17

Sangre vieja

1

—¿Qué quieres decir, hablar con ella? —preguntó Victor—. ¿Quién es ella?

—Tía Dorothy —dijo Suzy con resignación—. La esposa de tío Benjamin.

—¿Alguien me ha contado algo de ella?

—Yo no —contestó Suzy con voz apagada—. Ni siquiera yo tengo muchas noticias de ella últimamente. Pero sigue viva.

—No entiendo.

—Lleva «apartada» desde antes de que yo naciera, supongo que unos treinta años. Vive en el hotel Barclay. Benjamin solía llevarme a verla, hace mucho, mucho tiempo. Supongo que cuando todavía estaba bien de vez en cuando. A mí me parecía una señora muy dulce. Solía leerme trozos de libros de medicina. No entendía, pero ella me gustaba. Fue una médico de gran prestigio.

Suzy estaba en pie, mirando a su alrededor de manera distraída.

—Supongo que será mejor llevar el informe con nosotros —dijo—. Y quiero coger la Biblia, hay algunas cosas sobre las que me gustaría hacer unas preguntas.

Suzy se quedó inmóvil y en silencio un rato más, después se estremeció y emitió una serie de suspiros sofocados, como si estuviera conteniendo las ganas de llorar.

—Me gustaría tener los informes médicos —dijo—. Ojalá no los hubiéramos dejado en casa.

2

Sarah condujo hasta el parque junto al río y se quedó sentada en el coche, contemplando la superficie del agua, que brillaba bajo el sol rizada por el viento. Después lloró con las manos colgadas del volante y la frente encima.

Sabía que debería estar en casa con sus hijos y su marido, haciendo lo posible para convencer a George de que debían irse, o preparando sus cosas y las de los niños para poder partir. Pero todavía no podía volver, no podía enfrentarse a George ni a aquel sentimiento de culpabilidad y disgusto que la inundaba al mirarlo; no sabía si podría hacerle frente algún día.

Pensó que era la edad, y el trastorno por todo lo que había ocurrido. Simplemente había perdido el control, había hecho algo que nunca habría hecho si la vida hubiera seguido siendo normal y tranquila. Todo y todos se habían vuelto locos bajo la presión, incluida ella. Eso era.

Ahora tenía que salir de allí. Pero no podía moverse.

3

Dejaron Manor House como los restos de un ejército derrotado. Victor avanzaba lentamente en cabeza, llevando la antigua Biblia familiar. Suzy le seguía estudiando los sobres que colgaban flojamente de sus manos. Con gran cuidado, Victor dejó la Biblia en el asiento trasero del Peugeot e iniciaron la marcha a través de carreteras llenas de hojas. En veinte minutos estarían en el Barclay. Ninguno de los dos decía palabra.

Victor no solía ser muy imaginativo, pero mientras Suzy soltaba algunos sollozos él hacía un montón de conjeturas: el doctor Royce como una especie de doctor Jekyll-míster Hyde moderno, involucrado en experimentos mezclando ADN en tubos de ensayo y haciendo empalmes genéticos. La señora Royce, una mujer lobo-vampiro que atacaba por la noche a otras mujeres.

—No es lo que crees —dijo Suzy, como leyéndole el pensamiento—. Es mucho, mucho peor.

Él no dijo nada y echó la culpa de su imaginación a los libros y películas de ficción y al sensacionalismo de los medios de comunicación, el tipo de cosa que uno se encuentra al echar una hojeada a un mal periódico: «Doc crea un bebé de dos cabezas en un útero de vaca» y todo eso.

Pero a lo mejor, a lo mejor había un grano de verdad en ello.

—En la parte de delante de la Biblia —dijo lentamente Suzy— hay páginas y más páginas para registrar los nacimientos de la familia, las muertes y todo eso. Es como un árbol genealógico continuo.

Victor miraba a la carretera.

—¿Y?

—Hay algo que siempre me ha extrañado —dijo ella—, algo muy curioso que noté hace ya mucho mucho tiempo. Le pregunté a mi padre cuando tenía quince años, justo antes de que muriera, pero nunca me dijo nada con sentido. Y lo mismo ocurrió cuando le pregunté a tío Benjamin.

Se detuvo y suspiró. Victor esperó a que continuara.

—Mi tatarabuelo, Benjamin F., tuvo en total tres hijos, según la Biblia. Allí se ve que los dos primeros, un chico y una chica, murieron cuando tenían aproximadamente 20 y 18 años. También puede verse que unos tres años antes de eso mi tatarabuelo tuvo otro hijo. ¿Me sigues?

—Sí —dijo él.

Ella volvió a suspirar.

—Ahora aquí viene el rompecabezas —continuó—. Al seguir la pista de las relaciones a partir de ahí, uno encuentra que ese hijo no es mi bisabuelo, como debería ser, sino mi abuelo, el padre de mi padre y de tío Benjamin, y no su abuelo.

Victor podía darse cuenta de que ella le miraba, esperando una respuesta, así que asintió con la cabeza.

—Cuando preguntaba sobre eso, todo lo que obtenía por respuesta era una especie de jerga con tal falta de sentido que la he olvidado. Siempre he sospechado, sin querer pensar mucho en ello, que los dos hijos mayores de mi tatarabuelo habían tenido juntos un niño, que resultó ser al mismo tiempo mi bisabuelo y mi abuelo. ¿Entiendes?

Victor asintió con la cabeza.

—Benjamin F. educó a su nieto como si fuera su hijo, así que ahí perdimos toda una generación. Supongo que intentaron encubrirlo, pero no podían mentir totalmente en la Biblia familiar. Así que se limitaron a poner allí su nombre, debajo de los dos chicos y de Benjamin F. Y cuando yo preguntaba simplemente me dejaban de lado.

Victor continuaba pensando.

—¿Qué tiene que ver todo eso ahora? —preguntó.

—Algo —dijo ella, en voz baja y temerosa—. No sé exactamente qué. Pero no puedo obligarme a pensarlo.

Estaban ya en el centro de la ciudad, atravesando las calles estrechas y llenas de coches hacia Rittenhouse Square y el Barclay. Los dos sudaban por el calor y la tensión.

—No quiero pensar en ello —dijo Suzy—. Es demasiado enfermo.

Victor se daba cuenta de que incluso ahora seguía intentando mantenerse apartada. Probó suerte con una pregunta directa.

—¿Qué más encontraste en la Biblia? —preguntó.

Ella quedó un momento en silencio y después respondió como con precaución, con voz monótona.

—Una nota de un tal doctor Philip Crozier, dirigida a Benjamin F. en 1888. Decía: «Los chicos han engendrado un hijo y deben ser separados».

—Entonces era verdad.

Ella suspiró todavía más profundamente, como con un pequeño gemido. Se llevó la mano a la frente, como protegiéndose los ojos de una luz cegadora.

—La nota del doctor Crozier procedía de algo denominado Instituto para Enfermedades Nerviosas —dijo—. Los chicos estaban en un manicomio.

Victor estaba seguro de que Suzy sabía más, algo que retenía, algo a lo que no podía hacer frente. Tenía que haber más o nada tendría sentido, nada explicaría nada. Pero ahora estaban ya en el Barclay. Salieron de mala gana del coche y subieron la escalera con la Biblia y los sobres, caminando con rodillas temblorosas hacia donde tenían a la tía Dorothy.

4

George oía las risas y los chillidos de Chip y Doug en el piso de arriba, a pesar de haber cerrado la puerta del estudio. Interrumpían sus meditaciones y le molestaban. Dejó caer violentamente la escopeta sobre el escritorio forrado en piel. Al punto de hacerlo se arrepintió, pero la escopeta no se disparó. Subió los escalones de dos en dos y encontró a los chicos dando vueltas entrelazados en la cama de Chip. Éste tenía apresado al otro en una llave y Doug gritaba, a punto de llorar.

—¡Basta ya! —había gritado George. Los chicos se le quedaron mirando y se separaron—. ¡Doug, tú a tu habitación! —siguió gritando y señalándole con el dedo. Después lo desvió hacia Chip—: ¡Y tú te quedas aquí!

Pero aquello no bastaba. Su ira le desbordaba y necesitaba dejarla salir.

—¡Los dos a ordenar vuestras habitaciones! ¡Y preparar las maletas para las vacaciones de verano! ¡Os vais esta noche!

No esperó ni un simple «sí» de respuesta. Se dio la vuelta y bajó a zancadas por la escalera, preguntándose adonde habría ido la maldita de Sarah. Había cogido el coche, así que suponía que estaría bien. «Sólo embarazada —pensó—, embarazada, ¡por el amor de Dios, qué locura!».

George sabía que tenía que moverse para terminar con aquellas meditaciones y aquel fastidio.

5

La señora McKinnon los miraba por la abertura de la puerta, adelantando la cabeza por encima de barras y cadenas. No quería dejarles entrar.

—Pero usted me recuerda —le decía Suzy—. Soy Suzy, la sobrina de la señora Royce, y tengo que hablar con ella sobre el tío Benjamin.

La señora McKinnon seguía discutiendo y manteniéndose firme, aunque su rostro dio ciertas muestras de reconocerla.

—No antes de que el doctor Royce llame dando su consentimiento —dijo con su voz ruda y arisca.

Suzy comprendió que la señora McKinnon no sabía que el doctor Royce estaba en el hospital.

—Pobre mujer —dijo—. No sabe que el tío Benjamin ha sufrido un ataque.

Primero un ceño fruncido por el estupor, después un último asomo de ira. Al final comprendió. El labio superior le temblaba por el dolor.

—No —dijo.

—Sí. Se encuentra ahora en el Royal Memorial. Tenemos que ver a tía Dorothy y explicárselo.

La señora McKinnon dudó y cedió un poco en medio del dolor y la sorpresa.

Suzy dio un paso adelante.

—Por favor. Ahora. Ya hemos venido hasta aquí.

La mujer soltó las barras y las cadenas y les abrió la puerta. Sus movimientos eran todavía reacios.

—Está en el cuarto de estar —dijo la señora McKinnon—, viendo la televisión.

Suzy se acercó de puntillas hacia el lugar de donde provenía el sonido y avanzó hacia la pequeña esfinge arropada en mantas rosas en un sillón. Se arrodilló frente a ella. La recordaba más vieja, más marchita. Sonrió a aquellos ojos destellantes que lentamente iban al encuentro de los suyos. Esperó.

La anciana se quedó mirándola, dando cabezaditas hacia un lado y moviendo los labios agrietados. Suzy podía ver cómo jugaba con los dedos bajo la manta. Ahora recordaba aquel hábito suyo de darle vueltas a la alianza, aunque no había pensado en ello durante años.

—¿Te acuerdas de mí, tía Dorothy? —le preguntó con una sonrisa, esperando sólo un poco de cordura, un poco de sentido.

—Eres Suzanne —dijo la anciana—. Solías traerme mandarinas.

Sí, era verdad. Ahora lo recordaba. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Debería haberse acordado y traído algunas.

—Nunca me han gustado las mandarinas —dijo la mujer, y sonrió. Sacó el brazo derecho de debajo de la manta y apagó el televisor con el mando a distancia. Acarició la mejilla de Suzy con unos dedos que parecían palos secos, lisos, curvos y blancos—. Así que te has acordado de mí —continuó—. Estás muy guapa.

Suzy se dio cuenta de que la anciana esperaba a que le besara y sostuviera la mano, y así lo hizo. Después pensó que lo mejor era ser directa.

—El tío Benjamin está en coma en el hospital —dijo—. Sospechan que es una hemorragia cerebral.

Se quedó seria, esperando una reacción. Miró a la anciana a los ojos con toda la tranquilidad que pudo, a la espera de alguna señal. Vio que cambiaban y sé alegró.

—¿Hay parálisis? —preguntó la anciana.

¡Estaba bien! ¡Había entendido!

—La parte izquierda —contestó Suzy con voz quebrada.

No se extrañó por la sequedad de la reacción de su tía. Sólo esperaba, mantenía la respiración y esperaba.

6

Suzy no se daba cuenta de la presencia de Victor en la habitación, pero la tía Dorothy sí.

—¿Quién es? —le preguntó disgustada.

—Victor, mi marido —dijo Suzy.

La mujer tenía todavía cara de disgusto.

—Sí —dijo—. El doctor Royce me ha hablado de él. Pero no sabía que tuviera barba. No me gustan los hombres con barba. Dile que se vaya.

—No lo haré —dijo Suzy arriesgándose.

La mujer esbozó de nuevo su suave sonrisa.

—Bien —dijo—. Eso me gusta.

Nada de dudas, ataca directamente.

—Me gustaría preguntarte algo sobre mi bisabuelo y otras cosas —dijo Suzy.

La luz de los ojos de tía Dorothy se desvaneció y la sonrisa dejó su rostro. Se quedó largo rato en silencio mientras Suzy esperaba expectante.

—Así que quieres saber sobre el muchacho y la muchacha, ¿no es verdad? —le preguntó la anciana, frunciendo los labios de modo que las arrugas se hicieron más profundas.

—Sí —dijo Suzy.

—El hijo era normal, eso era lo importante —comenzó tía Dorothy—. El doctor Royce daba gracias por ello, y lo recordaba constantemente. «Mi padre era normal, y yo también», me decía. Pero yo no le conté nada de mí misma, y puse cuidado en que no tuviéramos hijos.

Suzy se percató de que se estaba desviando y trató de retenerla.

—Cuando dices que el niño era normal te refieres a mi abuelo, ¿no? —le preguntó.

—Sí, querida, al padre de tu tío Benjamin y de tu padre. Era normal, como también lo eran tu padre, tío Benjamin y su hermana Margaret, aunque Margaret era un poco apagada y quizás un poco débil mentalmente. Y todas vosotras, las chicas, salisteis también normales, tú, Sarah y Nancy, Trish y Flip. Todas normales pero todas chicas, y las chicas no portan el nombre de la familia, y tu tío y yo no podíamos tener hijos.

Empezó a musitar palabras ininteligibles y Suzy se asustó de perderla. Apretó más fuerte su mano mientras aquellos viejos ojos se nublaban y perdían y todo el cuerpo temblaba.

—Cuéntame algo de los dos muchachos. ¿Por qué no eran normales? —preguntó Suzy.

Tía Dorothy siguió murmurando para sus adentros durante un rato. Después volvió en sí y miró a Suzy.

—Pero su descendencia era normal. A veces pasa eso, los genes son recesivos y no se puede recurrir a la ley de Mendel porque la carga genética en una persona no es tan fuerte cuando se trata de este defecto. Entiendes, el defecto genético es recesivo y puede incluso desaparecer en dos generaciones. Y eso es lo que nosotros pensamos que había pasado.

—Los chicos, el hermano y la hermana —insistió Suzy con suavidad—, mis bisabuelos, cuéntame algo de ellos.

La anciana la miró aterrorizada. Su cuerpo se puso rígido y sus ojos se tornaron salvajes y brillantes, dejando ver la astucia surgida del temor.

—¡Pero no puedes saberlo! —le dijo—. ¡No puedes saberlo!

Suzy permaneció tranquila. Siguió apretando la mano de su tía y le devolvió una mirada confiada y algo autoritaria.

—Tengo que saber —le dijo—. Si no fuera por ellos yo no estaría aquí, y tengo que saber. Háblame del doctor Crozier. Háblame de los dos chicos que eran mis bisabuelos. Cuéntamelo todo.

7

Tom Horton llamó por teléfono a Trish Butler antes de hacer lo que sabía que tenía que hacer, como si pidiera su aprobación.

—Esta noche voy a hacer que vengan a por mí —le dijo—. Es la única manera. Quiero que alguien lo sepa por si no vuelvo.

—Suena tan dramático —le dijo Trish—. Pareces cambiado. No creo que debas hacerlo.

Ella no necesitaba más problemas. Le llegaba con sacar de allí a Harvey y los niños. ¿Por qué Tom no la dejaba tranquila?

—No he estado bebiendo —dijo Tom—. Me muero por beber algo, pero no lo haré. Estoy temblando.

—A lo mejor deberías beber algo —dijo Trish un poco malévola.

—No puedo —dijo Tom—. Tengo que hacer esto, y hacerlo bien. No puedo quedarme dormido o fallar, como ayer por la noche. Es demasiado importante.

Trish se enfadó.

—¿Qué te hace pensar que vendrán a por ti? Hay montones de gente en el bosque. ¿Por qué no cualquiera de ellos?

Se hizo el silencio.

—Sé que soy yo —contestó Tom finalmente—. Yo soy el siguiente. Lo sé.

—No salgas de casa —dijo ella.

Estaba temblando y a punto de gritar.

—Tengo que hacerlo —dijo Tom.

Trish estalló.

—¡Pues venga, adelante! —gritó—. ¿A quién va a importarle?

Y colgó el teléfono.

8

—Más tarde se les llamó «los niños lobo» —dijo tía Dorothy de mala gana—. Parece que les empezó cuando llegaron a la adolescencia, y no había antecedentes que lo explicaran. Era alguna combinación genética casual, que nadie podía prevenir. El viejo Benjamin F. Royce se había casado bien, pero debía haber algún error en los genes de Hesther Morris que se juntó a algún error en los de él. Era lo que en aquellos días se denominaba «sangre débil». Los hijos fueron perfectamente normales hasta la adolescencia, e incluso entonces parecían perfectamente normales la mayor parte del tiempo, hasta que un día… un día…

Durante un rato, tía Dorothy pareció perder el hilo de la narración, o que la memoria le fallara. Después se tranquilizó y continuó:

—Un día atacaron a su madre con hachas, le desgarraron y abrieron el vientre, tomaron el niño que llevaba en él y lo mataron también. Y se dice que se lo comieron. Ocurrió en Mill House, en Roycewood.

Suzy intentó no reaccionar. Podía sentir la conmoción de Victor tras de sí y le hizo una señal para que se callara y así tía Dorothy pudiera seguir hasta el final y decirlo todo. Mill House era la casa a la que tío Benjamin quería que ella se fuera a vivir. De alguna manera había algo en su interior que siempre había sabido todo esto, que siempre lo había temido.

—Les vieron hacerlo —dijo la anciana—. Si no, jamás se habría sospechado de ellos. Cuando los vieron estaban desnudos, pero cuando los encontraron aparecieron pulcros, relucientes y alegres, y no podían recordar nada de lo que habían hecho. Creo que hoy lo denominaríamos epilepsia psicomotriz. Un comportamiento violento, automático y psicótico durante el ataque seguido de una amnesia total.

Suzy podía sentir la fuerza repentina de las palabras de la anciana. Una diagnosis hecha por su viejo yo, o por una parte de su yo profesional que todavía se mantenía en la locura. Suzy sostuvo aquella mano fría y mentalmente la urgió a continuar. Y ella así lo hizo.

—Lo mantuvieron en secreto, claro —dijo—, porque Benjamin F. Royce era un hombre extremadamente poderoso. Y los chicos parecían bien hasta que un día los encontraron en la cabaña copulando como perros, echando baba y espuma por la boca. Después no podían recordar nada. Así que se los llevó al Instituto para Enfermedades Nerviosas. El doctor Philip Crozier era su médico. Al principio estaban bien allí. Después los encontraron unas cuantas veces copulando en el patio de recreo, a veces con los guardias alrededor, mirando y haciendo chistes. Así que los separaron. Y fue peor. Después de esto nunca estuvieron cuerdos. Eran como animales en una jaula, gritaban, echaban espuma por la boca, atacaban a cualquiera que se acercara, se desgarraban las ropas y la piel y se mordían las uñas hasta el hueso. Lo leí todo en el informe. La chica estaba embarazada. Tuvieron que mantenerla sujeta hasta que tuvo al niño. Entonces se lo quitaron para que lo educara el padre de ella, Benjamin F. Al final se dejaron morir negándose a comer. El chico no tenía ni 20 años, la chica no alcanzaba los 18.

Suzy permanecía sentada, totalmente aturdida. Pero también esto lo sabía ya. ¿Cómo lo había sabido? ¿Qué más sabía que no podía recordar ni admitir? ¿Qué era aquello que sabía y que tenía que ver con lo que estaba ocurriendo ahora?

Suzy volvió a mirar a la anciana a la cara. Sus ojos estaban cerrados, pero temblorosos. Dudó un momento. Esperó. No quería admitir que sabía lo que venía ahora, quería oírlo y poner fin a las especulaciones, pero al mismo tiempo quería mantenerlo oculto, encerrarlo y aislarlo como había hecho tío Benjamin con Roycewood y con tía Dorothy, mantenerlos encerrados y a salvo, al menos hasta ahora.

9

Cuando Sarah volvió a casa con el coche, The Vineyard estaba cubierto por las sombras de los árboles y la colina. Apagó el motor y se quedó sentada dentro un rato, juntando fuerzas para entrar en la casa. Faltaría poco menos de una hora para que se hiciera de noche. Antes de eso tendría que partir con los niños. No podía pasar aquí otra noche más, con George o sin él.

Bajó del coche y se dirigió a la casa. La puerta trasera se hallaba totalmente abierta. Le pareció extraño, a pesar de que los chicos no solían preocuparse de cerrarla al entrar y salir. Pasó a la cocina y se quedó escuchando. Había un silencio especial. No era el silencio que asegura que no hay gente en la casa, sino una sensación de silencio forzoso, como si hubiera alguien escondido, esperando. El corazón de Sarah latía ahora más de prisa.

—¡Chip, Doug, Chrissie! —gritó—. ¡George! ¿Estáis en casa?

No pudo oír contestación alguna, pero sintió una respuesta. «Aquí hay alguien —pensó—. Lo siento».

Miró en torno a la cocina vacía y en sombras. Sintió que un grito le subía a la garganta, después lo detuvo. Por un momento, un juego de luz, una sombra motivada por el movimiento de la cabeza, un pestañeo o simple alucinación, le pareció haber visto unos cadáveres colgados de las vigas del techo, chicos muertos en bata, con los ojos salientes, las lenguas colgando y los rostros malva, chicos colgados que provenían de un sueño de la infancia y que de repente la asaltaron estando despierta. Pero no, no había nada, realmente no había nada.

Después se oyó una voz en la lejanía, una voz baja y apagada, una voz de niño, que repetía una y otra vez un sonido que ninguna madre pasa por alto. Pero no era un sonido ansioso o apenado, sino una simple repetición mecánica, como la de una muñeca. Pero no había duda de que era la voz de Chrissie farfullando «mamá… mamá…» en la distancia.

Sarah aguzó el oído, inclinó la cabeza y se quedó escuchando. Sí, era Chrissie, pero no sonaba en su habitación, sino en alguna otra parte, en alguna parte… Sarah cruzó la cocina en dirección al pasillo, caminando despacio y siguiendo el sonido.

—¡Chrissie! —gritaba—. ¿Dónde estás, pequeña?

Se quedó escuchando de nuevo. En la planta baja. Allí donde dos días antes, ¿o tres, o el día anterior?, había encontrado la muñeca en la secadora, la muñeca atravesada con cuchillos de cocina.

Le pareció oír una risa disimulada, embozada.

—¿Quién anda ahí? —gritó.

No hubo respuesta. Pero volvió a oír la voz de Chrissie. Abrió precipitadamente la puerta de la planta baja y se lanzó escalera abajo. Su mano pasó barriendo sobre el interruptor y lo perdió. Pero al llegar al pie de la escalera le dio al que allí había. Las luces no se encendieron. Se quedó parada en la penumbra. La luz del pasillo entraba por la puerta al final de la escalera y a ella se añadía la que penetraba a través de las ventanas de la lavandería, al fondo del pasillo de la planta baja.

Sarah se percató de que la voz de Chrissie no procedía de la lavandería sino de detrás suyo, del fondo del pasillo que conducía a la parte delantera de la planta baja, que carecía de ventanas. Allá atrás había unos cuartos trasteros, que raramente se utilizaban, atiborrados de trastos viejos cubiertos de polvo e infestados de arañas.

—¡Chrissie! —gritaba.

Y oía la voz de la niña que le respondía: «mamá…, mamá…, mamá…». Una voz espaciada, sin expresión. Sarah avanzó a tientas por el pasillo hasta llegar a una puerta entornada. La voz venía de allí dentro.

—¡Chrissie! —volvió a gritar.

Empujó la puerta y entró, buscando a tientas el interruptor de la luz. Lo encontró y accionó, pero las luces no se encendieron. La voz procedía de la esquina contraria. Sarah avanzó en la oscuridad. Tropezó con varias cajas y estuvo a punto de caer.

—¡Chrissie! —gritó cuando llegaba.

Pero no encontró a la niña, sino algo duro y frío, algo con bandas y botones. Un magnetofón.

Funcionando.

Sarah se enderezó y se dio la vuelta, turbada. Por la cabeza le pasaban un montón de imágenes, y tenía la sensación de que había alguien tras ella. Corrió gritando hacia la puerta, pero ésta se cerró bruscamente. Se estrelló contra la puerta, la empujó y golpeó con los puños, lanzando gritos, gritos auténticos, sin palabras. La puerta cedió un poco pero alguien la empujó desde el otro lado con una fuerza que ella no podía igualar. Siguió empujando hasta que le faltó el aire y comenzó a llorar. Tras ella, el magnetofón seguía diciendo «mamá», y al otro lado de la puerta se oían gruñidos y risitas extrañas, olfateos y gorgoteos mezclados con quejidos, suspiros y arañazos, como si una jauría de perros estuviera allí fuera, babeando por ella.

Sarah se apartó de la puerta, se retiró, tropezando con las cajas, hacia la pared del fondo, se apretó contra ella, y lentamente se fue hundiendo, perdiendo totalmente el conocimiento antes de que sus manos tocaran el húmedo suelo de piedra.

10

—He seguido la trayectoria de todos vosotros, los de Roycewood —dijo finalmente tía Dorothy, sin abrir los ojos—. Sé que tú no vives allí, pero también he seguido la tuya. Tu tío Benjamin me visita dos o tres veces por semana, y te adora. Me lo cuenta todo, y a veces incluso me pide consejo. A veces me acuerdo de lo que me cuenta, a veces no. Lo mismo pasa con lo que yo digo. A veces él piensa que yo no recuerdo, pero lo hago. A menudo tengo ideas que pueden parecer extrañas a otras personas, pero que a mí me parecen totalmente racionales. Y también a menudo lo que otra gente considera racional a mí me parece totalmente loco. Me dicen que a veces camino por las calles y desaparezco durante días, y no lo recuerdo. A mi madre le ocurría lo mismo, y vivió con mi padre toda la vida. Creo que prefiero vivir así, como estoy, pero me dicen que me escapo muchas veces y que siempre estoy intentando hacerlo. Se me ha diagnosticado reacción esquizofrénica, y probablemente sea verdad. —Se detuvo, abrió los ojos y se percató de nuevo de la presencia de Suzy—. Y tú te preguntarás qué tiene que ver todo esto contigo.

—Me pregunto si estás enterada de los problemas que estamos teniendo en Roycewood —dijo Suzy con voz vacilante y el corazón en un puño—. Seguro que sabes que mi hermana Nancy ha muerto, pero ¿sabes lo de Flip, la esposa de Paul?

La tía Dorothy frunció los labios, como si estuviera sorbiéndose los dientes. Aparte de esto, su cara no daba muestras de emoción.

—¿Cómo mataron a Flip? —preguntó.

Suzy se lo contó con detalle. Y después añadió lo que Victor y ella acababan de descubrir sobre Nancy. Intentó evitar que los dientes le castañetearan y le temblaran los miembros. La tía Dorothy se dio cuenta y le dio unas palmaditas en la mano.

—Venga, venga, querida —le dijo.

Las noticias no parecían afectarla.

Suzy se preguntaba si era su locura la que le permitía escuchar aquellos horrores del presente sin inmutarse, mientras que temblaba y se conmocionaba al recordar el pasado. ¿Es que el presente no era real para ella? ¿Era por eso que apenas se había inmutado con la noticia del ataque de su marido?

—Te preguntas si la locura de los tatarabuelos ha pasado a los que son hoy los chicos de Roycewood —dijo tía Dorothy en tono frío—. Y tienes miedo a decirlo, porque es tan impensable y tú sí que lo has pensado.

Suzy asintió con la cabeza. Las lágrimas le asomaban y los dientes le castañeteaban sin poder controlarlos. Oía a Victor conteniendo la respiración tras ella, y veía y sentía los ojos de la anciana ardiendo sobre los suyos.

—Creo que la respuesta es que sí —dijo tía Dorothy lentamente—. Pero creo que hay más, más de lo que nunca has imaginado.

11

Trish tardó una hora en reponerse de su enfado. Ahora lamentaba haber gritado a Tom de aquella manera. «¿A quién le importa?», le había dicho. Y ahora tenía la respuesta. A ella le importaba.

Harvey seguía encogido en la cama, pero había dejado de gemir. Pokey estaba en su habitación terminando de preparar las maletas. Los chicos habían conseguido reunir todas sus cosas después de estar tras ellos toda la tarde. Era evidente que estaban deseando salir, hacer otras cosas, probablemente con los Caley. Tenía que reunir a todo el mundo y hacerlos salir de Roycewood, al menos antes de que los chicos volvieran a desaparecer. El coche esperaba frente a la puerta principal.

Pero tampoco podía salir corriendo y dejar a Tom hundido en la miseria. No podía dejar que siguiera adelante con aquella estúpida idea de que se usaría a sí mismo como cebo para capturar al asesino de Flip.

Trish salió de casa y se dirigió hacia Quarry House, gritando el nombre de Tom mientras avanzaba por la carretera inundada en sombras.

12

—No sé si quiero saberlo —dijo Suzy a su tía.

Los dientes le castañeteaban todavía y se sentía incapaz de erguirse o de centrar la visión. Unas oleadas negras de mareo la inundaban.

La anciana estaba ahora tranquila, segura.

—Ahora soy yo la que debo decir que tienes que hacerlo —le dijo. Hizo un gesto solicitando la otra mano de Suzy y le sostuvo ambas con sus dedos secos y quebradizos, que ya no temblaban—. No sé si fuiste una de las escogidas —le dijo—. Pero sé que tu hermana Sarah y tu prima Trish sí lo fueron. Fue una gran alegría cuando nacieron sus hijos George, Harvey, William y Douglas. Tu tío Benjamin me repetía una y otra vez lo orgulloso que estaba de que el nombre y la sangre sobrevivieran después de aquello.

Suzy no podía entender, no quería entender. Quería soltarse de aquellas manos de bruja, librarse de aquel rostro de bruja que la contemplaba, huir de la habitación, o hundirse en el suelo, desmayarse, perder el conocimiento, perder la capacidad de oír o entender, posponer aquel momento terrible. Quería gritarle a Victor que la salvara, que se la llevara de allí, que ahogara a tía Dorothy, que detuviera las palabras, que detuviera los pensamientos. Pero no podía moverse, no podía respirar. Oyó la voz de Victor tras ella:

—¿Por qué? ¿Qué quiere decir?

Eran las primeras palabras que él pronunciaba, y ella desearía que no lo hubiera hecho.

—Es muy sencillo —oyó Suzy. Y quiso soltar sus manos, taparse los oídos y borrar las palabras, pero no pudo—. Yo no podía tener hijos, y adoptarlos, como Paul, no era suficiente para perpetuar el nombre de los Royce. No serían sangre. Y el hermano de tío Benjamin, tu padre, Suzanne, no había tenido hijos varones, sólo chicas, chicas y chicas.

Suzy no quería oírlo, daría cualquier cosa por no oírlo. Ahora sollozaba y suplicaba en silencio, pero tía Dorothy siguió adelante, en un tono casi orgulloso.

—Pero erais mujeres, Royce de los pies a la cabeza. Él quería el mejor linaje para llevar adelante el nombre de los Royce, y allí estaban las chicas, al menos Sarah, Trish y Nancy, abiertas sobre su mesa de reconocimiento al menos dos veces al año. Eran Royce. Y estaban allí.

Suzy sabía el resto. No quería saberlo, pero lo sabía. Se dejó caer al suelo, pero las manos de la anciana, ahora extrañamente poderosas, la sostuvieron.

—Todo lo que se necesita es una pipeta y un momento —dijo tía Dorothy en tono prosaico—. Una mujer puede pensar que es un frotis de Pap cuando en realidad se trata de una inseminación. Una inseminación del esperma de Benjamin hecha en el momento adecuado. Un semental de pura raza. Una yegua de pura raza. Royce de pura raza.

—Pero no pensó en los malos genes —dijo Victor de repente.

—Sí lo hizo —contestó tía Dorothy—. Pero pensó que valía la pena. —Respiró hondo—. Y yo estuve de acuerdo —dijo—. Mi marido es un hombre tan importante que nunca duerme. Es Dios.

—Y ahora son asesinos como los primeros —dijo Suzy, alzando un rostro arrebatado por la ira.

—Tranquila, tranquila, querida —dijo tía Dorothy mirándola con expresión grave—. Son lo que yo llamo imps. Injertos en el árbol familiar, como hacen los hortelanos para mantener un plantel puro y fértil. Puros Royce. Procreación dentro de la línea familiar.

«Q. V. imps», pensó Suzy. Lo volvería a hacer. Era el último mensaje que su tío Benjamin había dejado, escrito en una pizarra.

—Ahora deben estar encerrados —dijo tía Dorothy—. Todos. Como yo. Qué pena.

De repente Suzy se puso rígida y se volvió a Victor. Ahora que el secreto había salido a la luz iba recuperando el control de sí misma, aunque todavía le brotaban las lágrimas.

—Los chicos de Sarah —le dijo—. ¡Menos mal que están todavía en el hospital, menos mal que no están en casa!

—No dejéis que salgan —dijo tía Dorothy.

Cerró los ojos y se echó a dormir.

13

Pronto sería de noche. Tom Horton estaba sentado en una roca al lado del arroyo, mirando hacia abajo al lugar donde habían hallado a Nancy. Allá al fondo todo yacía en una sombra profunda. No podía ver el agua, aunque sí oírla.

Esperaba que vinieran, quienesquiera que fueran. Incluso a pesar de no haber traído ni el revólver ni el cuchillo, como planeaba, pero esperaba que vendrían a por él.

Tom intentaba dejar su mente en blanco, apartando todos los sonidos ambientales: el agua, los grillos, las ranas, los pájaros. A lo mejor si bloqueaba sus sentidos se darían cuenta y acudirían. A lo mejor si no los oía tampoco los asustaría.

Cerró los ojos y esperó. El silencio era cada vez más profundo. En la lejanía oyó la voz de una mujer, que le llamaba. Sabía que era Trish Butler. Lo dejó de lado. Le pareció oír unas pisadas furtivas detrás suyo. Las apartó de su mente.