3 de mayo de 1828
Undirfell, Vatnsdalur
La rea Agnes Magnúsdóttir nació en Flaga, en la parroquia de Undirfell, en 1795. Recibió la confirmación en 1809, edad a la cual se escribió de ella que tenía «un excelente intelecto; y un conocimiento y una comprensión del cristianismo sólidos».
Así consta en el libro parroquial de Undirfell.
P. BJARNASSON
Me han sacado de la habitación y me han puesto otra vez los grilletes. Esta vez mandaron a un alguacil del juzgado, un hombre joven picado de viruelas y sonrisa nerviosa. Es un criado de Hvammur, reconocí su cara. Cuando separó los labios pude ver que los dientes se le estaban pudriendo dentro de la boca. Tenía un aliento horrible, aunque no peor que el mío; sé que apesto. Tengo costras de mugre y de lo que mi cuerpo supura: sangre, sudor, aceite. No recuerdo la última vez que me lavé. Noto el pelo como una cuerda engrasada; he intentado mantenerlo trenzado, pero no me dejan tener cintas, y supongo que al alguacil debí de parecerle una criatura monstruosa. Quizá por eso sonreía.
Me sacó de aquella habitación espantosa y otros hombres se unieron a nosotros mientras me conducía por un pasillo sin iluminación. Caminaban en silencio, pero notaba su presencia a mi espalda; notaba sus miradas como si fueran manos frías en el cuello. Luego, después de meses en una habitación llena solo de mi aliento fétido y del hedor del orinal, me llevaron por los pasillos de Stóra-Borg hasta el jardín embarrado. Y estaba lloviendo.
¿Cómo explicar lo que fue respirar de nuevo? Me sentí como si acabara de nacer. Me tambaleé en la luz del mundo y di grandes bocanadas de aire fresco de mar. Mi alma floreció en aquel breve instante mientras me conducían fuera. Me caí, me manché las faldas de barro y volví la cara hacia arriba como en una plegaria. Podría haber llorado, tal era el consuelo que me proporcionaba la luz.
Un hombre se agachó y me levantó del suelo como se arranca un cardo que ha echado raíces en un sitio al que no pertenece. Al principio no sabía qué hacían allí todas esas personas, hombres y mujeres por igual, todos quietos y mirándome en silencio. Entonces comprendí que no era a mí a quien miraban. Comprendí que aquellas personas no me veían a mí. Yo era dos hombres muertos. Era una granja ardiendo. Era un cuchillo. Era sangre.
No sabía qué hacer delante de aquellas personas. Entonces vi a Rósa mirando desde cierta distancia agarrada a la mano de su hijita. Fue un consuelo ver a alguien a quien reconocía y no pude evitar sonreír. Pero la sonrisa fue un error. Desató la ira de la gente allí reunida. Las caras de las criadas se torcieron y el grito repentino y breve de un niño rompió el silencio: Fjandi! ¡Demonio! Rasgó el aire como la explosión de agua de un géiser. Se me borró la sonrisa.
Al oír aquel insulto la gente pareció despertar. Alguien dejó escapar una risita nerviosa y una mujer mayor hizo callar al niño y se lo llevó. Uno a uno, se marcharon para volver dentro a seguir con sus tareas hasta que me quedé sola con los alguaciles bajo la fina lluvia, con las medias rígidas por el sudor reseco y el corazón quemándome bajo la piel mugrienta. Cuando me volví, Rósa había desaparecido.
Ahora estamos cruzando el norte de Islandia a caballo, atravesamos esta isla que flota en sus aguas, en su océano taciturno. Perseguimos nuestras sombras montaña a través.
Me han amarrado a la silla como un cadáver camino del cementerio. A sus ojos ya soy una mujer muerta, destinada a la tumba. Llevo los brazos atados delante del cuerpo. Mientras avanzamos en esta procesión espantosa los hierros me pellizcan la carne hasta que la veo sangrar. Ya me he acostumbrado a que me hagan daño. Algunos de los vigilantes de Stóra-Borg me marcaron el cuerpo con pequeños gestos de violencia, trazaron la crónica de su odio con una señal aquí, mediante cardenales que florecen como cúmulos de estrellas bajo la piel, humo negro y amarillo atrapado bajo el tegumento. Supongo que algunos de ellos conocían a Natan.
Pero me llevan hacia el este y, aunque voy atada como un cordero camino del matadero, doy gracias por volver a los valles donde las rocas dan paso a la hierba, incluso si voy a morir aquí.
Mientras los caballos avanzan con dificultad entre los matojos me pregunto cuándo me matarán. Me preguntó dónde me van a meter, a almacenar como la mantequilla, como la carne ahumada. Como un cadáver a la espera de que el suelo se descongele antes de que puedan enterrarme igual que a una piedra.
Esas cosas no me las dicen. En lugar de ello me ponen grilletes y me llevan de un lado a otro, y voy adonde me llevan como una vaca y no me resisto porque lo que me espera es peor. La soga y el cruel final. Agacho la cabeza, voy adonde me llevan y confío en que no sea a la tumba, aún no.
Las moscas son una tortura. Se me amontonan en la cara y en los ojos y noto el pataleo minúsculo de sus alas y patas. Las atrae el sudor. No puedo espantarlas, los grilletes pesan demasiado. Fueron hechos para un hombre, aunque están muy bien apretados contra mi piel.
Con todo, me consuela estar moviéndome, notar el calor de un caballo bajo las piernas, notar que algo está vivo y no sentir tanto frío. He pasado tanto tiempo medio congelada que es como si tuviera el invierno instalado en el tuétano. Días interminables de habitaciones oscuras y miradas de odio bastan para recubrir de escarcha los huesos de cualquiera. Así que, decididamente, es mejor estar al aire libre. Incluso con todas estas moscas, es mejor estar yendo a alguna parte que pudriéndome despacio en una habitación igual que un cadáver en su ataúd.
Más allá del zumbido de los insectos y del ritmo de los caballos al paso oigo un rugido lejano. Quizá es el océano, el bramido constante de las olas batiendo las arenas de Þingeyrar. O quizá lo estoy imaginando. El mar se te mete en la cabeza. Como decía Natan, una vez le permites entrar ya no te deja en paz. Igual que una mujer, decía. El mar es un pesado.
Fue en aquella primera primavera en Illugastaðir. La luz había llegado como si la persiguieran, temblorosa y con ojos como platos. El mar estaba liso. Natan empujaba la barca por su piel de plata y le clavaba los remos en el costado.
—Tranquilo como un cementerio —dijo, sonriendo con los brazos luchando contra la resistencia del agua. Oía el crujir de la madera y la reprimenda susurrada de los remos al abofetear la superficie del agua—. Pórtate bien cuando me haya ido.
No pienses en él.
¿Cuánto tiempo llevamos a caballo? ¿Una hora? ¿Dos? El tiempo es escurridizo como el aceite. Pero no han podido pasar más de dos horas. Conozco estos pagos. Sé que nos dirigimos al sur, puede que hacia Vatnsdalur. Es extraño cómo se me aferra el corazón a las costillas en un momento. ¿Cuándo fue la última vez que vi esta parte del país? ¿Hace unos pocos años? ¿Más? No ha cambiado nada.
Es lo más cerca que estaré ya nunca de casa.
Estamos cruzando las extrañas colinas en la boca del valle y oigo el graznido de los cuervos. Sus siluetas oscuras son como presagios de mal agüero contra el azul brillante del cielo. Todas aquellas noches en Stóra-Borg, en aquel camastro triste y húmedo, me imaginaba que estaba al aire libre, dando de comer a los cuervos de Flaga. Son unos pájaros crueles, los cuervos, pero sabios. Y a las criaturas debería amárselas por su sabiduría, si no es posible hacerlo por su bondad. De niña solía observar a los cuervos congregarse en el tejado de la iglesia de Undirfell con la esperanza de averiguar quién iba a morir. Me sentaba en la valla esperando a que uno agitara las plumas, esperando a ver en qué dirección apuntaba con el pico. Ocurrió una vez. Un cuervo se posó en el tejado de madera y apuntó con el pico hacia la granja de Bakki, y un niño pequeño se ahogó esa misma semana, lo encontraron hinchado y gris río abajo. El cuervo lo supo.
Sigga no sabía nada de pesadillas ni de fantasmas. Una noche que estábamos juntas haciendo calceta en Illugastaðir oímos, procedente del mar, el chillido de un cuervo que nos heló los huesos. Le dije que nunca debía llamar o alimentar a un cuervo de noche. «Los pájaros que oímos graznar en la oscuridad son espíritus —le dije—, y te asesinarán en cuanto te vean». La asusté.
Me pregunto dónde estará Sigga ahora. También por qué se negaron a encerrarla conmigo en Stóra-Borg. Se la llevaron una mañana cuando yo estaba con los grilletes puestos y no me dijeron dónde la retenían, aunque lo pregunté más de una vez.
—Lejos de ti —me dijeron—. Con eso es suficiente.
—¡Agnes Magnúsdóttir!
El hombre que montaba a mi lado me miraba con expresión severa.
—Agnes Magnúsdóttir. He de informarte que serás retenida en Kornsá hasta el momento de tu ejecución. —Está leyendo algo. Parpadea y baja la vista hacia sus guantes—. En tanto criminal condenada por el tribunal de esta comarca, has perdido tu derecho a ser libre. —Dobla el trozo de papel y se lo mete en el guante—. Harás bien en borrar de tu cara esa expresión enfurruñada. Las gentes de Kornsá son amables.
Aquí tienes tu sonrisa, hombre. ¿Te gusta? ¿Ves mis labios separarse? ¿Me ves los dientes?
Se adelanta a mi yegua y tiene la espalda de la camisa húmeda de sudor. ¿Lo han hecho a propósito? A Kornsá nada menos.
Ayer, cuando estaba encerrada en la troje de Stóra-Borg, Kornsá me habría parecido un paraíso. Escenario de infancia, el río, la hierba reluciente, los montículos de césped rezumando agua en primavera. Pero ahora me doy cuenta de que supondrá una humillación. La gente del valle me conocerá. Me recordarán como era —de bebé, de niña, de mujer corriendo de una granja a otra— y pensarán en los asesinatos y olvidarán a la niña, a la mujer. No me atrevo a mirar a mi alrededor. Fijo la vista en la crin del caballo, en los piojos que la infestan, y no sé si son de la yegua o míos.
El reverendo Tóti se encorvó para asomarse por la pequeña puerta y parpadeó en la luz rosada del sol de medianoche. Una procesión de caballos bordeaba el prado más septentrional de la granja en dirección a la casa. Buscó una mujer entre los jinetes. Con la marea dorada de heno de fondo, las siluetas parecían pequeñas y negras.
Margrét salió de la casa y se colocó detrás de él.
—Espero que dejen a algunos hombres, para asegurarse de que no nos mata a todos mientras dormimos.
Tóti se volvió y miró la expresión dura de la cara de Margrét. También ella guiñaba los ojos para ver a los jinetes y tenía la frente fruncida de arrugas. Se había recogido el cabello gris en dos trenzas tirantes y después enrolladas, y se había puesto su mejor cofia. Tóti reparó en que se había quitado el delantal sucio con el que le había recibido antes, aquella misma noche.
—¿Van a salir tus hijas?
—Están tan cansadas que no se tienen en pie. Las he mandando a las dos a la cama. No entiendo por qué tienen que traernos a la criminal en mitad de la noche.
—Para evitar molestar a los vecinos, supongo —observó con tacto el reverendo.
Margrét se mordió el labio inferior y una mancha de rubor se extendió por sus mejillas.
—No me gusta compartir mi casa con hijas del Demonio —dijo en un susurro—. Reverendo Tóti, tiene que quedar claro que no queremos su compañía. Si no quieren tener a esta mujer en Stóra-Borg, que se la lleven a una isla.
—Todos tenemos que cumplir con nuestra obligación —murmuró Tóti mientras observaba la procesión girar y dirigirse hacia el corral. Sacó una caja de carey con rapé del bolsillo del pecho del chaquetón y cogió un pellizco. Después de colocarlo con delicadeza en el hoyuelo junto al nudillo del pulgar izquierdo, agachó la cabeza y aspiró por la nariz.
Margrét tosió y escupió:
—¿Incluso si eso significa que nos degüellen como a cerdos en plena noche, reverendo Tóti? Usted es un hombre, joven, sí, pero un hombre de Dios. No creo que lo matara a usted. Pero ¿a nosotras? ¿A mis hijas? Señor, pero ¿cómo vamos a poder dormir tranquilas?
—Dejarán aquí a un alguacil —musitó Tóti mientras volvía a centrar su atención en un jinete solitario que se dirigía hacia ellos a medio galope.
—Eso espero. De lo contrario pienso ir yo misma a Stóra-Borg.
Margrét se retorció las manos delante del estómago y fijó la vista en una pequeña bandada de cuervos que volaba silenciosa cruzando la cordillera de Vatnsdalsfjall. Parecían espirales de ceniza en el cielo.
—¿Es usted hombre de tradiciones, reverendo Tóti? —preguntó Margrét.
Tóti se volvió hacia ella mientras sopesaba la pregunta.
—Si son nobles y cristianas…
—¿Sabe lo que anuncia una bandada de cuervos?
Tóti negó con la cabeza.
—Una conspiración, reverendo. Una conspiración. —Margrét levantó una ceja desafiándole a llevarle la contraria.
Tóti miró a los cuervos posarse en el alero del establo.
—¿Es eso cierto, señora Margrét? Yo pensaba que eran aves de mal agüero.
Antes de que Margrét tuviera tiempo de contestar, el jinete que se acercaba a ellos a medio galope llegó al linde del prado delantero.
—Komið þið sæl og blessuð —gritó.
—Drottin blessi yður. Y que el Señor te bendiga a ti también —contestaron al unísono Margrét y Tóti.
Esperaron a que el hombre hubiera desmontado antes de acercarse a él. Intercambiaron los besos propios del saludo formal. El hombre estaba empapado de sudor y desprendía un fuerte olor a caballo.
—Está aquí —dijo sin aliento—. Creo que la encontraréis cansada por el viaje. —Hizo otra pausa para quitarse el sombrero y pasarse una mano por el pelo húmedo—. No creo que os dé problemas.
Margrét resopló. El hombre le sonrió con frialdad.
—Tenemos órdenes de quedarnos aquí esta noche para asegurarnos de que así es. Acamparemos junto a este prado.
Margrét asintió solemne.
—Siempre que no pisoteen la hierba. ¿Quieres un poco de leche? ¿Suero con agua?
—Gracias —contestó el hombre—. Tu amabilidad será recompensada.
—No hace falta. —Margrét frunció los labios—. Solo aseguraos de que esa zorra se mantiene lejos de los cuchillos de mi cocina.
El hombre soltó una risita y se volvió para seguir a Margrét hacia la casa de turba. Cuando pasó junto a Tóti, éste le retuvo por el brazo.
—La prisionera ha pedido hablar conmigo. ¿Dónde está?
El hombre señaló el caballo más alejado de la granja.
—Es la que tiene cara de amargada. La criada más joven se queda en Midhóp. Dice que está esperando un veredicto de apelación.
—¿De apelación? Pero ¿no las habían condenado a muerte?
—Mucha gente de Vatnsnes confía en que Sigga reciba el perdón del rey. Es demasiado joven y dulce para morir. —El hombre hizo una mueca—. No como ésta. Tiene bastante genio cuando le da la gana.
—¿Y también ha apelado?
El hombre rió.
—Me parece que no tiene mucho que hacer. Las simpatías de Blöndal están con la más joven. Dice que le recuerda a su mujer. Ésta en cambio… Vaya, que Blöndal quiere dar ejemplo.
Tóti miró hacia los caballos, ahora reunidos en el extremo del prado. Los hombres habían empezado a desmontar y a abrir los fardos. Solo una persona continuaba a caballo. Tóti se inclinó para acercarse al hombre.
—¿Qué nombre debo usar? ¿Cómo llamo a…?
—Agnes a secas —le interrumpió el hombre—. Responde al nombre de Agnes.
Hemos llegado. Los hombres de Stóra-Borg están desmontando a poca distancia de la achatada casa de pegujalero de Kornsá. Hay dos siluetas a la puerta, una mujer y un hombre, y el jinete que me leyó la supresión de mis derechos camina hacia ellos. No viene nadie a soltarme los grilletes. Igual se han olvidado de mí. La mujer agacha la cabeza para volver dentro, tosiendo y escupiendo igual que una vieja bruja, pero el hombre se queda hablando con el alguacil de Stóra-Borg.
A mi izquierda hay risas, dos alguaciles están meando en el suelo. Lo huelo en el aire cálido. Como de costumbre, nadie ha reparado en que no he comido ni dado un sorbo de agua en todo el día; tengo los labios más astillados que la leña. Me siento igual que cuando era pequeña y estaba hambrienta, como si los huesos se hicieran más grandes que el cuerpo, como si el esqueleto estuviera a punto de escabullírseme con un escalofrío. He dejado de sangrar, he dejado de ser mujer.
Uno de los hombres camina hacia mí cruzando el prado a zancadas grandes y rápidas. No le mires.
—Hola, Agnes. Soy… soy el reverendo Þorvardur Jónsson. Soy reverendo segundo en Breidabólstadur, en Vesturhóp.
Está sin aliento.
No le mires. Es él. Es la misma voz.
Tose, a continuación se inclina como si fuera a besarme según la costumbre, pero vacila, da un paso atrás y casi se tropieza con un matojo. Estoy segura de que ha olido el pis en mis medias.
—¿Has pedido que sea tu confesor?
Su voz es indecisa.
Levanto la vista.
No me reconoce. No sé si sentirme aliviada o decepcionada. Tiene el pelo tan rojo como antes, tan rojo como el sol de medianoche. Es como si los mechones de su pelo hubieran absorbido la luz igual que una madeja el tinte. Pero tiene la cara más vieja. Más delgada.
—¿Has pedido que sea tu confesor? —repite.
Cuando le miro a los ojos aparta la vista y se seca nervioso el sudor sobre el labio superior dejando un reguero de motas oscuras. ¿Rapé? No quiere estar aquí.
La lengua se me ha hinchado dentro de la boca y no consigo moverla para formar palabras. Pero de todas maneras, ¿qué iba a decirle, tal y como están las cosas? Me pellizco las costras de las muñecas, donde los hierros me rozan la carne y de la superficie brotan burbujas de sangre. Se da cuenta.
—Bueno, tengo… Me alegro de haberte visto, pero… es tarde. Tienes que estar… bien, volveré a visitarte pronto.
Saluda torpemente con la cabeza y se aleja, tropezando de tanta prisa como lleva. Se va antes de que pueda hacerle saber que lo entiendo. Me extiendo la sangre fresca por el brazo mientras le miro dar traspiés hacia su caballo.
Ahora estoy sola. Miro los cuervos y escucho a los caballos comer.
Después de que los hombres de Stóra-Borg comieran y se retiraran a sus tiendas para dormir, Margrét recogió los cuencos sucios de madera y entró en la casa. Alisó las mantas con que se tapaban sus hijas, ya dormidas, y caminó despacio por la pequeña habitación, inclinándose para recoger las briznas de hierba seca que habían caído de la turba entre las vigas del techo. Se desesperó al comprobar la cantidad de polvo que había en la estancia. Las paredes habían estado en otro tiempo recubiertas de madera noruega, pero Jón había quitado los paneles para pagar una deuda que tenía con un granjero del otro lado del valle. Ahora, los muros de turba desnudos rociaban con tierra y hierba las camas en verano, y en invierno se reblandecían, produciendo un moho que goteaba sobre las mantas de lana e infestaba los pulmones de la familia. La casa se desintegraba, era una covacha que estaba contagiando su estado de descomposición a sus habitantes. El último año dos criados habían muerto de enfermedades causadas por la humedad.
Margrét pensó en la tos que la aquejaba e instintivamente se llevó una mano a la boca. Desde que llegaron las noticias del comisionado sus pulmones habían estado expectorando putrefacción con cada vez mayor regularidad. Cada mañana se levantaba con un peso en el pecho. No sabía si lo causaba el temor por la llegada de la criminal, o la escoria acumulada en sus pulmones durante la noche, pero le hacía pensar en la tumba. «Todo se desmorona», pensó.
Uno de los alguaciles había ido a buscar a Agnes donde la habían dejado atada con los caballos. Margrét solo había acertado a atisbarla cuando salió de las habitaciones en penumbra de la casa para llevar la cena a los hombres: una leve mancha azul, el borrón de una falda bajando de un caballo. Ahora el corazón le latía con fuerza. Pronto tendría a la asesina delante. Le vería la cara; notaría su calor en aquel estrecho espacio. ¿Qué debía hacer? ¿Cuál era el comportamiento adecuado frente a aquella mujer?
«Si Jón estuviera aquí —pensó—. Me diría lo que debo decirle. Hace falta un hombre, un hombre bueno, para manejar a una mujer que se ha cavado su propia fosa».
Margrét se sentó y pellizcó distraída la hierba en la palma de su mano. Llevaba casi cuatro décadas dando órdenes a los distintos criados que habían trabajado para su marido en casi tantas granjas como años, y sin embargo su inseguridad y aprensión la hacían sentirse aletargada. Esta mujer, esta Agnes no era una criada, pero desde luego tampoco una invitada ni una indigente. No se merecía caridad y sin embargo estaba condenada a muerte. Margrét se estremeció. La luz de la lámpara jugaba con su sombra sobre los tablones del suelo.
Desde la entrada llegó ruido de pisadas sordas. Margrét se puso de pie rápidamente y al abrir los puños la hierba que había recogido revoloteó y cayó al suelo. La voz del alguacil resonó de entre las sombras del comedor.
—¿Señora Margrét de Kornsá? Traigo a la prisionera. ¿Podemos entrar?
Margrét inspiró profundamente y se puso recta.
—Por aquí —indicó.
El alguacil entró primero en la baðstofa y saludó con una amplia sonrisa a Margrét, quien estaba de pie muy rígida, las manos aferrando la tela de su delantal. Miró hacia donde dormían sus hijas y notó el latido del pulso en la garganta. Hubo un momento de silencio mientras el alguacil parpadeaba para acostumbrarse a la débil luz y a continuación, y de forma abrupta, metió a la mujer en la habitación.
Margrét no estaba preparada para la suciedad y el lamentable aspecto de la mujer. La criminal llevaba lo que parecía ser un vestido de faena de sirvienta, de lana burda, pero tan manchado y lleno de porquería que el color azul original apenas se distinguía bajo la grasa marrón que le cubría el cuello y los brazos. Una ancha capa de barro seco estiraba la tela manteniéndola extrañamente separada del cuerpo de la mujer. Las medias azul desvaído estaban empapadas, caídas a la altura de los tobillos y una de ellas se había roto y dejaba ver un trozo de piel pálida. Los zapatos, que parecían ser de piel de foca, se habían reventado por las costuras, pero estaban tan cubiertos de barro que era imposible ver lo estropeados que estaban. No llevaba cofia y tenía el pelo apelmazado por el barro. Le colgaba por la espalda en dos trenzas oscuras. Se le habían soltado varios mechones, que le caían lacios alrededor del cuello. Parecía que la hubieran sacado a rastras de Stóra-Borg, pensó Margrét. La mujer escondía la cara, miraba fijamente al suelo.
—Mírame.
Agnes levantó despacio la cabeza y Margrét hizo una mueca de disgusto al ver la mancha de sangre reseca en la boca de la mujer y las vetas de mugre que le recorrían la frente. Había un hematoma amarillo que se extendía desde la barbilla a uno de los lados del cuello. Los ojos de Agnes parpadearon desde el suelo hasta fijarse en los de Margrét y su intensidad puso nerviosa a ésta, pues en contraste con la suciedad de la cara parecían aún más claros y penetrantes. Margrét se volvió hacia el alguacil.
—A esta mujer le han pegado. —El alguacil miró a Margrét buscando algún indicio de humor y, al no encontrar ninguno, bajó los ojos—. ¿Dónde están sus cosas?
—Solo tiene la ropa que lleva atada a la espalda. Los funcionarios se quedaron con lo demás en pago de su manutención.
Estimulada por un repentino arrebato de ira, Margrét señaló los hierros en las muñecas de la mujer.
—¿Es necesario mantenerla atada como si fuera un cordero para el matadero?
El alguacil se encogió de hombros y se palpó las ropas buscando una llave. Con unos pocos movimientos ágiles liberó a Agnes de las esposas. Ésta dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo.
—Puedes irte —le dijo Margrét al alguacil—. Cuando me vaya a dormir uno de vosotros puede entrar, pero ahora quiero que me dejéis un rato sola con ella.
El alguacil abrió mucho los ojos.
—¿Estás segura? —preguntó—. Es peligroso.
—Como he dicho, te llamaré cuando me vaya a la cama. Puedes esperar a la puerta de la casa y así te aviso cuando lo necesite.
El alguacil vaciló y a continuación asintió y se marchó con un saludo militar. Margrét se volvió hacia Agnes, quien seguía de pie, inmóvil, en el centro de la habitación.
—Tú —dijo—, ven conmigo.
Margrét no quería tocarla, pero la falta de luz dentro de la casa la obligó a cogerla del brazo para guiarla a la habitación correcta. Notó los huesos de su muñeca y la sangre reseca en las yemas de los dedos. Olía a orina rancia.
—Por aquí. —Margrét caminó despacio hacia la cocina y agachó la cabeza para pasar bajo el marco de la puerta.
La cocina estaba iluminada por las brasas moribundas del fuego en el hogar alzado sobre piedra y por un pequeño agujero en el techo de turba que hacía las veces de chimenea. Al suelo de tierra prieta llegaba una luz rosa muy débil que también iluminaba el humo suspendido en el aire. Margrét condujo a Agnes al interior y a continuación se giró y la miró.
—Quítate la ropa. Tienes que lavarte si vas a dormir en mis mantas. No pienso dejar que infestes esta casa con más piojos de los que ya tiene.
El rostro de Agnes era impasible.
—¿Dónde hay agua? —dijo con voz ronca.
Margrét vaciló y a continuación se volvió hacia un caldero de gran tamaño puesto sobre las brasas. Metió la mano, sacó los cubiertos que había dejado en remojo y a continuación lo levantó y lo dejó en el suelo.
—Aquí —dijo—. Y está templada. Ahora date prisa, es más de medianoche.
Agnes miró el caldero y de repente se tiró al suelo. Al principio Margrét pensó que se había desmayado, pero enseguida reparó en su equivocación. Miró cómo Agnes inclinaba la cabeza sobre el borde del recipiente y se llevaba puñados de agua grasienta a la boca, atragantándose y bebiendo con la misma ansiedad que un animal en época de sequía. El agua le caía por la barbilla y la garganta y le goteaba sobre los pliegues retiesos del vestido. Sin pensar en lo que hacía, Margrét se inclinó y apartó la frente de Agnes del caldero.
La mujer cayó hasta apoyarse en los codos y dejó escapar un sollozo mientras el agua le salía a borbotones de la boca. Al oírlo a Margrét le dio un vuelco el corazón. Agnes tenía los ojos entornados y la boca abierta. Parecía una de esas personas que Margrét había visto demenciadas por la bebida, o por un tormento o por la pena que se instala cuando la muerte cae con todo su peso sobre un hogar.
Agnes gimió y se pasó el dorso de la mano por la boca y a continuación por el vestido. Apoyó las manos en el suelo y trató de ponerse en pie.
—Tengo sed.
Margrét asintió mientras el corazón seguía latiéndole con fuerza. Tragó saliva con dificultad.
—La próxima vez, pide una taza —dijo.
El reverendo Tóti llegó a la casa de pegujalero de su padre cerca de la iglesia de Breidabólstadur empapado en sudor. Había cabalgado desde Kornsá, clavando los tacones en los flancos de su caballo mientras el viento le abofeteaba la cara y hacía aflorar la sangre en sus mejillas.
Redujo el paso y guió la jaca, que echaba espuma por la boca, hasta un poste situado a la entrada a la casa. Desmontó con piernas temblorosas. El viento había arreciado y cuando le atravesó el apretado tejido de las ropas notó cómo la piel empapada de sudor se enfriaba y comenzaba a picarle. Tenía la mandíbula apretada y le temblaban las manos mientras enrollaba las riendas en la estaca.
Del mar habían llegado grandes nubarrones y la luz se marchaba deprisa a pesar de que el solsticio de verano estaba aún reciente. Tóti se subió el cuello húmedo y se caló firmemente el sombrero. Después de dar una palmada al caballo en la grupa, enfiló la suave pendiente que conducía a la iglesia. Se sentía igual que un trapo mojado que han retorcido para secarlo y después tirado al suelo hecho un gurruño. Los días norteños, con sus obstinados tentáculos de luz, el crepúsculo interminable, lo ponían nervioso. Era incapaz de adivinar qué hora era, tal y como hacía cuando estudiaba en el sur.
Empezó a llover y la galerna arreció. Azotaba las hierbas altas, acercándolas a la tierra antes de espolearlas de nuevo hacia el cielo. En la luz declinante, la hierba parecía de plata.
Tóti caminó a grandes zancadas ladera arriba estirando los músculos y repasando su encuentro con la mujer. La mujer. La criminal. Agnes.
A principio había reparado en cómo, atada a la silla, hincaba las piernas abiertas a ambos costados del caballo para no resbalar. Luego la había olido; el tufo acre de un cuerpo desatendido, de ropas sin lavar y sudor reciente, sangre seca y algo más procedente de aquellas piernas abiertas. Un hedor propio de mujer. Al pensar en ello se sonrojó.
Pero no había sido su olor lo que le había puesto enfermo. Tenía aspecto de cadáver recién desenterrado. El pelo oscuro y despeinado en mechones grasientos y el marrón grisáceo de la suciedad incrustada en los poros de la piel. Colores de leproso.
Al verla había sentido ganas de darse la vuelta y salir corriendo. Como un cobarde.
Encorvado contra la embestida de la lluvia y el viento, Tóti se reconvino interiormente. ¿Qué clase de hombre eres que quieres echar a correr en cuanto ves carne herida? ¿Qué tipo de sacerdote eres si no soportas la visión del sufrimiento?
Lo que más le había perturbado había sido una magulladura especialmente intensa en la barbilla. De color amarillo añejo, como una yema de huevo seca. Se preguntó qué la habría causado. La mano ruda de un hombre cogiéndola por la garganta. Una cuerda sujeta a los grilletes. Una caída.
«Son tantas las maneras en que puede hacerse daño a una persona», pensó Tóti. Llegó al cementerio y empezó a forcejear con la verja.
Podía haber sido un accidente. Podía habérselo hecho ella misma.
El reverendo se apresuró a recorrer el camino de piedra hasta la iglesia tratando de no mirar las tumbas envueltas en sombras y las cruces de madera. Sacó del bolsillo una llave tosca y entró. Al cerrar la puerta de madera se sintió aliviado, ya no se escuchaba el rugido profundo del viento. Dentro la paz era total. Solo se oía el chapaleteo suave de la lluvia contra la única ventana de la iglesia, un agujero tapado con piel de pescado.
Se quitó el sombrero y se pasó una mano por el pelo. Los maderos del suelo crujieron cuando se dirigió hacia el púlpito. Vaciló un momento y miró con ojos entrecerrados el mural pintado detrás del altar. La última cena.
El mural era feo: una mesa enorme con un Jesús achaparrado. Judas, merodeando en las sombras, tenía aspecto de gnomo; resultaba cómico. El artista era el hijo de un comerciante local que tenía una mujer danesa y contactos en el gobierno. En una ocasión, después del servicio dominical, Tóti había oído al comerciante hablar con el reverendo Jón y quejarse de los desconchones en la pintura del mural anterior. El comerciante había mencionado a su hijo, cuyo talento artístico le había procurado una beca en Copenhague. Si el reverendo Jón le permitiera expresar su singular devoción por la parroquia, estaría encantado de adquirir todos los materiales necesarios y de donar la mano de obra de su hijo de manera que la iglesia no tuviera gastos. Naturalmente, el padre de Tóti, siempre atento a cuestiones de dinero, había accedido a que se sustituyera el viejo mural.
Tóti lo echaba de menos. Era una ilustración bastante buena del Viejo Testamento, de la lucha de Jacob con el ángel, la cara del hombre enterrada en el hombro del espíritu celestial y el puño aferrado a las plumas sagradas.
Tóti suspiró y se arrodilló despacio. Dejó el sombrero en el suelo, juntó las manos cerca del pecho y empezó a rezar en voz alta.
—Padre celestial, perdóname por mis pecados. Perdona mi flaqueza y mis temores. Ayúdame a luchar contra mi cobardía. Dame fuerzas para resistir la visión del sufrimiento, de forma que pueda hacer Tu obra y procurar alivio a quienes lo padecen.
»Señor, ruego por el alma de esta mujer que ha cometido un terrible pecado. Por favor, dame palabras que me ayuden a inspirarle arrepentimiento.
»Confieso que tengo miedo. No sé qué decirle. No me siento cómodo, Señor. Te lo ruego, guarda mi corazón del… del horror que esta mujer me inspira.
Siguió arrodillado un rato. Por fin se acordó del caballo con las riendas puestas bajo la lluvia; se levantó y cerró con llave la puerta de la iglesia después de salir.
Al día siguiente Margrét se levantó temprano. El alguacil, que había dormido en la cama situada enfrente para protegerla de la criminal, roncaba. Su respiración borboteante había entrado en sus sueños y la había despertado.
Se dio la vuelta en la cama para mirar la pared y se metió las puntas de la manta en los oídos, pero los ronquidos irregulares del hombre le llenaban los pensamientos. Se había desvelado. Se tumbó boca arriba y recorrió con la vista la habitación sin iluminar hasta donde estaba tumbado el alguacil. Tenía pelo rubio y áspero apelmazado en mechones grasientos y la boca abierta sobre la almohada. Margrét reparó en las manchas que le ensuciaban la barbilla.
«De manera que así es cómo me protegen de una asesina —pensó—. Me mandan a un muchacho que duerme como un tronco».
Echó un vistazo a la prisionera, acostada en una de las camas de la sirvientas, en un extremo de la habitación. Estaba quieta, dormida. También sus hijas dormían. Margrét se incorporó sobre los codos para poder ver mejor.
Agnes.
Lo pronunció moviendo los labios en silencio.
«No me parece correcto llamarla por un nombre cristiano», pensó Margrét. ¿Cómo se habían dirigido a ella en Stóra-Borg?, se preguntó. ¿Prisionera? ¿Acusada? ¿Rea? Quizá lo habían hecho mediante una ausencia de nombre, poniendo silencio donde debía haber ido una palabra.
Margrét se estremeció y se tapó mejor con la manta. Agnes tenía los ojos completamente cerrados y también la boca. La cofia que le había dado Margrét se le había soltado durante la noche, dejando escapar el cabello oscuro, que yacía esparcido sobre la almohada igual que una mancha.
Qué extraño ver por fin a la mujer después de un mes esperándola, pensó Margrét. Un mes lleno de temor, además. Un temor tenso, como el hilo de una caña de pescar, enganchado a algo que inevitablemente hay que arrancar de las profundidades.
En los días y las noches después de que Jón volviera de su reunión con Blöndal, Margrét había tratado de imaginar cómo se comportaría con la asesina y qué aspecto tendría ésta.
¿Qué clase de mujer asesina a hombres?
Las únicas asesinas que Margrét había conocido eran las mujeres de las sagas e incluso éstas, cuando mataban a hombres, lo hacían con palabras, mediante órdenes dadas a sirvientes para que asesinaran a sus amantes o vengaran la muerte de un familiar. Aquellas mujeres asesinaban a distancia, no se ensuciaban las manos.
Pero los tiempos de las sagas habían pasado, había decidido Margrét. Esta mujer no es un personaje de una saga. Es una sirvienta sin hogar criada a base de gachas de musgo y privaciones.
Tumbada en la cama, Margrét pensó en Hjördis, su sirvienta favorita, ya muerta y enterrada en el cementerio de Undirfell. Trató de imaginar a Hjördis como una asesina. Trató de imaginar a Hjördis apuñalándola mientras dormía, del mismo modo en que habían muerto Natan Ketilsson y Pétur Jónsson. Aquellos dedos delgados empuñando un cuchillo con decisión, las pisadas silenciosas en la noche.
Era imposible.
Lauga le había preguntado a Margrét si habría algún indicio externo de la maldad que conduce a una persona al asesinato. Indicios del Demonio: un labio leporino, un diente saltón, una marca de nacimiento. Tenía que haber una advertencia, un modo de saber, de forma que las personas honradas estuvieran prevenidas. Margrét había respondido que no, que todo eso eran, a su entender, supersticiones, pero Lauga no se había quedado convencida.
Por su parte, Margrét se había preguntado si la mujer sería hermosa. Sabía, como todas las gentes del norte, que el famoso Natan Ketilsson había tenido un talento especial para detectar la belleza. Las gentes lo consideraban un hechicero.
La vecina de Margrét, Ingibjörg, había oído que Agnes había sido la causa de que Natan pusiera fin a su aventura con la poeta Rósa. Se había preguntado si ello significaba que la criada era más guapa que ésta. No era tan difícil creer a una mujer capaz de asesinar si era hermosa, pensó Margrét. Tal y como dicen las sagas, Opt er flagð i fogru skinni. A menudo las brujas tienen la tez clara.
Pero aquella mujer no era fea, tampoco una belleza. Llamativa, quizá, pero no de esas que despiertan miradas hambrientas de hombres jóvenes. Era delgada, muy delgada, delgada como un elfo, como diría un sureño, y de estatura ordinaria. En la cocina, la noche anterior, Margrét había pensado que la mujer tenía la cara bastante alargada, había reparado en sus pómulos altos y en su nariz recta. Magulladuras aparte, tenía la piel clara, de una palidez que acentuaba lo oscuro de su pelo. Un pelo poco común. «Es extraño que una mujer tenga un pelo como ése por estas tierras —pensó Margrét—. Tan largo, de un color tan oscuro, casi negro».
Se cubrió con las mantas hasta la barbilla mientras los ronquidos del alguacil resonaban incesantes. «Cualquiera pensaría que se avecina una avalancha», pensó molesta. Se sentía cansada y con el pecho lleno de flemas.
Detrás de sus párpados cerrados se arremolinaron imágenes de la mujer. La forma animal en que había bebido del caldero. Su incapacidad para desvestirse sola. Había forcejeado con las cintas; tenía los dedos tan hinchados que no podía doblarlos. Margrét se había visto obligada a ayudarla, usando las uñas para rascar el barro seco del vestido de Agnes de manera que pudieran desatarse las cintas. En el estrecho espacio de la cocina, llena de humo como estaba, el hedor de la ropa y del cuerpo deteriorado de la mujer le habían dado arcadas. Margrét había contenido el aliento mientras despegaba la lana fétida de la piel de Agnes y había vuelto la cabeza cuando el vestido se le deslizó de los delgados hombros y cayó al suelo levantando motas de barro seco.
Recordaba los omóplatos de Agnes. Afilados como cuchillas, sobresalían de entre la tela basta de su camisa, que amarilleaba alrededor del cuello y tenía manchas de color marrón mugriento alrededor de las axilas.
Tendría que quemar todas las ropas antes del desayuno. Las había dejado en un rincón de la cocina la noche anterior, para no llevarlas a la baðstofa. La tela estaba infestada de pulgas.
De alguna manera se las había arreglado para limpiar toda la mugre y el barro del cuerpo de la criminal. Agnes había tratado de lavarse ella sola, pasándose débilmente el trapo húmedo por las extremidades, pero la mugre llevaba tanto tiempo instalada en su piel que parecía haberse fundido con los poros. Por fin Margrét, arremangada y con los dientes apretados, le había quitado el trapo y la había frotado con él hasta que no quedó un milímetro de tela limpia. Mientras la lavaba, y sin poderlo evitar, había buscado esas imperfecciones que Lauga había pensado que serían visibles, la marca de la asesina. Solo los ojos de Agnes habían sugerido algo. Parecían distintos, pensó Margrét. Muy azules y muy claros, pero de un color demasiado pálido para considerarse bonito.
El cuerpo de la mujer había sido un territorio de malos tratos. Incluso Margrét, acostumbrada a las heridas, a las inevitables contusiones que traen consigo el trabajo duro y los accidentes, se había conmocionado.
Quizá le había frotado la piel a Agnes con demasiada fuerza, pensó mientras metía la cabeza debajo de la almohada en un intento por no escuchar los ronquidos entrecortados del alguacil. Algunas de las heridas se habían roto y echado a llorar. Ver manar la sangre fresca le había producido a Margrét cierta secreta satisfacción.
También la había obligado a mojarse el pelo. El agua del caldero estaba demasiado llena de porquería y escoria, de modo que Margrét le había pedido al alguacil que fuera a buscar más al arroyo de la montaña. Mientras esperaban, había curado las heridas de la mujer con un ungüento a base de sulfuro y manteca.
—Esta medicina es de Natan Ketilsson, nada menos —había dicho mientras miraba de reojo a la mujer para comprobar su reacción. Agnes no había dicho nada, pero a Margrét le pareció ver que se le tensaban los músculos del cuello—. Descanse en paz —había murmurado Margrét.
Una vez le hubo lavado el pelo a Agnes lo mejor posible con aquella agua helada, y le hubo cubierto la mayoría de las heridas abiertas con manteca, Margrét le dio la ropa interior y las mantas de Hjördis. Hjördis había llevado puesta la camisa en la que ahora dormía Agnes cuando murió. Margrét sospechaba que no importaba demasiado si seguía siendo un poco contagiosa. Su nueva dueña estaría muerta pronto.
Qué raro pensar que, en poco tiempo, la mujer que dormía en una cama a menos de tres metros de la suya estaría bajo tierra.
Margrét suspiró y se sentó de nuevo en la cama. Agnes seguía sin moverse. El alguacil roncaba todavía. Le miró mientras se llevaba una mano a la entrepierna y se la rascaba de forma audible. Apartó la vista, divertida y un poco molesta por el hecho de que aquel hombre fuera su única protección.
Sería mejor que se levantara y le preparara algo de desayunar. Skyr tal vez. O pescado seco. Se preguntó si tendría mantequilla suficiente y cuándo volverían los criados de Reikiavik con las provisiones.
Se desató el gorro de dormir y echó un último vistazo a la mujer acostada.
El corazón le dio un brinco. Oculta en la oscuridad de la baðstofa, Agnes estaba tumbada de costado mirando a Margrét.