16

Las llaves

1

Suzy se salió del borde de la carretera y aparcó con la rueda derecha delantera sobre una azalea. Sus emociones la hacían sentirse mareada y eufórica, desorientada e hiperactiva, a punto de reír o llorar. No le importaba; no estaba segura. Entró corriendo en la casa, gritando.

—¡Los tengo!

Victor salió aturdido del estudio, donde se había quedado dormido. Su pelo rizado estaba totalmente revuelto y sus ojos marrones todavía cubiertos por el sueño.

—¿Qué es lo que tienes?

Ella sacudió las carpetas ante él.

—No podía esperar a llegar a casa —dijo—. ¿Ves cuánto te quiero? ¡Ni siquiera he echado una hojeada!

—¿Pero qué es lo que tienes? —repitió él, frotándose la cara.

—¡Los partes de tío Benjamin! —gritó ella valientemente—. ¿Qué iba a ser si no?

—Ah —dijo él, y la siguió.

Ella estaba ya junto a la mesa de la cocina. Tenía abiertas ante sí las carpetas de Nancy y de Flip, y las estudiaba con ahínco.

—Creo que tanto Flip como Nancy estaban embarazadas —dijo—. Creo que eso tiene algo que ver con todo el asunto.

—Sí, creo que lo estaban —contestó él, despertándose poco a poco.

No quería decirle a Suzy que estaba seguro de que, al menos con Flip, así era.

—¿Sí? —Le miró—. Es elegante. Los grandes cerebros se mueven siempre en pequeños canales o no sé. Todo encaja, ¿no?

—¿Qué es lo que encaja?

Pensó que ella era demasiado brillante, y que estaba como enfervorizada, como arrastrada.

—¡Estaban embarazadas! —dijo ella, casi gritando—. ¡Eran pacientes de tío Benjamin! ¡Es la clave! —Le miró y de repente se quedó apagada—. No me crees.

—También las dos eran sobrinas suyas. ¿No es ésa la clave?

—¡Oh, vamos! —dijo ella—. No discutamos. —Pasó el dedo por una página garabateada cuyas palabras casi no podía leer—. Eso no quiere decir nada. Esto es lo que importa.

Estudió las páginas frunciendo el ceño. Poco a poco su estado de excitación se fue calmando y cambió una vez más. Comenzó a llorar. Las lágrimas le corrían a borbotones por las mejillas. No podía entenderlo.

Victor la contempló durante un momento, y después se sentó a su lado.

—¿De qué se trata? —le preguntó al fin—. Dímelo.

—Todavía no lo sé —dijo Suzy con voz quebrada—. ¿Cómo puedo explicar algo que no sé? Pero la respuesta está aquí. Tiene que estar. ¿No quieres mirar? Yo ya no puedo más.

La rodeó con un brazo y ella apretó la cara contra su hombro.

Se secó las lágrimas y la nariz en el jersey de él, junto al codo. Después se apartó.

—He pensado en echar una ojeada en su casa. Tengo las llaves.

—Tienes las llaves —dijo él—. Debería haberlo sabido.

Suzy volvió a las carpetas, con los ojos ya secos. Victor vio la sorpresa en su rostro, después vio cómo iba asomando a él la preocupación a medida que ella seguía leyendo. Vio sus ojos hinchados y rojos bajo el ceño fruncido. Él todavía no había echado una hojeada.

—¿Qué es lo que va mal? —preguntó él—. Ayúdame.

—Algunas de estas cosas están escritas en clave —dijo ella. Estaba a punto de echarse a llorar otra vez—. Mierda.

—Déjame ver —dijo Victor.

Acercó su silla y la rodeó por la cintura con el brazo. Estaba totalmente confuso pero quería complacerla, quería entender lo que la alteraba. No sabía qué ocurría e intentaba ser receptivo. Se reservaba la noticia de que Flip estaba en efecto embarazada, que había sabido por el jefe Delancey, a la espera de que ella averiguase la verdad. Quería que se recuperara.

Suzy movió la carpeta hacia él, señalando con el dedo.

—Lee aquí —dijo ella—. No creo que puedas.

Miró a la línea. Decía «3-24 98.7, 3cc ms iv».

—Es una anotación médica —dijo él, medio en broma—. La reconocería sin dudar.

—No lo es —dijo ella. No sonreía.

—¿De quién es esta carpeta?

—De Flip.

—¿De qué año?

—De este año.

Él se quedó pensando un momento.

—¿Es el único sitio en que has visto algo así?

Ella deslizó el dedo hacia abajo.

—Hay más.

Se sentía profundamente triste, más de lo que debería, a pesar de todos los problemas. Las hormonas. El embarazo. La depresión. Intentó controlarlo.

—¿Y los otros informes? —preguntó Victor.

Ella hojeó el de su hermana Nancy con cierto disgusto.

—Sí —dijo—. Montones de veces.

Su voz sonaba apagada.

—¿Qué opinas? —preguntó él.

—Creo que deberíamos visitar Roycewood —dijo Suzy, cerrando las carpetas y conteniendo las lágrimas.

Y el miedo a Mill House volvió a paralizar otra vez sus pensamientos.

2

Sarah había reprimido su náusea durante una hora, pero cada vez iba a más. Llegó un momento en que no pudo pararla, corrió al cuarto de baño y vomitó hasta que estuvo seca, después vomitó de nuevo. George la oyó pero no fue a ayudarla o preguntar al menos cómo se encontraba. Tenía otras cosas en la cabeza. Cuando la oyó tirar de la cadena por segunda vez y dejar el cuarto de baño fue a su encuentro, algo compadecido.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

Era evidente que no. Estaba pálida. Su entrecejo estaba arrugado. Había unas líneas antes invisibles que ahora eran arrugas sobre su piel. Su pelo estaba como apagado, parecía latón viejo. Y no parecía capaz de abrir los ojos. Estaba sentada en una silla, pero inclinada hacia delante, como si fuera a derrumbarse sobre el abdomen. Apoyaba ahí las manos, con los dedos entrelazados.

—Creo que estoy embarazada —dijo—. ¡Dios mío, menudo momento para estar embarazada!

Era mejor decírselo. Lo habían hecho una o dos veces.

George se dejó caer en una silla y se cubrió el rostro con las manos. Respiró profundamente.

—Mierda —dijo—. Lo que nos faltaba.

Sarah comenzó a llorar. George no apartó las manos de la cara. Suspiró.

3

La cuestión era si deberían entrar en Manor House como si tuvieran todo el derecho del mundo a estar allí o si deberían esperar a la noche y entrar como ladrones. Suzy insistía en que debían hacerlo cuanto antes. Su nerviosismo no le permitiría esperar hasta el anochecer. Victor se sentía incómodo y se mostró reservado hasta el final. Ella se burlaba un poco de su indecisión.

—Venga —le decía—. Es por una buena causa.

Y aun así parecía resignada, como si lo hiciera con determinación pero sin esperanza.

Cogieron el coche y se encaminaron directamente a la puerta trasera de Manor House. Aparcaron junto a la entrada.

—Creo que simplemente deberíamos entrar tan tranquilos —dijo Suzy—. La señora Tyson o no se enterará o dará por sentado que tenemos algo que hacer aquí.

—Intentémoslo —dijo Victor. Pero no se movió.

La puerta trasera estaba abierta. Suzy la empujó sin hacer ruido. Entró en la cocina y miró alrededor. Victor la seguía. No se veía a nadie. El silencio hacía pensar que no había nadie en la casa.

—Es por aquí —dijo Suzy en voz alta, y atravesó la cocina en dirección al pasillo largo y sombrío.

Con la escasa luz que entraba por los bordes de las ventanas, cuyas cortinas estaban echadas, Suzy podía ver el semicírculo formado por la escalera central y la galería tras ella, que yacía a oscuras. El suelo del pasillo estaba cubierto por una antigua alfombra, larga, delgada y raída, con un diseño ya borroso y unas tiras de refuerzo como de encaje en torno a un dibujo aserrado, un dibujo intrincado que de pequeña fascinaba a Suzy, y que todavía tenía el poder de hipnotizarla. Pero ella miraba a la madera, bien abrillantada, que podía verse a ambos lados de la alfombra: madera que resplandecía levemente a la luz mortecina procedente de la ventana al fondo del pasillo, un brillo que la reconfortaba, que la hacía seguir adelante. Mirando hacia los lados podía avanzar, evitar la tentación de detenerse, mirar, perderse en el sueño del diseño, evitar la confrontación final.

A ambos lados del pasillo se abrían numerosas habitaciones, pero Suzy sabía adonde se dirigía. Ella había caminado por este pasillo muchas veces, estudiada, observada y evaluada por las miradas de sus antepasados, que la contemplaban fríamente desde la fila interminable de retratos.

Había pasado tres tristes años de su vida en una habitación que daba a un pasillo como éste en la segunda planta. Tres años pensando cómo escapar. Podía recordar el frío, la antigüedad, eso era, el dolor y el sentimiento de estar perdida que experimentaba entonces. Recordaba cómo echaba de menos su casa y a sus padres, viviendo aquí el final de la adolescencia bajo la presión de su necesidad creciente de felicidad y plenitud.

Suzy se encaminó directamente a la biblioteca y entró. Cuando los dos estuvieron dentro cerró la puerta. Le sonrió interrogante.

—Aquí estamos —susurró—. No era tan difícil, ¿eh?

—No tengo tanta experiencia como tú en ser un soplón —dijo él.

A ella le dolió un poco aquel paso juguetón, pero se dio cuenta de que el dolor procedía en realidad de otra tristeza. Se alejó de Victor para echar una ojeada a la habitación. Las motas de polvo que ellos habían movido flotaban en la luz del sol de la tarde, que entraba dorado a través de los árboles y las ventanas. Había estanterías de libros hermosamente encuadernados, un escritorio magnífico, una valiosa alfombra Meshed, archivos en armarios de madera de castaño, y sobre unas mesillas enormes libros que al parecer eran una Biblia, un diccionario y un atlas. En la casa no se oían ruidos de ningún otro ser humano, nada más que la terliz de la edad y el tiempo. A lo mejor la señora Tyson había salido, o dormía la siesta.

—Tú te ocupas del escritorio y yo de los archivos —dijo Suzy—. Si necesitas llaves, las tengo.

—¿Qué busco?

—¿Cómo voy a saberlo? —Sintió un brote de ira, pero se dominó—. Probablemente encontrarás algo que te parezca interesante, cualquier cosa.

—¿Cómo qué?

—Cartas de amor. Libros asquerosos. Fotografías asquerosas. Yo solía encontrarlas en la habitación de mi padre. ¿Yo qué sé?

Era insoportablemente triste.

Victor no dijo nada. Se daba cuenta de lo abatida que estaba y esperaba que se le pasara. Había oído que las mujeres embarazadas siempre eran así, especialmente vulnerables, con un humor impredictible. Y encima todo esto.

Suzy se dirigió a los archivos y Victor al escritorio. Ni los unos ni el otro estaban cerrados. Ella tiró de los cajones de madera de castaño del armario mientras él hacía lo mismo con los de la mesa.

Después de diez minutos de silenciosa búsqueda, ninguno de los dos encontró nada de lo que querían, fuera lo que fuera. Pero Suzy tenía una idea.

—Hay una caja fuerte camuflada —dijo—. Tiene que haberla. De todos modos, cuando vivía aquí siempre pensaba que la había, pero nunca logré encontrarla.

—Así que lo has intentado antes.

Ella se puso roja.

—Sí, cuando vivía aquí. Era incorregible.

Él quiso poner a prueba su humor.

—Y todavía lo eres.

Le alegró ver que ella sonreía un poquito.

—Encontraremos la caja fuerte —dijo Suzy.

—Yo dejaré que me sorprendas con el hallazgo —contestó Victor, reclinándose en la silla de piel que había junto a la mesa.

—Hay una —dijo ella—. Lo sé.

Victor pensaba en lo que estaban haciendo allí y en lo que podrían encontrar. Mientras, Suzy hurgaba entre los libros encuadernados en piel de las estanterías. Tenía la impresión de que compartía el rechazo de Victor a entrar muy al fondo, la impresión de que sabía ya más de lo que quería saber. Victor observaba el escritorio frente a sí. Había unos sobres marrones y un bloc de notas. Los sobres estaban nuevos, el bloc sobado, era obvio que había sido muy usado. Después de mirarlos un rato se echó hacia adelante y cogió el bloc de notas. Sabía que encontraría algo en él, algo importante. Dudó un poco antes de pasar las hojas. Cuando se convenció a sí mismo de que realmente quería saber, comenzó.

4

Era la peor resaca que Tom Horton había tenido en su vida, quizá la peor en toda la historia del mundo: una pesadilla que sonaba, golpeaba, agarraba, tambaleaba. No podía salir de la cama, ni siquiera podía levantar la cabeza, que parecía a punto de estallar. El dolor era tan intenso que moriría gustoso para escapar de él, y una y otra vez se planteaba el pegarse un tiro o cortarse las venas para acelerar la muerte.

Sus recuerdos de la noche anterior eran fragmentarios, pero es que ni intentaba recordar. Quería seguir inconsciente, y odiaba los recuerdos que interrumpían su sueño entrecortado. Recuerdos fugaces de bebida, de ventanas rotas, de un altar escondido y de los vagidos de su hijo atormentándole. Intentaba apartarlos pero representaba un esfuerzo demasiado grande.

A eso de mediodía el dolor había disminuido, pero Tom todavía quería quitarse la vida para poner fin a aquel sufrimiento vano. Se sentía tan insignificante, tan poca cosa, tan esencialmente repugnante que a nadie le importaría que se convirtiera en polvo. Ni a su madre. Era un insecto y debía aplastarse a sí mismo.

A eso de la una volvió a quedarse dormido. Cuando se despertó una hora más tarde se arrastró hasta el cuarto de baño. Su propio olor le daba asco. Allí encontró una botella de Wild Turkey medio vacía, que había dejado junto a la taza. La contempló, le habló y finalmente bebió de ella, tapándose la nariz, sin poder respirar pero sin dejar de beber. «Una manera de desaparecer tan buena como otra cualquiera», pensó. Echó otro trago. Volvió a la cama revuelta y se quedó dormido. Soñó con su mujer muerta, Nancy, la vio tal como la había visto al pie del acantilado. Destrozada por algo más que una caída, ahora estaba seguro.

5

—Pensaba que tomabas precauciones —le dijo finalmente George a Sarah, apartando las manos de la cara.

—Así es contestó Sarah sin abrir los ojos y con los labios tensos y pálidos.

—¿Qué ocurrió?

—No sé qué ocurrió. Ni siquiera sé si lo estoy de verdad. Creo que sí. Siento que sí.

—Oh, mierda —volvió a decir George.

Sarah pensaba en Frank. De repente también aquello la hacía sentirse mal. ¿Qué le había ocurrido? ¿Cómo había podido? Otra vez tenía ganas de vomitar. Se contuvo.

—¿Qué hacías antes con la escopeta? —preguntó.

—Me preparaba —dijo él.

—¿Para qué?

—Voy a salir de caza esta noche.

—Eso es una tontería —dijo ella, enfadada de repente—. No sabes a quién puedes herir. Deja que la policía se ocupe de eso.

—Ya has dicho eso otras veces.

Sí, era verdad. Parecía tan lejos. Se echó a llorar.

—Tengo que salir —dijo ella—. Tengo que salir.

Él no iba a impedirlo.

—Adelante —le dijo—. Pero, por favor, no vayas andando.

6

La luz del sol dejó la biblioteca, moviéndose alrededor de la casa. Pero todavía quedaban cinco horas hasta que se hiciera de noche.

Victor tiró de la cadena de la pequeña lámpara de mesa. Leyó la primera página del bloc de notas, después pasó a la siguiente. Una nota le llamó la atención. «¿3cc ahora? ck rec», decía.

Suzy no había encontrado ninguna caja fuerte en la pared, y ahora levantaba las alfombras para examinar el suelo.

—Déjalo —le dijo él.

—No —contestó ella.

Victor volvió al bloc de notas. «Gen. 1, 28», leyó en una página. Y debajo: «Gen. 2, 23», «Gen. 13, 16». Y debajo de esto, «¿Qué fue mal?».

Se paró a pensar.

—Creo que tengo un trabajo para ti más útil que meter la nariz debajo de las alfombras.

Sarah le miró con expresión extraña. Después estornudó.

—Jesús —dijo él.

—Polvo —dijo ella.

—¿Hay una Biblia por aquí?

Sarah miró a su alrededor mientras se secaba la nariz.

—Claro.

—Qué tal buscar algunas cosas —dijo Victor.

—¿Cómo qué?

—Como Génesis 1,28; 2,23 y 13,16.

Ella se levantó y caminó hacia la Biblia familiar, sobre la mesita.

—Repítemelo —le dijo.

7

El sargento Viele apartó a Sarah a un lado de la carretera de Conshohocken. Ella no sabía cuánto tiempo la había estado siguiendo, lanzando destellos con las luces y después haciendo funcionar la sirena. No se percataba de nada, ni siquiera de la carretera que tenía delante. Aparcó a un lado de la calzada, sin sentir, y se quedó sentada esperándole. Oyó el crujido de la gravilla bajo las pisadas, después se percató de que paraban.

—Hola, Sarah —dijo él.

Ella no le miró.

—Hola —respondió, con voz baja y monótona.

—No estabas rebasando el límite de velocidad —le dijo—. Sólo quería hablar contigo.

—Está bien.

Él se percató del dolor de aquel rostro vuelto hacia abajo, de las profundas líneas, de la expresión perdida.

—¿No podemos vernos en alguna parte? —le preguntó.

Ella esperó un poco antes de responder. Siguió sin mirarle.

—Creo que no. Todo se ha complicado tanto.

Frank se balanceaba alternativamente sobre los dos pies, mirando a los coches que pasaban. Después volvió su vista hacia ella.

—Te quiero —le dijo—. Me gustaría ayudarte.

—Lo sé —contestó Sarah—. Pero no puedes. No por ahora.

—¿Es por tu marido? ¿Lo sabe?

—No es eso.

Él se quedó mirándola largo rato.

—Bueno, mejor será que conduzca con más cuidado, señora —le dijo al fin, tocándose la visera de la gorra con la mano derecha.

Después se alejó. Sus pasos crujieron sobre la gravilla y su coche pasó rápidamente. Ella no le miró.

Sarah siguió conduciendo. Apenas veía la carretera a través de las lágrimas.

8

—«Y Dios los bendijo» —leía Suzy en voz alta—, «y Dios les dijo: “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y dominadla: y tened dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del aire y sobre todos los seres que se mueven sobre la tierra”.»

—Me parece un buen credo para un tocólogo —dijo Victor—. ¿Qué hay del siguiente, Génesis 2,23?

Ella volvió la página.

—«Y dijo Adán, “Ahora ésta es hueso de mis huesos, carne de mi carne: se la llamará mujer, porque fue creada del hombre”.»

—Génesis 13,16 —dijo él.

Ella lo buscó.

—«Y haré que vuestra semilla sea como el polvo de la tierra: pues si un hombre puede contar el polvo de la tierra, entonces también vuestras semillas serán contadas».

—Mmmm —dijo Victor—. ¿Qué conclusión sacas?

—Es extraño —respondió Suzy—. ¿Algo más?

—Te lo digo ahora mismo —contestó él.

Victor cogió el primero de los sobres marrones que estaban encima de la mesa. Estaba todavía cerrado. Iba dirigido al doctor Royce. No tenía sellos ni remite. Al parecer había sido entregado en mano. Victor lo abrió con dedos temblorosos.

9

A eso de las cuatro, Tom Horton sabía que tendría que entregarse a los asesinos aquella misma noche. Tenía que detenerlos, tenía que ofrecerse como cebo, ser la cabra atada que los cazadores de caza mayor utilizaban como reclamo para el furioso tigre. Los atraería y después los mataría. Caminaría por el bosque con un arma escondida en el bolsillo y un puñal en la manga. No bebería hasta no haber finalizado el trabajo, y quizá tampoco entonces.

Se levantó de cama, caminó con paso poco firme hasta el cuarto de baño y vertió en la taza lo que quedaba de Wild Turkey. Sólo su olor le daba náuseas. Todavía le dolía la cabeza, y seguía cansado. Le quedaban cuatro horas.

Volvió a la cama y siguió durmiendo, satisfecho por su decisión. Le parecía que su vida podía tener de nuevo sentido.

10

En la biblioteca de Manor House, dos cosas ocurrían al mismo tiempo. Victor examinaba el contenido del gran sobre marrón, que resultó ser del examinador médico, el doctor Havemeyer, y Suzy pasaba las hojas de la Biblia familiar.

Mientras él leía con gran atención, ella miraba por encima hojas sueltas de papel viejo, cubiertas de escritura borrosa, notas y cartas, postales y recordatorios, trozos de tela, flores y hojas secas, programas de ballet y entradas de teatro, anuncios de nacimiento o esquelas, recortes de periódico, recuerdos de hechos pasados que ella contemplaba y dejaba en su sitio o conservaba, sintiendo al mismo tiempo la atracción y el rechazo, la alegría y la tristeza, una mezcla de emociones conflictivas que le empapaban los sobacos con un sudor frío, que le producían un hormigueo por la espalda, que la ponían alerta y le hacían temblar las rodillas.

Luchaba por recordar y no recordar al mismo tiempo. Aquí hay algo muy peligroso, pensó, esto es una caja de Pandora, una caja de secretos de la que pueden salir revoloteando murciélagos y locura. Pasaba las páginas, temblando. Mira. No mires. Recuerda. No recuerdes. Pregunta. No preguntes.

Victor habló y ella se dio la vuelta hacia él, aturdida y asustada. Vio que él la contemplaba sorprendido.

—¿Qué? —preguntó ella.

Él sostenía un formulario en una mano y una cinta magnetofónica en la otra.

—Es el informe médico de la autopsia de Nancy —dijo—. No había sido abierto.

Suzy se acercó. Él notó el extraño brillo de sus ojos y cómo le temblaban los labios y los dedos. Le pasó las hojas de papel, que se agitaron cuando ella las cogió.

Victor tenía la sensación de haber hablado para evitar que ella traspasara una especie de barrera.

—Puedes evitarte la rutina del principio —le dijo—. Fecha de nacimiento y todo eso. Mira en «causa de la muerte». Caída por accidente.

—Claro —dijo ella, alzando unos ojos asustados—. ¿Qué más? Cuéntamelo, no quiero leerlo.

Victor intentó que su voz fuera tranquila y suave, pero sintió la mirada aterrada de ella y se apresuró.

—El resumen clínico y la descripción de la autopsia son acordes a la causa —dijo rápidamente—. Lo que no entiendo es esto. —Alzó la cinta—. ¿Por qué manda también una cinta?

—No lo sé —contestó ella, todavía asustada—. ¿Por qué?

Él la miró con cautela.

—A lo mejor deberíamos escucharla y enterarnos —dijo.

11

Los chicos no paraban, pero Trish intentaba mantenerlos ocupados para que no salieran de casa. Les había ordenado limpiar la habitación antes de hacer las maletas, y llevaban una hora trabajando en ambas cosas de manera poco metódica. Ella iba a controlarlos de vez en cuando, y los encontraba atiborrando cajones o baúles con cualquier cosa, leyendo revistas o mirando por la ventana sin moverse.

Por su parte, Pokey estaba muy ajetreada, metiendo todas sus cosas en la maleta de manera ordenada, dando vueltas para no olvidar el secador, el ondulador, una botella de champú sin la que no podía vivir, un juego de costura. «¡Oh porras!», gritaba al recordar algo más, y salía corriendo a cogerlo.

Siempre que entraba en su dormitorio se encontraba a Harvey acurrucado todavía bajo las sábanas. A veces le oía hablar para sus adentros tan bajo que no podía entender lo que decía. No le hablaba. Esperaba no tener que vestirlo y llevárselo escalera abajo cuando llegara la hora de partir.

Le parecía que su casa y todas las de Roycewood estaban terriblemente abandonadas, hundidas bajo una nube baja y amenazante, tan espesa que podía sentir su presión. Roycewood nunca volvería a ser lo mismo para ella. Ni siquiera sabía si podría volver. Sabía que más tarde añoraría su casa, pero ahora sólo podía sentir que tenía que dejarlo antes de que fuera demasiado tarde, antes de que algo malo, violento y sobrenatural se abalanzara sobre su familia y la destrozara.

Pensó en su hermana Flip, muerta, y en el tío Benjamin, en coma en el hospital. Algo tiraba de ella para que se quedara, para que no abandonara, no sucumbiera al terror, para hacerle frente y lograr que todo volviera a ir bien.

Pero los chicos. Y el peligro penetrante que había sentido junto a la piscina. Y los cristales rotos por toda la casa, trozos todavía por el suelo, la sangre. Y Harvey, él también totalmente destrozado.

Tenía que darse prisa.

12

Pusieron la cinta en un cassette que Victor encontró en uno de los cajones del escritorio, y antes de que se terminara Suzy se había encogido en posición fetal en el suelo, con los ojos cerrados.

Las palabras abatidas y ásperas del doctor Havemeyer dejaron pronto constancia de que el informe escrito era totalmente falso.

Su voz revelaba que los órganos sexuales de Nancy estaban literalmente destrozados: «Rasgamiento perineal de tercer grado a través de las paredes de la vagina, de la base perineal, el músculo rectal y el pliegue rectal», afirmaba su voz de manera terminante, sonando en eco como en una habitación enorme y vacía. «Perforaciones y laceraciones por toda la vagina y hasta el útero. Presencia de astillas de madera verde y de pequeños trozos de sustancia maderosa oscura, probablemente corteza de árbol». Y finalmente la revelación medio temida y medio esperada: «Útero consistente por un embarazo de 16 semanas, pero la placenta y los contenidos extirpados, quedando sólo unos pedazos destrozados a unos dos o tres centímetros sobre la cerviz deshecha».

Suzy había escondido la cara entre los brazos y se había apretado todavía más en la bola. Victor detuvo el cassette.

La oscura biblioteca permaneció largo rato en silencio.

—Me pregunto por qué ocultó todo esto —dijo Victor al fin.

—Me da miedo hacer suposiciones —dijo Suzy, sollozando entre los brazos—. Creo que lo sé.

Victor la dejó llorar, sin acudir a su lado, sin tocarla. Poco a poco se fue calmando.

—¿Quieres contármelo?

—No —respondió ella, y comenzó a sollozar otra vez.

Cuando volvió a calmarse, Victor le habló.

—¿Ahora?

Ella retiró los brazos y le miró con los ojos más atormentados que él había visto nunca. Ya no era ella, sino otra persona, alguien que había luchado con toda su fuerza pero cuyas últimas defensas habían cedido.

—No lo sé todo —dijo ella—. Todavía no soy capaz de dejarme recordar. Pero mucho tiene que ver con Mill House, algo que ocurrió hace mucho tiempo. —Volvió a llorar, balanceándose adelante y atrás—. Tenemos que hablar con ella.