Al vicegobernador de Islandia Nororiental:
Agradezco a su excelencia su ilustre carta del 10 de enero del corriente, relativa a los cargos de asesinato, incendio premeditado y otros delitos atribuidos a los acusados Friðrik, Agnes y Sigrídur, por los cuales han sido condenados a muerte. En respuesta a su carta permítame informarle de que B. Henriksson, el herrador a quien le fue solicitado que confeccionara el hacha que deberá usarse en la ejecución, cifró el coste de su trabajo y los materiales en cinco dólares de plata del reino, atendiendo a mis sugerencias en cuanto a la manufactura y tamaño del hacha del 30 de diciembre del pasado año. Después de recibir la carta de su excelencia, sin embargo, pensé, de acuerdo con su excelencia, que sería mejor adquirir un hacha más ancha en Copenhague por el mismo precio, y por esa razón procedí a pedir a Simonsen el comerciante que la encargara de mi parte.
Este verano el hombre en cuestión, Simonsen, vino a verme con el hacha y, aunque ha sido confeccionada siguiendo exactamente las instrucciones, me sorprendió saber por Simonsen que costaba veintinueve dólares del reino. Al examinar la minuta comprobé que dicha suma era correcta y comprensiblemente me vi obligado a pagar a Herr Simonsen el montante de los fondos asignados a este caso por su excelencia.
Ahora, una vez explicado el saldo deudor de estos fondos, le pregunto humildemente si esta suma no debería en realidad haberse sacado del dinero presupuestado para este caso que, entre otros gastos, sirve para costear la manutención de los prisioneros. Asimismo solicito a su excelencia que me indique cómo debemos proceder con el hacha una vez haya sido utilizada en las ejecuciones.
Siempre su más humilde y obediente servidor,
BJÖRN BLÖNDAL,
comisionado de la comarca de Húnavatn
Tóti había dejado Kornsá con la firme intención de escribir a Blöndal y renegar de su promesa de ver a Agnes. Su segunda conversación con la criminal había sido un fracaso; ni siquiera había logrado que rezara con él. Sin embargo, la idea de que no le quedaría más remedio que explicar por qué había cambiado de opinión después de solo dos visitas le llenaba de temor y vergüenza, así que pospuso la redacción de la carta. «Lo haré mañana», se prometía a sí mismo con cada día que pasaba en Breidabólstadur, pero habían transcurrido ya dos semanas, los campesinos se preparaban para la cosecha de mediados de julio y Tóti aún no había cogido la pluma.
Una noche estaba sentado con el reverendo Jón leyendo en silencio cuando su padre levantó la cabeza entrecana y le preguntó:
—¿Reza la asesina?
Tóti vaciló antes de contestar:
—No estoy seguro.
—Hum —musitó el reverendo—. Asegúrate. —Miró a su hijo con sus ojos viscosos entrecerrados hasta que Tóti notó cómo un rubor le quemaba las mejillas y el cogote—. Eres un siervo del Señor. No seas una deshonra, muchacho —dijo antes de volver a las escrituras.
A la mañana siguiente Tóti se levantó temprano para ordeñar a Ysa. Apretó la frente contra el cálido flanco de la vaca y escuchó el ritmo constante de la leche cayendo a chorro en el cubo de madera. De repente imaginó a Agnes sentada a su lado. Su padre sabía que no estaba visitándola. Se sentiría avergonzado si supiera que su hijo era incapaz de asumir la responsabilidad de la expiación de una mujer. Pero ¿qué hacer con una mujer que no quería expiar sus pecados? ¿Qué había dicho Agnes? Que no había conocido a ningún clérigo que le gustara. No parecía ser religiosa, y aquel discursito estúpido que había preparado sobre el consuelo espiritual, todas esas palabras tan elevadas no habían surtido ningún efecto en ella. Entonces, ¿qué quería de él? ¿Por qué había pedido verle a él si no quería hablar de Dios, de la muerte, del cielo y del infierno, de la palabra del Señor? ¿Porque la había ayudado a cruzar un río? Era desconcertante. ¿Por qué no había llamado a un amigo o a un familiar para que la ayudara a reconciliarse con el hecho de que iba a morir?
Quizá no le quedaba un solo amigo en el mundo. Quizá quería hablar de otras cosas. Cómo cruzar el paso de Gönguskörd en una primavera encharcada. O de por qué había dejado el valle de Vatnsdalur para trabajar más al este, o de por qué no le gustaban los clérigos. Tóti cerró los ojos y sintió como Ysa cambiaba el peso de un flanco a otro bajo su frente, inquieta. Para apaciguarla le recitó a Hallgrímur Pétursson: «Seguir el camino de Tu Pasión. De mi flaqueza forjar un temple de fuego». Abrió los ojos y recitó de nuevo la última línea.
Para cuando el cubo estuvo lleno, había decidido volver a Kornsá.
Una neblina matinal permanecía en el valle y ocultaba a Tóti la vista de las montañas mientras avanzaba a caballo entre las coronas espectrales que se cernían sobre la hierba. Tembló de frío y enterró las manos en el calor de la crin del animal. «Hoy arreglaré las cosas con Agnes», pensó.
Para cuando obligó al caballo a ir al paso, una vez dejadas atrás las tres extrañas colinas de Þrístapar, en la boca del valle, y se acercaba a la garganta verde de Vatnsdalur, el sol de la mañana se filtraba a raudales por entre las nubes. Iba a ser otro día despejado. Pronto las familias y sus criados estarían repartidos por sus pegujales, guadaña en mano, extendiendo la hierba cortada para que secara y el olor a heno recién segado inundaría el valle. Pero ahora, tan temprano por la mañana, Tóti tan solo veía los picos más altos de las montañas, sus moles marrones todavía ocultos por el festón de niebla cambiante. Escuchó un grito repentino y reparó en Páll, el joven pastor de Kornsá, que conducía las ovejas por la ladera de la colina, algo oscurecida por la niebla. Tóti azuzó a su caballo hacia la orilla del río que serpenteaba a través del valle y dejó atrás Kornsá para seguir hacia la encorvada casa de pegujalero de Undirfell.
En la puerta apareció un granjero alto y sin afeitar.
—Blessuð. Bienvenido. Soy Haukur Jónsson.
—Saell, Haukur. Soy el reverendo segundo Þorvardur Jónsson. ¿Está el reverendo de Undirfell?
—¿Pétur Bjarnason? No, no vive aquí. Pero no anda muy lejos. Pase.
Tóti siguió al corpulento granjero al interior de la casa. La morada era más grande que la mayoría de las que había visto. En la baðstofa había al menos ocho personas, vistiéndose y hablando entre ellas. Una muchacha joven con ojos grandes sostenía a un bebé gritón y con la cara roja en el regazo y dos criadas intentaban vestir a la fuerza a un niño que estaba más interesado en hacer bailar una moneda en el suelo. Al ver a Tóti todos dejaron de hablar.
—Por favor, siéntese aquí —dijo Haukur señalando un hueco encima de una cama junto a una mujer muy vieja cuya cara arrugada miraba sin expresión alguna a Tóti—. Es Guðrún. Es ciega. Si no le importa esperar, iré a buscar al reverendo.
—Gracias —dijo Tóti.
El granjero se marchó y pronto una mujer de rostro lozano apareció en la baðstofa.
—¡Hola! Entonces, ¿es usted de Breidabólstadur? ¿Quiere algo de beber? Soy Dagga.
Tóti negó con la cabeza y Dagga cogió al bebé de los brazos de la niña pequeña y se lo apoyó contra un hombro.
—Pobrecita, se ha pasado la noche gritando lo bastante fuerte como para despertar a los muertos.
—¿No está bien?
—Mi marido cree que son retortijones, pero me preocupa que se trate de algo peor. ¿Sabe usted algo de medicina, reverendo?
—¿Yo? Nada de eso. No más de lo que puedas saber tú, lo siento.
—No se preocupe. La pena es que Natan Ketilsson esté muerto, que Dios bendiga su alma.
Tóti parpadeó sorprendido.
—¿Cómo dices?
La niña del rincón intervino.
—Me curó la tos ferina.
—¿Era amigo de la familia? —preguntó Tóti.
Dagga arrugó la nariz.
—No, amigo no, pero era alguien a quien se podía mandar a buscar cuando los niños estaban enfermos o alguien necesitaba una sangría. Cuando la pequeña Gulla tuvo la tos ferina pasó aquí una noche o dos mezclando sus hierbas y buscando en libros escritos en lenguas extranjeras. Un tipo extraño.
—Era un hechicero. —La mujer sentada al lado de Tóti había hablado. La familia la miró—. Era un hechicero —repitió—. Y tuvo su merecido.
—Guðrún… —Dagga sonrió nerviosa a Tóti—. Tenemos un invitado. Vas a asustar a los niños.
—Natan Satán, ése era su nombre. Nada de lo que hizo jamás venía de Dios.
—Calla, Guðrún. Eso no son más que habladurías.
—¿El qué? —preguntó Tóti.
Dagga se pasó al bebé lloroso a la otra cadera.
—¿No lo ha oído?
Tóti negó con la cabeza.
—No. He estado estudiando en el sur. En Bessastaðir.
Dagga arqueó las cejas.
—Bueno, al menos es lo que dicen las gentes del valle. Hay personas aquí que afirman que la madre de Natan Ketilsson era clarividente, que veía cosas que luego ocurrían. La cuestión es que cuando estaba embarazada de Natan soñó que un hombre se le acercaba y le decía que tendría un niño. El hombre del sueño le pidió que le pusiera al niño su nombre, y cuando ella accedió, el hombre le dijo que se llamaba Satán.
—Le entró miedo —interrumpió Guðrún con el ceño fruncido—. El cura lo cambió por Natan y pensaron que así estaba todo arreglado. Pero todos sabíamos que aquel niño nunca sería nada bueno. Era un gemelo, pero su hermano nunca llegó a ver la luz de Dios: uno al cielo y otro al infierno. —Se giró despacio en la cama y acercó más la cara a la de Tóti—. Nunca le faltó el dinero —susurró—. Hacía tratos con el diablo.
—O no era más que un herbalista ladrón y el dinero venía de que cobraba un ojo de la cara por sus servicios —sugirió Dagga alegre—. Como he dicho, son solo habladurías.
Tóti asintió.
—En cualquier caso, ¿qué le trae a Vatnsdalur, reverendo?
—Soy el sacerdote de Agnes Magnúsdóttir.
A Dagga se le borró la sonrisa de la cara.
—He oído que la han llevado a Kornsá.
—Sí. —Tóti vio a las dos criadas intercambiar miradas. A su lado, Guðrún tosió ruidosamente y Tóti vio cómo gotitas de esputo se le posaban en el cuello.
—El juicio fue en Hvammur —continuó Dagga.
—Sí.
—Ella es de este valle, ¿lo sabía?
—Por eso estoy aquí —dijo Tóti—. En Undirfell, quiero decir. Quiero leer algo sobre su vida en el libro parroquial.
El gesto de la mujer se torció.
—Yo podría contarle algo sobre su vida. —Vaciló, y a continuación ordenó a las criadas que se llevaran fuera a los niños y esperó a que hubieran salido para seguir hablando—. Se veía venir —dijo en voz baja mirando con atención a Guðrún, quien se había recostado contra la pared y parecía dormitar.
—¿Qué quieres decir?
La mujer hizo una mueca y se acercó.
—Odio decir esto, pero a Agnes Magnúsdóttir nunca le importó nadie excepto sí misma, reverendo. Su obsesión era medrar. Quería mejorar de posición.
—¿Era pobre?
—Bastarda, pobre e intrigante como no se ha visto jamás en una criada como Dios manda.
Las palabras de la mujer hicieron estremecer a Tóti.
—No os llevabais bien.
Dagga rió.
—No, no demasiado. Agnes era de una especie distinta.
—¿De qué especie?
Dagga dudó.
—Hay quienes nos conformamos con nuestra suerte y con quienes nos han tocado de compañía, reverendo, y damos gracias a Dios por ello. Pero Agnes no.
—Pero ¿la conoces?
La mujer se pasó el bebé que lloriqueaba a la otra cadera.
—Nunca compartimos una baðstofa, pero sé de ella, reverendo. Sé de ella lo mismo que el resto de las gentes de este valle. Solía circular un poema sobre ella, cuando era más joven. Entonces las gentes la apreciaban y la llamaban Agnes de Búrfell. Pero al hacerse mayor se le agrió el carácter. Por algún motivo era incapaz de retener a un hombre. De sentar la cabeza. Este valle es pequeño y ella tenía reputación de tener la lengua larga y la falda corta.
Alguien tosió en el umbral. El granjero había vuelto con otro hombre, quien bostezaba y se rascaba el cuello sin afeitar.
—Reverendo Þorvardur Jónsson, le presento al reverendo Pétur Bjarnason.
La iglesia de Undirfell era un templo pequeño con no más de seis bancos y espacio al fondo para estar de pie. No lo bastante grande para todos los pegujaleros del valle, pensó Tóti, mientras el reverendo Pétur se ajustaba con gesto distraído unas gafas de montura metálica sobre el puente de la nariz.
—Ah. Aquí está la llave. —El sacerdote se inclinó sobre un arcón situado junto al altar y empezó a forcejear con el candado—. Entonces, ¿dices que estás viviendo en Kornsá?
—No, solo estoy de visita —dijo Tóti.
—Mejor tú que yo, supongo. ¿Cómo está la familia que vive allí?
—No los conozco bien.
—No, lo que quiero decir es ¿cómo se están tomando lo de… alojar a la asesina?
Tóti pensó en las palabras llenas de rencor de Margrét la noche en que llegó Agnes de Stóra-Borg.
—Están algo disgustados, quizá.
—Cumplirán con su deber. Es una familia bastante grata. La hija pequeña es una verdadera belleza. Con esos hoyuelos… Diligente y más lista que el hambre.
—Se refiere a Lauga, ¿verdad?
—Desde luego. Le da cien vueltas a su hermana. —El sacerdote levantó un libro de gran tamaño y encuadernado en piel y lo dejó sobre el altar—. Éste es. Veamos, ¿cuántos años tiene, muchacho?
Tóti se puso rígido por el desagrado que le produjo que le llamaran muchacho.
—No estoy seguro. Más de treinta, diría yo. ¿Usted no la conoce?
El clérigo hizo una mueca de desdén.
—Solo llevo aquí un invierno.
—Qué pena. Tenía la esperanza de que me contara algo sobre su carácter.
El párroco bufó.
—El cadáver de Natan Ketilsson es una indicación bastante clara de su carácter, ¿no te parece?
—Es posible, pero me gustaría saber algo de su vida antes de lo ocurrido en Illugastaðir.
El reverendo Pétur Bjarnason miró a Tóti desde lo alto de la nariz.
—Eres exageradamente joven para ser su sacerdote.
Tóti se sonrojó.
—Me eligió ella.
—Bueno, pues si hay algo sobre su carácter digno de saber, estará en el libro parroquial. —El reverendo Pétur empezó a pasar con cuidado páginas amarillas y cubiertas de escritura garabateada—. Aquí está. 1795. Hija de Ingveldur Rafnsdóttir y Magnús Magnússon en la granja de Flaga. No casados. Hija ilegítima. Nacida el 27 de octubre, el nombre se lo pusieron al día siguiente. ¿Qué más querías saber?
—¿Sus padres no estaban casados?
—Eso es lo que está escrito aquí. Dice: «El padre vive en Stóridalur. Nada más digno de reseñar». ¿Qué más necesitas? ¿Buscamos su confirmación? Está aquí. El comisionado Blöndal me pidió que le copiara los detalles hace unos pocos meses. —El párroco se sorbió la nariz y se ajustó la gafas—. Puedes leerlo tú mismo. —Se apartó para que Tóti pudiera acercarse a la página.
—El 22 de mayo de 1809 —leyó éste en voz alta—. Confirmada a los catorce años con… —Hizo una pausa para contar—. Cinco más. Pero aquí tenía trece años.
—¿Cómo dices? —El sacerdote dejó de mirar por la ventana y se acercó.
—Dice que tenía catorce años. Pero si es mayo, tenía trece.
El sacerdote se encogió de hombros.
—Trece, catorce, ¿qué más da?
Tóti negó con la cabeza.
—Nada. ¿Y aquí? ¿Qué dice?
El párroco se inclinó sobre el libro y Tóti pudo olerle el aliento. Olía a brandy y a pescado.
—Veamos. Tres de estos muchachos, Grímur, Sveinbjörn y Agnes, han aprendido todo el Kverið. Y luego sigue con, ya sabes, los comentarios habituales.
—¿Fue una buena alumna?
—Dice que tenía «un excelente intelecto y un conocimiento y una comprensión sólidas del cristianismo». Una pena que dejara de seguir sus enseñanzas.
Tóti ignoró este último comentario.
—Un excelente intelecto —repitió.
—Eso dice aquí. Bien, reverendo Þorvardur, ¿quieres que sigamos aquí pasando frío y mirando árboles genealógicos o volvemos con la bonita esposa de Haukur para que nos sirva algo de desayunar y café, si es que tiene?
—¡Reverendo Tóti! —Margrét abrió la puerta cuando no habían pasado ni tres segundos desde que el joven hubiera tocado con un golpe seco en su superficie—. Pensábamos que igual se había vuelto al sur. Pase. —Tosió y abrió más la puerta y Tóti vio que tenía un pesado saco apoyado contra la cadera.
—Por favor —se ofreció—, déjame ayudarte.
—No se moleste, no se moleste —dijo Margrét con voz ronca, haciéndole un gesto hacia el pasillo—. Puedo perfectamente. Han vuelto los braceros de Reikiavik.
Se volvió a mirarle con una leve sonrisa.
—Entiendo —dijo Tóti—. De tratar con los comerciantes.
Margrét asintió.
—No ha ido mal. La harina viene sin gorgojos, no como el año pasado. Y también sal y azúcar.
—Me alegra oírlo.
—¿Le apetece un poco de café?
—¿Tenéis café? —Tóti estaba sorprendido.
—Vendimos las lanas y algo de carne curada. Jón está fuera afilando las guadañas para la recolección. ¿Diez gotas? —Lo condujo hasta la baðstofa y descorrió la cortina para que pudiera pasar a la salita—. Espere aquí —dijo, y salió cojeando, todavía con el saco apoyado en la cadera.
Tóti se sentó en la silla y empezó a pasar los dedos por el grano de la madera de la mesa. Oyó cómo Margrét tenía un ataque de tos en la cocina.
—¿Reverendo Tóti? —murmuró una voz desde el otro lado de la cortina. Tóti se puso en pie y la apartó con cuidado. Agnes se asomó por el hueco y le saludó con la cabeza.
—Agnes, ¿cómo estás?
—Lo siento. Necesito coger… —Hizo un gesto hacia una bobina de lana apoyada en la otra silla de la habitación. Tóti se hizo a un lado y levantó la cortina para que pasara.
—Quédate, por favor —dijo—. He venido a verte.
Agnes cogió la bobina.
—Margrét me ha pedido…
—Por favor. Siéntate, Agnes.
Ésta obedeció y se sentó en el borde mismo de la silla.
—¡Ya estoy aquí! —Margrét entró con paso enérgico en la habitación llevando una bandeja con café y un plato con mantequilla y pan de centeno. De repente reparó en la presencia de Agnes.
—Espero que no te importe dejarme a Agnes un momento —dijo Tóti poniéndose en pie—. Es que he venido a hablar con ella. —Margrét le miró fijamente—. Órdenes de Blöndal —bromeó Tóti con una débil sonrisa.
Margrét apretó los labios y asintió con la cabeza.
—Haga con ella lo que le parezca, reverendo Tóti. Estoy encantada de quitármela de encima.
Dejó la bandeja sobre la mesa con un sonido metálico, se volvió y descorrió la cortina con brusquedad. Agnes y Tóti escucharon sus fuertes pisadas por el suelo de tierra del pasillo. Luego un portazo.
—Bien. —Tóti se sentó a la mesa y le hizo una mueca a Agnes—. ¿Te apetece un poco de café? Solo hay una taza, pero estoy seguro… —Agnes negó con la cabeza—. Entonces tómate el pan, por favor. Acabo de estar en Undirfell y la señora de la casa me ha atiborrado de skyr.
Empujó el plato hacia Agnes y a continuación se sirvió una taza de café y se echó un poco de azúcar de un frasco con tapón. Por el rabillo del ojo vio a Agnes arrancar un trozo de pan y llevárselo a la boca. Sonrió.
—Parece que a los criados les fue bien con los negocios de su señor en Reikiavik. —Notó cómo el café hirviendo le quemaba la lengua al sorberlo. Su reacción inmediata fue escupirlo, pero era consciente de los pálidos ojos de Agnes fijos en él y se obligó a tragar el líquido hirviendo, atragantándose un poco—. ¿Qué tal te encuentras aquí, Agnes?
Agnes tragó el pan y le miró fijamente. Tenía la cara algo más rellena y el hematoma del cuello había desaparecido casi por completo.
—Tienes buen aspecto.
—Me dan de comer mejor que en Stóra-Borg.
—¿Y te llevas bien con la familia?
Agnes vaciló.
—Me toleran.
—¿Qué opinas de Jón, el alguacil comarcal?
—Se niega a dirigirme la palabra.
—¿Y las hijas?
Agnes no dijo nada y Tóti continuó:
—Lauga parece ser la favorita del reverendo de Undirfell. Dice que es inteligentísima para ser mujer.
—¿Y su hermana?
Tóti dio otro sorbo de café e hizo una pausa.
—Es una buena chica.
—Una buena chica —repitió Agnes.
—Sí. Come un poco más.
Agnes cogió el resto del pan. Comió deprisa, sin separar demasiado los dedos de la boca y se los chupó para limpiar la mantequilla una vez hubo terminado. Tóti no pudo evitar fijarse en el rosa grasiento de sus labios.
Se obligó a fijar la vista en la taza de café que tenía delante.
—Supongo que te preguntas por qué he vuelto.
Agnes usó la uña del pulgar para sacarse una miga de entre los dientes y no dijo nada.
—Me llamaste niño —dijo Tóti.
—Le ofendí.
No parecía muy interesada.
—No me ofendiste —dijo Tóti, mintiendo—. Pero te equivocas, Agnes. Sí, soy joven, pero he pasado tres largos años en el colegio de Bessastaðir, en el sur, hablo latín, griego y danés, y Dios me ha elegido para que te guíe hacia tu redención.
Agnes le miró sin pestañear.
—No. Le he elegido yo, reverendo.
—Entonces, ¡déjame ayudarte!
La mujer se quedó callada un momento. Siguió quitándose comida de los dientes y luego se limpió las manos en el delantal.
—Si va usted a hablarme, hágalo de una manera normal. El reverendo de Stóra-Borg me hablaba como si fuera el mismísimo obispo. Esperaba que me echara a llorar a sus pies. No escuchaba.
—¿Qué es lo que no escuchaba?
Agnes negó con la cabeza.
—Cada vez que decía algo cambiaban mis palabras y luego me las devolvían como si fueran un insulto, o una acusación.
Tóti asintió con la cabeza.
—Quieres que te hable de forma normal. ¿Y quizá también que te escuche?
Agnes le miró con atención, inclinándose hacia delante, de manera que Tóti reparó de pronto en el peculiar color de sus ojos. Los iris azules eran tan pálidos como el hielo, con motas cenicientas alrededor de la pupila, pero rodeados por un delgado círculo negro.
—¿Qué quiere oír? —preguntó.
Tóti se recostó en la silla.
—He pasado la mañana en la iglesia de Undirfell. Fui a buscarte en el libro parroquial. Dice que eres de este valle.
—¿Salía yo en el libro?
—Encontré tu registro de nacimiento y de confirmación.
—Entonces ya sabe cuántos años tengo. —Agnes sonrió con frialdad.
—Igual podrías contarme algo más sobre tu vida. Sobre tu familia.
Agnes tomó aire profundamente y, despacio, empezó a enrollarse la lana de la bovina alrededor de los dedos.
—No tengo familia.
—Eso es imposible.
Apretó con fuerza la lana alrededor de los nudillos y las yemas de los dedos se le oscurecieron por la sangre atrapada.
—Usted habrá visto sus nombres en ese libro suyo, reverendo, pero para el caso podían haberme inscrito como huérfana.
—¿Y eso por qué?
Hubo una tos al otro lado de la cortina y por debajo del dobladillo de ésta vieron arrastrarse unos pies calzados con botas de piel de pescado.
—Adelante —dijo Tóti. Agnes desenrolló deprisa la lana de sus dedos mientras la cortina se descorría y asomaba la cara pecosa de Steina.
—Siento molestarle, reverendo, pero Mamma pregunta por ella.
Hizo un gesto rápido hacia Agnes, quien hizo ademán de levantarse de la silla.
—Estamos hablando —dijo Tóti.
—Lo siento, reverendo. Es la siega. Lo que quiero decir es que estamos en pleno julio, así que de aquí en adelante toca segar el heno. Por lo menos hasta que se vaya el sol.
—Steina, he venido desde…
Agnes le apoyó con suavidad una mano en el hombro y le dirigió una mirada detenida que le hizo callar. Tóti observó sus manos, sus dedos largos y pálidos, la ampolla rosácea en el pulgar. Al notar que la estaba mirando, Agnes le retiró la mano del hombro con la misma agilidad con que la había puesto allí.
—Vuelva mañana. Si quiere. Podemos hablar mientras se seca el rocío del heno.
Quizá sea una lástima que haya jurado no hablar con nadie sobre mi pasado. En Hvammur, durante el juicio, me arrancaron las palabras igual que pájaros. Unos pájaros espantosos, vestidos de rojo con pecheras de botones de plata, cabezas ladeadas y bocas afiladas, buscando la culpa como bayas en un arbusto. No me dejaron contar lo que pasó a mi manera, sino que cogieron mis recuerdos de Illugastaðir, de Natan, y los retorcieron hasta hacer de ellos algo siniestro; manipularon mi declaración de aquella noche y me hicieron parecer malévola. Todo lo que dije me fue sacado a la fuerza y fue alterado hasta que la historia dejó de ser cierta.
Pensé que igual me creerían. Cuando redobló el tambor en aquella minúscula habitación y Blöndal anunció «Culpable», lo único en que pude pensar fue: si te mueves, te derrumbas. Si respiras, te desmoronas. Quieren hacerte desaparecer.
Después del juicio, el sacerdote de Tjörn me dijo que ardería en el infierno si no reflexionaba sobre mi vida de pecado y rezaba por el perdón. Como si la oración pudiera borrar el pecado de un plumazo. Cualquier mujer sabe que una hebra, una vez hilada, así se queda; la única manera de corregir una equivocación es deshacerla entera.
Natan no creía en el pecado. Decía que los defectos de carácter son los que hacen a una persona. Que incluso la naturaleza desafía sus propias reglas en honor a la belleza, decía. En honor a la creación. Para mantener su sangre caliente. Tú ya me entiendes, Agnes.
Esto me lo dijo después de que naciera un cordero con dos cabezas en Stapar. Uno de los sirvientes había corrido a Illugastaðir a contárnoslo, pero para cuando Natan y yo llegamos, el cordero había muerto. El granjero lo había matado nada más verlo porque pensó que estaba maldito. Natan pidió quedarse con el cuerpo para diseccionarlo y aprender cómo se había formado, pero cuando desenterró el cordero una de las mujeres fue hasta él y le espetó:
—Deja que el Diablo se ocupe de los suyos.
Yo les miré mientras Natan se echaba a reír.
Llevamos aquella extraña cosa a su taller y, cubierta de sangre y barro y enferma de asco, dejé a Natan solo con su carnicería. Sigga y yo no quisimos comernos los trozos de carne que cortó de él y aunque nos llamó ingratas, aunque nos recordó la cantidad de monedas que había pagado por aquel cadáver deforme, tampoco él parecía tener demasiado apetito. Dejamos la carne para usarla como cebo de zorros. Los cráneos gemelos los guardó Natan en su taller, los huesos del color de la crema fresca.
Me pregunto si el reverendo me ve como aquel cordero. Como una curiosidad. Maldita. ¿Cómo ven los hombres a una mujer como yo?
Pero lo cierto es que el sacerdote apenas es un hombre. Es tan frágil como un niño, pero sin la arrogancia ni la imbecilidad de la juventud. Le recordaba más alto de lo que es. Casi no sé qué pensar de él.
Igual no es más que un mentiroso listo. Dios sabe que he conocido a bastantes hombres como para saber que, nada más destetados, empiezan a mentir como bellacos.
Tendré que pensar en lo que le voy a contar.
La niebla se había disipado en el azul del cielo y las ampollas de humedad sobre la hierba se habían secado ya cuando la familia de Kornsá se reunió en el límite del pegujal para empezar a segar el heno. El alguacil Jón se colocó a un lado junto con los dos braceros recién vueltos de Reikiavik —Bjarni y Guðmundur—, ambos con cabello y barba rubios y largos, y Kristín, Margrét y Lauga, en el otro. Todos esperaron en silencio a que Steina y Agnes se unieran al círculo. Steina atravesó deprisa el jardín seguida de Agnes, que se cubría con un pañuelo el cabello trenzado.
—Ya estamos —dijo Steina con voz alegre. Agnes saludó a Jón y a Margrét con la cabeza. Los braceros la miraron a ella y luego se miraron los unos a los otros.
Jón inclinó la cabeza.
—Nuestro buen Señor, te damos gracias por el buen tiempo que nos has enviado para la siega. Te rogamos que veles por nosotros en esta hora, nos guardes del peligro y los accidentes y nos proporciones el heno que necesitamos para vivir. En el nombre de Cristo, amén.
Los braceros musitaron sus amenes y cogieron las guadañas de larga empuñadura. Estaban recién picadas y afiladas y las hojas de acero relucían. Guðmundur, un hombre bajo y musculoso de veintiocho años, probó la hoja en el vello de su muñeca y, tras comprobar que estaba lo bastante afilada, la colocó ágilmente en la posición correcta y arañó con ella la hierba situada a sus pies. Levantó los ojos y vio que Agnes le miraba.
—Guðmundur y Bjarni —estaba diciendo el alguacil Jón—. Segaréis con Kristín y… —Dudó y a continuación miró de reojo a Agnes. Los braceros le imitaron, pero se quedaron con los ojos fijos en ella.
—¿Le vas a dar una guadaña? —preguntó con tono despreocupado Bjarni, un hombre de aspecto cetrino. Rió nervioso.
Margrét carraspeó.
—Agnes y Kristín van a segar con vosotros tres y Jón. Steina, Lauga y yo rastrillaremos y lo removeremos. —Margrét miró furiosa a Guðmundur, que sonreía satisfecho a Bjarni, y a continuación escupió en el suelo cerca de sus pies.
—Dales guadañas —dijo Jón con voz queda y Guðdmundur dejó caer la suya en el suelo. Se volvió, cogió dos guadañas y le dio una a Kristín, que hizo una reverencia, confundida, y a continuación se adelantó para pasarle la otra a Agnes. Ésta alargó el brazo para cogerla, pero Guðmundur se negó a soltarla. Por un breve instante ambos permanecieron sujetando el mango de la guadaña antes de que Guðmundur lo soltara de repente. Agnes se tambaleó hacia atrás y la guadaña le arañó el tobillo. Bjarni ahogó una risa.
—Id a buscar los rastrillos, chicas —dijo Jón ignorando las muecas de diversión de los braceros y de Lauga, quien no había podido evitar reír al ver a Agnes mirarse la pierna con expresión alarmada.
—¿Te has hecho daño? —susurró Steina a Agnes cuando ésta pasó a su lado. Agnes negó con la cabeza con la mandíbula apretada. Margrét miró a su hija y frunció el ceño.
Dejo que mi cuerpo coja ritmo. Me balanceo atrás y adelante y dejo que la gravedad tire de la guadaña de un lado a otro hasta que me estoy meciendo con una cadencia estable. Hasta que tengo la sensación de no estar moviéndome, de que el sol me empuja. Hasta que soy una marioneta del viento, y de la guadaña, y de los golpes largos y lentos que impulsan mi cuerpo hacia delante. Hasta que no puedo parar aunque quisiera.
Es una sensación agradable, la de no tener el control. La de columpiarse suavemente atrás y adelante hasta que se me olvida lo que es estar quieta. Como estar con Natan aquellos primeros meses, cuando el latir de mi corazón me hacía estremecer y no me habría importado morirme, tan feliz era de sentirme deseada. Cuando su olor, a sulfuro y a hierbas trituradas, a sudor de caballo y al humo de su forja, me hacía marearme de placer. De posibilidad.
Estoy borracha de verano y de sol. Quiero coger puñados de cielo y comérmelos. Cuando las guadañas deslizan sus dedos afilados entre los tallos, la hierba cortada parece jadear.
De repente sé que el criado, el que se llama Guðmundur, me está mirando. Ha vuelto la cabeza con lascivia. Igual se cree que no me doy cuenta.
Tenía catorce años cuando los hombres empezaron a mirarme así. Me contrataron en Guðrúnarstaðir, y llegué allí en marzo con mis pertenencias dentro de un saco blanco y la cabeza dolorida por lo tirantes que llevaba las trenzas. Mi primer empleo de verdad. Entonces trabajaba allí también un hombre joven. Alto, con piel fea y una forma de mirar a las criadas —Ingibjörg, Helga y yo— que nos hacía evitarle. Por la noche le oía tocarse, un movimiento apresurado bajo la manta, después un gruñido y en ocasiones un gemido.
Dejo balancearse mi cuerpo. Dejo caer los brazos. Noto cómo los músculos del estómago se contraen y se doblan. La guadaña sube, baja, sube, baja, atrapa el sol en la hoja y su luz me golpea el ojo como un latigazo, un guiño alegre de Dios. «Te veo», dice la guadaña, arrugando el mar de verde, atrapando el sol y devolviéndome su reflejo. El criado exhala, balancea su guadaña, me mira de reojo los brazos desnudos. Corto la hierba y la luz a través del aire. «Te veo», dice la guadaña.
Tal y como había prometido, el reverendo Tóti regresó a Kornsá a la mañana siguiente temprano, mucho antes de que el sol abandonara su lugar de descanso sobre el horizonte. Le dolía el cuerpo por el primer día de siega en Breidabólstadur y disfrutó de la bofetada de aire frío en la cara y de la fina niebla en el aliento de su jaca mientras hacía con ella el camino hacia el valle de Vatnsdalur. Todos los asentamientos de la comarca habían empezado la siega el día anterior y la visión de campos a medio segar, la hierba apilada en montones para impedir que el rocío la humedeciera, contribuía a la sensación de orden y prosperidad. El fértil norte, lo llamaban. Por todas partes, aves de pequeño tamaño revoloteaban entre los rastrojos cazando los insectos que la siega había vuelto vulnerables, y de los tejados inclinados de las casas y chozas del valle subían espirales de humo.
En la espaciosa granja de Hvammur donde Tóti sabía que vivía Björn Blöndal con su familia y criados, al otro lado del río y visible desde Kornsá, salía humo de varias chimeneas. Las fachadas de madera lisa de las chozas de turba contiguas tenían ventanas de cristal que destelleaban alegres incluso en la débil luz amarilla de la mañana. «Igual que ojos», pensó Tóti, sintiéndose poético. Había oído que gran parte del juicio de Illugastaðir se había celebrado en la habitación de invitados de aquella granja, que daba al caudal serpenteante del río y a su ribete de juncos dorados.
«Me pregunto qué le pasaría por la cabeza —pensó Tóti mirando la granja al otro lado del río—. Allí sentada en aquella habitación, cuando le dijeron que tenía que morir. ¿Miraría por la ventana y vería el hielo flotando en el río? Seguramente el mundo estaba demasiado oscuro para ver nada. Posiblemente taparon las ventanas con una cortina para no dejar pasar la luz».
El alguacil Jón estaba en la puerta de su casa con otro hombre —algún bracero, pensó Tóti— afilando guadañas. Jón levantó la piedra de amolar a modo de saludo y volvió a ponerse el sombrero antes de acercarse.
—Reverendo Þorvardur. Que Dios le bendiga.
—Y a ti —dijo Tóti alegremente.
—Ha venido a verla.
Tóti asintió.
—¿Cómo encuentras a Agnes?
Jón se encogió de hombros.
—La vida sigue.
—¿Trabaja bien?
—Trabaja bien, pero… —se interrumpió.
Tóti sonrió con amabilidad.
—Es solo temporal, Jón. —Le dio una palmada de consuelo en la espalda y se giró para entrar en la casa.
—Jón Þórðarson se ha ofrecido a matarlos —dijo Jón repentinamente.
Tóti se volvió.
—¿Perdón?
—Jón Þórðarson. Llegó a caballo a Hvammur hace unas pocas semanas y se ofreció a ser el verdugo en las ejecuciones de Friðrik, Sigga y Agnes. Dijo que empuñaría el hacha por una libra de tabaco. —Negó con la cabeza—. Una libra de tabaco.
—¿Qué dijo Blöndal?
Jón hizo una mueca.
—¿Qué cree que dijo? Þórðarson es un don nadie. Blöndal tiene en mente a otra persona, aunque hay quien se opone.
Tóti miró al bracero, apoyado contra la pared de la fragua, escuchando.
—¿Y quién es? —preguntó.
Jón movió la cabeza. Quien habló fue el bracero.
—Guðmundur Ketilsson —dijo en voz alta—. El hermano de Natan.
—Podemos sentarnos dentro si lo prefieres —dijo Tóti casi tropezando con las rocas junto al arroyo caudaloso al lado de la granja Kornsá.
—Me gusta mirar el agua —dijo Agnes.
—Muy bien. —Tóti secó las salpicaduras de una roca de gran tamaño y le hizo un gesto a Agnes para que se sentara. Él lo hizo a su lado.
El arroyo de Kornsá brindaba un buen panorama de la otra orilla del río. Era hermoso, pero Tóti no podía pensar más que en lo que le había dicho Jón sobre el verdugo. Miró de reojo el pálido cuello de Agnes contra el gris de la roca y se lo imaginó cortado.
—¿Qué tal fue ayer la siega? —preguntó mientras trataba de aclarar sus pensamientos.
—Hizo muy buen día.
—Qué bien —contestó Tóti.
Agnes rebuscó entre los pliegues de su chal y sacó un ovillo de lana y varias agujas delgadas de calcetar.
—¿Quería preguntarme por mi familia?
Tóti carraspeó y miró los dedos de Agnes moverse cuando empezó a tejer.
—Sí. Naciste en Flaga.
Agnes ladeó la cabeza hacia la granja en cuestión, una casa de pegujalero encorvada a la izquierda del lindero de Kornsá. Estaba lo bastante cerca como para que las voces de los criados, llamándose los unos a los otros fuera de la casa, les llegaran con el viento.
—Eso es.
—Tu madre no estaba casada.
—¿Eso lo ha leído en el libro parroquial? —Agnes sonrió tensa—. Los clérigos siempre se aseguran de escribir las cosas importantes.
—¿Y tu padre, Magnús?
—Magnús tampoco estaba casado, si es lo que me está preguntando.
Tóti vaciló.
—Entonces, ¿con quién viviste de niña?
Agnes miró hacia el valle.
—He vivido en casi todas estas granjas.
—¿Tú familia se mudaba mucho?
—No tengo familia. Mi madre me dejó cuando yo tenía seis años.
—¿Cómo murió? —preguntó Tóti con suavidad. Se sorprendió cuando Agnes se echó a reír.
—¿Tanto le suena mi vida a tragedia? No, me dejó al cuidado de otros, pero supongo que sigue viva. No lo sé. Alguien me dijo que había desaparecido sin más. Simplemente un día cogió y desapareció. De eso hace ya algunos años.
—¿Qué quieres decir?
—Que no sé nada de mi madre. Si la viera, no la reconocería.
—¿Porque solo tenías seis inviernos cuando se marchó?
Agnes dejó de calcetar y miró a Tóti de frente.
—Tiene que entender, reverendo, que todo lo que sé sobre mi madre es lo que otras personas me han contado. Principalmente las cosas que hizo y que, como podrá imaginar, no merecían su aprobación.
—¿Podrías contarme lo que te dijeron?
Agnes negó con la cabeza.
—Saber lo que una persona ha hecho y lo que una persona es son cosas muy distintas.
Tóti persistió.
—Pero Agnes, los actos dicen más que las palabras.
—Los actos mienten —se apresuró a contestar Agnes—. A veces no se le da a una persona la más mínima oportunidad, otras puede haber cometido una equivocación. Cuando la gente empieza a decir que tiene que haber sido una mala madre por aquel error…
Cuando Tóti no dijo nada, siguió hablando.
—No es justo. La gente afirma conocerte por las cosas que has hecho y no porque se hayan sentado contigo a escuchar lo que tengas que decir. No importa cuánto te esfuerces por llevar una vida temerosa de Dios. En este valle, si cometes una equivocación, nunca se olvida. Y da lo mismo que en tu fuero interno susurres: «¡No soy como decís!». Lo que piensan los demás de ti determina quién eres.
Agnes hizo una pausa para tomar aliento. Había empezado a subir la voz y Tóti se preguntó qué sería lo que habría motivado aquel torrente repentino de palabras.
—Eso es lo que le pasó a mi madre, reverendo —continuó Agnes—. ¿Quién fue ella en realidad? Probablemente no quién la gente dice, pero cometió errores y los demás se formaron una opinión de ella. Las gentes de por aquí no te dejan olvidar tus deslices. Consideran que son las únicas cosas que merecen ponerse por escrito.
Tóti reflexionó un momento.
—¿Cuál fue el error de tu madre?
—Me han dicho que fueron muchos, reverendo. Pero al menos uno de ellos fui yo. Tuvo mala suerte.
—¿Qué quieres decir?
—Hizo lo que muchas mujeres hacen en secreto y sin consecuencias —dijo Agnes con amargura—. Pero ella fue una de las pocas desafortunadas cuyos secretos se vuelven visibles para todos.
Tóti notó el escozor del sonrojo en la cara. Se miró las manos y trató de aclararse la garganta.
Agnes le miró.
—He vuelto a ofenderle —dijo.
Tóti negó con la cabeza.
—Me alegra que me hables de tu pasado.
—Mi pasado ha ofendido su sensibilidad.
Tóti cambió de postura en la roca.
—¿Y qué hay de tu padre? —aventuró.
Agnes se echó a reír.
—¿Cuál de ellos? —dejó de tejer para mirarle con atención—. ¿Qué decía su libro sobre mi padre?
—Que su nombre era Magnús Magnússon y que cuando tú naciste vivía en Stóridalur.
Agnes siguió tejiendo, pero Tóti se dio cuenta de que tenía la mandíbula apretada.
—Si habla con determinadas personas de por aquí, le contarán una versión diferente.
—¿Y eso?
Agnes miró al otro lado del río, a las granjas en el extremo opuesto del valle, mientras contaba silenciosa los puntos de la aguja con el dedo.
—Supongo que no importa si le digo o no la verdad —dijo con frialdad—. Podría contarle lo que quisiera.
—De hecho, espero que confíes en mí —dijo Tóti malinterpretándola. Se acercó un poco, expectante por lo que pudiera decirle Agnes.
—En su libro de Undirfell debería de figurar Jón Bjarnason, el pegujalero de Brekkukot. Me han dicho que él es mi verdadero padre y que Magnús Magnússon no es más que un sirviente desventurado al que engañaron.
Tóti estaba perplejo.
—¿Por qué iba tu madre a llamarte hija de Magnús si no era cierto?
Agnes se volvió hacia él con una media sonrisa.
—¿Es que no sabe usted cómo funciona el mundo, reverendo? —preguntó—. Jón de Brekkukot es un hombre casado con hijos legítimos. Ah, y muchos otros como yo, de eso puede estar seguro. Pero parece que hacer un hijo con un hombre soltero es un delito menor que hacerlo con uno ya comprometido en cuerpo y alma con otra mujer. Así que imagino que mi madre eligió a otro desgraciado para que tuviera el honor de ser mi padre.
Tóti reflexionó un momento sobre esta información.
—¿Y esto lo crees porque te lo han contado otros?
—Si creyera todo lo que me han contado sobre mi familia, sería todavía más desdichada de lo que ya soy, reverendo. Pero no hace falta irse a estudiar en Copenhague o al sur para saber quién es el padre de quién en estas tierras. Aquí es difícil mantener nada en secreto.
—¿Se lo has preguntado alguna vez?
—¿A Jón Bjarnason? ¿Y para qué serviría eso?
—Para sacarle la verdad, supongo —sugirió Tóti. Aquella conversación le estaba decepcionando.
—La verdad no existe —dijo Agnes, y se puso en pie.
Tóti también se levantó y empezó a frotarse la parte trasera de los pantalones.
—Hay verdad en Dios —dijo con vehemencia al ver una oportunidad de cumplir con su deber espiritual—. Juan, capítulo ocho, versículo treinta y dos: «Y…».
—»Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». Sí, lo sé. Lo sé —dijo Agnes. Reunió sus enseres de tejer y echó a andar hacia la granja—. En mi caso no, reverendo Þorvardur —le dijo mientras se alejaba—. Yo he dicho la verdad y ya ve de lo que me ha servido.
No sirve de nada que el reverendo lea libros parroquiales o, ya que estamos, ningún otro libro. ¿Qué va a aprender sobre mí ahí? Tan solo las cosas que otros hombres consideran importantes sobre mi persona.
Cuando el reverendo vio mi nombre y mi fecha de nacimiento en el libro de la iglesia, ¿leyó solo lo que estaba escrito? ¿Entendió únicamente la fecha en que ocurrió? ¿O vio también la niebla que hacía aquel día y oyó a los cuervos graznar por el olor a sangre? ¿Lo imaginó tal y como lo he imaginado yo? Mi madre llorando, sujetándome contra el calor pegajoso de su piel, evitando las miradas de las mujeres de Flaga para las que trabajaba, sabedora ya de que tendría que marcharse y buscar empleo en otra parte. Sabedora de que ningún granjero contrataría a una mujer con un recién nacido.
Si quiere saber sobre mi familia, le va a costar trabajo. Dos padres y una madre que son para mí tan borrosos como desconocidos alejándose en una ventisca. De ella guardo pocos recuerdos nítidos. Uno es del día que me abandonó. El otro es de cuando era pequeña, estoy mirándola a la luz del candil, en una noche de invierno. Es un recuerdo silencioso y del que, al igual que los otros, no puedo fiarme demasiado. Los recuerdos van y vienen como nieve suelta en el viento, o son un coro de fantasmas hablando unos por encima de los otros. De lo único que estoy segura es de que lo que es real para mí no lo es para los demás y de que compartir un recuerdo con alguien es arriesgarme a arruinar mi convicción sobre la verdad de lo ocurrido. ¿Es el reverendo la persona que yo recuerdo u otra por completo distinta? ¿Hice yo eso o fue otro? ¿Magnús o Jón? Es como la capa de hielo sobre el agua, demasiado frágil para aventurarse por ella.
¿Miraría mi madre a su bebé y pensaría: «Un día te abandonaré»? ¿Miraría mi cara contraída con la esperanza de que me muriera o me pediría en silencio que me aferrara a la vida como una lapa? Quizá miró hacia el valle, hacia la neblina y el silencio, y se preguntó qué podía darme. Una mentira a modo de padre. Una cabeza de cabellos oscuros. Un pesebre en el que dormir. Un beso. Una piedra, para que aprendiera a entender a los pájaros y así no me sintiera nunca sola.