Undrast þarftu ei, baugabru
þo beiskrar kennir þinu:
Hefir burtu hrifsað þu
helft af lifi minu.
No te sorprenda la pena en mis ojos
o que me atenace este aciago dolor.
Con intrigas me has robado
al que daba sentido a mi vida
y has puesto la tuya en manos del Diablo.
Poema de la poetisa Rósa
a Agnes Magnúsdóttir, junio de 1828
Er min klara osk til þin,
angurs tarum bundin:
Yfðu ei sarin sollin min,
solar baru hrundin.
Sorg ei minnar salar herð!
Seka Drottin naðar,
af þvi Jesus eitt fyrir ver
okkur keypti baðar.
A ti hundida en el dolor
tan solo te pido esto:
no hurgues en mis heridas,
la confusión me domina.
¡Mi alma doliente está!
Busco la gracia de Dios.
Recuerda: Jesús nos redimió a ambas
y con idéntico amor.
Respuesta de Agnus Magnúsdóttir a Rósa, junio de 1828
—¿Qué tal es tenerla aquí con vosotros, en la misma habitación? A mí me resultaría difícil dormir —dijo Ingibjörg Pétursdóttir.
Margrét miró hacia donde los segadores de Kornsá estaban cortando la hierba pegada al río.
—Bueno, no creo que se le ocurra dar un paso en falso.
Las dos mujeres descansaban sentadas en la pila de leña a la puerta de la casa de Kornsá. Ingibjörg, una mujer menuda y más bien fea de una granja vecina, había hecho una visita a Margrét al enterarse de que la tos le estaba impidiendo a su amiga participar en la siega. Aunque Ingibjörg carecía de la mordacidad de Margrét y de su franqueza, las dos mujeres eran muy amigas y a menudo se visitaban cuando el río que separaba sus granjas estaba lo bastante bajo como para vadearlo.
—Róslín parece convencida de que os va a estrangular a todos mientras dormís.
Margrét rió con aspereza.
—No puedo evitar pensar que eso es precisamente lo que querría Róslín.
—¿Qué quieres decir?
—Le daría a esa lengua viperina algo de que hablar.
—Margrét… —le advirtió Ingibjörg.
—Vamos, Inga. Las dos sabemos que con tanto crío está mal de la cabeza.
—El más pequeño tiene garrotillo.
Margrét levantó las cejas.
—Entonces no pasará mucho tiempo antes de que todos lo cojan. Les oiremos llorar toda la noche.
—Y está inmensa ya.
Margrét vaciló.
—¿Tienes intención de ayudarla en el parto? Ha tenido tantos que ya debería de ser capaz de hacerlo sola.
Ingibjörg suspiró.
—No sé. Tengo un mal presentimiento.
Margrét estudió la expresión grave de su amiga.
—¿Has tenido un sueño? —preguntó.
Ingibjörg abrió la boca como para decir algo y entonces se encogió de hombros; había cambiado de opinión.
—Estoy segura de que no es nada. Y además, no nos pongamos lúgubres. ¡Cuéntame cosas de la asesina!
Margrét no pudo evitar reírse.
—Ya estamos. ¡Si es que eres tan mala como Róslín!
Ingibjörg sonrió.
—Pero ¿cómo es en realidad? De carácter, digo. ¿Le tenéis miedo?
Margrét reflexionó un instante.
—No es en absoluto como imaginaba a una asesina —dijo por fin—. Duerme, trabaja, come. Eso sí, siempre en silencio. Para lo que habla conmigo, podría tener los labios cosidos. Ese joven, el reverendo Þorvardur, ha empezado a visitarla otra vez estas últimas semanas y con él sí habla, pero él no me cuenta de qué. Igual de nada. —Margrét miró hacia el prado—. Muchas veces me pregunto qué estará pensando.
Ingibjörg siguió la mirada de Margrét y las dos observaron la figura inclinada de Agnes entre el heno, cortando la hierba con la guadaña. El filo de ésta resplandecía con cada hozada.
—¿Quién sabe? —murmuró Ingibjörg—. Solo de pensar en lo que puede estar pasando dentro de esa cabeza oscura me dan escalofríos.
—El reverendo dice que su madre era Ingveldur Rafnsdóttir.
Ingibjörg se quedó callada un momento.
—Ingveldur Rafnsdóttir. Yo conocí a una Ingveldur. Una perdida.
—De huevo de cuervo nunca ha nacido paloma —estuvo de acuerdo Margrét—. Resulta extraño pensar en Agnes como la hija de alguien. No puedo imaginar a mis hijas pensando siquiera en algo tan ruin y abominable como asesinar.
Ingibjörg asintió.
—¿Y cómo están tus hijas?
Margrét se puso en pie y se sacudió la tierra de la falda.
—Pues ya sabes.
Empezó a toser de nuevo e Ingibjörg le frotó la espalda.
—Vamos, tranquila.
—Estoy bien —dijo Margrét—. Pues resulta que Steina cree conocerla.
Ingibjörg miró a su amiga con curiosidad.
—Cree que nos cruzamos con ella de camino a Guðrúnarstaðir, hace muchos años.
—¿Ya está Steina inventándose historias otra vez?
Margrét hizo una mueca.
—Solo Dios lo sabe. Yo no me acuerdo. De hecho, estoy un poco preocupada por ella. Le sonríe a Agnes.
Ingibjörg rió.
—Pero bueno, Margrét. ¿Desde cuándo sonreír ha metido a alguien en problemas?
—Yo diría que a más de uno —replicó Margrét cortante—. Fíjate en Róslín. Pero hay más cosas. La he pillado haciendo preguntas sobre Agnes y me he fijado en que la busca para ir a hacer recados y cosas así. Ahora mismo, aunque está rastrillando, la persigue. —Señaló a Steina, que estaba removiendo heno cerca de Agnes—. No sé. Pero es que me acuerdo de esa pobre chica, Sigga, y me preocupa lo que pueda pasar.
—¿Sigga? ¿La otra criada de Illugastaðir?
—¿Y si Agnes tiene el mismo efecto sobre Steina? ¿Y si la pervierte? ¿Si le llena la cabeza de maldad?
—Acabas de decir que Agnes apenas dice una palabra.
—A mí. Pero no puedo evitar pensar que es distinto con… En fin, olvídalo.
—¿Y Lauga? —preguntó Ingibjörg pensativa.
Margrét soltó una risita.
—Lauga odia que esté aquí. Lo mismo que todos, pero Lauga se niega a dormir en la cama contigua. La vigila como un halcón. Regaña a Steina por hacerle tanto caso.
Ingibjörg miró a la hija de menor estatura que rastrillaba diligente el heno formando cuidadas hileras. Comparadas con las de Lauga, las hileras de Steina resultaban tan torcidas como la caligrafía de un niño.
—Y Jón, ¿qué dice?
Margrét bufó.
—¿Desde cuándo dice Jón algo sobre nada? Si saco el tema, empieza con lo de su deber para con Blöndal. Aunque me doy cuenta de que está alerta. Me pidió que mantuviera a las chicas separadas.
—Algo difícil en una granja.
—Exacto. Me es tan fácil separarlas como a Kristín separar la nata de la leche.
—Vaya por Dios.
—Kristín es una inútil —dijo Margrét como quien constata un hecho.
—Pues entonces te viene bien otro par de manos de mujer —dijo Ingibjörg en tono práctico.
Las dos mujeres se sumieron en un silencio amistoso.
Anoche soñé con el tajo. Soñé que estaba sola y me arrastraba por la nieve hacia el oscuro muñón. El hielo me había adormecido las manos y las rodillas, pero no me quedaba otro remedio que seguir.
Cuando llegué al tajo, su superficie era amplia y lisa. Podía oler la madera. No era salobre, como la madera de deriva, sino que recordaba a la savia fresca, a la sangre. Más dulce, más espesa.
En mi sueño lograba incorporarme y sostenía la cabeza sobre el tajo. Empezaba a nevar y me decía a mí misma: «Éste es el silencio antes de que caiga el hacha». Y entonces me extrañaba por la presencia del tocón, me preguntaba de qué habría sido antes, dado que aquí no crecen árboles. Hay demasiado silencio, pensaba en mi sueño. Demasiadas piedras.
Así que le hablé a la madera en voz alta. Dije: «Te regaré como si aún estuvieras viva». Y con esta última palabra me desperté.
El sueño me asustó. Desde la siega he recuperado algo de mi antigua vida aquí y se me ha olvidado lo que es estar enfadada. El sueño me recordó lo que sucederá, lo rápido que transcurren mis días y ahora, tumbada y despierta en una habitación llena de extraños, con la vista fija en el dibujo que forman las ramas y la turba en el techo, noto cómo el corazón me da vueltas y más vueltas hasta retorcerme las entrañas.
Necesito orinar. Temblando, me levanto de la cama y busco el orinal en el suelo. Está debajo de la cama de uno de los braceros y casi lleno, pero no hay tiempo de vaciarlo. Llevo las medias sueltas y se me deslizan hasta los tobillos sin dificultad y me agacho y expulso un chorro de pis caliente dentro del cubo, notando las salpicaduras contra el muslo. Empieza a sudarme la frente.
Espero que nadie se despierte y me vea y estoy tan nerviosa por terminar y esconder el orinal que tiro de las medias antes de haber terminado del todo. Un hilo de pis caliente me baja por la cara interna de los muslos mientras empujo el cubo.
¿Por qué tiemblo de esta manera? Tengo las rodillas gelatinosas como tuétano y es un alivio poder tumbarme. El corazón me late atropellado. Natan siempre estuvo convencido de que los sueños significan algo. Es extraño que un hombre que se reía con facilidad de la palabra de Dios se fiara en cambio de la oscuridad bullente de sus sueños. Edificó su iglesia con cuentos de viejas y el lenguaje secreto del clima; veía parpadear el ojo de Dios en las costumbres del mar, en el pez volador, en el rechinar de dientes de sus ovejas. Cuando me sorprendió tejiendo en la puerta de casa me acusó de alargar el invierno. «No pienses que la naturaleza no nos vigila —me advirtió—. Está tan despierta como tú y como yo. —Me sonrió. Me pasó la palma ancha y lisa de la mano por la frente—. Y es igual de misteriosa».
Pensé que podría ser una criada más aquí. Llevo más de un mes en Kornsá y ya me he olvidado de lo que va a ser de mí. Los días de faena me han sosegado, han dado a mi cuerpo motivo de descanso, de modo que he dormido profundamente, por debajo de la superficie de sueños aquejados de malos presagios. Hasta ahora.
Es cierto que no soy uno de ellos. Todos excepto el reverendo y Steina se niegan a hablar conmigo si no es de forma brevísima. Pero ¿qué diferencia hay con antes, cuando era una criada de baja categoría que vaciaba orinales, como me pedirán que haga dentro de pocas horas? Comparado con Stóra-Borg, esta familia me ha tratado bien.
Pero pronto llegará el invierno como una ola monstruosa a la orilla, y de repente, a gran velocidad, se llevará el sol y el calor y dejará la tierra helada hasta las entrañas. Pronto habrá terminado todo. Y el reverendo. Lo joven que es y todavía no sé qué decirle. Pensé que me ayudaría, como me ayudó aquella vez a cruzar el río. Pero hablar con él solo me sirve para darme cuenta de que todo en mi vida me ha sido adverso, de que apenas me han querido.
Esperaba que me entendiera desde el principio. Quiero que me entienda, pero he sido una tonta al pensar que hablamos el mismo idioma. Para el caso podría hablarle con una piedra dentro de la boca, intentando encontrar un lenguaje que los dos comprendiéramos.
El reverendo no llegará de Breidabólstadur hasta dentro de unas horas y es demasiado temprano aún para levantarme. Doblo las manos sobre la manta, le ordeno a las cuerdas de mi corazón que se aflojen y pienso en lo que le voy a decir.
Tóti quiere saber de mi familia, pero lo que le he contado no es lo que quería oír. No debe de estar acostumbrado a los nudosos árboles genealógicos que crecen en este valle, con ramas que se enredan las unas con las otras y tachonadas de espinas.
No le he hablado de Jóas, ni de Helga. Es posible que le interese saber que tengo hermanos. Me imagino lo que me preguntará: «¿Dónde están ahora? ¿Por qué no vienen a verte, Agnes?».
«Pues verá, reverendo —le diré—, los lazos de sangre no son tan fuertes. Cada uno es de distinto padre y Helga está muerta y enterrada. ¿Y Jóas? Bueno, es un hombre que no sirve para gran cosa, ni siquiera para visitar a una hermana condenada».
Ay, Jóas, no consigo conformar a ese hombre de ojos inexpresivos con el recuerdo borroso de aquel niño dulce al que una vez se me permitió amar.
Nuestra madre común nos llevaba con ella a todas partes. ¿A cuántas granjas? Innumerables baðstofas pertenecientes a otros hombres y a sus esposas de ojos rojos, lo bastante desesperadas como para contratar a una mujer con tres bocas que alimentar, dos de las cuales chillaban de hambre por la noche porque ignoraban que no servía de nada.
Primero Beinakelda. Hasta que tuve tres años, me cuentan. Solas Mamma y yo. No me acuerdo de nada. Son todo sombras.
Luego Litla-Giljá. No recuerdo la granja, pero sí al hombre. Illugi el Negro, lo llamaban, el padre de mi hermano. Yo sentada en el suelo, embadurnándome las manos de tierra y a continuación el hombre a mi lado, con los ojos en blanco y retorciéndose en el suelo como un pez recién pescado y todas las mujeres gritando al ver que le salía espuma de la boca. Luego, más tarde, los quejidos procedentes de su cama y su mujer de piel marchita pegándome la cara a su cuello huesudo y diciendo: «Reza por él. Reza por él». ¿Dónde estaba mi madre? Sin duda acuclillada sobre un orinal, esperando una sangre que no llegaría.
Recuerdo los gritos. Illugi, de nuevo sano, su enorme cara de oso rugiendo a su mujer, que no paraba de llorar, y entre los dos, Mamma, con faldas largas y vomitando en el suelo.
Illugi murió de aquella enfermedad que le causaba convulsiones cuando estaba pescando. Dicen que bebió y le dio un ataque, que hizo zozobrar la barca y se ahorcó, enganchado en las redes. Otros dicen que fue un justo castigo para un hombre que pescaba en aguas encantadas, pero eran personas que habían sido víctimas de sus borracheras y sus peleas.
¿Qué pensaría el reverendo de todo esto?
Jóas Illugason, nacido en Brekkukot, la tercera granja. Yo tenía cinco años y me permitían sostener el trapo empapado en leche contra sus diminutas encías color salmón. El matrimonio de allí quería quedárselo y criarlo con sus dos hijos, y Mamma me explicó que también me acogerían a mí y que era la mejor solución. Durante el año siguiente los siete fuimos una familia y yo ayudé a alimentar al niño pequeño, que tenía un pelo tan claro como oscuro era el mío. Olía a deshielo y a crema fresca.
Debieron de cambiar de opinión. Una mañana Mamma me despertó zarandeándome y con los ojos hinchados. Le pregunté por qué lloraba, pero no dijo nada. Se metió en la cama con Jóas y conmigo y me dormí contra la curva caliente de su cuerpo hasta que el graznido de los cuervos de la granja me despertó y vi un saco en el suelo con mis pertenencias.
Aquella mañana salimos a pie y regresamos al valle vadeando un día malhumorado lleno de espasmos de nieve. Pensé que iba a desmayarme por el hambre. Nos detuvimos en el jardín de Kornsá y, antes de que pudiera terminarme el suero que me dio la mujer de allí, Mamma me susurró algo al oído, me metió una piedra en el mitón y se marchó con Jóas a la espalda.
Intenté seguirla. Grité. No quería que me dejaran atrás. Pero mientras corría, tropecé y me caí. Cuando me puse en pie mi madre y mi hermano habían desaparecido y lo único que vi fueron dos cuervos, sus plumas negras recortándose funestas contra la nieve.
Durante mucho tiempo creí que aquellos dos pájaros eran mi Mamma y mi hermano. Pero nunca contestaron a mis preguntas, ni siquiera cuando me ponía la piedra debajo de la lengua. Años más tarde supe que Mamma me había dado otra hermana, Helga, con el granjero de Kringa, y que Jóas era ahora un indigente, un hijo de la parroquia. Pero para entonces yo me había convencido de que no les quería. Pensé que había encontrado una familia mejor: Inga y Björn, los arrendatarios de Kornsá.
—¿Qué tal has dormido, Agnes? —Steina había encontrado a la mujer junto a la mata de perejil vaciando el contenido del orinal en el pozo ciego.
—Te vas a mojar —dijo Agnes sin mirarla. Había usado una piedra para raspar el contenido más pegajoso del cubo y ahora la estaba frotando contra la hierba para limpiarla—. Va a llover.
—No me importa. Me apetecía hacerte compañía. —Steina se cubrió la cabeza con el chal—. Ves, seca como un ratón.
Agnes la miró y le dirigió una pequeña sonrisa.
—Mira, Agnes —dijo Steina. Señaló hacia la boca del valle, donde una masa de nubes grises y bajas entraban desde el norte.
Agnes levantó la mano hacia el cielo.
—Va a peor. Esto va a ser malo para el heno.
—Ya lo sé. Pabbi está enfadado. Ha regañado a Lauga por quemarle el desayuno y nunca lo hace.
Agnes se volvió para mirar a Steina.
—¿Sabe que estás aquí conmigo?
—Supongo.
—Creo que deberías volver dentro —dijo Agnes.
—¿Y hacer qué? ¿Dejar que Lauga me eche la culpa por avivar demasiado el fuego? No, gracias. De todas formas prefiero estar fuera.
—¿Aunque llueva?
—Aunque llueva. —Steina bostezó y miró hacia el campo, los montones de heno apilados para protegerlos de la humedad—. Todo ese trabajo para nada.
—¿Cómo que para nada? En cuanto vuelva el buen tiempo seguiremos y lo terminaremos. —Agnes miró hacia la casa—. Creo que deberías volver con tu madre —dijo.
—Bah. No le importa.
—Claro que sí. No le gusta que estés aquí sola conmigo —dijo Agnes con cautela.
—Ya llevas aquí un montón de semanas.
—Da igual. —Agnes echó a andar despacio hacia el río y Steina la siguió hasta alcanzarla.
—¿Crees que vendrá hoy el reverendo?
Agnes no contestó.
—¿De qué te habla?
—Eso es asunto mío —le cortó Agnes.
—¿Qué?
—He dicho que eso es asunto mío. No tiene nada que ver ni contigo ni con tu familia.
Steina estaba desconcertada y dejó de andar mientras Agnes continuaba ladera abajo sujetando con rigidez el orinal contra uno de los lados del cuerpo.
—¿Te he hecho enfadar? —le preguntó.
Agnes se detuvo y se volvió hacia Steina.
—¿Cómo iba a hacerme enfadar una chica como tú?
Steina se ofendió:
—Porque mi familia te tiene prisionera y mi padre no quiere que nadie te dirija la palabra.
—¿Ha dicho eso? —preguntó Agnes.
—Cree que es mejor que te dejemos trabajar.
—Y tiene razón.
Steina llegó a la altura de Agnes y la cogió del brazo suavemente.
—A Lauga le das miedo, que lo sepas. Ha estado escuchando a Róslín y sus mentiras. Pero yo no me creo una palabra de sus chismorreos. Yo te recuerdo de antes. Recuerdo lo amable que fuiste, dándonos tu comida, así de esa manera. —Se acercó más—. No creo que los mataras —susurró, y el cuerpo de Agnes se puso rígido al contacto con su mano—. Igual puedo ayudarte —se apresuró a sugerir Steina.
—¿Cómo? —preguntó Agnes—. ¿Me ayudarías a escapar?
Steina le soltó el brazo.
—Había pensado en una petición de clemencia, a lo mejor —murmuró Steina.
—Una petición. Sí, claro.
Steina lo intentó de nuevo.
—Una apelación, entonces. Ya sabes, como la que han solicitado para Sigga.
A Agnes le centellearon los ojos.
—¿Qué?
—La apelación. Blöndal ha solicitado una para la otra —tartamudeó Steina.
—¿Qué otra?
—Sigga… Ya sabes, la otra criada de Illugastaðir. La enamorada de Friðrik.
Agnes se había puesto pálida. Dejó despacio el orinal en la hierba mojada y dio un paso hacia Steina.
—¿Blöndal ha presentado un recurso de apelación para Sigrídur Guðmundsdóttir? —preguntó seria.
Steina asintió, un poco asustada. Bajó la vista hacia la piedra que Agnes aún tenía en la mano.
—Oí a Pabbi decírselo a Mamma —explicó—. Los alguaciles estuvieron hablando de ello con Blöndal en Hvammur. El mismo día que llegaste tú aquí.
Agnes negó con la cabeza.
—Pensaba que lo sabías —susurró Steina.
Los ojos de Agnes dejaron de mirar a Steina y pareció perder el equilibrio.
—¿Blöndal? —musitó entre dientes.
Steina se fijó en que apretaba la piedra tan fuerte que tenía blancos los nudillos.
—Siento habértelo contado.
Agnes se tambaleó hacia atrás y luego siguió caminando con paso inseguro hacia el río.
—¡Igual podemos convencerle de que apele al rey por tu caso! —le gritó Steina—. ¡Cuéntame lo que de verdad pasó en Illugastaðir!
Cuando llegó a la orilla del río, Agnes se dejó caer al suelo con las faldas formando un bulto a su alrededor. Steina, creyendo que se había desmayado, corrió hacia ella, pero al acercarse se dio cuenta de que Agnes miraba fijamente el río con cara inexpresiva. Estaba temblando. En aquel momento las nubes negras se abrieron y un chaparrón repentino y gélido las envolvió.
—¡Agnes! —gritó Steina ciñéndose el chal alrededor de la cabeza—. ¡Levántate! Tenemos que ponernos a cubierto.
El sonido de la lluvia ahogó sus palabras.
Agnes no contestó. Miró las gotas golpear el río caudaloso, romper su superficie de manera que el reflejo de las montañas resultaba absurdamente distorsionado. Seguía con la piedra en la mano.
—¡Agnes! —chilló Steina—. ¡Lo siento! ¡Creía que lo sabías!
Tenía el chal empapado y el vestido empezaba a pesarle por el agua. Vaciló un momento a la orilla del río y después se giró y echó a correr ladera arriba hacia la casa. A mitad de camino se volvió y vio que Agnes seguía donde la había dejado. La llamó una vez más y luego siguió avanzando por el sendero embarrado que conducía a la casa.
—¡Por el amor de Dios, Steina! ¿Se puede saber dónde te habías metido? —Margrét corrió por el pasillo para regañar a su hija mayor, que cerró con fuerza la puerta de entrada a su espalda—. ¡Pero si parece que te has ahogado!
—Es Agnes —jadeó Steina dejando caer el chal empapado al suelo.
—¿Te ha hecho daño? ¡Dios mío de mi vida, protégenos! Lo sabía. —Margrét rodeó con los brazos a su hija que temblaba de frío y la acercó contra sí.
—¡No, Mamma! —gritó Steina apartándola—. Necesita ayuda. ¡Está junto al río!
—¿Qué ha pasado? —Lauga había salido de la cocina—. Ay, Steina, ¡me has llenado el chal de barro!
—¡Me da igual! —gritó Steina. Se volvió hacia su madre—. ¡Le conté lo de la apelación para Sigrídur Guðmundsdóttir y se puso rarísima y pálida y ahora no quiere levantarse!
Margrét se volvió hacia Lauga.
—¿De qué está hablando?
—¡Agnes! —chilló Steina. Se secó la lluvia de la cara con la manga y echó a correr por el pasillo—. Tengo que decírselo a Pabbi.
Jón estaba en la baðstofa reparando sus zapatos.
—¿Steina? —preguntó levantando la vista.
—¡Pabbi! Por favor, tienes que ir a buscar a Agnes. Le he contado lo de la apelación que ha solicitado Blöndal para la otra criada de Illugastaðir y se ha puesto como loca.
Jón apartó de inmediato los zapatos del regazo y se levantó.
—¿Dónde está? —preguntó en voz baja.
—Junto al río —dijo Steina haciendo esfuerzos por no llorar. Jón sacó sus botas de debajo de la cama y se las ató de mala manera.
—Lo siento, Pabbi, ¡pensaba que lo sabía! Quería ayudarla.
Jón se enderezó y cogió a su hija por los hombros. Tenía las mejillas rojas de ira.
—Te dije que te mantuvieras lejos de ella.
La miró furiosa, a continuación la apartó de su camino y salió de la habitación mientras llamaba a Guðmundur, que estaba echado en su cama. El bracero se levantó de mala gana. Steina se sentó y empezó a llorar.
Unos instantes más tarde Lauga entró en la baðstofa acompañada de Kristín.
—¿Qué ha dicho Pabbi? —preguntó con voz queda a continuación, y al ver dónde se había sentado Steina—: ¡Oye, levántate, me estás mojando la cama!
—¡Déjame! —gritó Steina, con lo que Kristín dio un chillido y huyó de la habitación—. ¡Déjame sola!
Lauga sonrió satisfecha y negó con la cabeza.
—Estás de malhumor, Steina. ¿Qué intentabas? ¿Hacerte su amiga?
—¡Vete al cuerno, Lauga!
Lauga abrió la boca de par en par. Miró a su hermana furiosa como si estuviera a punto de llorar y después entrecerró los ojos.
—Será mejor que te andes con cuidado —le dijo con desaprobación—. Como sigas así, acabarás siendo tan malvada como ella. —Se volvió para marcharse, pero se detuvo—. Rezaré por ti. —Y salió de la habitación con un bufido. Steina se llevó las manos a la cabeza y lloró.
Me siento en mi cama y espero mientras Margrét, Jon y sus hijas hablan de mí detrás de la cortina gris de la sala de estar. Aunque Margrét habla en susurros furiosos, entiendo las palabras a medida que reptan y me llegan a través del hueco que hay entre esta habitación y la contigua. Me tiemblan las manos y noto cómo me late el corazón. Es como si acabara de estar corriendo como una desesperada. La misma sensación que en el juzgado, cuando me sentía fuera de todo.
Podía haber sido una indigente; podía haber sido su criada, ¡hasta que oí esas palabras! ¡Sigga! ¡Illugastaðir! Me anclan a un recuerdo que me deja sin respiración. Son palabras mágicas, la maldición que me convierte en un monstruo, y ahora soy Agnes de Illugastaðir, Agnes del fuego, Agnes de los cuerpos muertos ensangrentados, sin quemar aún, aferrada a las ropas que cosí para él. Dejarán a Sigga en libertad pero a mí no porque soy Agnes… Agnes la sanguinaria, la conspiradora. Y tengo tanto miedo… Pensé que podría trabajar, pensé que podría engañarme, pero ahora veo que no puedo, que no podré nunca, imposible escapar de esto. Imposible escapar.
La carta era pequeña y estaba escrita en un minúsculo pedazo de papel en letra bastardilla y apelotonada, con las líneas superpuestas unas a las otras, resultado del intento de su autor por ahorrar espacio. Tóti se la llevó a la baðstofa, donde acababa de almorzar, para leerla.
—¿Otra carta de Blöndal? —preguntó su padre sin levantar los ojos del plato de carne.
—No —dijo Tóti mientras leía velozmente el mensaje: «Venga enseguida, es Agnes Magnúsdóttir. No quiero que se entere Blöndal. Su hermano en Jesús, Jón Jónsson»—. Es de Kornsá.
—¿Es que no saben que está lloviendo? Y además, es domingo —murmuró el sacerdote de mayor edad.
Tóti se sentó a la mesa y observó a su padre. Tenía restos de gachas secas en la barba.
—Debería ir —dijo.
El reverendo Jón suspiró con fuerza.
—Es domingo —repitió.
—Sí, el día del Señor —dijo Tóti—. En el que toca trabajar para el Señor —añadió.
El reverendo Jón se sacó un trozo de ternilla de la boca, lo examinó y siguió masticando.
—¿Padre?
—Espero que Blöndal sea consciente de cómo te esfuerzas por cumplir con su voluntad.
—Es la voluntad del Señor —dijo Tóti con suavidad—. Gracias, padre. Volveré esta noche. O mañana si el tiempo es malo.
Para cuando llegó al paso que conducía al valle de Vatnsdalur, Tóti estaba calado hasta los huesos. Vio al mensajero que le había llevado la nota a caballo camino adelante y espoleó a su yegua para alcanzarlo.
—Hola —gritó escudriñando entre la espesa cortina de lluvia.
El hombre se giró en su silla y Tóti le reconoció; era uno de los sirvientes de Kornsá. Llevaba pieles de pescado para mantenerse seco.
—Así que ha venido —respondió también gritando—. Ya somos dos a caballo en este tiempo atroz.
—Muy malo para el heno —dijo Tóti por iniciar una conversación.
—No hace falta que me lo diga —bufó el hombre—. Soy Guðmundur. —Levantó una mano—. Y usted es el reverendo que ha estado intentando salvar a nuestra asesina.
—Bueno, yo…
—Un asunto muy feo —le interrumpió el hombre—. Esa mujer me da escalofríos.
—¿Qué quieres decir?
El bracero rió.
—Es una salvaje.
Tóti espoleó a su jaca para no quedarse atrás.
—¿Qué ha pasado? La nota…
—Pues que tuvo un ataque. Se peleó con Jón y conmigo, clavándonos las uñas sin dejar de gritar y empapada… tirada en el barro como una lunática. ¿Ve esto? —Se señaló un cardenal en la sien—. Es obra suya. Intenté levantarla y casi me saca los sesos. No dejaba de aullar cosas sobre Blöndal. El mismo número que montó en Stóra-Borg, la razón por la que la trasladaron.
—¿Estás seguro? —A Tóti le parecía que Agnes era una mujer contenida.
—Pensaba que me iba a matar allí mismo.
—¿Por qué se puso así?
El hombre se sorbió la nariz y se la limpió con una mano enguantada.
—Y yo qué sé. Una de las chicas le dijo algo. Mencionó a la otra criada a la que detuvieron. Sigga.
Tóti se volvió y miró los charcos en el camino que tenían delante. Se sentía enfermo.
—Nada fea —dijo Guðmundur girándose hacia Tóti con ojos chispeantes.
—¿Perdón?
—Agnes. Bonito pelo y esas cosas —dijo el criado—. Pero demasiado alta para mí. Tendría que ser una cabeza más baja. —Le guiñó un ojo a Tóti y rió.
Éste se caló con firmeza el sombrero. La lluvia amainó por un minuto y a continuación volvió a arreciar cuando entraban en el valle, láminas de gris recubriendo la tierra curva delante de ellos y agua cayendo sobre los precipicios rocosos de las montañas.
Agnes estaba en la cama cuando Tóti entró en la baðstofa. Kristín, la criada, le llevó un taburete y la hija más joven quiso ayudarle con las ropas mojadas. Cuando Lauga se inclinó para desatarle los cordones de las botas, Tóti miró hacia el rincón en penumbra donde estaba sentada Agnes. Estaba espantosamente quieta.
Lauga sacó la segunda bota con un tirón repentino que estuvo a punto de hacer caer a Tóti del taburete.
—Les dejo, entonces —murmuró, y salió de la habitación mientras sostenía las botas en alto y alejadas del cuerpo.
Tóti fue hasta donde estaba Agnes en calcetines mojados. Ésta se apoyó en el poste de madera junto a su cama y, al acercarse, Tóti vio que la habían esposado.
—¿Agnes?
Agnes abrió los ojos y le miró inexpresiva.
Tóti se sentó en el extremo de su cama. En la pálida luz tenía la piel cenicienta y el labio cortado y cubierto de sangre.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con suavidad—. ¿Por qué han vuelto a ponerte los grilletes?
Agnes se miró las muñecas como si le sorprendiera verlas allí. Tragó saliva con dificultad.
—Sigga va a tener una apelación. Blöndal va a apelar al rey para que le reduzca la condena. —Se le quebró la voz—. Le tienen compasión.
Tóti se sentó mejor y asintió.
—Ya lo sabía.
Agnes estaba atónita.
—¿Lo sabía?
—A ti también te tienen compasión.
—Se equivoca —dijo entre dientes—. No me tienen compasión; me odian. Todos. Sobre todo Blöndal. ¿Y qué pasa con Friðrik? ¿Han apelado su sentencia también?
—Me parece que no.
Los ojos de Agnes brillaron en las sombras. Tóti pensó que estaba llorando, pero cuando se acercó vio que tenía los ojos secos.
—Le voy a decir una cosa, reverendo Tóti. Durante toda mi vida la gente me ha creído demasiado lista. «Se pasa de lista», decían. ¿Y sabe una cosa, reverendo? Pues que por esa razón precisamente no me tienen compasión. Porque piensan que soy demasiado inteligente, demasiado astuta para verme envuelta en algo así por accidente. En cambio, Sigga es tonta y bonita y joven y por eso no quieren verla morir. —Se reclinó sobre el poste de la cama con los ojos entrecerrados.
—Estoy seguro de que eso no es así —dijo Tóti en un intento por tranquilizarla.
—Si yo fuera joven y boba, ¿cree que me señalarían todos con el dedo? No, le echarían la culpa a Friðrik, dirían que nos dominaba. Que nos obligó a matar a Natan porque quería su dinero. Que Friðrik quería un poco de lo que Natan tenía no es ningún secreto. Pero ven que tengo una cabeza sobre los hombros y creen que una mujer que piensa no es de fiar. Y le guste o no, ésa es la verdad, reverendo.
—Pensaba que tú no creías en la verdad —se atrevió a decir Tóti.
Agnes levantó la cabeza del poste y le miró fijamente con los ojos más pálidos que nunca. Hizo una mueca.
—Tengo una pregunta para usted, ahora que hablamos de la verdad. ¿Dice que Dios es la verdad?
—Siempre.
—¿Y Dios dijo: «No matarás»?
—Sí —dijo Tóti con cautela.
—Entonces Blöndal y los demás están yendo contra Dios. Son unos hipócritas. Dicen que están cumpliendo la ley de Dios, pero ¡lo que están haciendo es cumplir la voluntad de los hombres!
—Agnes…
—Yo intento amar a Dios, reverendo, lo intento. Pero no puedo amar a estos hombres. Les… les odio. —Pronunció las dos últimas palabras despacio, con los dientes apretados y aferrada a la cadena que unía los grilletes alrededor de sus muñecas.
Llamaron a la puerta de la baðstofa y entró Margrét con sus hijas y Kristín.
—Perdone, reverendo. No se preocupe por nosotras. Vamos a trabajar y a hablar de nuestras cosas.
Tóti asintió sombrío.
—¿Cómo va la siega?
Margrét resolló.
—Este tiempo tan húmedo en agosto… —Regresó a su labor de calceta.
Tóti miró a Agnes, quien le sonrió con tristeza.
—Ahora les doy más miedo todavía —susurró.
Tóti se quedó pensativo un momento. Se volvió hacia el grupo de mujeres.
—¿Margrét? ¿Podríamos quitarle los grilletes?
Margrét miró hacia las muñecas de Agnes y dejó las agujas de tejer. Salió de la habitación y volvió al poco con una llave. Abrió los grilletes.
—Los voy a dejar aquí mismo, reverendo —dijo con frialdad mientras colocaba las esposas en el estante sobre la cama—. Por si los necesita.
Tóti esperó hasta que Margrét hubo regresado al otro extremo de la habitación y entonces miró a Agnes.
—No debes volver a comportarte así —le dijo en voz baja.
—No era yo misma —dijo Agnes.
—¿Dices que te odian? Pues no les des más motivos.
Agnes asintió.
—Me alegra que haya venido. —Hizo una pausa antes de volver a hablar—. Anoche tuve un sueño.
—Agradable, espero.
Agnes negó con la cabeza.
—¿Qué soñaste?
—Que me moría.
Tóti tragó saliva.
—¿Tienes miedo? ¿Te gustaría que rezara por ti?
—Haga lo que quiera, reverendo.
—Entonces recemos. —Miró hacia el grupo de mujeres antes de coger la mano fría y sudorosa de Agnes.
—Señor, esta noche te rezamos con el corazón apesadumbrado. Danos fuerza para sobrellevar nuestras pesadas cargas y valor para enfrentarnos a nuestro destino. —Hizo una pausa y miró a Agnes. Era consciente de que las otras mujeres le estaban escuchando—. Señor —continuó—. Te doy gracias por los habitantes de Kornsá, que nos han abierto las puertas de su hogar y de sus corazones a Agnes y a mí. —Oyó a Margrét carraspear—. Ruego por ellos. Ruego porque sean compasivos y sepan perdonar. No nos abandones, Señor, en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
Estrechó la mano de Agnes. Ésta le miró con expresión inescrutable.
—¿Cree que mi destino es estar aquí?
Tóti reflexionó unos instantes.
—Somos hacedores de nuestro destino.
—Entonces, ¿no tiene nada que ver con Dios?
—No está en nosotros saberlo —dijo Tóti.
Colocó despacio la mano de Agnes otra vez sobre la manta. El tacto de su piel fría le ponía nervioso.
—Yo estoy bastante sola —dijo Agnes casi sin emoción.
—Dios está contigo. Yo estoy aquí. Tus padres viven.
Agnes negó con la cabeza.
—Para el caso, es como si estuvieran muertos.
Tóti echó un rápido vistazo hacia las mujeres que tejían. Lauga le había quitado a Steina del regazo un calcetín a medio terminar y estaba deshaciendo el punto para enmendar un error.
—¿No hay nadie a quien hayas querido que yo pueda buscar? —le susurró a Agnes—. ¿Alguien de los viejos tiempos?
—Tengo un medio hermano, pero solo Jesús sabe qué baðstofa estará atormentando ahora. Una media hermana, también. Helga. Está muerta. Una sobrina. Muerta. Todos están muertos.
—¿Y qué me dices de amigos? ¿No te visitó ninguno en Stóra-Borg?
Agnes sonrió con amargura.
—La única visita que tuve en Stóra-Borg fue de Rósa Guðmundsdóttir de Vatnsendi. No creo que se describiera a sí misma como mi amiga.
—¿Rósa la poetisa?
—Esa misma.
—Dicen que habla en verso.
Agnes tomó aire profundamente.
—Vino a verme a Stóra-Borg con un poema.
—¿Un regalo?
Agnes se enderezó y se sentó más cerca.
—No, reverendo —dijo secamente—. Una acusación.
—¿De qué te acusó?
—De quitarle sentido a su vida —Agnes gruñó despectiva—. Entre otras cosas. No fue su mejor poema aquél.
—Debía de estar disgustada.
—Rósa me culpó a mí cuando murió Natan.
—Quería a Natan.
Agnes se interrumpió y miró a Tóti furiosa.
—Es una mujer casada —exclamó con la voz temblorosa por la ira—. ¡No tenía derecho a amar!
Tóti se dio cuenta de que las otras mujeres habían dejado de calcetar. Miraban a Agnes, cuya última frase se había escuchado con claridad al otro lado de la habitación. Se levantó y cogió el taburete que había libre junto a Kristín.
—Me temo que las estamos molestando —les dijo.
—¿Está seguro de que no quiere los grilletes? —preguntó Lauga, nerviosa.
—Creo que estamos mejor sin ellos. —Tóti volvió a mirar a Agnes—. Tal vez deberíamos hablar de otra cosa. —Quería que se mantuviera serena delante de la familia Kornsá.
—¿Lo han oído? —susurró Agnes.
—Hablemos de tu pasado —sugirió Tóti—. Cuéntame más cosas de tus hermanos.
—Casi no los conocí. Tenía cinco años cuando nació mi hermano y nueve cuando oí hablar de Helga. Murió cuando yo tenía veintiuno. No la vi más que unas pocas veces.
—¿Y no tienes relación con tu hermano?
—Nos separaron cuando él solo tenía un invierno.
—¿Cuándo vuestra madre os abandonó?
—Sí.
—¿Te acuerdas de ella antes de aquello?
—Me dio una piedra.
Tóti la miró interrogante.
—Para que me la pusiera debajo de la lengua —explicó Agnes—. Es una superstición. —Frunció el ceño—. Los ayudantes de Blöndal se la llevaron.
Tóti fue consciente de que Kristín se había levantado y había encendido unas cuantas velas. Con el mal tiempo, la habitación se había quedado oscura y el día se marchaba rápidamente. Delante solo veía los contornos pálidos de los brazos desnudos de Agnes encima de las mantas. Tenía la cara en sombras.
—¿Cree que me dejarán tejer? —susurró Agnes inclinando la cabeza en dirección a las mujeres—. Me gustaría estar ocupada mientras hablo con usted. No soporto estar sin hacer nada.
—¿Margrét? —llamó Tóti—. ¿Tienes trabajo para Agnes?
Margrét hizo una pausa y a continuación alargó el brazo y le quitó a Steina lo que estaba tejiendo.
—Tome —dijo—. Está lleno de agujeros. Hay que deshacerlo.
Ignoró la expresión humillada en la cara de Steina.
—Me da pena —dijo Agnes tirando despacio de hebras de lana rizadas.
—¿Steina?
—Dice que quiere hacer una petición de clemencia en mi nombre.
Tóti vacilaba. Miró a Agnes enrollar con agilidad la lana suelta en un ovillo y no dijo nada.
—¿Cree que es posible, reverendo Tóti? ¿Apelar al rey?
—No lo sé, Agnes.
—¿Se lo pediría usted a Blöndal? A usted le escucharía, y Steina podría hablar con el alguacil Jón.
Tóti se aclaró la garganta y recordó la manera condescendiente en que hablaba Blöndal.
—Prometo hacer lo que pueda. Y ahora, ¿por qué no me cuentas cosas de ti?
—¿De mi infancia otra vez?
—Si quieres.
—Bueno —dijo Agnes retorciéndose para sentarse más recta en la cama y así poder tejer mejor—. ¿Qué quiere que le cuente?
—Háblame de cosas que recuerdes.
—No le van a interesar.
—¿Por qué crees eso?
—Porque es un sacerdote —dijo Agnes con firmeza.
—Quiero saber cosas de tu vida —contestó Tóti con amabilidad.
Agnes se volvió para ver si las mujeres estaban escuchando.
—Le he contado ya que he vivido en casi todas las granjas de este valle.
—Sí —reconoció Tóti asintiendo con la cabeza.
—Primero como huérfana, luego como indigente.
—Qué cosa más triste.
Agnes apretó los labios.
—Le pasa a mucha gente.
—¿Quién te acogió de niña?
—Una familia que vivía donde estamos ahora. Mis padres adoptivos se llamaban Inga y Björn y entonces eran los arrendatarios del pegujal de Kornsá. Hasta que murió Inga.
—¿Y te entregaron a la parroquia?
—Sí —Agnes asintió—. Así son las cosas. Casi todas las personas buenas mueren pronto.
—Siento oír eso.
—No tiene que sentir nada, reverendo, a no ser, claro, que usted la matara. —Agnes le miró y Tóti reparó en que un atisbo de sonrisa le recorría la cara—. Cuando murió Inga yo tenía ocho años. Su cuerpo nunca pudo fabricar hijos. Antes de que naciera mi hermano se le murieron cinco bebés sin llegar a respirar siquiera. El séptimo se la llevó al cielo.
Agnes se sorbió la nariz y empezó a repasar despacio los puntos sueltos. Tóti escuchó el suave entrechocar de las agujas de hueso y miró por el rabillo del ojo las manos de Agnes que se movían despacio alrededor de la lana. Tenía unos dedos largos y delgados y le asombró la rapidez con la que trabajaban. Reprimió un impulso irracional de tocarlos.
—Tenías ocho inviernos —repitió—. ¿Y te acuerdas de cómo fue su muerte?
Agnes dejó de tejer y miró de nuevo hacia las mujeres. Se habían callado y prestaban atención.
—¿Que si me acuerdo? —repitió un poco más alto—. Ojalá pudiera olvidarla. —Sacó el dedo índice de la hebra de lana y se lo llevó a la frente—. Aquí dentro —dijo—, puedo volver a ese día como si fuera la página de un libro. Está escrito tan profundo en mi cabeza que casi noto el sabor de la tinta.
Miró a Tóti a los ojos todavía con el dedo en la frente. A éste le pusieron nervioso el brillo en los ojos y el labio ensangrentado, y se preguntó si la noticia de la apelación para Sigga no la habría en efecto trastornado un poco.
—¿Qué pasó? —preguntó.