiado fuerte? Pero no existe la manera correcta de hacer esta pregunta y no quiero dar más ideas a estas mujeres. Hay cosas que no deberían oír.

Da la impresión de que todo cuanto amo me es arrebatado y enterrado, mientras que yo me quedo sola.

Así que es una buena cosa que no me quede nadie a quien amar. Nadie a quien enterrar.

—¿Y qué paso después? —preguntó Tóti.

Se dio cuenta de que apenas había respirado mientras escuchaba la historia de Agnes.

—Es extraño —dijo Agnes mientras pasaba la hebra con uno de sus esbeltos dedos—. Casi siempre que pienso en cuando era pequeña todo resulta borroso. Como si estuviera mirando las cosas a través de un cristal ahumado. Pero la muerte de Inga, y todo lo que vino después… Es casi como si hubiera sido ayer.

Al otro lado de la habitación, una silla arañó el suelo. Margrét tosió con disimulo.

—Recuerdo que después de que muriera Inga mandaron a Jón a buscar a los familiares de Björn —continuó Agnes—. Recuerdo estar tumbada en mi cama mirando a mi padre adoptivo sentado en el taburete que usaba Inga para hilar. Era demasiado grande para aquel asiento. Kjartan estaba en la cama conmigo y dormía, acalorado y pesado con la cabeza en mi hombro. El viento había cesado y de repente todo estaba en silencio.

»Por fin oímos el tintineo de arneses en el jardín. Entonces Björn se puso en pie y vino hacia mi cama. Con un brazo levantó a mi hermano para que yo pudiera sentarme y me dijo que cogiera al bebé muerto, le tapara la cabeza en una manta y lo dejara en la troje.

»El bebé parecía pesar aún menos muerto que vivo. Lo sostuve lejos de mí y caminé por el pasillo sin zapatos, solo con las medias.

»En la troje hacía mucho frío. Veía la niebla de mi aliento delante de mí y me dolía la frente. Le tapé la cara al bebé con una esquina del paño en el que estaba envuelto y lo dejé sobre una pila de cabezas de bacalao seco. Cuando volví al pasillo, una racha de viento gélido me abofeteó uno de los lados de la cara y, cuando me volví, vi la puerta abierta y las caras del hermano, la cuñada de Björn y su criada saliendo de la oscuridad exterior. Tenían las mejillas brillantes por el aguanieve.

»Recuerdo al tío Ragnar y a Jón bajando con cuidado a Inga del altillo mientras, fuera, Björn se ocupaba de las ovejas. Era tarea mía asegurarme de que no le golpeaban la cabeza a Inga contra los peldaños de la escalera. La llevaron a la baðstofa y la dejaron sobre una cama con el colchón desnudo. La tía Rósa estaba en la cocina calentando agua y cuando le pregunté qué hacía me dijo que iba a lavar el cuerpo de mi pobre madre adoptiva. No me dejó mirar. A Kjartan le dejó jugar a sus pies y a mí me ordenó subir al altillo a ayudar a su criada, Guðbjörg.

»Cuando subí la escalerilla vi a Guðbjörg limpiando la sangre de los tablones del suelo. El olor me dio ganas de vomitar y me eché a llorar. Guðbjörg me abrazó: “Se ha ido, Agnes. Está a salvo”.

»Me senté en el suelo envuelta en el chal de Guðbjörg y miré la grasa de sus brazos temblar mientras restregaba el suelo de rodillas. Una y otra vez retorcía el paño para escurrir agua de color rosa. No dejaba de negar con la cabeza y, de tanto en tanto, se paraba para enjugarse los ojos.

»Le conté a Guðbjörg lo que había dicho Björn cuando grité que quería morirme; que me había dicho que a lo mejor yo sería la siguiente. Guðbjörg me mandó callar y me dijo que Björn no era el mismo, que no había querido decirme eso.

»Le conté que Björn me había dado al bebé para que lo cuidara y que lo había sujetado con fuerza y había muerto en mis brazos, y que yo ni siquiera me había dado cuenta.

»Guðbjörg me acunó como si fuera un bebé. Dijo que la niña no estaba destinada a este mundo y que no era culpa mía si no había vivido. Me dijo que era valiente y que Dios cuidaría de que no me pasara nada.

—¿Sabes qué ha sido de Guðbjörg? —me interrumpió Tóti.

Agnes levantó la vista de su labor.

—Está muerta —dijo sin inmutarse. Tiró del ovillo para soltar más lana.

—Cuando Ragnar, Kjartan y Björn volvieron del granero, Rósa nos llamó a Guðbjörg y a mí para que bajáramos del altillo y nos sentamos todos alrededor de donde yacía Inga. Estaba limpia, pero muy quieta. Angustiosamente quieta, como cuando amaina el viento y la hierba no se mueve y te sientes desamparada.

»El tío Ragnar sacó una petaca de coñac y la pasó en silencio. Era la primera vez que yo probaba el alcohol y no me gustó demasiado, pero Jón se había ido en el caballo de mi padre adoptivo a buscar al reverendo y no había nada que hacer salvo esperar y beber. Las horas fueron pasando, cansinas; el coñac me sentó mal y se me agarrotaron las piernas de estar tanto rato sentada.

»Jón no volvió con el sacerdote hasta entrada la noche. Yo les abrí la puerta. El reverendo se olvidó de sacudirse la nieve de las botas.

»Guðbjörg, la tía Rósa y yo servimos comida a los hombres y se la comieron con los platos apoyados en el regazo, con Inga en la cama, yaciendo delante de ellos. La tía Rósa había encendido una vela y la había colocado cerca de la cabeza de Inga y yo no dejaba de comprobar que no se había volcado; me preocupaba que se le incendiara el pelo.

»Una vez los hombres hubieron comido, las mujeres nos llevaron a Kjartan y a mí a la cocina mientras el reverendo hablaba con los hombres. Intenté oír lo que decían, pero la tía Rósa me cogió del brazo, sentó a Kjartan en su regazo y empezó a contarnos una historia para distraernos. No paró hasta que el tío Ragnar y Jón pasaron delante de la puerta abierta llevando entre los dos el cuerpo de Inga. Le habían cubierto la cara con un trozo de tela. Yo quería saber adónde la llevaban y me levanté para seguirles, pero la tía Rósa me sujetó el brazo con más fuerza y tiró de mí. Guðbjörg se apresuró a decirme que el reverendo había dicho que no se podía celebrar un entierro hasta primavera; el suelo del cementerio estaba completamente helado, así que iban a dejar a mi pobre madre adoptiva en la troje hasta que la tierra se deshelara y alguien pudiera cavar una tumba. Fuimos hasta la puerta para ver cómo se llevaban a Inga.

»El reverendo seguía a Björn por el pasillo. Le oí decir: “Al menos así tienes tiempo de sobra para hacer los ataúdes”. Luego sugirió que los dejaran en el granero.

»“Hace demasiado calor”, le dijo mi padre adoptivo.

»El tío Ragnar y Jón dejaron a Inga junto al bebé muerto en la troje. Primero la pusieron encima de un saco de sal, luego el tío Ragnar dijo que la sal haría falta antes de que se pudiera enterrar a Inga, así que cambiaron la sal por pescado curado y oí los huesos delgados y secos del bacalao chasquear dentro del saco por el peso de su cuerpo.

—¿Cuándo la enterraron? —preguntó Tóti.

De repente sentía claustrofobia, allí en la baðstofa, rodeado por el entrechocar amortiguado de agujas de calcetar y el chirrido y raspeo de la lana.

—No hasta mucho después —dijo Agnes—. Inga y el bebé estuvieron en la troje hasta el final del invierno. Cada vez que tenía que ir a buscar aceite para las lámparas o ayudar a Jón a sacar rodando un barril para la despensa veía sus cuerpos en un rincón, dos bultos sobre sacos de pescado seco.

»Kjartan no entendía lo que le había pasado a su Mamma. Supongo que del bebé se olvidó, pero no dejaba de llorar por Inga, sentado en el suelo de la baðstofa y aullando como un perro. Su Pabbi le ignoraba, pero cuando el tío Ragnar venía de visita, Kjartan se llevaba un coscorrón a la altura de las orejas. Enseguida dejaba de llorar.

»El tío Ragnar parecía pasarse la vida en Kornsá, hablando con Björn en la baðstofa o trayéndole coñac. Desde la tormenta de nieve, Björn se había vuelto más silencioso. Cuando le servía la cena ya no me daba las gracias, se limitaba a coger la cuchara y empezar a comer.

»Y entonces un día me dijeron que Björn ya no me quería allí. Debió de ser a comienzos de primavera. Yo estaba de mal humor y me había negado a cenar. Mi padre adoptivo no había dicho nada, ni siquiera me había regañado por desperdiciar comida. Se pasaba el día con los animales, que habían empezado a morirse de frío y a mí me dolía que los quisiera más a ellos y a Kjartan que a mí.

»El invierno se había terminado y aquel día había algo de luz, así que cuando nos levantamos de la mesa decidí salir. Nadie me detuvo. Recorrí enfadada el pasillo y cogí la pala que había junto a la puerta y empecé a despejar la entrada a la casa, disfrutando del contacto de los copos de nieve en mis mejillas acaloradas. Una vez hube despejado el camino de salida, tiré la pala a un lado y empecé a excavar la nieve con las manos, cogiendo grandes puñados y arrojándolos lo más lejos que podía. Trabajé hasta que hube cavado un gran agujero. Cuando me detuve para recuperar el aliento, me fijé en un borrón negro a lo lejos: era el tío Ragnar, que nos hacía otra de sus visitas. Me saludó y me preguntó qué hacía cubierta de nieve. Le expliqué que había empezado a cavar una tumba para Mamma. El tío Ragnar frunció el ceño y me dijo que no debía llamarla Mamma y que si no me daba vergüenza pensar en enterrarla a la puerta de casa donde todo el mundo la pisaría, en lugar de en el suelo santo del cementerio.

»“¿No será mejor mantenerla caliente en la troje hasta que pueda descansar en paz en suelo consagrado?”, me preguntó.

»Negué con la cabeza: “¡La troje es más fría que la teta de una bruja!”, le dije.

»El tío Ragnar dijo: “Vigila esa boca, Agnes. Las palabras feas salen de una mente fea”.

»Aquella noche me dijo que Björn iba a rescindir el contrato de arrendamiento de Kornsá e iba a marcharse a Reikiavik a trabajar en las pesquerías. El invierno había matado a mi madre adoptiva y a su bebé, así como a más de la mitad del rebaño de Björn y, sin una esposa ni dinero para pagar a un bracero, no podía permitirse mantenerme. Kjartan se fue a vivir con sus tíos y, cuando el tiempo mejoró, yo quedé a la merced de la parroquia.

—Y así es como te convertiste en una vagabunda —dijo Tóti.

Agnes asintió y dejó de tejer para estirar los dedos. Se puso el calcetín en el regazo y miró a Tóti a través de la oscuridad.

—Así es como me convertí en una indigente. A merced de la caridad de los demás, la tuvieran o no.

Me he despertado temprano y la baðstofa estaba aún en sombras. Tuve la impresión de que alguien se inclinaba y me susurraba al oído: «Agnes, Agnes». El susurro me ha arrancado de mis sueños, pero aquí no hay nadie y un terror frío me recorre súbitamente el corazón.

Juraría que alguien me llamaba.

Me quedo quieta y escucho a los otros respirar para distinguir quién está despierto. El reverendo Tóti ocupa la cama más cercana a la mía. Decidió quedarse a dormir en Kornsá en vista de lo tarde que era. Pero sé que no ha sido él quien me ha despertado. Un sacerdote no despertaría a una prisionera susurrándole al oído como si fuera un amante.

Pasan los minutos. ¿Por qué hay tanta oscuridad en esta habitación? No me veo las manos aunque las levante a la altura de los ojos. La negrura invade mis pensamientos y mi corazón aletea como un pájaro en el puño de una mano. Incluso si cierro los ojos con fuerza, la oscuridad sigue ahí, y ahora además hay unos temblores espantosos de luz parpadeante. ¿Tengo los ojos abiertos o cerrados? Tal vez ha sido un fantasma lo que me ha despertado. ¿Cómo explicar, si no, estas luces que se me aparecen en la penumbra? Son como llamas que lamen una pared y veo la cara de Natan, la boca abierta de par en par en un grito, los dientes ensangrentados y brillantes, y de su cuerpo ardiendo se desprenden copos de piel carbonizada que caen sobre mis mantas. Todo huele a grasa de ballena y el cuchillo de Friðrik está hundido en el vientre de Natan y de mi pecho sale un grito como si una cuerda me tirara de las entrañas.

Las luces desaparecen. ¿Estaría soñando? No parece que haya pasado nada de tiempo.

—¿Reverendo Tóti? —susurro.

Éste cambia de postura, dormido.

—¿Reverendo? ¿Puedo encender una lámpara?

El reverendo no se despierta con facilidad, sino que duerme tan profundamente como un hombre adicto a la bebida. Le zarandeo más fuerte de lo que era mi intención. Se siente incómodo, creo, cuando se despierta y me ve en ropa interior.

—¿Qué pasa?

—He tenido otro sueño.

—¿Qué?

—¿Puedo encender una lámpara?

—A un cristiano verdadero le basta la luz de Jesús. —Habla con voz lenta, somnolienta.

—Por favor, reverendo.

No me ha oído. Empieza a roncar.

Vuelvo a mi cama, pues, sin haber encontrado consuelo. Huelo a humo.

Mi Mamma ha muerto. Inga ha muerto.

Yace envuelta en harapos en la troje mientras la nieve y el hielo hunden sus mandíbulas en la tierra y prohíben cavar agujeros, cavar tumbas.

Tanto frío que tiene que esperar para ser enterrada.

Tan sola que me hago amiga de los cuervos que acechan a los corderos.

Cierro los ojos y me veo caminar de puntillas por el pasillo con la luz parpadeante de la lámpara; estoy temblando, aterrada. Oigo el viento aullar en la noche exterior y me parece oír a mi madre adoptiva arañar la puerta de la troje donde yace envuelta esperando a ser metida en una caja y enterrada cuando llegue la primavera. Dejo de andar y escucho con atención, y por debajo del viento oigo arañazos y a continuación mi nombre «Agnes, Agnes» llamándome. Es Inga, que me pide que la deje salir. «No estoy muerta, he vuelto, he regresado a la vida, necesito que me dejéis salir de esta troje, que no me guardéis como si fuera carne de matanza puesta a secar en este aire rancio. Encerrada con la sal, el suero y la harina llena de gorgojos daneses».

Me quedo quieta y tiemblo, asustada: Luego «¡Mamma! ¡Mamma!». Me acerco a la troje y empujo la puerta, que no tiene cerrojo. La empujo hasta abrirla y sostengo en alto la tenue luz de la lámpara y veo el bulto de su cuerpo en el suelo, la cabeza apoyada en un saco de cabezas de pescado secas, y lloro porque es peor saber que está muerta de verdad. Ay, mi madre adoptiva está muerta y mi madre se ha ido. Me siento en el suelo, las rodillas dobladas con el dolor puro y absoluto de un huérfano, y el viento grita por mí porque mi lengua es incapaz. Grita y grita y sigo sentada en el suelo de tierra, duro por el frío, y huelo las cabezas de pescado, nauseabundas, tiñendo el aroma impreciso del invierno con su peste a sal y a hueso seco.