Capítulo tres

Se dice del crimen que Friðrik Sigurðsson, con la ayuda de Agnes Magnúsdóttir y Sigrídur Guðmundsdóttir, entró en la casa de Natan Ketilsson cerca de la medianoche y apuñaló y golpeó hasta matarlos a Natan y a Pétur Jónsson, que estaba invitado allí, con un cuchillo y un martillo. A continuación, debido a la sangre que, delatora, manaba y manchaba los cuerpos, decidieron quemarlos incendiando la granja, de manera que sus fechorías no fueran aparentes. Friðrik cometió el crimen impulsado por su odio hacia Natan y por el deseo de robar. El asesinato fue, con el tiempo, descubierto. El comisionado de la comarca tenía sus sospechas y cuando aparecieron los cuerpos medio calcinados pensó que aquellos tres habían conspirado juntos.

De los juicios del Tribunal Supremo de 1829

En la troje de Stóra-Borg no soñaba. Acurrucada sobre los listones de madera con una piel de caballo mohosa por todo abrigo, el sueño nunca me llegaba como una fina marea de agua. Me bañaba el cuerpo, pero nunca me sumergía en el olvido. Siempre había algo que me despertaba: ruido de pisadas, o el orinal arañando el suelo cuando venía una criada a vaciarlo, el penetrante hedor a pis. A veces, si me quedaba quieta con los ojos muy cerrados y apartaba todo pensamiento de mi cabeza, el sueño volvía poco a poco. Mi mente entraba y salía de un estado consciente hasta que entraba en la habitación un brevísimo hilo de luz y los criados me echaban un poco de pescado seco. Algunos días pienso que en realidad no he dormido desde el incendio y que quizá esa falta de sueño sea un castigo de Dios. O incluso de Blöndal: se han llevado mis sueños junto con mis pertenencias para pagar mi manutención.

Pero anoche, aquí en Kornsá, soñé con Natan. Estaba hirviendo hierbas para una poción y yo le miraba mientras pasaba las manos por la pared de turba de la fragua. Era verano y la luz estaba teñida de rosa. Las hierbas para la poción tenían un perfume intenso, que me envolvía. Respiré el aroma agridulce y sentí cómo me inundaba una lenta oleada de felicidad. Por fin había salido del valle. Natan se volvía y sonreía. Sostenía un vaso de cristal lleno de la espuma procedente de hervir las hierbas y del que salía vapor. Parecía un hechicero, con sus calzas de lana negra y el humo subiendo de sus manos. Atravesó el haz de luz y le abrí los brazos, riendo, sintiéndome como si me fuera a morir de amor, pero al hacerlo el vaso se le escurrió y se rompió contra el suelo y la oscuridad llenó la habitación como si fuera aceite.

No estoy segura de haber dormido desde ese sueño.

Natan está muerto.

Cada mañana me despierta un aguijonazo de dolor en el corazón.

Lo único que puedo hacer para calmarlo es obligar a mi mente a sumergirse de nuevo bajo el agua, a volver al sueño, volver al momento dorado que me envolvía antes de que se rompiera el vaso. O imaginar Brekkukot, cuando Mamma estaba conmigo. Si me concentro, puedo verla durmiendo en una cama frente a la mía, y a Jóas, al pequeño Jóas rascándose las picaduras de pulga. Usaré la uña para aplastarlas contra el dedo pulgar.

Pero los recuerdos que desentierro están fríos. Sé lo que viene después de Brekkukot. Sé lo que le sucede a Mamma, y a Jóas.

Cuando abro los ojos veo a Margrét despierta, acostada. Da vueltas y pellizca distraída su manta. Lleva el gorro de dormir un poco suelto y le veo el pelo gris apretado contra la cabeza y retorcido en trenzas tirantes, incluso cuando descansa. Casi puedo distinguir los contornos de su cráneo.

Su cara es un borrón, medio oculta detrás de la manta con la que se ha tapado. Se ha dado la vuelta y observa al alguacil acostado en el catre de enfrente.

El alguacil ronca y el ama de la granja chasquea la lengua con desaprobación. Te comprendo, vieja. Estás harta, ¿no? Pues prueba a pasar un año con ellos y con sus manos crueles, con sus miradas crueles.

Las algas secas de su almohada crujen cuando vuelve la cabeza. Me ve. Toma aire deprisa y se lleva una mano al corazón.

Tendría que haber tenido más cuidado. Nunca se debe mirar a una persona fijamente. Pensará que quieres algo de ella.

—Estás despierta. Bien. —El ama de la granja se alisa el pelo sobre la frente y me mira por un instante, preguntándose quizá cuánto tiempo llevo observándola—. Levántate —dice.

Obedezco. Los tablones de madera están fríos bajo mis pies.

Margrét me alarga unas ropas de criada de lana azul y nos vestimos en silencio. De vez en cuando mira nerviosa al alguacil que ronca. Me meto la basta tela por la cabeza y recorro la habitación con la vista. Hay más personas durmiendo en las camas. Criados, tal vez. No me da tiempo a descubrir quiénes son porque Margrét me conduce por el pasillo húmedo y oscuro de la casa deteniéndose solo para tirar de un trozo de turba que se ha desprendido y que cuelga en hebras de una viga.

—Se cae a pedazos —murmura.

Se mueve demasiado deprisa para que me dé tiempo a mirar las otras habitaciones de la casa. No es una morada grande, pero recuerdo, de la primera vez que estuve aquí, una troje con barriles y la pequeña habitación con los cubos, las sartenes y las cosas de ordeñar, debía de ser la lechería, o quizá la habían convertido en despensa. Pasamos delante de la cocina. Mis ropas de Stóra-Borg yacen amontonadas en un rincón.

Fuera ya hace un bonito día. La hierba está húmeda por la lluvia de la noche y las briznas brillan bajo la luz de sol naciente. Sopla un viento enérgico que dibuja arrugas en los charcos del jardín. Ahora me fijo en esas pequeñas cosas.

—Como puedes ver —empieza a decir Margrét y se detiene cuando tropieza con un trozo de leña que se ha caído del montón apilado fuera de la casa—. Como puedes ver, en este sitio hay mucho trabajo que hacer.

Es lo primero que me dice desde que me mandó vestirme. No digo nada y mantengo los ojos bajos. Me doy cuenta de que tiene el borde de su falda sucio de años de arrastrarlo por el suelo.

Margrét se pone muy recta y con los brazos en jarras, como si quisiera parecer más grande. Tiene las uñas mordidas hasta los nudillos.

—No pienso disimular lo mucho que me desagradas. No te quiero en mi casa. No te quiero cerca de mis hijas.

Aquellos cuerpos que dormían eran sus hijas.

—Me obligan a tenerte aquí y tú… —vacila un poco— tú estás obligada a quedarte.

Tensamos los hombros por el viento de la mañana, que nos pega las faldas a las piernas. Cuando era pequeña, mi madre adoptiva, Inga, me enseñó a estirarme la tela de la falda en un vendaval y a simular así que tenía alas. Era como estar volando. Un día, me dijo, el viento me levantaría y me llevaría con él y todos en el valle mirarían hacia arriba y me verían planear. Aquello me hacía reír.

—Mi esposo, Jón, está en Hvammur, pero volverá esta mañana. Los braceros estarán de regreso cualquier día para empezar la recolección del heno. Nada de portarse mal. No sé lo que hiciste en Stóra-Borg, pero déjame que te diga que aquí no vas a tener ocasión de aprovecharte de nosotros.

No sabe nada.

—Bueno. —Se ciñe la cintura con decisión—. Tengo entendido que eras sirvienta, antes de… —Se calla.

¿Antes de qué? ¿Antes de que a Natan Ketilsson y a Pétur Jónsson les reventaran el cráneo a martillazos?

—Sí, señora.

Me sobresalto al oír mi voz. Parece que han pasado siglos desde que hablé libremente.

—¿Eras sirvienta? —No me ha oído con el viento.

—Sí, sirvienta. Desde los quince años. Y antes de eso, fregona.

Se ve que está aliviada.

—¿Sabes hilar y tejer, y cocinar y cuidar de los animales?

Podría hacerlo con los ojos cerrados.

—¿Sabes manejar un cuchillo?

El corazón me da un vuelco.

—¿Perdón, señora?

—¿Sabes cortar heno? ¿Sabes usar una guadaña? Dios sabe que hay muchos criados que no han cortado hierba en su vida. Entiendo que en estos tiempos no es algo que suelan hacer las mujeres, pero en la granja nos faltan manos y…

—Sé usar una guadaña.

—Bien. Bueno, pues por lo que a mí respecta, trabajarás por tu manutención. Sí, pagarás por las molestias que me causas. No necesito una criminal, pero sí una sirvienta.

Criminal. La palabra se queda suspendida en el aire. Pesada, inmune a las embestidas del viento.

Quiero negar con la cabeza. Esa palabra no me corresponde, quiero decirle. No se ajusta a mí ni a quién soy. La mía es otra, esa palabra le corresponde a otra persona.

Pero ¿qué sentido tiene protestar por el lenguaje?

Margrét se aclara la garganta.

—No toleraré violencia alguna. Nada de holgazanería. A la primera insolencia, salida de tono, estar sin hacer nada, robar o intrigar te vas. Te sacaré por los pelos de esta granja si es necesario. ¿Queda claro?

No espera mi respuesta. Sabe que no tengo elección.

—Te voy a enseñar el ganado —dice inspirando profundamente—. Yo ordeño a las ovejas y a la vaca mientras tú…

Aparta sus ojos de mí y los dirige hacia la siguiente granja en el valle. Algo ha llamado su atención.

Snæbjorn, el pegujalero de Gilsstaðir, subía por la ladera del valle. A su lado iba uno de sus siete hijos, Páll, encargado aquel verano de pastorear las ovejas de Kornsá. Esforzándose por seguirles el paso iba la mujer de Snæbjorn, Róslín, seguida de dos de sus hijas más pequeñas.

—Que Dios me ayude —murmuró Margrét—. Aquí llegan las hordas. —De repente dio un respingo y agarró a Agnes del brazo—. Ve dentro —susurró. Tiró de ella hacia la casa y la empujó hacia la puerta—. ¡Dentro ahora mismo!

Agnes vaciló en el umbral mirando a Margrét antes de desaparecer en la oscuridad de la casa.

Sæl og blessuð —gritó Snæbjorn. Era un hombre alto y robusto con mejillas coloradas y pelo rubio pálido que le caía sobre los ojos—. ¡Qué tiempo tan bueno tenemos!

—¿Verdad? —contestó Margrét lacónica. Esperó hasta que estuvo más cerca—. Veo que Páll y tú venís bien acompañados.

Snæbjorn sonrió tímidamente.

—Róslín insistió en venir. El caso es que se ha enterado de vuestra… esto… desafortunada situación. Dijo que quería asegurarse de que estáis bien.

—Qué amable de su parte —dijo Margrét con los dientes apretados.

Róslín estaba ya lo bastante cerca para oírles.

—¡Qué tiempo tan bueno! —gritó igual que un niño levantando un brazo al aire—. Esperemos que aguante hasta la siega. ¡Buenos días, Margrét!

La mujer de Snæbjorn estaba embarazada de su undécimo hijo: el vientre sobresalía en la parte delantera de su cuerpo, le levantaba el vestido y dejaba ver unos tobillos hinchados y húmedos por el rocío de la mañana. Tenía la cara ancha roja por el esfuerzo de la caminata y jadeaba; los pechos le subían y bajaban sobre la barriga redonda.

—Se me ha ocurrido acercarme con Snæbjorn y Páll y así hacerte una visita. —Su hija de cinco años dio un traspié al tropezar con un pequeño matorral y le ofreció a Margrét un plato tapado—. Pan de centeno —dijo Róslín—. He pensado que te apetecería algo especial.

—Gracias.

—Por Dios, si es que estoy sin aliento. Soy demasiado mayor para estar encinta, pero no dejan de venir.

Róslín se dio unas palmaditas en el vientre, alegre.

—Desde luego —comentó Margrét con tono agrio.

Snæbjorn tosió y miró a Róslín y después a Margrét.

—Bueno, nosotros los hombres será mejor que nos pongamos a la faena. ¿Está Jón, Margrét?

—En Hvammur.

—Bien. Pues voy a poner a Páll a trabajar y echaré un vistazo a esa guadaña, si no te importa que ande en tu fragua. —Se volvió hacia su mujer y sus hijas—. No entretengáis demasiado rato a Margrét, ¿eh, Róslín?

Sonrió brevemente a las dos y después se giró sobre sus talones y se alejó a zancadas grandes y regulares, empujando al niño con suavidad delante de él.

Róslín se echó a reír en cuanto estuvo demasiado lejos para oírla.

—Estos hombres, ¿eh? No son capaces de estarse quietos. Ve a jugar con tu hermana, Sibba. Pero no vayáis lejos, quedaos cerca de nosotras.

Róslín apartó a sus hijas de en medio y mientras hablaba paseó la vista por la granja, como si buscara a alguien. Margrét se apoyó el plato con pan de centeno en la cadera. Su suave fragancia combinada con el olor caliente y húmedo de Róslín le dieron náuseas. Le sobrevino un ataque de tos que hizo temblar su cuerpo con tal fuerza que Róslín tuvo que cogerle el plato antes de que lo volcara y cayera al suelo.

—Bueno, bueno, Margrét. Respira despacio. ¿Sigues sin encontrarte bien?

Margrét esperó hasta que pasó el espasmo y a continuación escupió un esputo viscoso en la hierba.

—Estoy muy bien. Solo es una tos de invierno.

Róslín soltó una risita.

—Pero si estamos en pleno verano.

—Estoy perfectamente —espetó Margrét.

Róslín la miró con compasión exagerada.

—Pues claro que sí, si tú lo dices. Pero, de hecho, por eso he venido hoy. Estoy un poco preocupada por ti.

—¿Ah sí? —murmuró Margrét—. ¿Y eso por qué?

—Pues por lo del pecho, claro, pero también he oído unos cuantos rumores en las últimas semanas. Todos tonterías, estoy segura, pero… —Róslín ladeó la cabeza y en su cara gordezuela se dibujó una sonrisa con hoyuelos—. Pero bueno, me estoy adelantando y ni siquiera te he preguntado si estás ocupada. —Miró por encima del hombro de Margrét en dirección a la casa con una mano en la frente para proteger los ojos del sol—. Espero no estar interrumpiendo nada. Me pareció que estabas con alguien. Una mujer de pelo oscuro. ¿Una visita? —Su cara era de indiferencia cortés.

Margrét suspiró, molesta.

—Tienes buena vista, Róslín.

—Ah. ¿Es Ingibjörg a lo mejor? —preguntó Róslín levantando una ceja—. Entonces me voy y os dejo que charléis tranquilas.

Margrét tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco.

—No.

—Pues claro que no. Es demasiado pronto para que te visite —dijo Róslín con un guiño—. ¿Una criada nueva? Necesitaréis toda ayuda que encontréis para la siega.

—Pues no.

—¿Un familiar, entonces? —Róslín continuó mientras daba un paso hacia Margrét.

Ésta suspiró. Carraspeó, dándose cuenta de que le iba a ser imposible sustraerse al interrogatorio de Róslín.

—La mujer que has visto me ha sido encomendada por el comisionado de la comarca Björn Audunsson Blöndal.

—¿De verdad? Qué cosa más rara. ¿Y para qué?

—La mujer se llama Agnes Magnúsdóttir. Es una de las criadas condenadas por asesinar a Natan Ketilsson y a Pétur Jónsson y estará con nosotros bajo custodia hasta el día de su ejecución.

Margrét cruzó los brazos con determinación delante del pecho y miró a Róslín desafiante.

Ésta profirió una exclamación y dejó el pan en el suelo para poder demostrar mejor lo horrorizada que estaba.

—¡Agnes! ¿La de Agnes y Friðrik? ¡Los asesinos de Natan Ketilsson! —Se llevó las manos a las arreboladas mejillas y miró fijamente a Margrét con los ojos muy abiertos—. Pero ¡Margrét! ¡Por eso precisamente he venido! Ósk Jóhannsdóttir dijo que había hablado con Soffia Jónsdóttir, cuyo hermano Jóhann trabaja como jornalero en Hvammur, y dijo que Blöndal había decidido sacar a Agnes de Stóra-Borg porque no podían arriesgarse a que una familia tan importante fuera asesinada…

Se calló al darse cuenta de su error. Margrét frunció los labios y la miró furiosa.

—Ay, Margrét, no quería… —Las mejillas regordetas de Róslín enrojecieron.

—Sí, Róslín. Es cierto que Blöndal ha puesto a la asesina a vivir con nosotros y que ni a Jón ni a mí se nos pidió nuestra opinión. Pero las razones de su decisión solo las conoce él.

Róslín asintió con entusiasmo.

—Pues claro. Ósk no es más que un chismoso.

—Sí.

Róslín siguió asintiendo y a continuación dio un paso adelante y le puso a Margrét una mano en el hombro.

—Lo siento muchísimo por ti, Margrét.

—¿Por qué?

—¡Pues por tener que alojar a una asesina bajo tu techo! ¡Por tener que ver su espantosa cara todos los días! ¡Por el miedo que debes de estar pasando, por tu propia seguridad y por la de tu esposo y tus hijas!

Margrét se sorbió la nariz.

—No tiene una cara tan espantosa —dijo, pero Róslín no la escuchaba.

—La verdad es que conozco bastante este caso, Margrét, y déjame que te advierta, ¡he oído cosas estremecedoras sobre esos tres malvados que le arrancaron la vida a los buenos de Natan Ketilsson y Pétur Jónsson!

—Buenos no es una palabra que usaría para referirme a Natan y a Pétur.

—Pero ¡eran buenos! Cometieron equivocaciones, claro…

—Pétur le rebanó el cuello a treinta ovejas, Róslín. Era un ladrón.

—Pero aun así eran buenos islandeses. ¡Y piensa en la familia de Natan! En su hermano Guðmundur, y su mujer y todos su hijitos. No sé si sabes que se han ido a Illugastaðir para arreglar la casa y el taller de Natan.

—Róslín, por lo que yo he oído, ¡Natan pasaba más tiempo en el lecho de mujeres casadas que en su taller de Illugastaðir!

Róslín estaba desconcertada.

—¿Margrét?

—Lo que pasa es que… —Margrét vaciló y se dio la vuelta para mirar hacia la entrada de la casa—. Las cosas no son nunca tan simples —murmuró por fin.

—¿No crees que merezca morir?

Margrét resopló.

—Pues claro que no.

Róslín la miró con cautela.

—Pero sabes que es culpable, ¿verdad?

—Sí. Sé que es culpable.

—Bien. Pues déjame decirte que harás bien en andarte con ojo cuando estés con… ¿Cómo has dicho que se llamaba?

—Agnes —dijo Margrét con voz suave—. Lo sabes perfectamente, Róslín.

—Eso, Agnes Magnúsdóttir. Ten cuidado. Sé que no hay gran cosa que podáis hacer, pero pedidle al comisionado que os envíe un guarda que la vigile. ¡Atadle las manos! La gente dice que Agnes es la peor de los tres condenados. El chico, Friðrik, estaba bajo su influencia ¡y obligó a la otra muchacha a vigilar y la ató a la jamba de la puerta para asegurarse de que no escapaba! —Róslín dio un paso adelante y acercó su cara a la de Margrét—. He oído que fue ella la que apuñaló a Natan dieciocho veces. ¡Una y otra vez!

—Dieciocho veces. No me digas —murmuró Margrét. Estaba desesperada por que Snæbjorn volviera a llevarse a su mujer.

—En el estómago y en la garganta. —El rostro de Róslín estaba colorado por la excitación—. Y también, que Dios nos proteja, ¡incluso en la cara! He oído que le hundió el cuchillo en la cuenca de un ojo. ¡Lo atravesó como si fuera una yema de huevo! —Asió con fuerza el hombro de Margrét—. Si yo fuera tú, no pegaría ojo con ella en la misma habitación. Preferiría dormir en el establo antes que correr ese riesgo. Ay, Margrét, ¡no me puedo creer que los rumores sean ciertos! ¡Tenemos asesinos en la puerta de casa! Esta parroquia está echada a perder. Peor que las cosas que se oyen sobre Reikiavik. Y luego ella, pensar que está en el mismo lugar en el que juegan mis hijas. Me dan escalofríos… ¡tengo la piel de gallina! Mi pobre Margrét, ¿cómo vas a poder soportarlo?

—Me las arreglaré —dijo Margrét en tono brusco mientras se agachaba para coger el plato de pan de centeno.

—¿Tú crees? ¿Y dónde está Jón? Tiene que protegerte.

—En Hvammur, con Blöndal, como os he dicho.

—¡Margrét! —Róslín echó las manos al cielo—. ¡Blöndal es un malvado por dejaros a ti y a las niñas solas con esta mujer! Te voy a decir una cosa, yo me quedo contigo.

—De eso nada, Róslín —dijo Margrét con firmeza—, pero gracias por preocuparte. Y ahora, me sabe muy mal echarte, pero las ovejas no se ordeñan solas.

—¿Te ayudo? —preguntó Róslín—. Anda, deja que te coja el pan y lo lleve dentro.

—Adiós, Róslín.

—Igual si la veo podré hacerme una idea del peligro que corres. ¡Que corremos! ¿Qué le impide escaparse cuando sea de noche?

Margrét tomó a Róslín del hombro y la hizo volverse en dirección por donde había venido.

—Gracias por tu visita, Róslín, y gracias por el pan de centeno. Cuidado, no vayas a tropezar.

—Pero…

—Adiós, Róslín.

Róslín se volvió a mirar hacia la casa, luego trató de sonreír y caminó pesadamente ladera abajo hacia Gilsstaðir. Sus hijitas echaron a correr con torpeza detrás de ella. Margrét se quedó sujetando el plato con pan de centeno y las miró marcharse hasta que no fueron más que motas en la distancia; a continuación se acuclilló y tosió hasta que tuvo la lengua viscosa. Escupió las flemas en la hierba. Después se puso de pie despacio, se volvió y echó a andar hacia la casa.

Cuando entro en la baðstofa veo que el alguacil que estaba dormido se ha ido. Ha debido de reunirse con sus amigos; por la ventana oigo a hombres hablar fuera en una mezcla de danés e islandés. No habrán visto al ama empujarme dentro. Las dos hijas que dormían también se han ido. Estoy sola.

Estoy sola.

No hay un ojo que me vigile, ni un guarda en la puerta, ni cuerda ni grilletes ni pestillos y estoy completamente sola y sin atar. Este pensamiento me paraliza. Sin duda tiene que haber alguien con el ojo pegado a la cerradura. Sin duda hay alguien con el cuerpo pegado a una grieta en la pared esperando a ver qué hago, esperando para entrar como una tromba en la habitación con un dedo apuntándome la garganta como si fuera un cuchillo.

Pero no hay nadie. Ni un alma.

Me quedo en el centro de la habitación y dejo que mis ojos se acostumbren a la penumbra. Sí, estoy completamente sola, y un temblor de euforia me recorre la piel, igual que el temblor en la superficie de una olla con agua a punto de hervir. En este momento puedo hacer lo que quiera: puedo inspeccionar la casa o tumbarme o hablar en voz alta o cantar. Puedo bailar, blasfemar o reír y nadie se dará cuenta.

Podría escapar.

Una burbuja de miedo recorre mi espina dorsal. Es como la sensación de estar de pie sobre hielo y oírlo resquebrajarse bajo los pies, algo emocionante y aterrador al mismo tiempo. En Stóra-Borg soñaba con escapar. Con encontrar la llave que abría mis grilletes y huir. Nunca pensé a dónde iría. Nunca se dio la oportunidad. Sin embargo aquí, ahora, podría escabullirme por el jardín y correr hasta el final del valle, lejos de las granjas, esperar y escapar cuando se haga de noche a las tierras altas, donde el cielo me protegerá con su mano áspera y gris. Podría huir al páramo. Demostrarles que no pueden tenerme encerrada, ¡que soy una ladrona del tiempo y que estoy dispuesta a robar las horas que me han sido denegadas!

Motas de polvo flotan en la luz del sol que atraviesa la membrana sujeta al ventanuco. Mientras las contemplo la emoción de escapar se seca igual que el agua de un géiser. No haría más que sustituir una sentencia de muerte por otra. Arriba, en las tierras altas, las ventiscas aúllan como viudas de pescadores y el viento cubre de ampollas la piel del rostro. El invierno llega como un puñetazo en la oscuridad. Los lugares deshabitados son tan crueles como cualquier verdugo.

Me tiemblan las rodillas cuando me dirijo tambaleante hacia mi cama. Con los ojos cerrados, el silencio de la habitación me oprime como una mano.

Cuando el corazón me vuelve a latir con normalidad miro la cama donde dormía el alguacil, con el cobertor retorcido y el colchón gastado a la vista. Debería haberle puesto la tabla: tendrá mala suerte. Si la cama todavía está caliente, igual es que sigue cerca. Me siento una intrusa cuando toco el colchón desnudo, pero está frío. Se ha ido. Mi cama está hecha. Paso las manos por la delgada manta, lisa por el uso. ¿Cuántos cuerpos habrán yacido en ella antes de mí? ¿Cuántas pesadillas se habrán generado bajo esta tela?

El suelo está entablado, pero las paredes y el techo no, y la turba necesita una reparación; terrones de hierba seca se han hundido hacia dentro y desgastado, dejando fisuras en la pared y la habitación expuesta a corrientes de aire. En invierno hará frío.

Aunque para entonces yo podría estar muerta.

¡Rápido! Ahuyenta ese pensamiento.

La hierba muerta cuelga del techo como pelo sin lavar. Por las vigas están dispuestos unos pocos adornos tallados y hay una cruz clavada al dintel de la entrada.

¿Cantarán himnos aquí en invierno? Quizá lo que hagan sea recitar sagas, yo prefiero una historia a una plegaria. Por eso me azotaron una vez en esta granja, Kornsá, cuando era joven y una familia me acogió para que cuidara del aprisco. Al pegujalero Björn no le gustaba que conociera las sagas mejor que él. «Estarás mejor con las ovejas, Agnes. Los libros que ha escrito el hombre y no Dios son amistades impías e impropias para los de tu condición».

Le habría creído de no ser por mi madre adoptiva, Inga, y por las lecciones que me daba en susurros mientras él dormitaba al atardecer.

Cerca de la entrada, cerca de la cama de la señora, hay una cortina de lana gris clavada a un listón. Imagino que hace las veces de puerta de la habitación siguiente. La cortina es demasiado corta y por el resquicio de abajo se ven las patas de una mesa. Están algo astilladas, como si alguien las hubiera mordido.

La baðstofa está casi tan despojada como hace años, aunque entre las vigas inclinadas y los puntales de las paredes han clavado pequeños tablones para que sirvan de estantes. En ellos están las cosas normales: vasijas de madera, cuernos de oveja, una pipa, raspas de pescado, mitones y agujas de tejer. Debajo de una de las camas hay un baúl pequeño y pintado. Una zapatilla abandonada que precisa un zurcido. La familiaridad de los objetos cotidianos puede ser reconfortante. Mi saquito blanco con flores secas. La piedra que me dio Mamma antes de marcharse. «Te traerá buena suerte, Agnes. Es una piedra mágica. Póntela debajo de la lengua y podrás hablar con los pájaros».

Tuve la piedra en la boca durante días. Si los pájaros entendieron mis preguntas, nunca se molestaron en contestarlas.

Kornsá de la comarca de Húnavatn. Me dejaron a su puerta cuando tenía seis años con un beso y una piedra de Mamma, y ahora vuelvo obligada, con treinta y tres inviernos, a causa de dos hombres muertos y un incendio. He trabajado en más granjas del norte de las que en justicia me correspondían. Pero la pobreza araña estos hogares hasta que todos parecen iguales, y todos tienen en común la ausencia de cosas que deberían tener. Es como si hubiera pasado toda mi vida en el mismo lugar.

Así que éste es el fin. Kornsá, mi último sombrío rincón. La última cama, el último techo, el último suelo. Que todo sea lo último me provoca sacudidas de dolor, como si no fuera a quedar nada, excepto el humo de fuegos desatendidos. Debo simular que sigo siendo una criada, y que ésta es mi nueva morada, y tengo que pensar en todas las tareas de que me ocuparé y en cómo haré que mi señora comente la agilidad de mis dedos. Antes pensaba que si trabajaba duro, un día me convertiría en señora de una casa. Pero no aquí. No en Kornsá.

Kornsá. El nombre da vueltas y más vueltas en mi cabeza, de manera que no tengo más remedio que pronunciarlo en voz alta y sentir cómo suena. Me digo que es una granja más y recito despacio los nombres de todos los lugares en que he vivido. Es como un encantamiento: Flaga, Beinakelda, Litla-Gilja, Brekkukot, Kornsá, Gudrunarstaðir, Gilsstaðir, Gafl, Fannlaugarstaðir, Burfell, Geitaskard, Illugastaðir.

De todos los nombres, uno es una equivocación. Una pesadilla. Ese peldaño que no ves en la oscuridad.

El nombre representa todo lo que salió mal. Illugastaðir, la granja junto al mar, donde la brisa suave resuena con el tintineo de la fragua y graznan las gaviotas y las focas retozan en su grasa. Illugastaðir, donde la oscuridad se ilumina con las hogueras, donde el humo aparece a primera hora de la mañana para engullir las estrellas, y en ruinas, siempre Illugastaðir, acunando cuerpos muertos en su jaula de vigas calcinadas.

Fuera, los alguaciles rompen a reír. Uno de ellos está hablando de su primo rico en Helgavatn.

—¡Vayamos a verlo y a quitarle el coñac! —sugiere uno.

—Sí ¡y también a su mujer y a sus hijas! —grita otro.

Risas de nuevo.

¿Se quedará alguno para asegurarse de que no me escapo? ¿De que no enciendo las lámparas, no sea que acerque la llama al suelo? De que mantengo las manos limpias, la lengua quieta, las piernas juntas y los ojos bajos.

Ahora soy propiedad de la Corona.

Ojalá se marchen todos hoy.

Mientras me esfuerzo por escuchar la conversación de los hombres, me doy cuenta de que alguien ha escondido algo debajo de la cama situada frente a la mía, algo reluciente. Es un broche de plata, algo extraño en una habitación tan despojada de comodidades. ¿Será robado? No sería raro en este valle, donde la gente arrebata ovejas y les marca las orejas antes de que el rebaño se desperdigue y los hombres se dejan crecer las uñas para recoger mejor las monedas del suelo. Son muchos los pegujaleros y criados ladrones que han sentido el azote del látigo por estos pagos. Incluso Natan tenía cicatrices de su propio encontronazo juvenil con la vara de abedul.

Cojo el broche. Es inesperadamente pesado.

—Deja eso. —Una mujer joven y delgada está de pie con las piernas separadas y los brazos alejados del cuerpo—. Es mío.

Suelto el broche y las dos nos sobresaltamos cuando cae al suelo. La muchacha es menuda y de huesos finos, con pestañas pálidas que contrastan con el azul oscuro de sus ojos. Lleva la cabeza cubierta con un pañuelo. En la nariz tiene un pequeño bulto.

—¡Steina!

La muchacha no se ha movido, se limita a mirarme desde la puerta. Le doy miedo, me parece.

Entra otra muchacha. Debe de ser su hermana, solo que es más alta, con ojos castaños, y tiene la piel de la nariz cubierta de pecas.

—Róslín y sus críos están… —se interrumpe al verme.

—Estaba tocando mi regalo de confirmación.

—Pensaba que Mamma se la había llevado fuera.

—Yo también.

Me miran fijamente.

—¡Mamma! ¡Mamma! ¡Ven aquí!

Margrét entra cojeando y limpiándose la boca. Ve el broche de plata en el suelo junto a mis pies y se queda completamente pálida. Abre la boca.

—Lo estaba tocando, Mamma. La he pillado.

Margrét cierra los ojos y se pasa una mano por los labios como si le doliera algo. Quiero tocarle el brazo. Quiero tranquilizarla. Se acerca a mí, furiosa, y oigo la bofetada antes de sentirla. Un golpe limpio y seco. Un hormigueo de dolor.

—¿Qué te he dicho? —grita—. ¡No vuelvas a tocar una sola cosa de esta casa! —Respira pesadamente y me señala con la mano—. Considérate afortunada si no informo de este incidente.

—No soy una ladrona —dijo.

—No, eres una asesina. —La muchacha de ojos azules escupe las palabras y se le dibujan hoyuelos en las mejillas. El pañuelo de la cabeza se le ha resbalado y un mechón de pelo rubio casi blanco le cae sobre la frente. Tiene la cara roja.

—Lauga —dice Margrét con tono de advertencia—, llévate a Steina a la cocina.

Se marchan. Margrét me coge de la manga.

—Sígueme —dice tirando de mí fuera de la habitación—. Puedes demostrar tu arrepentimiento trabajando como un perro.

El reverendo Tóti se despertó al amanecer y no consiguió volver a conciliar el sueño. Aquel día lo esperaban de nuevo en Kornsá. Después de levantarse y vestirse de mala gana, salió al aire fresco y limpio de la mañana y empezó a hacer las tareas de la granja y la iglesia. Reunió al pequeño rebaño de ovejas propiedad de su padre y las ordeñó con atención exagerada, susurrando sus nombres y pasándoles los dedos por las peludas orejas.

La media mañana llegó y se fue, y el sol sangró hasta fundirse con el cielo. Tóti dio de comer y de beber a la vaca, Ysa, y a continuación empezó a retirar la colada del muro de piedra de la iglesia donde su padre la había tendido.

—No hace falta que lo hagas —dijo el reverendo Jón mientras iba hacia él desde la casa.

—No me importa —dijo Tóti con una sonrisa. Le quitó una brizna de hierba a un calcetín.

Su padre se encogió de hombros.

—Pensé que estarías ya de camino a Vatnsdalur.

Tóti hizo una mueca.

—¿Qué haces perdiendo el tiempo con la colada cuando tienes que ir a verla?

Tóti se interrumpió y miró al reverendo Jón, que sacudía unos pantalones al viento.

—No sé qué decirle —dijo, e hizo otra pausa—. ¿Tú qué le dirías?

Su padre le dio una palmada en el hombro con su mano áspera y le miró furioso.

—Vamos —dijo—. ¿Quién dice que tengas que decirle nada? Ve.

Margrét me lleva cruzando el corral para enseñarme el pequeño sembrado de perejil y angélica, y la ayudo a ordeñar las ovejas. Supongo que ya no se atreve a dejarme sola. El niño pequeño que vino antes ya ha reunido los animales. Margrét me lo señala y me dice que es Páll, pero no nos presenta y el chico no se acerca, aunque sí me mira con la boca abierta.

Después quemamos mi vestido.

Me lo hice hace dos años. Sigga y yo nos hicimos uno cada una, un vestido de faena, azul y sencillo, con la tela que nos dio Natan.

Si hubiera sabido que el vestido con el que había faenado sería mi único abrigo en una habitación que apestaba a piel rancia. Si hubiera sabido que me lo pondría una noche a toda prisa para luego empaparlo de sudor mientras corría hacia Stapar a la hora de las brujas gritando lo bastante alto como despertar a los muertos.

Margrét me da un poco de leche tibia del cubo y después vamos a la cocina, donde sus hijas están preparando el fuego con estiércol seco. Cuando entro, se pegan a la pared.

—Quita la olla del gancho, Steina —le dice Margrét a la chica más fea. A continuación coge mis ropas sucias del rincón y las arroja al fuego sin ninguna ceremonia.

—Ya está —parece satisfecha.

Vemos arder el vestido de lana hasta que nos lloran los ojos por el humo y Margrét empieza a toser, y tenemos que salir de allí e ir a trabajar a otra parte mientras se queman mis ropas. Las hijas van a la despensa.

Ese vestido era mi última pertenencia. Ahora no poseo nada en el mundo; incluso el calor de mi cuerpo se lo lleva la brisa de verano.

El sembrado de hierbas de Kornsá está descuidado y silvestre, cerrado por un basto muro de piedra que se ha derrumbado en uno de sus extremos. La mayoría de las plantas se ha echado a perder, y las raíces congeladas se pudren ahora que el tiempo es más cálido, pero hay hierba lombriguera y esas otras de sabor amargo que recuerdo del taller de Natan en Illugastaðir, y la angélica huele muy bien.

Estamos limpiándolo, buscando las malas hierbas que crecen entre las plantas saludables y arrancándolas. Disfruto con las raíces que ceden, con la resina en los dedos cuando se rompen los tallos, aunque me duelen los pulmones. Estoy más débil. Pero no dejo que se me note.

Encuentro cierto placer en estar acuclillada con la falda recogida a mi alrededor y en el olor al humo del estiércol en el pelo. Margrét trabaja con furia y respira pesadamente. ¿Qué estará pensando? Tiene las uñas negras de tierra y rebusca en la tierra con apremio. Tiene los ojos enrojecidos por el humo de la cocina. Cuando carraspea, oigo el estertor de las flemas.

—Vuelve a la casa y dile a mis hijas que vengan a ayudarme —dice de repente—. Luego saca cenizas del hogar y mézclalas con la tierra.

Los alguaciles están ensillando sus caballos en el jardín cuando regreso sola a la casa. Están callados.

—¿Todo bien? —le pregunta uno a Margrét y ésta los tranquiliza haciendo un gesto con una mano sucia.

La puerta de la casa está abierta, seguramente para que salga el humo pestilente. Levanto los pies para cruzar el umbral.

Encuentro a las hijas en la despensa, descremando la leche de ayer. La más joven es la primera en verme y le da un codazo a su hermana. Ambas retroceden unos pasos.

—Vuestra madre quiere que vayáis a ayudarla. —Hago un pequeño saludo con la cabeza y me aparto para dejarlas pasar. La más joven se escabulle enseguida de la habitación sin dejar de mirarme a los ojos un momento.

La mayor vacila. ¿Cómo la llaman? Steina. Piedra. Me mira de forma extraña y luego apoya despacio la pala.

—Creo que te conozco —dice.

No digo nada.

—Has trabajado ya como criada en el valle, ¿verdad?

Asiento.

—Te conozco. Quiero decir que nos vimos una vez. Tú te marchabas de Guðrúnarstaðir justo cuando nosotros nos mudábamos allí como arrendatarios. Nos vimos en el camino.

¿Cuándo sería eso? Mayo de 1819. ¿Cúantos años tendría ella? No más de diez.

—Teníamos un perro. Marrón y blanco. Me acuerdo de ti porque empezó a ladrar y a saltar y Pabbi tiró de él para alejarlo de ti y después compartimos la cena.

La chica me mira a la cara, buscando algo.

—Eres la mujer que nos encontramos de camino a Guðrúnarstaðir. ¿Te acuerdas de mí? Le trenzaste el pelo a mi hermana y nos diste un huevo a cada una.

Dos niñas pequeñas chupando un huevo junto a la carretera, los dobladillos de la falda empapados de barro. Los contornos borrosos de un perro flaco persiguiendo su reflejo en el agua y el cielo roto gris y ancho. Tres cuervos volando en fila. Un buen presagio.

—¡Steina!

El paseo de Guðrúnarstaðir a Gilsstaðir en una primavera helada. 1819. Cien ballenas pequeñas varadas en la orilla cerca de Þingeyrar. Un mal presagio.

—¡Steina!

—¡Voy, Mamma! —Steina se vuelve hacia mí—. Tengo razón, ¿a que sí? Eras tú.

Doy un paso hacia ella.

Entra la señora de la granja.

—¡Steina! —Me mira a mí y después a su hija—. Fuera. —Coge a la muchacha del brazo y la saca de la habitación—. Las cenizas. Ya.

Fuera, la brisa atrapa un puñado de las cenizas del vestido que llevo en el cubo y las arroja contra el azul del cielo. Los copos grises aletean y caen, luego se disuelven en el aire. ¿Será felicidad este calor que noto contra el pecho? ¿Como si alguien tuviera una mano apoyada en él?

A lo mejor aquí puedo simular que soy la de antes.

—¿Empezamos con una oración? —preguntó el segundo reverendo Þorvardur Jónsson.

Agnes y él estaban sentados junto a la entrada de la casa de pegujalero, sobre un pequeño montón de turba preparada y apilada para reparaciones. El reverendo sostenía el Nuevo Testamento en una mano y una rebanada algo flácida de pan de centeno con mantequilla que le había dado Margrét en la otra. El pan tenía crines que le habían caído de la ropa.

Agnes no contestó a la pregunta del reverendo. Estaba sentada con los dedos en el regazo, ligeramente encorvada y observando la fila de alguaciles que se marchaban. Tenía cenizas en el pelo. El viento había amainado y, de tanto en tanto, del grupo de hombres llegaba una carcajada que interrumpía los suaves ruidos que hacían Margrét y sus hijas cada vez que arrancaban una mala hierba en el sembrado. La mayor no hacía más que levantar la cabeza para mirar al pastor y a la criminal.

Tóti miró el libro que tenía en las manos y carraspeó.

—¿Crees que deberíamos empezar con una oración? —preguntó de nuevo, más alto, creyendo que Agnes no le había oído.

—¿Empezar qué con una oración? —contestó ésta con voz suave.

—Est… Esto —tartamudeó Tóti, desprevenido—. Por tu absolución.

—¿Mi absolución? —repitió Agnes. Negó con un ligero gesto de cabeza.

Tóti se metió el pan en la boca y masticó deprisa antes de tragarlo sonoramente. Se limpió las manos en la camisa y a continuación empezó a pasar las páginas de su Nuevo Testamento mientras cambiaba de postura sobre la turba. Ésta seguía húmeda de la lluvia de la noche anterior y notaba la humedad calándole los pantalones. Vaya sitio estúpido para sentarse, pensó. Deberían haberse quedado dentro.

—Hace poco más de un mes recibí una carta del comisionado Blöndal, Agnes —dijo antes de hacer una pausa—. ¿Puedo llamarte Agnes?

—Es mi nombre.

—Me informaba de que no estabas contenta con el reverendo de Stóra-Borg y que querías que otro clérigo pasara tiempo contigo antes de… En fin, antes de… —La voz de Tóti se apagó.

—¿Antes de morir? —sugirió Agnes.

Tóti asintió ligeramente.

—Dijo que pediste que fuera yo.

Agnes tomó aire.

—Reverendo Þorvardur…

—Llámame Tóti. Todo el mundo me llama así —interrumpió éste. A continuación se sonrojó, ya arrepentido de su familiaridad.

Agnes vaciló, dudosa.

—Reverendo Tóti, entonces. ¿Por qué cree que el comisionado quiere que pase tiempo con un hombre de Iglesia?

—Bueno… pues supongo que porque… A ver, queremos… Blöndal y el clero. Y yo… Queremos que vuelvas a Dios.

La expresión de Agnes se endureció.

—Me parece que eso lo voy a hacer muy pronto… a golpe de hacha.

—Eso no es lo que… No me refería a eso… —Tóti suspiró. Aquello estaba yendo tan mal como se había temido—. El caso es que pediste que fuera yo. Pero he mirado en el libro de la parroquia de Breidabólstadur y no figuras.

—No —contestó Agnes—. No figuro.

—¿Nunca has sido feligresa mía o de mi padre?

—No.

—Entonces, ¿por qué pediste que fuera yo si no nos conocemos?

Agnes le miró fijamente.

—No se acuerda de mí, ¿verdad?

Tóti estaba atónito. Desde luego había algo en aquella mujer que le resultaba familiar, pero cuando repasaba mentalmente las imágenes de aquellas mujeres que había conocido o tratado —sirvientas, madres, esposas, hijas— no lograba situar a Agnes.

—Lo siento —dijo.

Agnes se encogió de hombros.

—Me ayudó en una ocasión.

—¿Ah, sí?

—A cruzar un río. En su caballo.

—¿Dónde fue eso?

—Cerca de Gönguskörd. Yo había estado trabajando en Fannlaugarstaðir y ya me iba.

—Entonces, ¿eres de la comarca de Skagafjördur?

—No, soy de este valle. Vatnsdalur. De la comarca de Húnavatn.

—¿Y te ayudé a cruzar un río?

—Sí. El paso estaba inundado y usted llegó a caballo justo cuando yo iba a vadearlo.

Tóti se puso a pensar. Había cruzado Gönguskörd muchas veces pero no lograba recordar haberse encontrado a ninguna mujer.

—¿Cuándo fue esto?

—Hace seis o siete años. Era usted joven.

—Sí, desde luego —dijo Tóti. Hubo un momento de silencio—. ¿Por eso has pedido estar conmigo ahora? ¿Porque fui amable contigo entonces?

Le miró la cara con atención. «No tiene aspecto de criminal —pensó—. No desde que se ha lavado».

Agnes entrecerró los ojos y miró hacia el valle. Su expresión era inescrutable.

—Agnes… —Tóti suspiró—. No soy más que reverendo segundo. No he terminado mi formación. A lo mejor necesitas un clérigo cualificado, o uno de tu comarca, que te conozca. Seguro que hay alguien más que ha sido amable contigo. ¿Quién era tu reverendo allí?

Agnes se sujetó un mechón de pelo detrás de la oreja.

—No he conocido a demasiados hombres de Iglesia que me gustaran, y desde luego a ninguno que pueda decir que me conoce.

Unos cuantos cuervos entraron volando en el valle para posarse en una valla de piedra y tanto Tóti como Agnes vieron la cabeza de Margrét asomar detrás de ésta.

—¡Pesados! —gritó.

Por encima de la valla voló un terrón y los pájaros se marcharon graznando de indignación. Tóti miró a Agnes y sonrió, pero la expresión de ésta no revelaba nada.

—Eso no les va a gustar —murmuró para sí misma.

—Bueno —dijo Tóti—, pues si has pedido un consejero espiritual, consideraré que es mi deber visitarte. Puesto que así lo quiere el comisionado Blöndal, vendré a guiarte en tus oraciones, de forma que puedas caminar hacia lo que te espera con fe y dignidad. Asumiré la responsabilidad de proporcionarte consuelo espiritual y esperanza.

Tóti se calló. Había ensayado este discurso de camino a la granja y se alegraba de haber logrado acordarse de decir «consuelo espiritual». Sonaba paternalista y seguro de sí mismo, como si se encontrara en un estado elevado de certidumbre espiritual, un estado en el que sentía que debería encontrarse, aunque tenía la sensación, vaga e inquietante, de que no era así.

Sin embargo no estaba acostumbrado a hablar de manera tan formal y las manos le sudaban en contacto con el papel delgadísimo del Testamento. Cerró el libro con cuidado asegurándose de no arrugar ninguna página y se secó las palmas en los muslos. Ahora sería el momento adecuado de citar las escrituras, como solía hacer su padre, pero en lo único que podía pensar era en cuánto echaba de menos su cuerno de rapé.

—Igual me he equivocado, reverendo. —La voz de Agnes era medida, tranquila.

Tóti no supo qué decir. Le miró las magulladuras de la cara y se mordió el labio.

—Igual es mejor que se quede en Breidabólstadur. Se lo agradezco, pero… ¿De verdad cree…?

Se tapó la boca con las manos y negó con la cabeza.

—¡Mi querida niña, no llore! —exclamó el reverendo poniéndose en pie.

Agnes se quitó las manos de la cara.

—No estoy llorando —dijo lacónica—. Es que me he equivocado. Me llama usted niña, reverendo Þorvardur, cuando usted es poco más que un chiquillo también. Había olvidado lo joven que era.

A esto Tóti no supo qué contestar. Miró a Agnes un instante y a continuación asintió tristemente y se apresuró a ponerse el sombrero. Le deseó buen día.

Agnes miró cómo rodeaba la valla de piedra para despedirse de Margrét y las chicas. El pastor y las mujeres estuvieron unos minutos charlando y dirigiendo miradas hacia donde se encontraba ella. Agnes trató de escuchar lo que decían, pero el viento había arreciado y le arrebataba las palabras. Hasta que Tóti no levantó el sombrero en señal de despedida a Margrét y echó a andar hacia el poste al que estaba atada su jaca, Agnes no oyó a Margrét gritar:

—¡Es como pedir peras al olmo, me temo!

El resto del día lo paso trabajando: escardando y ocupándome de las míseras hierbas. Escucho balidos lejanos de ovejas. Las pobres están flacas y calvas, ahora que les acaban de esquilar la lana nueva del lomo. Después de que se marchara el sacerdote, las hijas, Margrét y yo comimos pescado seco y mantequilla. Me aseguré de masticar cada bocado veinte veces. Luego volvimos al jardín y ahora he empezado a intentar arreglar la valla, sacando las piedras que se han movido, organizándolas en el suelo y después construyéndola otra vez, fijando las piedras mientras disfruto sintiendo su pesada masa en las manos.

Tengo tan a menudo la impresión de apenas estar aquí que notar el peso de algo me recuerda mi propia existencia.

Margrét y yo trabajamos en silencio; solo me habla para darme órdenes. Me parece que las dos tenemos la cabeza en otras cosas y pienso en lo extraño que resulta que el destino me haya traído de vuelta a Kornsá, donde viví siendo niña. Donde aprendí a llorar la pérdida de alguien. Pienso en los caminos que he tomado en la vida y también en el reverendo.

Þorvardur Jónsson, quien me pide que le llame Tóti, como si fuera el hijo de un granjero. Parece demasiado inexperto para esta tarea. Hay una suavidad en su voz, y también en sus manos. No son largas ni manchadas de tinturas, como las de Natan, ni carnosas como las de los braceros, sino pequeñas, delgadas y limpias. Mientras hablaba conmigo las apoyaba sobre la Biblia.

Me he equivocado. Me condenan a muerte y pido que un niño me prepare para ello. Un niño pelirrojo, que engulle pan con mantequilla y trastabilla hacia su caballo con el trasero de los pantalones mojado, éste es el joven que esperan consiga que me ponga de rodillas a rezar fervorosa. Éste es el joven que esperan sea capaz de ayudarme, aunque no consigo imaginar cómo y con qué.

La única persona que entendería cómo me siento es Natan. Él me conocía como se conocen las estaciones, o las mareas. Me conocía como se reconoce el olor a humo, sabía lo que era yo y lo que quería. Y ahora está muerto.

Igual debería decirle, pobrecito mío, vuélvete a la parroquia y a tus queridos libros. Me he equivocado. No puedes hacer nada por mí. Dios ha tenido Su oportunidad de liberarme y, por razones que solo Él conoce, me ha destinado al infortunio, y aunque he hecho todo lo posible, he sido pasto una y otra vez del desastre; el destino me ha clavado su cuchillo hasta la empuñadura.