18

El pasado presente

1

Caía la noche. Trish había dejado la casa, y Harvey Butler se recobraba de su parálisis. Era muy sencillo. «Un hombre no puede vivir sintiendo miedo», pensaba. Incluso aunque dejara Roycewood con su familia (las maletas estaban hechas y esperaban ya en el coche), su miedo iría con él. Era demasiado.

Si tenía que ir a Mill House para hacer frente al terror y vencerlo, había llegado el momento.

Basta ya de indecisiones. Y de arrastrarse. Y de ser un gallina.

«Tienes que hacerlo —pensó—. El juego puede ser tuyo».

Se levantó y se vistió. Se sentía lleno de energía. En forma. Claro que estaba asustado. Pero no iba a permitir que eso le detuviera. No esta vez. Nunca más.

Mill House, la casa del molino. El lugar donde muelen tus huesos para hacer su pan. El corazón del mal. El lugar donde se esconden los demonios.

Los chicos habían desaparecido, pero Pokey estaba en su habitación. Harvey le dijo que se quedara en casa y no saliera.

Fuera estaba oscuro. Encontró una linterna. Temblaba, pero estaba decidido a terminar con aquella locura. No podía permitir que el temor a Mill House le arrebatara su condición de ser humano. No era un gallina. Ni un cagado. No era un cobarde.

Se adentró en la oscuridad del bosque.

2

Victor y Suzy volvieron en coche a Roycewood conduciendo a toda velocidad. Se dirigieron a Manor House, intentando decidir qué hacer. Sabían que tenían tiempo mientras los chicos de los Caley estuvieran en el hospital, separados de los Butler. Se preguntaban cómo iban a decírselo a George y Sarah, a Harvey y Trish, cómo iban a callarlo, a responder por los asesinos, qué hacer después. Suzy iba recuperando poco a poco el control de sí misma, pero seguía helada hasta los huesos y no dejaba de temblar.

Manor House estaba tan oscura como la habían dejado dos horas antes, y al parecer seguía vacía. Entraron con cuidado, portando la Biblia y los sobres que se habían llevado innecesariamente. Llamaron a la señora Tyson, pero nadie respondió.

Entraron desolados en la biblioteca, intentando evitar la certeza de que pronto tendrían que llamar a los Caley y a los Butler, revelarles lo que sabían y convencerles de que era verdad. No podían mirarse. Permanecieron sentados, sin moverse, con la mirada perdida en el vacío.

3

Victor y Suzy casi atropellaron a Trish Butler, que corría por la carretera a casa de Tom Horton. Ella se percató de la palidez de sus rostros, que ni siquiera dieron muestras de verla. Los perdonó. Sabía que también ellos se hallaban tensos. Y además había poca luz entre los árboles.

Quarry House parecía viva. Y siniestra. Las ventanas y la puerta de la planta baja estaban abiertas y una música machacona salía del interior, algún tipo de soul-disco. Trish entró sin llamar.

—¿Tom?

Le contestó una voz asustada desde el fondo del pasillo.

—No está. Ha salido. Y creo que se ha llevado al niño. No está aquí.

Era la señora Robbins. Su viejo rostro tenía una apariencia frenética.

—Dios mío —dijo Trish—. Tom no se habría llevado al niño. ¿Dónde está el niño? ¿Sabe adónde iba?

—No señora —dijo la mujer—. No me dijo nada.

—Llame a la policía —le dijo Trish—. Dígales que vengan inmediatamente.

Se dio la vuelta y salió de la casa. Corrió hacia la parte de atrás, donde estaba el jardín alpino.

—¿Tom?

No hubo respuesta. El aire estaba tranquilo. Los árboles y arbustos de los alrededores no se movían. Trish no sabía qué hacer. ¿Buscar a Tom? ¿Buscar al niño? ¿Asegurarse de que sus chicos estaban en casa, sanos y salvos?

De repente le entró el pánico. Dio media vuelta y corrió hacia la carretera, sin saber qué hacer. Sintió, o pensó, que alguien, o algo, la miraba. Podía sentir cómo se le erizaba el pelo de la nuca. Corrió hacia su casa. El corazón parecía ir a estallarle.

4

Habían estado allí. Tom lo sabía. Los había sentido y oído moviéndose tras él, estudiándolo, acechándolo. Era totalmente de noche e, inexplicablemente, se habían ido. Debería haberse dado la vuelta cuando sintió que le rodeaban. No debería haber esperado a que le atacaran; debería haber sido él el agresor.

Recordando la vez que había andado a ciegas por el bosque, Tom había cogido una pequeña linterna. La sacó del bolsillo, la encendió y miró a su alrededor. No había ojos que brillaran entre las matas. Nada. Se levantó rígidamente, estiró el cuerpo y emprendió el camino de vuelta hacia la carretera.

Recordaba haber oído una voz que le llamaba por su nombre, una voz de mujer. Era Trish, estaba seguro. Pero había sido hacía mucho tiempo. Esperaba que estuviera bien. Esperaba que no la hubieran querido a ella en lugar de a él. Sabía que los encontraría.

5

Harvey Butler iba silbando por los oscuros senderos que conducían a Mill House. Su linterna le asustaba casi tanto como la oscuridad. Sospechaba que tras el globo amarillo de luz con el que caminaba le esperaban bestias voraces y asesinos perversos.

Cuando se acercaba a la mole de Mill House se quedó sin saliva y dejó de silbar. Las piernas le temblaban terriblemente. Apenas podía moverse.

El sonido antes ahogado por sus silbidos se le insinuaba ahora en la mente. Gracias al audífono podía identificar el borboteo del agua y el sonido ronco de los miles de insectos; las ranas croando, haciendo estampidos, gorjeando; los pájaros de la noche cantando; las alas de los murciélagos haciendo estremecerse el aire; las mariposas nocturnas rondando como masas de algodón en torno al haz de luz. «Adelante, chico —se decía—. Eres Tenzing alcanzando la cima del Everest, eres Ahab frente a Moby Dick».

Se contempló los pies, que avanzaban lentamente por el camino de piedra, azotacalles que entraban y salían constantemente de su campo de visión. Este pequeño piececito se fue a Mill House, este pequeño piececito se quedó en casa. Se detuvo frente a la gran puerta de roble y mantuvo en alto la linterna. El resplandor amarillo iluminó la basta textura de la madera, unida por bandas de hierro. Harvey se vio como la ilustración de un libro de cuentos infantiles, el pequeño, calvo y gordito Harvey Butler llama a las puertas del infierno. Doughboy se encuentra a Frankenstein. Frodo frente a la puerta de un villano, con las Oreas graznando sobre las ramas de los árboles. El pequeño y rechoncho Harvey Butler, que podía hacer pedazos lo que le contrariaba como un dios de la guerra.

Llamó con los nudillos y no obtuvo más respuesta que el eco resonando dentro de la casa, rebotando entre las frías paredes de piedra.

Un gran anillo de hierro bajo la cerradura servía para abrir la puerta. Harvey lo agarró y le dio la vuelta. El corazón le latía apresuradamente. El interior estaba oscuro y, por lo que podía ver, vacío.

«Que Dios me proteja», pensó Harvey. Y se internó en la oscuridad.

6

Cuando Sarah recobró el conocimiento era ya de noche. Probó suerte con la puerta que la había tenido encerrada y la encontró abierta. Se dirigió sigilosamente hacia la escalera. ¿Había sido sólo un aviso? A su alrededor, la casa seguía vacía y sorda. Caminó con cuidado por los pasillos, gritando los nombres de sus hijos y de su marido. No hubo respuesta. Sintió que se iba quedando helada, que las piernas le temblaban, que la náusea le volvía, recurrente. Corrió al cuarto de baño y vomitó hasta que se obligó a parar. ¿Dónde estaba Chrissie? ¿Dónde estaban los chicos? Fue a la biblioteca: la escopeta de George no estaba, y él tampoco. Presa del pánico, Sarah salió corriendo de la casa, llamando a sus hijos. Iba tambaleándose, aterrada. Nadie respondía. ¡Sus hijos! Estaban en el bosque. Sabía que estaban en el bosque, en peligro.

Cuando estaba en el acceso al garaje las luces de un coche pasaron barriendo a su lado. Unas largas sombras se abalanzaron sobre ella y se retiraron cuando el automóvil se acercó por la carretera de curvas. Antes de que llegara reconoció la forma de las sirenas y se dio cuenta de que era Frank Viele.

Dudó un momento. Sus hijos estaban fuera, en la oscuridad de la noche. No quería que Frank la viera, ni que la ayudara. Dio media vuelta y se internó corriendo en el bosque.

7

George Caley dio la vuelta a Manor House, manteniéndose tras los setos. Llevaba la escopeta en una mano y una linterna en la otra, aunque ésta iba apagada en este momento. Había hecho que Chrissie dejara el enclave con la señora Hooper dos horas antes, cuando se dio cuenta de que le molestaba profundamente la ausencia prolongada de Sarah. Mierda con ella, había pensado. Sabe cuidarse sólita, la bruja. Había dicho a los chicos que se quedaran en casa y había salido de caza. Ya había dado la vuelta a la mitad del enclave pero no había visto nada, y todo lo que había oído eran cosas que no podía ver. Pero le gustaba moverse, hacer algo positivo.

Había luces en Manor House, y George sabía que no debería ser así. Una hora antes había pasado por la puerta de entrada y se había detenido a hablar con O’Hara. Éste le había dicho que la señora Tyson había salido a mediodía hacia el hospital, para cuidar al doctor Royce, y que los Morita la llevaban en su coche. Ninguno de ellos volverían a pasar la noche al enclave.

¿Y si encontraba a los alemanes saqueando la casa? ¿Debería disparar primero y preguntar después? Pensó que sería lo mejor. Sentía cómo se levantaban en su interior la tensión y la ira. Agarró más fuerte la escopeta.

George estaba a punto de entrar en la casa, con la escopeta lista, cargada y gatillo a punto, cuando se encontró con el Peugeot a la entrada.

Era Victor. Debería haberlo sabido. George se dirigió tranquilamente a la puerta y entró en la casa.

8

Frank Viele corrió hacia donde había visto desaparecer a Sarah, con las llaves y hebillas tintineando y llevando en la mano una linterna que por su forma curva parecía un arma.

No tenía la intención de venir aquí. Unas horas antes, en la carretera, había pensado que jamás volvería a ver a Sarah, o que esperaría a que ella le buscara. Antes de una hora ya no podía soportarlo.

Ella estaba preocupada. Sabe Dios lo que sentía. Y pensándolo bien, sabía que también estaba en peligro. Los otros asesinatos de Roycewood habían sido de mujeres. Sarah podría ser la siguiente.

Había estado dando vueltas, sin hacer caso a las voces de detención. Tenía que hablar con ella, protegerla, abrazarla. Ella sería capaz de hacer cualquier cosa, cualquier tontería. Tenía que detenerla.

Entró en el bosque llamándola a gritos. Después se paró para tratar de oír una respuesta o algún ruido que le indicara hacia dónde estaba.

No se oía nada. No había más sonidos que el de su respiración y el canto de los insectos. Sintió un hormigueo sobre la piel.

9

George Caley abrió la puerta de la biblioteca y entró con la escopeta en la mano. Sólo vio unos ojos abiertos y vacíos por el terror que se lanzaban hacia él y se clavaban en los suyos.

—George —dijo Victor.

—¡Deja eso! —dijo Suzy.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó George.

Suzy y Victor cruzaron una mirada y después miraron de nuevo a George. Suzy fue la primera en recobrarse.

—Siéntate, George —le dijo—. Es mejor que te sientes y dejes la escopeta.

Él no quería, pero sintió que ella sabía, pudo verlo en su mirada abatida. Se sentó y dejó la escopeta sobre una silla a su lado.

—¿De qué se trata? —preguntó.

Se percató de cómo el terror invadía los ojos de Suzy, como si de repente hubiera recordado algo.

—¿Qué tal los chicos en el hospital? —le preguntó.

—Ah, están bien —contestó George—. Ya están en casa.

Victor lanzó un quejido y George se volvió hacia él, pero Suzy continuó:

—¿Estás seguro de que están en casa?

—Sí —respondió George.

Entonces Suzy se lo contó, sin que Victor la ayudara, y George no dijo ni una palabra, sino que se quedó mirándola con el mismo ceño fruncido y la misma expresión enojada hasta que terminó. Después se levantó, se acercó al teléfono y marcó un número. Esperó un largo rato.

—No están en casa.

Y volvió junto a la silla para coger la escopeta.

10

Trish entró corriendo en la casa, sudorosa y temblando. Dio un portazo tras ella. Había estado buscando y llamando a Tom, pero él no había contestado. Que el maldito idiota hiciera lo que quisiera, que se matara, ella no iba a quedarse allí fuera en la oscuridad ni un momento más.

Los había sentido; la habían seguido, la habían acechado a sólo unos metros de la casa. Se había vuelto mientras caminaba, intentando verlos. Pero no estaban allí. Se había echado a correr y los oía tras de sí. ¿Oyó unas risitas? Había sentido que en cualquier momento algo duro y afilado la golpearía entre los omóplatos, que la echaría al suelo y la desgarraría. Había sentido el punto donde iba a ser el golpe. Había perdido el control. Pero logró llegar a casa.

No podía dejarse caer. Tenía que cerrar puertas y ventanas, echar las cortinas, coger un arma, proteger a su familia y a sí misma, llamar a la policía. Las maletas estaban ya en el coche. Los chicos habían ayudado. Ahora a sacar a Harvey de la cama y hacer marchar a Pokey.

Estaba llorando. Se apartó de la puerta y caminó por el pasillo. Intentó llamar a alguien pero no pudo, no le salió más que un grito ahogado. Le faltaba el aire, y en su interior sólo sentía el vacío y los golpes del corazón. Tenía que recuperarse.

Al llegar a la escalera se reclinó sobre el pasamanos. Respiró hondo y agachó la cabeza para controlar el mareo, aquella negrura que la estaba inundando.

—¡Billy! ¡Harve! —gritó, pero no le salió más que un graznido sofocado.

Subió al primer piso deslizándose sobre la pared. Las habitaciones estaban vacías. Antes de llegar al segundo sabía que también allí lo estarían.

Pero se equivocaba. Pokey apareció en pie junto a la escalera, llorando y con el pulgar en la boca.

—¡Se han ido! —gritó Pokey—. ¡Todos se han ido!

Trish cogió a la niña por la mano y se la llevó fuera de la casa, tirando de ella. Volvió a adentrarse en la noche gritando los nombres de sus hijos con todas sus fuerzas. Esperaba que no fuera demasiado tarde.

11

Harvey dio un paso y entró en Mill House. Ya estaba hecho. La humedad fría del lugar lo envolvió y siguió por el pasillo. Esperaba que la puerta se cerrara bruscamente tras él, pero no fue así, a pesar de que una corriente fría repentina le golpeó la cara y le pasó rozando.

En la casa se oían ruidos, correteos y crujidos, pisadas y gemidos. A lo mejor eran los suyos. A lo mejor los del molino, vivo y atormentado, cuyos huesos de madera respondían al movimiento del agua y del viento, al calentamiento y al enfriamiento del aire o a la atracción distante de los planetas y las estrellas. O a lo mejor eran los sonidos de espíritus, diablillos u ogros, invisibles pero tangibles, monstruos de los lugares húmedos, oscuros y fríos que se arrastran haciendo que se te pongan los pelos de punta y te tiemblen los miembros. Demonios.

La linterna de Harvey iluminó el pasillo hasta la primera habitación. Él entró lentamente, temblando y escuchando los arañazos en las ventanas y las paredes y los gemidos y vagidos que parecían proceder de debajo de la casa, del sótano, donde se esconden los terrores. O del fachado, donde criaturas aladas y sedientas de sangre cuelgan boca abajo de las vigas putrefactas. Sobre él podía oír el golpeteo de sus excrementos cayendo sobre el suelo.

La primera habitación contenía muebles viejos y burdos, en los que se sentía todavía el trabajo de la madera. Había bancos y una mesa de caballete muy bien conservados, así como aperos de molinos apoyados en las paredes y colgando sobre la chimenea. Una vieja rueda de molino servía como mesita para el café. Todo tenía un color mortecino bajo la luz de la linterna.

Y aquella luz amarilla le permitía ver también los rastros cruzándose en el suelo: huellas de cascos de un animal encabritado y de pequeños pies desnudos, marcas de zapatos aquí y allá, las largas líneas barridas por ratones y ratas de unas paredes a otras, los trazos de cieno donde cosas derrumbadas habían arrastrado su cuerpo por la oscuridad.

Había un olor fétido, húmedo. Harvey avanzó por el pasillo con las rodillas temblando y agarrando fuertemente la linterna. No se echaría a correr. Nada de ser gallina. Afrontarlo. Ir a por ello con entusiasmo. Por debajo del olor húmedo pudo sentir otro olor: moho y podredumbre, cebollas y patatas olvidadas en la despensa y filtrándose por las bolsas, el pescado de la semana pasada dejado sobre el radiador, montones de caca de perro pisadas y untadas, mofetas muertas junto a la carretera.

Le sorprendió lo que encontró en la siguiente habitación: un arsenal de basura de varios centímetros de altura, cajas de comida congelada rotas y desparramadas, cajas de helado rezumando líquido, latas de Coca-Cola vacías o empezadas, botellas de vino rotas, latas de sopa y de salsa de tomate vacías, agujereadas con cuchillos o dardos y soltando gotas secas de pulpa roja, cajas de galletas vacías vertiendo migas, compresas y pañuelos de papel ensangrentados, rollos de papel higiénico desenrollados, montones de pañales de bebé, juguetes rotos, ejemplares de Playboy con brillantes vulvas abiertas, periódicos destrozados, bolsas manchadas de grasa y rellenas de plumas ensangrentadas, pilas de excrementos y escombros que cubrían la alfombra de debajo, una alfombra que rezumaba un líquido negruzco con puntos de moho. Un montón de basura por el que se escurrían las ratas.

De repente Harvey oyó con claridad el vagido de un niño. Era claro, pero sonó durante tan poco tiempo que no podía estar seguro de haberlo oído.

Mill House le aprisionaba, zumbaba y murmullaba a su alrededor como un enjambre de abejas. El calambre que le recorrió el cuerpo le dejó débil, como derritiéndose. El vagido volvió a oírse otra vez, era casi un grito, parecía tan cerca. Dio un salto. Pero sabía que venía de debajo de sus pies, de un enrejado en el suelo a través del cual se levantaba un vapor mohoso, una comunicación con el sótano, con el mundo inferior habitado por criaturas que reptaban y siseaban a la luz del día. «Una cruz —pensó—. Necesito una cruz». No podía moverse.

Volvió a oírse el vagido, era un bebé sufriendo, atormentado. Le destrozaba los nervios. Un terror repentino agitó su frágil resistencia, y su control de sí mismo se desparramó como el agua de una bolsa agujereada por mil cuchillos. Era un terror más sobrecogedor que el pánico, un terror que le encogía, le mojaba los pantalones y hacía castañetear los dientes, un terror que de repente lo dejó empapado en sudor, le derritió los huesos y corrompió su voluntad.

El bebé gritó otra vez pidiendo ayuda, y él se sintió desgarrado por la necesidad de contestar, acudir y rescatarlo. Se quedó temblando en la puerta de la habitación llena de basura. Le temblaban tanto las manos que dejó caer la linterna. Esta se rompió y Harvey quedó perdido en la oscuridad. Sólo se veía la luz mortecina de las estrellas al fondo del pasillo, tras las ventanas.

El bebé del sótano estaba sufriendo y tenía que ir a ayudarle. Pero ¿y si era un truco de un ogro para atraerlo hacia los chupasangre y el lodo? ¿Y si lo conducía hacia sábanas de citoplasma voraz que lo engulliría y devoraría? Allá abajo había el tipo de cosa culebreante que uno encuentra bajo los maderos podridos tras la cálida lluvia. Allá abajo estaban las ventosas poderosas de esponjosos tentáculos, una masa viscosa y desnuda, un enjambre de células como un apestoso cáncer, espirales y ruedas dentadas, ramas y glóbulos de plasmodea que lo engullirían y digerirían, y escupirían después lo que quedara. ¿Y si…?

Pero Harvey no podía soportar el llanto del niño. Avanzó a tientas, palpando las paredes mohosas, hasta que encontró la puerta que llevaba al sótano. Cruzó el umbral hacia los oscuros brazos de aquello que le esperaba allá abajo.

12

Primero Sarah se escondió entre los árboles hasta que oyó a Frank Viele pasar cerca y alejarse. Después siguió su búsqueda, llamando a Chip y Doug. Sabía que de nuevo la seguían, que tenía que avanzar en silencio. Se movió con más cuidado, extendiendo las manos al frente para tocar y apartar los arbustos. La pálida luz de las estrellas apenas le permitía ver por donde iba.

¿Eran ellos los que la seguían? ¿O era él otra vez? ¿O los unos y el otro? ¿Dónde estaban sus hijos? ¿Por qué estaba ella allí? ¿Adonde se dirigía?

El suelo bajo sus pies era pantanoso. Se hundía hasta los tobillos, y el barro la absorbía más y más a cada paso. Pudo percibir el olor de vegetación podrida. Las ramas le arañaban, le daban latigazos. Después el suelo se hizo más firme y llegó a un arroyo de piedras.

Sarah lo cruzó lo más silenciosamente posible, deslizándose sobre las piedras. Se daba cuenta de que todavía la seguían. No se paraba, sino que avanzaba lo más rápido que podía hacia donde estaban sus hijos, hacia donde tenía que salvarlos, hacia donde algo la arrastraba sin que ella pusiera nada de su parte.

Entonces encontró un sendero, flanqueado a un lado por el arroyo de piedras y al otro por un pequeño canal. El caz del molino. De repente supo adonde se dirigía.

Mill House.

Apresuró la marcha, pero controlando cada paso. Sentía que unos ojos le atravesaban la espalda. Cerró los ojos y se dio cuenta de que podía avanzar así tan bien como con ellos abiertos.

Sintió algo enfrente. Abrió los ojos y vio la negra silueta de Mill House.

Había alguien también delante de ella.

Había alguien a su lado.

Y tras ella.

De repente todos estaban a su alrededor, ladrando, gruñendo.

Vio quiénes eran, incluso a pesar de la oscuridad. Se echó a correr hacia la puerta de Mill House, quitándoselos de encima. Se abalanzó contra la puerta y se arrojó al interior. Ellos la seguían, aullando.

13

Esta vez Tom Horton no iba tambaleándose. Avanzaba con paso firme, iluminando el suelo con la linterna y pisando con seguridad y control. No sabía dónde estaba ni a dónde se dirigía, pero sabía que había algo que tenía que hacer. Los encontraría. Su cuerpo se lo decía. Se lo decía con firmeza y seguridad. Su cerebro ya no sabía qué buscaba su cuerpo, pero lo seguía. Oía un movimiento delante suyo, y sabía que era allí donde tenía que llegar. Un pie avanzaba primero, y después el otro, y él contemplaba cómo aplastaban las hojas podridas, se hundían en el suelo fangoso, chapoteaban el agua y marchaban por un sendero. Parecía que había un grupo de perros un poco más adelante, como abordando algo. Avanzó de manera automática hacia aquel ruido.

14

Salieron corriendo de Manor House. George iba delante, con la linterna y la escopeta, y Suzy y Victor intentaban seguirle, gritando «¡no!» para detenerle. Tan pronto como se internaron en el bosque oyeron los ladridos y los aullidos, como un grupo de perros o lobos rabiosos.

No era lejos. Cerca de Mill House. George corrió hacia los ruidos, abriéndose paso entre los arbustos. Victor y Suzy seguían los tambaleos de la luz. Primero corrían cogidos de la mano, tropezando. Victor se soltó y se adelantó para intentar alcanzar a George y quitarle el arma.

Suzy pensó que no era posible, que no podía estar ocurriendo. No quería pensar, no quería sentir, quería estar en otra parte, lo que sabía le daba náuseas, a cada paso sentía el estómago golpeándole el corazón y pegándosele a la garganta. Sentía al niño rebotando en su vientre.

Tenía la sensación de que sus pies no acertaban con el suelo, como si cada paso adelante representara dos hacia atrás. Quería detenerse, alcanzar a Victor, abrazarle, besarle, hacer el amor con él, olvidar todo lo demás. ¿Qué estaba haciendo allí?

Pero delante de ella, el haz de luz, el estampido de los pasos de George, de los de Victor, de los suyos, corrían hacia una obscenidad de su propia carne y sangre a que no podía enfrentarse.

Párate. Quería tiempo para detenerse. Quería tiempo para cerrar los ojos. Quería morirse y poner fin a la pesadilla. Pero de repente ella, y Victor, y George estaban ante Mill House, dentro de Mill House, entre ellos. Aullaban en las sombras, en torno a un cuerpo extendido. Sarah.

Se volvieron hacia Suzy. Olieron su embarazo, y ella lo sabía. Sabía que ahora querían el niño de su vientre.

15

En el sótano de Mill House, Harvey podía oír los garrapateos, gritos, aullidos y ladridos sobre él. Se alejó tambaleándose, avanzando a tientas a través de pasadizos llenos de moho que conducían hacia el lugar donde estaba llorando el bebé. Estaba seguro de que en cualquier momento pisaría un nido de serpientes o de sapos, que unas bestias voraces lo desgarrarían.

Pasó la última puerta y se halló temblando sobre el sonido del niño. No estaba seguro de que debiera agacharse y tocarlo. Le sobrecogía el temor de que lo que yacía a sus pies, gritando como un bebé atormentado, no fuera un bebé. Sabía que si se inclinaba algo helado, viscoso y tremendamente poderoso le agarraría las manos, tiraría de él, se abalanzaría hacia su garganta con dientes puntiagudos y le rasgaría la yugular.

No tenía ni una cerilla para iluminar la habitación y ver qué era aquello que levantaba sus brazos hacia él. De repente ya no le importaba. De repente los aullidos y los gritos que oía sobre su cabeza le forzaron a actuar. Simplemente quería poner fin al terror, a la indecisión y la cobardía, quería parar inmediatamente aquellos vagidos y gorgoteos patéticos.

Harvey se inclinó, tocó y encontró al bebé cálido y mojado. Lo cogió y salió tambaleándose por los oscuros pasillos hasta que sintió que tenía que detenerse y gritar. Entonces vio una luz pálida, encontró la escalera y se arrojó hacia los atroces sonidos de arriba.

16

George no podía soportar aquel sonido. Le destrozaba los nervios, le atravesaba el corazón. Le parecía haberlo oído en pesadillas de muerte y desmembración en lugares fríos y oscuros a donde no llegaba la luz, en recuerdos ocultos bajo el pensamiento tan viejos como la humanidad misma, lobos, osos y leones rondando el campamento en torno al fuego, un sonido que debía detener antes de que le volviera loco. Oía a Victor a su lado, sentía que le tiraba del brazo, lo oía gritando «¡no lo hagas!».

Perros rabiosos, pensaba George. Lo que veía eran perros rabiosos. Babeando. Rociando espuma. De niño había visto perros rabiosos, perros que ladraban a cualquier cosa que estuviera cerca, que se ladraban a sí mismos.

George se volvió hacia Victor. Le apartó la mano de la escopeta y miró a sus ojos suplicantes.

—Si intentas detenerme te mataré —le dijo.

George vio frente a él el cuerpo extendido de Sarah, con los brazos despatarrados, como una muñeca rota. No sabía si estaba viva. Sólo sentía su ira, su necesidad de atacar. Perros rabiosos rondando a Sarah, encarándose a él, ladrando.

Pero no eran perros. Eran chicos. ¡Sus hijos! ¡Los hijos de los Butler! O los que pasaban por ser sus hijos: ¡hijos de los Royce!

La sangre le bullía en la cabeza, se estremecía, lloraba, aullaba en un grito de angustia. Apuntó hacia las figuras que se movían. Sus dedos tensaron una y otra vez el gatillo. Las cargas explotaron y las figuras saltaron. Los chillidos de dolor rasgaron la habitación. Brazos que golpeaban, piernas pataleando.

George abrió el arma, llorando y rodeado de gritos, y volvió a cargarla. Todas las manos se posaban sobre él, las de Victor, las de Tom, las de Viele, pero él se mantuvo firme, apuntó y disparó dos veces más. Cerró los ojos ante aquellas criaturas cubiertas de sangre que se desplomaban y arrastraban hacia él mostrando las partes descarnadas de sus cuerpos. Dos de ellos le llamaron «papá». Cayó de rodillas y soltó el arma.

17

Tom Horton se quedó mirando los cuerpos desnudos de los chicos, destrozados y extendidos, mirando al policía que se inclinaba sobre Sarah, que gritaba. Se volvió y miró a George Caley, arrodillado y llorando. A su lado estaba la escopeta, rota.

Tom se acercó a George, se arrodilló frente a él y escuchó sus sollozos y las voces de los otros. Intentó ver los ojos escondidos de George. Al final Tom se inclinó, rodeó a George con sus brazos y lo acercó a sí.

—Ojalá yo lo hubiera hecho —le dijo al oído—. ¡Si yo pudiera haberlo hecho!

18

Trish, que tiraba de una Pokey llorosa, los encontró en Mill House. Vio a Victor y Suzy abrazándose, a Frank Viele tocando a Sarah mientras ella yacía apretándose contra los cuerpos ensangrentados de sus hijos, vio a Tom Horton abrazando a George, que sollozaba, vio a su marido con el niño de Tom en brazos y contemplando la escena con ojos atónitos desde el otro lado de la habitación.

De repente se sintió fuerte, ni siquiera tenía ya dificultades para respirar. Soltó la mano de Pokey y cogió la linterna de George, que había caído al suelo. Caminó hacia donde yacían sus hijos. Sus chicos. Sus pequeñines. Pasó sus dedos sobre los cabellos revueltos y llenos de sangre, sobre los rostros cada vez más fríos. Demasiado tarde.

Demasiado tarde. No podía echarse a llorar.