Capítulo uno

EDICTO

El 24 de marzo de 1828 habrá subasta pública en Illugastaðir de las posesiones de valor que ha dejado el granjero Natan Ketilsson. Hay una vaca, unos pocos caballos, una silla de montar, una brida y muchos platos y fuentes. Todo ello se venderá si hay ofertas aceptables. Las pertenencias irán al mejor postor. Si no puede celebrarse la subasta debido al mal tiempo, se cancelará y se celebrará al día siguiente, siempre que el tiempo lo permita.

BJÖRN BLÖNDAL,

comisionado de la comarca

20 de marzo de 1828

A la atención del reverendísimo Jóhann Tómasson:

Le agradezco su inestimable carta del día 14 en que expresaba su deseo de ser informado de cómo procedimos al entierro de Pétur Jónsson de Geitaskard, de quien se dice fue asesinado y quemado en la noche del 13 al 14 de este mes, junto con Natan Ketilsson. Como sabe su ilustrísima, hubo cierta deliberación sobre si sus huesos debían o no ser enterrados en tierra consagrada. Después de ser juzgado ante el Tribunal Supremo, debía ser condenado y castigado por hurto, robo y posesión de propiedad ajena. Sin embargo no hemos recibido carta alguna de Dinamarca. El magistrado del juzgado comarcal declaró culpable a Pétur el 5 de febrero del pasado año y lo sentenció a cuatro años de trabajos forzados en la Rasphuis de Copenhague, pero en el momento de su asesinato se encontraba en libertad. Por tanto y en respuesta a su pregunta, le informo de que sus huesos fueron enterrados por el rito cristiano, junto con los de Natan, puesto que nada nos hacía pensar que pudiera incluírsele con aquellos a quienes les está denegada la sepultura cristiana. Dichas personas están definidas expresamente en una carta de su majestad el rey del 30 de diciembre de 1740, en la que se enumeran todos aquellos individuos a los que no se podrá enterrar por el rito cristiano.

BJÖRN BLÖNDAL,

comisionado de la comarca

30 de mayo de 1829

Rev. T. Jónsson Breidabólstadur, Vesturhóp

Al reverendo segundo Þorvardur Jónsson:

Espero que la presente le encuentre bien y prosperando en la administración de la obra del Señor en Vesturhóp.

En primer lugar, quiero expresarle mis felicitaciones, si bien con cierto retraso, por haber completado con éxito sus estudios en el sur de Islandia. Sus parroquianos dicen de usted que es un joven diligente y apruebo su decisión de trasladarse al norte para comenzar su capellanía bajo la supervisión de su padre. Es para mí motivo de considerable alegría saber que todavía quedan personas honradas deseosas de cumplir con su deber ante los hombres y ante Dios.

En segundo lugar, y en mi capacidad de comisionado de la comarca, le escribo para requerirle un servicio. Como sabrá, nuestra comunidad se ha visto recientemente ensombrecida por un crimen. Los asesinatos de Illugastaðir, cometidos el pasado año, con su atrocidad se han convertido en emblema de la corrupción y la impiedad de este condado. En tanto comisionado de la comarca de Húnavatn no puedo tolerar el mal comportamiento social y, si obtengo, como es de esperar, la autorización del Tribunal Supremo de Copenhague, mi intención es ejecutar a los asesinos. Con este suceso en la cabeza solicito su colaboración, reverendo segundo Þorvardur.

Como recordará, incluí el relato de los asesinatos en una carta destinada a la comunidad eclesiástica hace casi diez meses, con órdenes de que se dieran sermones reprobándolos. Permítame que le explique de nuevo lo sucedido, esta vez con objeto de proporcionarle una consideración más fundamentada del crimen.

El año pasado, en la noche del 13 al 14 de marzo, tres personas cometieron un acto grave y abominable contra dos hombres de los que quizá haya oído hablar: Natan Ketilsson y Pétur Jónsson. Pétur y Natan fueron encontrados entre las ruinas calcinadas de la granja de este último, Illugastaðir, y un examen detenido de sus cadáveres reveló heridas de naturaleza deliberada. Este descubrimiento condujo a una pesquisa, a la que siguió un juicio. El 2 de julio del pasado año las tres personas acusadas de estos asesinatos —dos mujeres y un hombre— fueron declaradas culpables por el tribunal comarcal que yo mismo presidí, y condenadas a ser decapitadas: «El que hiriere a alguno, haciéndole así morir, él morirá». El tribunal comarcal, reunido en Reikiavik el 27 de octubre del pasado año, ratificó las condenas a muerte. El caso está siendo ahora juzgado en el Tribunal Supremo de Copenhague y es probable que mi sentencia original prevalezca también allí. El nombre del reo es Friðrik Sigurðsson, hijo del pegujalero de Katadalur. Las mujeres son dos sirvientas llamadas Sigríður Guðmundsdóttir y Agnes Magnúsdóttir.

Los reos están ahora mismo bajo custodia aquí en el norte, y aquí permanecerán hasta su ejecución. El reverendo Jóhann Tómasson se ha llevado a Friðrik Sigurdsson a Þingeyrar y Sigríður Guðmundsdóttir ha sido trasladada a Midhóp. Agnes Magnúsdóttir iba a ser retenida hasta su ejecución en Stóra-Borg pero, por razones que no soy libre de divulgar, será trasladada a un nuevo emplazamiento en Kornsá, en el valle de Vatnsdalur el mes próximo. Está descontenta con su guía espiritual y ha hecho uso de uno de los pocos derechos que le quedan para requerir otro sacerdote. Ha pedido que sea usted, reverendo segundo Þorvardur.

Me dirijo a usted a este respecto no sin cierta vacilación. Soy consciente de que sus responsabilidades se han limitado hasta el momento a la educación espiritual de los feligreses más jóvenes de su parroquia, lo que, si bien de indudable valor, es de escasa consecuencia política. Es posible que usted mismo admita que carece de la experiencia necesaria para guiar a esta mujer condenada hasta el Señor y su infinita piedad, en cuyo caso no objetaría su reticencia. Es una carga que vacilaría en asignar hasta al más experimentado de los hombres de Iglesia.

No obstante, en caso de que aceptara la responsabilidad de preparar a Agnes Magnúsdóttir para su encuentro con el Señor, precisará visitar Kornsá con regularidad siempre que el tiempo lo permita. Deberá administrarle la palabra de Dios e instarle al arrepentimiento y a la aceptación de la Justicia. Le ruego que no permita que el orgullo halagado influya en su decisión, como tampoco el parentesco, si es que existe alguno entre usted y la rea. En todos aquellos asuntos en que no sea capaz de elaborar su propio consejo, reverendo, busque el mío.

Le ruego entregue su contestación al portador de esta carta.

BJÖRN BLÖNDAL,

comisionado de la comarca

El reverendo segundo Þorvardur Jónsson estaba en la casa del pegujalero contigua a la iglesia de Breidabólstadur reparando la chimenea con piedras nuevas cuando oyó a su padre carraspear desde la puerta.

—Fuera hay un mensajero que viene de Hvammur, Tóti. Pregunta por ti.

—¿Por mí?

La sorpresa hizo que una de las piedras se le escapara de la mano. Cayó en el apretado suelo de tierra y estuvo a punto de darle en el pie. El reverendo Jón chasqueó los labios en señal de desaprobación, asomó la cabeza por el marco de la puerta y empujó con suavidad a Tóti para que saliera.

—Sí, para ti. Está esperando.

El mensajero era un criado vestido con un abrigo raído. Antes de hablar miró a Tóti con detenimiento.

—¿Reverendo Þorvardur Jónsson?

—Soy yo. Hola. Bueno, en realidad soy reverendo segundo.

El criado se encogió de hombros.

—Tengo una carta para usted del comisionado de la comarca, el honorable Björn Blöndal. —Del interior de su abrigo sacó un papel pequeño y se lo dio a Tóti—. Tengo instrucciones de esperar aquí mientras la lee.

La carta estaba caliente y húmeda de las ropas del criado. Tóti rompió el lacre y, tras reparar en que había sido escrita aquel mismo día, se sentó en el tajo situado a la entrada de la casa y empezó a leer.

Cuando terminó la carta de Blöndal levantó la vista y vio que el criado le miraba.

—¿Y bien? —le urgió éste con una ceja levantada.

—¿Perdón?

—Su contestación para el comisionado. No tengo todo el día.

—¿Puedo hablar con mi padre?

El criado suspiró.

—Adelante.

Tóti encontró a su padre en la baðstofa, alisando despacio las mantas de su cama.

—¿Sí?

—Es del comisionado de la comarca.

Tóti le tendió a su padre la carta desdoblada y esperó mientras la leía, sin saber qué debía hacer. El rostro de su padre mientras doblaba el papel y se lo devolvía era impasible. No dijo nada.

—¿Qué debo contestar? —preguntó Tóti por fin.

—Eso es decisión tuya.

—No la conozco.

—No.

—No es de la parroquia, ¿verdad?

—No.

—¿Por qué ha preguntado por mí? No soy más que el reverendo segundo.

Su padre se volvió hacia su cama.

—Tal vez esa pregunta deberías hacérsela a ella.

El criado se había sentado en el tajo y se limpiaba las uñas con la punta de un cuchillo.

—Vamos a ver. Entonces, ¿qué respuesta tengo que darle al comisionado de la comarca de parte del reverendo segundo?

Tóti contestó antes de ser consciente de su decisión.

—Dile a Blöndal que veré a Agnes Magnúsdóttir.

El criado abrió mucho los ojos.

—Entonces, ¿la carta era sobre eso?

—Voy a ser su consejero espiritual.

El criado le miró con la boca abierta y de pronto rompió a reír.

—Señor —murmuró—. Cogen a un ratón para que domestique a un gato.

Y dicho aquello, montó en su caballo y desapareció detrás del oleaje de colinas, dejando a Tóti muy quieto y sosteniendo la carta lejos del cuerpo como si temiera que fuera a arder.

Steina Jónsdóttir estaba apilando estiércol seco en el corral de la pequeña casa de turba de su familia cuando escuchó el ruido de cascos de caballo al galope. Se sacudió el barro de la falda, se puso de pie y se asomó por uno de los laterales de la choza para ver mejor la carretera que recorría el valle. Se acercaba un hombre vestido con una chaqueta color rojo intenso. Lo miró enfilar hacia el pegujal y, tras sobreponerse a un amago de pánico que la asaltó al darse cuenta de que tendría que saludarle, retrocedió a la parte de atrás de la casa y, una vez allí, se escupió apresuradamente en las manos para limpiárselas y se limpió los mocos con la manga. Cuando volvió a la parte delantera, el jinete esperaba.

—Hola, muchacha. —El hombre miró desde su montura a Steina y su falda mugrienta con expresión perpleja—. Veo que he interrumpido tus faenas. —Steina le miró fijamente mientras desmontaba pasando una pierna con elegancia por encima del caballo. Para ser un hombre tan corpulento aterrizó con ligereza—. ¿Sabes quién soy?

La miró esperando ver un atisbo de comprensión.

Steina negó con la cabeza.

—Soy el comisionado de la comarca, Björn Audunsson Blöndal. —Hizo un pequeño saludo con la cabeza y se ajustó la chaqueta que, según reparó Steina, estaba adornada con botones de plata.

—Viene usted de Hvammur —murmuró.

Blöndal sonrió con paciencia.

—Sí, soy el supervisor de tu padre. He venido a hablar con él.

—No está en casa.

Blöndal frunció el ceño.

—¿Y tu madre?

—Han ido a visitar a unos parientes al sur del valle.

—Entiendo.

El comisionado miró fijamente a la joven, que se revolvía y dirigía la vista nerviosa hacia los campos. Unas pocas pecas en la nariz y la frente interrumpían una piel que por lo demás era clara. Tenía los ojos castaños y separados y un espacio grande entre los dos dientes delanteros. Resultaba algo desgarbada, decidió Blöndal. Reparó en las espesas medias lunas de mugre que tenía bajo las uñas.

—Tendrá que volver más tarde —sugirió por fin Steina.

Blöndal se puso tenso.

—Por lo menos, ¿puedo entrar?

—Bueno. Si quiere… Puede atar el caballo ahí. —Steina se mordió el labio mientras Blöndal pasaba las riendas alrededor de un poste situado en el corral y a continuación se volvió y casi corrió adentro.

Blöndal la siguió agachando la cabeza para entrar por la pequeña puerta de la casa.

—¿Volverá hoy tu padre?

—No —fue la brusca respuesta.

—Qué contrariedad —se quejó Blöndal avanzando a trompicones por el oscuro pasillo mientras Steina le guiaba hasta la baðstofa. Se había vuelto corpulento desde su nombramiento como comisionado de la comarca y estaba acostumbrado a la vivienda más espaciosa que les habían proporcionado a él y a su familia, hecha de madera de importación. Las chozas de campesinos y granjeros habían empezado a repugnarle, con sus techumbres apretadas hechas de turba de las que en verano salían nubes de un polvo que le irritaban los pulmones.

—Comisionado…

—De la comarca.

—Perdón, comisionado de la comarca. Mamma y Pabbi, quiero decir, Margrét y Jón vuelven mañana. O pasado mañana, dependiendo del tiempo. —Steina hizo un gesto en dirección al rincón más cercano de la estrecha estancia, donde una cortina de lana gris separaba la baðstofa de un diminuto cuarto de estar—. Siéntese aquí —dijo—. Voy a buscar a mi hermana.

Lauga Jónsdóttir, la hermana pequeña de Steina, estaba escardando un exiguo sembrado situado a poca distancia de la casa. Al trabajar inclinada no había visto llegar al comisionado, pero sí escuchó a su hermana llamarla mucho antes de tenerla delante.

—¡Lauga! ¿Dónde estás? ¡Lauga!

Lauga se enderezó y se limpió las manos manchadas en el delantal. No contestó a su hermana, sino que esperó paciente a que Steina, que corría tropezándose con las faldas, la viera.

—¡Te he buscado por todas partes! —exclamó Steina sin aliento.

—¿Se puede saber qué te pasa?

—¡Está aquí el comisionado de la comarca!

—¿Quién?

—¡Blöndal!

Lauga miró a su hermana.

—¿El comisionado Björn Blöndal? Suénate, Steina. Tienes mocos.

—Está en el cuarto de estar.

—¿Dónde?

—Sí, mujer. Detrás de la cortina.

—¿Le has dejado ahí solo?

Lauga tenía los ojos de par en par. Steina frunció el ceño.

—Por favor, ven a hablar con él.

Lauga la miró furiosa y acto seguido se quitó el delantal con un gesto rápido y lo dejó caer junto al perejil.

—De verdad que a veces se te ocurre cada cosa… —murmuró mientras caminaban deprisa hacia la casa—. Dejar a un hombre como Blöndal mano sobre mano en nuestra baðstofa.

—En la sala de estar.

—¿Y qué diferencia hay? Supongo que también le has servido suero del de los criados para beber, ¿no?

Steina se volvió a su hermana con expresión de pánico.

—No le he ofrecido nada.

—¡Steina! —Lauga echó a correr—. ¡Va a pensar que somos unas campesinas!

Steina miró a su hermana sortear matorrales.

—Es que lo somos —masculló.

Lauga se lavó deprisa la cara y las manos y le cogió un delantal limpio a Kristín, la criada de la familia, quien se había escondido en la cocina al oír la voz de un extraño. Encontró al comisionado de la comarca sentado a la pequeña mesa de madera de la salita leyendo un trozo de papel. Después de disculparse por la descortés recepción de su hermana, Lauga le ofreció un plato de picadillo de cordero frío que el comisionado aceptó satisfecho, si bien con cierto aire de estar ofendido. Lauga permaneció de pie y callada mientras éste comía, mirando los labios carnosos cerrarse sobre los bocados de carne. A lo mejor iban a ascender a su Pabbi de alguacil comarcal a algo todavía más importante. A lo mejor le daban un uniforme, o un estipendio de la corona danesa. Quizá habría vestidos nuevos. Una casa nueva. Más criados.

Blöndal rascó el plato con el cuchillo.

—¿Le apetece un poco de skyr con crema, comisionado de la comarca? —preguntó Lauga mientras le retiraba el plato vacío.

Blöndal agitó las manos delante del pecho como para declinar la oferta y a continuación se detuvo.

—Bueno, de acuerdo. Gracias.

Lauga se sonrojó y fue a buscar el requesón.

—Y no diría que no a un poco de café —añadió el comisionado mientras Lauga agachaba la cabeza para pasar al otro lado de la cortina.

—¿Qué quiere? —preguntó Steina acurrucada junto al fuego de la cocina—. Solo te oigo a ti dando zancadas por el pasillo.

Lauga le pasó el plato sucio.

—Aún no ha dicho nada. Quiere skyr y café.

Steina intercambió una mirada con Kristín, quien puso los ojos en blanco.

—No tenemos café —dijo Steina despacio.

—Claro que sí. La semana pasada lo vi en la despensa.

Steina vaciló.

—Me… Me lo he tomado.

—¡Steina, ese café no es para nosotras! Lo guardamos para ocasiones especiales.

—Pero ¿qué ocasiones especiales? El comisionado no nos visita nunca.

—¡Para el comisionado de-la-co-mar-ca, Steina!

—Los criados están a punto de llegar de Reikiavik, así que igual tenemos luego.

—Pero eso es luego. ¿Ahora qué hacemos? —Exasperada, Lauga empujó a Kristín en dirección a la despensa—. ¡Skyr y crema! Date prisa.

—Quería ver a qué sabía —dijo Steina a modo de explicación.

—Demasiado tarde. Trae un poco de lecha fresca. Tráelo todo cuando esté preparado. Bueno, mejor no, que lo traiga Kristín. Tú tienes pinta de haber estado revolcándote en el barro con caballos.

Lauga dirigió una mirada feroz al estiércol en el vestido de Steina y volvió al pasillo.

Blöndal la esperaba.

—Jovencita, supongo que te estarás preguntando por qué honro a esta familia con mi visita.

—Me llamo Sigurlaug. O Lauga si lo prefiere.

—Muy bien, Sigurlaug.

—¿Es por algo de mi padre? Está…

—Ha ido al sur, sí, lo sé. Me lo dijo tu hermana y… Ah, mira. Aquí está.

Lauga se volvió y vio a Steina aparecer desde la otra habitación llevando la cuajada, crema y bayas en una mano mugrienta y la leche en la otra. La miró enfadada cuando Steina por accidente se enganchó con la esquina de la cortina y la metió en el skyr. Por fortuna el comisionado no parecía darse cuenta de nada.

—¡Señor! —farfulló Steina. Dejó el cuenco y la taza en la mesa delante del comisionado y a continuación hizo una reverencia torpe—. Que le aproveche.

—Gracias —contestó Blöndal. Olfateó el skyr para comprobar si era bueno y levantó la vista hacia las dos hermanas. Esbozó una pequeña sonrisa.

—¿Quién es la mayor?

Lauga dio un codazo a Steina para empujarla a hablar, pero ésta siguió callada mirando con admiración el rojo brillante de la chaqueta de Blöndal.

—Yo soy más joven, comisionado de la comarca —dijo por fin Lauga, y sonrió dejando ver los hoyuelos de sus mejillas—. Un año. Steinvör cumple veintiuno este mes.

—Todo el mundo me llama Steina.

—Las dos sois muy bonitas —dijo Blöndal.

—Gracias, señor. —Lauga le dio otro codazo a Steina.

—Gracias —murmuró ésta.

—Las dos tenéis el cabello claro de vuestro padre, aunque ya veo que habéis sacado los ojos azules de vuestra madre —dijo el comisionado haciendo un gesto con la cabeza a Lauga. Empujó el cuenco hacia ella sin haberlo tocado y cogió la leche. La olisqueó y volvió a dejarla en la mesa.

—Por favor, señor. Coma —dijo Lauga haciendo un gesto hacia el cuenco.

—Gracias, pero de pronto me encuentro ahíto. —Blöndal rebuscó en el bolsillo de su chaqueta—. Bien, esto preferiría haberlo hablado con el amo de la casa, pero puesto que el alguacil de la comarca Jón no está y este asunto no puede esperar a su regreso, veo que tendré que contárselo a sus hijas.

Cogió la hoja de papel y la desdobló sobre la mesa para que la leyeran.

—Supongo que estáis al tanto de lo ocurrido el año pasado en Illugastaðir —dijo.

Steina dio un respingo.

—¿Se refiere a los asesinatos?

Lauga asintió y abrió mucho sus ojos azules con repentina solemnidad.

—El juicio se celebró en su casa.

Blöndal inclinó la cabeza.

—Sí. Los asesinatos de Natan Ketilsson, el herborista, y de Pétur Jónsson. Como esta tragedia tan desafortunada y dolorosa sucedió en la comarca de Húnavatn, en mí recayó la responsabilidad de trabajar con el magistrado y el juzgado comarcal en Reikiavik para llegar a un acuerdo respecto a los acusados.

Lauga cogió el papel y caminó hasta la ventana para leerlo a la luz.

—Así que ha terminado todo.

—Al contrario. El pasado octubre los tres acusados fueron encontrados culpables de asesinato e incendio premeditado por el tribunal de este país. El caso ha pasado ahora al Tribunal Supremo de Copenhague, Dinamarca. El rey… —Y aquí Blöndal hizo una pausa para dar más efecto a lo que iba a decir—. El rey en persona debe conocer del crimen y corroborar mi sentencia de muerte. Como tú misma puedes comprobar, los tres han sido condenados a la pena capital. Coincidirás conmigo en que se trata de una victoria de la justicia.

Lauga asintió distraída mientras seguía leyendo.

—¿No los envían a Dinamarca?

Blöndal sonrió y se balanceó en la silla de madera de manera que los tacones se las botas se le despegaron del suelo.

—No.

Lauga le miró confusa.

—Entonces, señor, disculpe mi ignorancia, pero ¿dónde los van a…?

No terminó la frase. Blöndal volvió a apoyar la silla en el suelo y se levantó para reunirse con Lauga junto a la ventana, ignorando a Steina. Escudriñó a través de la vejiga de cerdo seca que hacía las veces de cristal y reparó en una venilla retorcida en la, por lo demás, lisa superficie. Se estremeció. Su casa tenía ventanas de cristal.

—Serán ejecutados aquí —dijo por fin—. En Islandia. En el norte de Islandia, para ser exactos. El magistrado que presidió el juicio en Reikiavik y yo decidimos que resultaría… —vaciló, deliberando— más económico.

—¿De verdad?

Blöndal frunció el ceño a Steina, que le miraba con desconfianza. Alargó la mano y le quitó el papel a su hermana.

—Sí. Aunque no voy a negar que la ejecución también proporciona a esta comunidad la oportunidad de ser testigo de las consecuencias que tiene cometer un delito grave. Hay que proceder con delicadeza. Como bien sabes, inteligente Sigurlaug, los criminales de esta talla son por lo general enviados para su castigo al extranjero, donde hay cárceles y esas cosas. Y puesto que se ha decidido que los tres sean ejecutados en Islandia, en la misma comarca en la que cometieron su crimen, necesitamos algún tipo de lugar de custodia hasta que se hayan decidido la fecha y el lugar de la ejecución.

»Como también sabes, no disponemos de fábricas ni de un edificio público en Húnavatn en el que alojar prisioneros. —Blöndal se volvió y se sentó en la silla—. Por eso he decidido que vivan en granjas, en casas de buenos cristianos que los animen a arrepentirse dando buen ejemplo y que se beneficien del trabajo que estos prisioneros harán mientras aguardan su sentencia. —Blöndal se inclinó sobre la mesa hacia Steina, quien le miraba fijamente con una mano en la boca y la otra asiendo con fuerza la carta—. Islandeses —continuó—, capaces de cumplir con sus obligaciones como alguaciles del gobierno dándoles alojamiento.

Lauga miró con asombro al comisionado.

—¿No se les puede tener bajo custodia en Reikiavik? —susurró.

—No. Eso entraña unos gastos. —Agitó una mano en el aire.

Steina entrecerró los ojos.

—¿Los van a alojar aquí? ¿Con nosotros? ¿Solo porque el tribunal de Reikiavik quiere ahorrarse los gastos de mandarlos fuera?

—Steina —dijo Lauga con tono de advertencia.

—Vuestra familia será recompensada —dijo Blöndal con el ceño fruncido.

—¿Y qué se supone que tenemos que hacer? ¿Encadenarlos a los postes de las camas?

Blöndal se puso de pie despacio.

—No tengo elección —dijo, y su voz sonaba repentinamente baja y peligrosa—. El cargo de vuestro padre supone una responsabilidad. Estoy seguro de que no pondrá objeción. A Kornsá le faltan manos para trabajar, y luego está el problema de la situación económica de vuestra familia. —Se acercó a Steina y miró su cara pequeña y sucia en la penumbra—. Además, Steinvör, no voy a poner a los tres reos en tus manos y en las de tu familia. Solo a una de las mujeres. —Le apoyó una pesada mano en el hombro y no se inmutó cuando Steina dio un respingo—. No te dan miedo las personas de tu mismo sexo, ¿verdad?

Después de que Blöndal se hubiera ido, Steina volvió a la salita y recogió el cuenco de skyr sin tocar. La crema se había coagulado en los bordes. Temblaba de impotencia y furia y apoyó con fuerza el cuenco contra la mesa mientras se mordía el labio inferior. Gritó en silencio deseando que el cuenco se rompiera hasta que la oleada de ira pasó. Después volvió a la cocina.

Hay momentos en los que me pregunto si no estaré ya muerta. Esto no es vida; esperar en la oscuridad, en silencio, en una habitación tan mísera que he olvidado a qué huele el aire fresco. El orinal está tan lleno de mis desperdicios que como alguien no venga a recogerlo pronto va a rebosar.

¿Cuándo fue la última vez que vino alguien? Todo es ya una larga noche.

El invierno era mejor. En invierno las gentes de Stóra-Borg estaban tan encerradas como yo. Todos compartíamos la baðstofa cuando la nieve aislaba la casa. Tenían lámparas para las horas de vigilia y, cuando se terminaba el aceite, velas para ahuyentar la oscuridad. Entonces llegó la primavera y me trasladaron a la troje. Me dejaron sola, sin una luz, y no había manera de medir las horas, de distinguir los días de las noches. Ahora mi única compañía son los grilletes en mis muñecas, el suelo de tierra, un telar desmontado, abandonado en un rincón, un huso viejo y roto.

Igual ya es verano. Oigo las pisadas de los criados resonar en el pasillo, el crujir de la puerta cuando entran y salen. A veces oigo la risa aguda y estridente de las criadas cuando están charlando fuera y sé que el tiempo se ha suavizado, que el viento ha perdido los dientes. Y cierro los ojos e imagino el valle en los largos días de verano, el sol calentando los huesos de la tierra hasta que los cisnes acuden en tropel al lago y las nubes se retiran para dejar ver lo más alto del cielo: un azul muy brillante, tan brillante que te dan ganas de llorar.

Tres días después de que Björn Blöndal visitara a las hijas de Kornsá, su padre, alguacil de la comarca de Vatnsdalur, Jón Jónsson, y su mujer Margrét emprendieron la vuelta a casa.

Jón, un hombre ligeramente encorvado de cincuenta y cinco inviernos, con cabellos rubios casi blancos y orejas grandes que le daban aspecto de ingenuo, caminaba delante del caballo guiándolo por las riendas y avanzando por el terreno desigual con la facilidad que da la práctica. Su mujer, a lomos de la yegua negra, estaba cansada del viaje, aunque no lo habría admitido. Iba sentada con la barbilla ligeramente erguida y la cabeza sujeta por un cuello delgado y trémulo. Con ojos entornados pasaba la vista de una granja a otra a medida que dejaban atrás las casas de pegujalero del valle de Vatnsdalur y solo los cerraba cuando sufría un ataque de tos. Una vez éste cedía, se inclinaba sobre el caballo para escupir y a continuación se limpiaba la boca con una punta del chal mientras murmuraba una breve plegaria. De tanto en tanto su marido inclinaba la cabeza al oírla, como si le preocupara un poco que pudiera caerse del caballo, pero por lo demás proseguían el viaje sin interrupción.

Margrét, exhausta por un nuevo ataque de flemas, escupió en la hierba y se presionó el pecho con las palmas de las manos hasta recuperar el aliento. Su voz, cuando habló, era ronca.

—Mira, Jón. Los de Ás tienen otra vaca más.

—¿Eh?

Su marido estaba absorto en sus pensamientos.

—Que digo —insistió Margrét y carraspeó—: que los de Ás tienen otra vaca más.

—¿Ah, sí?

—Me sorprende que no te hayas dado cuenta.

—Ya.

Margrét parpadeó en la luz del atardecer y distinguió los contornos imprecisos de la granja de Kornsá en la distancia, delante de ellos.

—Ya casi estamos en casa.

Su marido gruñó en señal de conformidad.

—Te da qué pensar, ¿a que sí, Jón? Nos vendría bien otra vaca.

—Nos vendrían bien muchas cosas.

—Pero otra vaca estaría bien. Tendríamos más mantequilla. Y podríamos contratar a otro bracero para la cosecha.

—Con el tiempo, Margrét, cariño.

—Con el tiempo estaré muerta.

Sus palabras sonaron más amargas de lo que habría sido su intención. Jón no contestó y se limitó a murmurar al caballo para azuzarlo y Margrét dirigió una mueca a la parte posterior de su sombrero con barboquejo, deseando que se diera la vuelta. Cuando Jón continuó avanzando, tomó aire profundamente y se puso a mirar de nuevo hacia Kornsá.

La tarde llegaba a su fin y la luz declinaba sobre los campos de heno, expulsada del cielo por nubes bajas que se formaban al este. En las montañas, manchas de nieve aparecían alternativamente sucias y grises y, al instante, cuando las nubes cambiaban, de un blanco extraordinario. Aves de verano sobrevolaban raudas los prados para cazar los insectos que aleteaban sobre éstos y se oía el balido quejumbroso de las ovejas mientras eran conducidas por muchachos valle a través hacia las granjas.

En Kornsá, Lauga y Steina salieron de la casa para coger agua del arroyo de la montaña. Lauga se frotaba los ojos deslumbrada por el sol y Steina balanceaba distraída el cubo contra un costado al ritmo de sus pisadas. No se hablaban.

Las dos hermanas habían trabajado los últimos días en completo silencio, dirigiéndose la palabra únicamente para pedir la pala o preguntar qué barril de bacalao salado había que abrir primero. El silencio, que había empezado después de la riña que siguió a la visita del comisionado, había estado teñido de rabia y de preocupación. El esfuerzo que suponía hablar el mínimo posible la una con la otra las había dejado exhaustas a ambas. Lauga, exasperada por la obstinación y la torpeza de su hermana, no dejaba de pensar en lo que dirían sus padres de la visita de Blöndal. La reacción descortés de Steina al anuncio del comisionado podía afectar a su posición social. Björn Blöndal era un hombre poderoso y no debía de haberle gustado que una mocosa le llevara la contraria. ¿Es que no se daba cuenta Steina de hasta qué punto dependía la familia de Blöndal? ¿Que obedecerle no suponía más que cumplir con su deber?

Steina se esforzaba por no pensar en absoluto en la asesina. El crimen la había hecho sentirse enferma y recordar la manera tan insensible con que el comisionado les había obligado a hacerse cargo de ella la hacía atragantarse de furia. Lauga era la hermana pequeña y por tanto no tenía por qué decirle lo que debía o no debía hacer. ¿Cómo iba ella a conocer los pormenores de las formalidades necesarias para con hombres gordos vestidos con chaqueta roja? No, era mejor no pensar en ello en absoluto.

Steina dejó que su hombro cediera por el peso del cubo y bostezó generosamente. A su lado, Lauga no pudo evitar bostezar también y por un breve instante sus miradas se encontraron y se produjo un reconocimiento mutuo de la fatiga compartida, hasta que una orden brusca de Lauga de que se tapara la boca hizo que Steina se pusiera a mirar al suelo furiosa y con el ceño fruncido.

Suaves haces de la luz del atardecer les calentaban la cara mientras caminaban hacia el arroyo. No soplaba viento y el valle estaba tan silencioso que las dos mujeres aflojaron el paso para adaptarse al aire pausado. Se acercaban al saliente rocoso que rodeaba el arroyo cuando Lauga, al girarse para soltar su falda del espino en el que se había enganchado, reparó en un caballo en la distancia.

—¡Ay! —dijo sorprendida.

Steina se volvió.

—Y ahora ¿qué pasa?

Lauga señaló hacia el caballo con la cabeza.

—Son Mamma y Pabbi —dijo sin aliento—. Han vuelto. —Escudriñó la bruma que creaba la luz del sol sobre los campos—. Sí, son ellos —dijo, como si hablara para sí misma. Súbitamente nerviosa, le tendió su cubo a Steina y le hizo un gesto a ésta para que siguiera caminando hacia el arroyo—. Llénalos. Puedes con los dos, ¿no? Será mejor que… Voy yo. A encender el fuego.

Lauga le dio un empujón a Steina en el hombro con más fuerza de lo que había sido su intención y se giró sobre sus talones.

Las zarzas a lo largo del sendero se le engancharon en las medias mientras caminaba de vuelta a la granja llena de alivio. Ahora Pabbi podría ocuparse del comisionado y de Agnes Magnúsdóttir.

Empujó la puerta de la casa y echó a andar por el pasillo que daba a la cocina, a la izquierda. En ausencia de la señora, Kristín se había tomado la tarde libre para visitar a la familia, pero en el hogar aún humeaba el fuego de la mañana. Lauga lo llenó rápidamente de estiércol seco y, con las prisas, estuvo a punto de ahogar las llamas que enseguida brotaron. ¿Cómo reaccionaría su padre a la noticia que había traído el comisionado? ¿Cuánto tiempo estaría la prisionera retenida en Kornsá? Ni siquiera tenía la carta que les había enseñado; durante la discusión Steina la había arrojado al fuego.

Con todo y con eso, pensó Lauga mientras colocaba una olla sobre las llamas, en cuanto Pabbi se enterara se haría cargo de todo.

Atizó un poco el fuego con el fuelle y a continuación recorrió el pasillo para asomar la cabeza por la puerta. Un nuevo escalofrío de pánico le recorrió la espina dorsal. ¿Qué haría su padre? Metió la cabeza dentro de la casa y fue a la despensa a ver qué encontraba para hacer un caldo. Solo quedaba un poco de cebada. Seguían esperando a que los braceros volvieran de comprar provisiones a los comerciantes del sur.

Al cruzar la puerta Lauga estuvo a punto de tropezar en el umbral; fue al almacén a coger un poco de cordero para la cazuela. No tenía sentido cortar cordero ahumado en aquella época del año, pero sí había una o dos morcillas que habían sobrado del invierno, muy amargas, pero sabrosas.

«Comeremos juntos en la baðstofa. Entonces se lo contaré», decidió Lauga. Oyó el sonido de los cascos del caballo en el suelo de tierra del patio exterior.

Komið þið sæl! —Salió de la casa sacudiéndose el polvo del estiércol de las manos y alisándose deprisa el pelo debajo de la cofia—. Me alegro de que estéis de vuelta sanos y salvos.

Jón, su padre, hizo que el caballo aflojara el paso hasta detenerse y le sonrió desde debajo de su sombrero. Alzó una mano desnuda a modo de saludo y dio un paso adelante para darle a su hija un beso rápido y formal.

—Pequeña Lauga, ¿qué tal os las habéis arreglado? —Se volvió hacia el caballo para soltar unos pocos paquetes que iban atados al lomo.

—Hola, Mamma.

Margrét bajó la vista hacia Lauga y la miró con afecto, aunque apenas movió los labios.

—Hola, Sigurlaug —dijo.

—Tienes buen aspecto.

—Sigo viva —contestó la madre.

—¿Estás cansada?

Margrét ignoró la pregunta y desmontó con torpeza. Lauga abrazó a su madre con timidez, luego pasó la mano por el lomo de la yegua y notó el temblor de su hocico y el aliento caliente y húmedo en la palma de la mano.

—¿Dónde está tu hermana?

Lauga miró hacia el saliente rocoso donde estaba el arroyo, pero no vio movimiento alguno.

—Ha ido a buscar agua para la cena.

Margrét levantó las cejas.

—Pensaba que estaría aquí para recibirnos.

Lauga se volvió de nuevo hacia su padre, que estaba dejando en el suelo los pequeños paquetes que había desatado de la montura. Inspiró aire profundamente.

—Pabbi, hay algo que tengo que contarte después.

El padre empezó a desatar la apretada cuerda alrededor del cuello de la yegua.

—¿Una muerte?

—¿Cómo?

—¿Hemos perdido algún animal?

—Ah, no, nada de eso —contestó Lauga y añadió, por si acaso—: Gracias, Señor. —Dio un paso para acercarse a su padre—. Podría contártelo a solas —dijo en voz baja.

Su madre la oyó.

—Lo que tengas que decir nos lo puedes decir a los dos, Lauga.

—No quiero que te lleves un disgusto, Mamma.

—Me llevo muchos —dijo Margrét repentinamente sonriente—. Es lo que pasa cuando tienes que cuidar de hijos y de criados.

A continuación, después de decirle a su marido que no pusiera lo que faltaba por desatar en ningún charco, Margrét cogió unos cuantos paquetes y se dirigió al interior de la casa, seguida de Lauga.

Para cuando llegó Lauga con los cuencos de caldo, Jón había entrado en la baðstofa y se había acomodado junto a su mujer.

—He pensado que os sentaría bien una comida caliente —dijo Lauga.

Jón la miró, delante de él, sosteniendo la bandeja.

—¿Puedo cambiarme antes?

Lauga vaciló y a continuación dejó la bandeja en la cama junto a su madre, se arrodilló y empezó a desatar los cordones de alrededor de los zapatos de Jón.

—Hay algo que tengo que contaros.

—¿Dónde está Kristín? —preguntó Margrét cortante mientras Jón se recostaba apoyado en los codos y dejaba que su hija le sacara el calcetín mojado.

—Steina le dio medio día libre —contestó Lauga.

—¿Y dónde está Steina?

—Pues no lo sé. Por aquí cerca, en alguna parte. —El estómago de Lauga se retorcía de pánico, consciente del escrutinio de sus padres—. Pabbi, mientras estabais fuera nos visitó el comisionado de la comarca —susurró.

Jón se incorporó un poco y miró a su hija.

—¿El comisionado de la comarca? —repitió.

Margrét cerró los puños.

—¿Qué quería? —preguntó.

—Tenía una carta para ti, Pabbi.

Margrét miró a Lauga.

—¿Por qué no mandó a un criado? ¿Estás segura de que era Blöndal?

—Mamma, por favor.

Jón había guardado silencio.

—¿Dónde está la carta? —preguntó.

Lauga consiguió quitarle el zapato del otro pie y lo dejó caer al suelo. Del cuero se desprendió barro.

—Steina la ha quemado.

—¿Se puede saber por qué? ¡Ay, Señor!

—Mamma, no pasa nada. Sé lo que decía. Pabbi, nos obligan a…

—¡Pabbi! —la voz de Steina se oía desde el pasillo—. ¿A que no adivinas a quién tenemos que tener encerrada en casa?

—¿Encerrada? —Margrét se giró para interrogar a su hija mayor, que acababa de entrar con gran energía en la habitación—. ¡Steina, estás empapada!

Steina se miró el delantal mojado y se encogió de hombros.

—Se me cayeron los cubos y tuve que volver a llenarlos. Pabbi, ¡Blöndal nos obliga a tener a Agnes Magnúsdóttir en casa!

—¿Agnes Magnúsdóttir? —Margrét se volvió hacia Lauga horrorizada.

—Sí, Mamma, ¡la asesina! —exclamó Steina mientras se desataba el delantal mojado y lo arrojaba de cualquier manera a la cama situada junto a ella—. ¡La que mató a Natan Ketilsson!

—¡Steina! Estaba a punto de explicarle a Pabbi…

—Y a Pétur Jónsson, Mamma.

—¡Steina!

—Oye, Lauga, solo porque quisieras contárselo tú…

—No deberías interrumpir…

—¡Niñas! —Jón se puso en pie con los brazos extendidos—. Ya basta. Empieza por el principio, Lauga. ¿Qué ha pasado?

Lauga vaciló y a continuación empezó a contar a sus padres todo lo que recordaba de la visita del comisionado. A medida que recitaba lo que recordaba haber leído en la carta, se iba poniendo colorada.

Antes de que terminara, Jón empezó a vestirse otra vez.

—¡Estoy segura de que no pueden obligarnos! —Margrét le tiró a su marido de la manga pero éste la rechazó, negándose a mirar la cara de consternación de su mujer.

—Jón —murmuró Margrét. Miró a sus dos hijas, ambas sentadas con las manos en el regazo y observando a sus padres en silencio.

Jón volvió a ponerse las botas y se anudó los cordones alrededor de los tobillos. El cuero crujió cuando los apretó.

—Es demasiado tarde, Jón —dijo Margrét—. ¿Vas a Hvammur? Estarán dormidos.

—Entonces les despertaré.

Jón descolgó su sombrero de su clavo, cogió a su mujer por los hombros y la apartó con suavidad de su camino. Con una inclinación de cabeza a modo de despedida a sus hijas, salió de la habitación, recorrió el pasillo y cerró la puerta de la casa a su espalda.

—Y ahora, ¿qué hacemos, Mamma? —La vocecilla de Lauga llegaba desde un rincón de la habitación.

Margrét cerró los ojos e inspiró profundamente.

Jón volvió a Kornsá algunas horas después. Kristín, que había regresado de su tarde libre para encontrarse con una severa reprimenda de Margrét, miraba a Steina con expresión de reproche. Margrét había dejado de tejer y estaba considerando obligar o no a las muchachas a hacer las paces cuando escuchó la puerta de la casa abrirse con un crujido y las pesadas zancadas de su marido en el pasillo.

Entró Jón y de inmediato miró a su mujer. Ésta tensó la mandíbula.

—¿Y bien? —Margrét invitó con un gesto a su marido a sentarse en su cama.

Jón intentó desatarse los cordones de sus zapatos.

—Por favor, Pabbi —dijo Lauga arrodillándose—. ¿Qué ha dicho Blöndal? —Al tirar de las botas perdió el equilibrio y se tambaleó hacia atrás—. ¿Va a venir aquí?

Jón asintió.

—Es tal y como dijo Lauga. Van sacar a Agnes Magnúsdóttir de su lugar de custodia en Stóra-Borg y la traerán aquí, con nosotros.

—Pero ¿por qué, Pabbi? —preguntó Lauga con voz queda—. ¿Qué hemos hecho mal?

—No hemos hecho nada mal. Soy alguacil de esta comarca. No pueden ponerla con ninguna otra familia. Es responsabilidad de las autoridades, y yo soy una de ellas.

—En Stóra-Borg hay autoridades de sobra. —El tono de Margrét era amargo.

—Pero hay que sacarla de allí. Hubo un incidente.

—¿Qué pasó? —preguntó Lauga.

Jón miró la hermosa cara de su hija menor.

—Estoy seguro de que no fue nada importante.

Margrét soltó una breve carcajada.

—¿Y vamos a aceptar esto sin más? ¿Como perros apaleados? —Su voz se convirtió en siseo—. ¡Esa Agnes es una a-se-si-na, Jón! Tenemos que pensar en las niñas, ¡incluso en Kristín! ¡Somos responsables de otras personas!

Jón dirigió una mirada significativa a su mujer.

—Blöndal tiene intención de recompensarnos, Margrét. Es una custodia remunerada.

Margrét hizo una pausa y, cuando habló, su tono de voz se había calmado.

—Igual deberíamos sacar a las niñas de aquí.

—¡No, Mamma! No quiero irme —exclamó Steina.

—Sería por vuestra seguridad.

Jón carraspeó.

—Las niñas estarán seguras contigo, Margrét —suspiró—. Y hay otra cosa. Björn Blöndal ha requerido mi presencia en Hvammur la noche en que llegue aquí la mujer.

Margrét abrió la boca horrorizada.

—¿Estás diciendo que la tengo que recibir yo?

—Pabbi, no puedes dejar a Mamma sola con ella —exclamó Lauga.

—No estará sola. Estaréis todos. Habrá alguaciles de Stóra-Borg. Y un reverendo. Blöndal lo ha organizado todo.

—¿Y qué hay tan importante en Hvammur para que Blöndal te necesite allí precisamente la noche en que nos mete a una criminal en nuestra casa?

—Margrét…

—No. Insisto. Es injusto.

—Tenemos que hablar de quién va a ser el verdugo.

—¡El verdugo!

—Van a estar todos los alguaciles de la comarca, incluidos los de Vatnsnes, que viajarán con el grupo de Stóra-Borg. Dormiremos allí esa noche y volveremos al día siguiente.

—Y mientras, yo me quedo sola con la mujer que mató a Natan Ketilsson.

Jón miró a su mujer con expresión calmada.

—Tendrás a tus hijas.

Margrét iba a añadir algo, pero después se lo pensó mejor. Miró a su marido enfadada, cogió su labor y empezó a mover furiosa las agujas.

Mientras Steina miraba a su padre y a su madre con el ceño fruncido y recogía la cena, sintió náuseas. Sostuvo el cuenco de madera en las manos y examinó los restos de cordero flotando en el caldo grasiento. Despacio, cogió su cuchara, se llevó un trozo a la boca y empezó a masticar hasta que localizó con la lengua un pedazo de cartílago dentro de la carne. Se resistió al impulso de escupirlo y lo deshizo con los dientes antes de tragárselo en silencio.

Después de decidir que tengo que marcharme de aquí, los hombres de Stóra-Borg a veces me atan las piernas por la noche, igual que hacen con las patas delanteras de los caballos, para asegurarse de que no me escapo. Parece que con cada día que pasa me ven más como un animal, como a otra bestia de ojos inexpresivos a la que tienen que alimentar con lo que encuentran y mantener a cubierto. Me dejan a oscuras, me niegan el agua y el aire, y cuando necesitan moverme me atan y me llevan adonde les place.

Aquí nadie habla conmigo. En invierno en la baðstofa podía oír mi propia respiración y empezó a darme miedo tragar, por si todos en la habitación lo escuchaban. Entonces los únicos sonidos que hacían compañía a un cuerpo eran el crujido de las hojas de la Biblia al pasarse y susurros. Distinguía mi nombre en los labios de los demás y sabía que no lo pronunciaban en una bendición. Ahora, cuando por ley están obligados a leerme las palabras de algún decreto, hablan como si se dirigieran a alguien situado a mi espalda. Se niegan a mirarme a los ojos.

Tú, Agnes Magnúsdóttir, has sido declarada cómplice de asesinato. Tú, Agnes Magnúsdóttir, has sido declarada culpable de incendio premeditado y conspiración de asesinato. Tú, Agnes Magnúsdóttir, has sido condenada a muerte. Tú, Agnes. Agnes.

No me conocen.

Yo callo. Estoy decidida a cerrarme al mundo, a endurecer mi corazón y a aferrarme a lo que todavía no me han robado. No puedo desfallecer. Me aferraré a lo que soy por dentro, me asiré con fuerza a todas las cosas que he visto, oído y sentido. Los poemas compuestos mientras lavaba y segaba y cocinaba hasta tener las manos en carne viva. Las sagas que me sé de memoria. Voy a hundir todo lo que he perdido y a sumergirme en el agua. Si hablo, será en forma de burbujas de aire. No podrán guardarse mis palabras para ellos. Verán a la ramera, a la loca, a la asesina, a la hembra chorreando sangre sobre la hierba y riendo con la boca llena de tierra. Dirán «Agnes» y verán la araña, a la bruja atrapada en la tela que su propio destino ha tejido. Quizá vean también el cordero con cuervos sobrevolándolo en círculos, balando por la madre perdida. Pero a mí no me verán. Yo no estaré allí.

El reverendo Þorvardur Jónsson suspiró al salir de la iglesia al aire fresco y húmedo de la tarde. Había transcurrido poco más de un mes desde que había aceptado la oferta de Blöndal de visitar a la rea y no había dejado de cuestionarse su decisión un solo día. Por las mañanas se sentía agitado, como si acabara de despertar de un mal sueño. Incluso mientras daba su paseo diario hasta la pequeña iglesia de Breidabólstadur para rezar y pasar un rato sentado en silencio, los nervios le atenazaban el estómago y el cuerpo le temblaba como si estuviera exhausto por la ambivalencia de sus pensamientos. Y aquel día no había sido distinto. Sentado en el duro banco mirándose las manos, se dio cuenta de que deseaba estar de verdad enfermo, enfermo de gravedad, para así no tener que hacer el viaje a caballo a Kornsá. Su renuencia y su disposición a sacrificar su sagrada salud le horrorizaron.

«Es demasiado tarde ya —se dijo a sí mismo mientras recorría el triste jardín del cementerio—. Has dado tu palabra al hombre y a Dios, no hay vuelta atrás».

En una ocasión, antes de que muriera su madre, el jardín de la iglesia había estado lleno de pequeñas plantas que, en verano, enmarcaban con brotes color púrpura los bordes de las tumbas. Su madre decía que los muertos hacían que las flores se mecieran como si saludasen a quienes visitaban el cementerio después de cada invierno. Pero cuando murió, su padre arrancó todas las flores silvestres y desde entonces las tumbas yacían desnudas.

La puerta a la granja de Breidabólstadur estaba entornada. Cuando Tóti entró, el calor pesado de la cocina y el olor a sebo derretido de la vela del comedor le dieron náuseas.

Su padre estaba inclinado sobre la marmita borboteante pinchando algo con la punta de un cuchillo.

—Creo que debería irme ya —anunció Tóti.

Su padre levantó la vista de la marmita de pescado y asintió.

—Se supone que tengo que llegar a última hora de la tarde para conocer a la familia de Kornsá y estar presente cuando… Bueno, cuando llegue la criminal.

Su padre frunció el ceño.

—Ve, entonces, hijo.

Tóti vaciló.

—¿Crees que estoy preparado?

El reverendo Jón suspiró y descolgó la cazuela del gancho sobre las brasas.

—Eso tienes que saberlo tú.

—He estado rezando en la iglesia. Me pregunto qué habría pensado mamá de todo esto.

El padre de Tóti parpadeó despacio y apartó la vista.

—¿Y tú que piensas, padre?

—Un hombre debe ser fiel a su palabra.

—Pero ¿ha sido una decisión adecuada? Me… me gustaría complacerte.

—A quien debes complacer es al Señor —murmuró el reverendo Jón mientras trataba de sacar el pescado del agua caliente con la punta del cuchillo.

—¿Rezarás por mí, padre?

Tóti esperó una respuesta, pero no hubo ninguna. «Es posible que piense que él está mejor preparado que yo para reunirse con una asesina —pensó—. Quizá está celoso de que me escogiera a mí». Miró a su padre lamer un fragmento de pescado que se había quedado adherido a la hoja del cuchillo. «Me ha escogido a mí», se repitió.

—No me despiertes cuando vuelvas —dijo el reverendo Jón cuando su hijo se dio la vuelta y salió de la habitación.

Tóti ensillo su caballo y montó.

—Ha llegado el momento —susurró quedamente. Apretó con suavidad las rodillas para espolear al caballo y se volvió a mirar la casa de pegujalero. La delgada voluta de humo procedente de la cocina se disipaba en la mansa llovizna de la tarde.

Mientras atravesaba las altas hierbas de los valles que rodeaban la iglesia, el reverendo segundo intentó pensar en qué debía decir. ¿Debería mostrarse amable y cordial? ¿O severo e impenetrable, como Blöndal? Mientras cabalgaba ensayó varios tonos de voz y saludos diferentes. Quizá debía esperar a ver a la mujer. Un escalofrío inesperado le recorrió el cuerpo. No era más que una criada, pero también una asesina. Había matado a dos hombres. Los había sacrificado como a animales. Pronunció la palabra en voz baja para sí. Asesina. Morðingi. Se le deslizaba por la boca como si fuera leche.

A medida que recorría la península norte con su delgado filo de océano en el horizonte, las nubes empezaron a dispersarse y la suave luz rojiza de finales de junio inundó el paso de montaña. Había gotas de agua que brillaban relucientes en el suelo y las colinas parecían rosas y calladas, atravesadas por sombras lentas a medida que las nubes cambiaban de posición en el cielo. Pequeños insectos avanzaban serpenteando, encendidos como motas de polvo en un haz de luz de sol, y el olor dulce y húmedo de la hierba, casi lista para la siega, flotaba en el aire fresco de los valles. El temor que Tóti había sentido firmemente asentado en su estómago se disolvió mientras admiraba en silencio la campiña que le rodeaba.

«Somos hijos de Dios —se dijo—. Esta mujer es mi hermana en Cristo y yo, como su hermano espiritual, debo guiarla de vuelta a casa». Sonrió y puso el caballo en tölt.

—La voy a salvar —musitó.