15

Semicoma

1

La palidez y flaccidez del rostro del doctor Royce le hacían parecer muerto. Yacía en el hospital, cubierto con sábanas blancas hasta el cuello. Respiraba por la boca y por el tubo de oxígeno pegado con esparadrapo al puente de la nariz y que entraba en una de las fosas nasales.

Suzy le miraba, y sus esperanzas se iban desvaneciendo. El médico que le atendía, el doctor Hartig, neurólogo jefe, había dicho que probablemente no podría hablar; ella podía ver que así sería.

Esperaba que viviera lo suficiente como para ayudar. Al parecer había estado semiconsciente a ratos, y a lo mejor volvía a suceder. Lo pidió para sus adentros.

El equipo que rodeaba la mesa no parecía estorbar a la enfermera, que se movía suavemente por la habitación comprobando tablas, tubos, botellas, pupilas, pies, lengua. La enfermera debía tener unos cincuenta años, fruncía los labios y vestía ropas blancas muy ceñidas y un gorrito en la cabeza. Sus ojos no sonreían tras las gafas; llevaba una plaquita con su nombre: «Foley, R. N.».

—¿Se ha despertado alguna vez del todo? —preguntó Suzy.

—En realidad no —contestó la enfermera Foley. Observó a Suzy de cerca, después se dio media vuelta—. Usted es Suzanne, la sobrina del doctor Royce, ¿verdad? —le preguntó, todavía sin mirarla.

—Sí.

Suzy se quedó esperando.

La enfermera Foley parecía estar debatiendo algo en su interior mientras se ocupaba de otras cosas.

—Estuvo un rato despierto —dijo—. Tiene parálisis en el lado izquierdo y afasia. —Parecía querer decir más, pero se detuvo—. Es un gran hombre —añadió, pero era obvio que en lugar de alguna otra cosa.

Suzy esperó un rato, después preguntó.

—¿Hay algo más? —volvió a esperar mientras la enfermera se ocupaba con unos cuadros médicos.

La enfermera Foley se volvió y miró a Suzy a los ojos.

—Sí, hay más. Se despertó, parecía querer algo y yo le ofrecí agua, pero la rechazó con la mano derecha e hizo un gesto como de escribir! —Se inclinó y sacó algo del cajón de la mesilla, una tabla que mantenía contra el peto de su uniforme blanco—. Así que cogí una pizarra y tiza y le sostuve la pizarra mientras escribía esto —continuó. Mostró la tabla a Suzy.

Era una pizarra verde, un juguete infantil, y el doctor Royce había garabateado, con una letra casi ilegible, «LO HARÍA OTRA VEZ».

Suzy podía leer el mensaje, pero no sabía qué quería decir.

Era ya mañana avanzada después de la noche en que el doctor Royce se había desmayado entre la gente fuera de la puerta de Roycewood.

El lugar seguía vigilado por la policía.

Suzy se sentía más racional, con más control, más preparada para hacer frente a la verdad, para resolver el misterio.

El doctor Royce se hallaba en una suite privada en el hospital Royce Memorial. Los chicos de los Caley estaban en observación en una planta más abajo. Suzy ya los había visto; no parecía que tuvieran más que unos cuantos arañazos: miraban la televisión y se entretenían jugando al fútbol electrónico entre cajas y bolsas de Doritos, Oreos y galletas tostadas.

Suzy se sentó y se quedó mirando a su tío mientras reflexionaba.

Nancy probablemente asesinada; Flip espantosamente asesinada; el tío Benjamin primero con un ataque de excentricidad, ahora en coma; su extraño mensaje. ¿Cuál era la conexión, más allá de los lazos familiares? Le daba vueltas una y otra vez. Poco a poco fue viendo que tendría que echar una hojeada a las fichas de la oficina de su tío: tanto Nancy como Flip habían sido pacientes suyas. Y ella también lo era. Ella se había sentido acechada. De alguna manera podría haber una pista allí, algo que ella había olvidado o no quería recordar.

¿Pero cómo hacerlo?

La enfermera Foley parecía encerrada allí, cumpliendo con su tarea.

Le cogió la pizarra de las manos y la guardó. Suzy pensó en las llaves.

Pensó en el armario de la habitación, donde probablemente estaba la ropa, y de ella colgarían las llaves. Si tuviera una oportunidad podría cogerlas, si es que estaban allí. La oficina del tío Benjamin estaba en el mismo hospital, los archivos en la oficina, las fichas en los archivos.

Se quedó sentada, tranquila, mientras la enfermera Foley le tomaba la presión a su tío, dando aire a la almohadilla, soltándolo, apuntando la lectura en la ficha al lado de la cama. La miró mientras limpiaba la baba a su tío, le examinaba las pupilas, le sentía los dedos de los pies. Se quedó sentada mientras anotaba el nivel de la botella invertida que colgaba al lado de la cama, la vio comprobar el nivel del catéter tras la cama. La observó mientras cerraba el tubo, quitaba la botella, se erguía, se dirigía al cuarto de baño con la botella en las manos.

¿Cuánto tendría, 30,60 segundos? ¿Sería suficiente?

Suzy no lo pensó. Se lanzó hacia la puerta del armario, la abrió lo más silenciosamente que pudo y miró. El tío Benjamin siempre había guardado las llaves en una cadena de oro que ataba a su cinturón. Aquello siempre la había fascinado, sobre todo siendo niña. Todavía estaban allí.

Podía oír el agua corriendo en el cuarto de baño, el tintineo del cristal, la cadena funcionando. Tiró del cinturón, pero se atascó en la hebilla y hubo de tirar en dirección contraria. Las manos le temblaban y esperaba que las llaves no cayeran, después las sujetó para que no sonaran.

El cinturón se deslizó por las presillas, después por el anillo que sujetaba la cadena que sostenía las llaves. Los sonidos del cuarto de baño se detuvieron. Suzy se dio la vuelta con las llaves en la mano y cerró la puerta del armario. A la izquierda aparecía ya la enfermera Foley, mirándola pero sin dar muestras de sospecha. Suzy sentía un hormigueo por todo el cuerpo. Estaba feliz, exultante. No se sentía tan bien desde hacía semanas.

Tenía las llaves.

2

—¿Tres días? No puedo dejarlos aquí todo ese tiempo. Ya ve que se encuentran perfectamente. —Sarah Caley hablaba con el doctor Hartig fuera de la habitación del hospital, moviendo nerviosa las manos y mirándole de manera suplicante—. ¿Tienen que ser tres días?

El doctor Hartig la contempló con sus ojos marrones a través de aquellas gafas redondas, que parecían ser su rasgo más sobresaliente. Tenía los labios fruncidos.

—El examen fue positivo —dijo—. No hay nada de qué preocuparse, pero sí hay que tratar unas cosas. Probablemente usar Metrazol para estudiar algún ataque, hacer toda una serie neurológica completa, más análisis de sangre y punturas de fluidos, probablemente una carga psicológica, yo diría tres días como mínimo. Podría haber algo que estuviera realmente dañado. Epilepsia, síndrome ictal o lo que fuera.

Era como una pesadilla que no terminaba nunca. Sarah no podía creerlo. No quería oír toda aquella parrafada. Primero la desaparición de Chrissie y la muerte de Nancy, el pez clavado al techo, el gato despedazado, los conejos mutilados, la muerte de Flip, todo el resto. Estaba al borde de la histeria. ¡No! ¡No! ¡No!

—No puedo dejarlos aquí —dijo con voz firme—. No. Voy a llevarlos a Maine.

—Tengo que pedirle que lo reconsidere —dijo el doctor Hartig—. Puede volver a ocurrir en cualquier momento.

—¡No! —dijo ella, casi chillando—. ¡Están bien! No les pasa nada malo. Alguien los asustó o los atacó. Se vienen a casa conmigo.

Dentro de la habitación podía oír el sonido del juego de fútbol sobre el de la televisión. Ella daba vueltas a sus dedos y estaba a punto de echarse a llorar. Era verdad que los chicos estaban callados, pero no parecían enfermos en absoluto. No podían ofrecer ninguna pista de lo que les había ocurrido, no recordaban nada, ¡y eso era lo mejor! Sólo se acordaban de que iban a encontrarse con los Butler y que entonces les había ocurrido algo extraño después de oír a alguien cerca, algo que no podían recordar. ¡Basta! Pero las preguntas seguían ahí, volviéndola loca. ¿Les había ocurrido antes? Pensaban que sí, pero nunca de esta manera. Ni una pista. ¡Basta de preguntas! Las ropas se habían encontrado a unos cien metros, en algún lugar entre Mill House y el arroyo de Aronomink, pero no daban muestra de que los hubieran violado o dañado, sólo había barro y lodo sobre sus cuerpos, como si los hubieran pasado rodando sobre la capa de hojas del bosque. ¡Basta! ¡Basta! ¡Estaban bien!

El doctor no dijo nada más. Se quedó mirando a Sarah a través de sus gafas redondas. Pero ella estaba decidida. Se volvió hacia él. Tenía que sacarlos de allí. Tenía que llevárselos en brazos.

—¿Qué tengo que hacer para llevármelos a casa? ¿Tengo que firmar algún papel?

—Sí, tiene que hacerlo —le dijo el doctor Hartig, con los labios fruncidos en una señal de desaprobación—. Vaya a las oficinas en la planta baja. Buenos días.

El doctor se dio media vuelta y se alejó. Ella casi podía sentir el calor de su ira. No le importaba. Entró en la habitación de los chicos. Estaban sentados en la cama, con túnicas de hospital. Entró, caminó hacia ellos, los abrazó, los besó temblorosa y ellos no la miraron, sólo se escabulleron, concentrados en el juego.

—Vestios —les dijo, a punto de llorar—. Nos vamos a casa.

Esperaba gritos de alegría. Y una vez más se llevó una decepción. Los chicos se levantaron lentamente y se dirigieron hacia la pila de ropa doblada que ella había traído y dejado en una silla.

Por un momento sintió una duda, una señal de alarma insistente. Después de todo los habían encontrado inconscientes, aparentemente de un ataque. Pero también Chrissie estaba inconsciente cuando la encontraron, y ahora se hallaba perfectamente.

Sarah alejó la duda de su cabeza.

3

Harvey Butler no quería dejar la casa. De hecho, volvía a preferir no dejar la habitación. Estaba sentado junto a la ventana, temblando dentro del albornoz.

—No puedo seguir ocultándolo —le dijo a Trish con la voz quebrada y ojos vacíos—. Si no se lo digo lo averiguarán y vendrán a por mí de todos modos.

Quedaban sin decir el temor de Mill House, la certeza de que aquella cosa horrible había venido de allí para llevárselo, una certeza que no se había desvanecido por el hecho de que Pokey, y no un monstruo, le hubiera encontrado en el armario.

—Eso es absurdo —dijo Trish—. No pudiste matar a nadie. Estuviste aquí conmigo todo el rato mientras ocurrió.

Pero Harvey podía ver constantemente la cara de Flip mientras la mataba: barro en la boca, ojos hacia atrás, agonizantes, pelo manchado de sangre. La imagen no le dejaba en paz. Ni tampoco su miedo a aquella cosa que se escondía en Mill House.

Y los sueños: los sueños no paraban, todos diferentes pero igualmente horribles, llenos de sombras deslizándose, ojos acechantes, gusanos, heridas y lugares oscuros y húmedos.

Volvía a sentir ganas de vomitar. En vez de ello se levantó, se metió en cama y se acurrucó mirando a la pared, dando la espalda a su esposa.

Trish lo miró. Le daba pena y un poco de asco. Sabía que él no había hecho nada. No podía entender su seguridad de que así era. Sólo sabía que tenía que llevarse a su familia de Roycewood.

De repente sus pensamientos se trasladaron a Tom Horton. ¿Por qué sentía mayor simpatía por él que por su marido? ¿En qué se diferenciaba su hundimiento del de Harvey, en realidad? Y ella misma, ¿por qué estaba tan extraña de repente?

Harvey lloraba. Trish podía verlo por el movimiento de la sábana que lo cubría, aunque no podía oírlo. Pensó en los chicos. ¿Por qué habían salido al bosque aquella noche, cuando se les había indicado específicamente que no salieran?

A los chicos hay que vigilarlos todo el tiempo.

De hecho, ¿dónde estaban ahora?

Tantas preguntas, tan pocas respuestas.

Trish se levantó del lado de la cama y dejó la habitación lo más silenciosamente posible. Desde una ventana del pasillo miró hacia la piscina, pero los chicos no estaban allí. El sol brillaba sobre la superficie lisa y azul del agua, reluciendo en su profundidad. Tampoco podía oír nada, aunque la ventana estaba abierta. Bajó la escalera y caminó tranquilamente por la sala de estar, el estudio y la cocina. En las habitaciones no había nadie.

Trish salió de casa por la puerta de la cocina, cuidándose de no hacer ruido. De repente se preguntó por qué actuaba con aquella cautela. No lo sabía. Sólo sentía.

Durante un momento se quedó escuchando en el camino que llevaba a la piscina.

Los insectos zumbaban; no se oía otro ruido que el ronrroneo mecánico del filtro. Se movió hacia la piscina, saliendo a la luz del sol, deslumbrante y cálida.

La luz la cegó, y durante un momento le pareció ver un movimiento al otro lado de la piscina, donde el césped se fundía con el bosque: figuras desnudas, pálidas y delgadas, bailando unos segundos vientre contra espalda, oscurecidos por las hojas. Rápidamente desaparecieron.

Sintió un nudo en la garganta, el temor le inundó los miembros, haciéndola temblar. Después corrió por el borde de la piscina hacia el lugar donde había visto las figuras. El corazón le golpeaba violentamente el pecho y la cabeza. Se quedó en pie en la cegadora luz del sol. Allí no había nada. Ni siquiera un arbusto se movía. Se dio la vuelta, corrió hacia la casa y cerró la puerta, apoyó la espalda contra ella, temblando, y se echó a llorar.

4

—Me siento tan condenadamente frustrado que podría destrozarme los puños contra las paredes —dijo George.

Victor veía que lo decía de verdad. Estaban en la austera habitación del jefe Delancey, en la comisaría de policía. El jefe se hallaba sentado al otro lado de la mesa, corpulento, de cara rojiza y vestido con el uniforme gris, dando la espalda a las ventanas llenas de sol.

—Estamos haciendo todo lo posible —dijo Delancey—. La policía del condado y la estatal nos ayudan. Estamos revisando todos los archivos para localizar a los maníacos sexuales y gente así. Tenemos vigilado el lugar. No sé qué más podemos hacer.

George golpeó la mesa con el puño.

—¿Qué hay de toda esa porquería de la brujería y el culto al diablo? ¿Está pasando algo así o es algo que ustedes les han contado a los periódicos? ¿Qué están haciendo en torno a eso?

Delancey le miró impasible. Cuando habló, su voz sonaba tensa.

—También nos estamos ocupando de eso —dijo—. No sé cómo salió esa historia, pero nosotros no la empezamos. Si quiere mi opinión, no es más que un montón de tonterías.

—Fue un tal Elfring el que sacó la historia —dijo Victor—. Al parecer era amigo de Flip.

—¿Por qué no me lo dijiste, maldito? —preguntó George, volviéndose hacia Victor.

Victor lo miró.

—Porque no significa nada —contestó.

—Nos ocuparemos de eso —dijo Delancey.

—Nos ocuparemos de esto, nos ocuparemos de aquello. Vaya mierda —dijo George—. ¿Qué pasa con todos esos negros, nazis y japoneses que trabajan para nosotros? ¿Qué se sabe de ellos?

—Estamos investigando —dijo Delancey.

—Y el maldito lugar está siendo arrasado por los curiosos —exclamó George—. ¿Cómo van a hacer algo con un millón de malditos escalando los muros de nuestra propiedad?

—Estamos intentando controlarlo —dijo Delancey.

Durante un momento se hizo el silencio. George seguía meneando la cabeza.

—¿Tiene alguna pista con que seguir adelante? —preguntó Victor. Delancey tocó las carpetas sobre la mesa.

—No mucho —respondió—. Los del laboratorio criminal sólo se interesan por una cosa. Algo que creen especialmente interesante.

Victor esperó. George se echó hacia adelante.

—¿De qué se trata? —preguntó George.

Delancey frunció los labios, los soltó, miró hacia abajo, alzó la mirada.

—La señora Royce estaba embarazada —dijo, en tono algo apologético.

—¿Y qué coño significa eso?

El jefe Delancey parecía molesto.

—Nada, que yo sepa —dijo—. Pero nos estamos haciendo preguntas sobre la señora Horton. Que quizá lo suyo no fuera un accidente.

—¡Oh, mierda! —exclamó George, mientras Victor pensaba—. Podríamos haberles dicho que no fue un accidente cuando ocurrió. ¡Ustedes no son capaces de ver lo obvio!

—Déjalo estar, George —le dijo Victor.

Tenía una idea, pero la reservaría para sí.

—¡Vete a la mierda, tú! —dijo George—. ¡Menuda ayuda la tuya!

Victor suspiró y siguió pensando.

5

Suzy contempló a la enfermera Foley volviendo a ajustar la botella al tubo del catéter, vio cómo se sentaba. Entonces se levantó y besó a su tío en la mejilla.

—¿Puedo llamarla más tarde para saber cómo está? —le preguntó a la enfermera con voz brillante.

La enfermera Foley se quedó pensativa un momento.

—De acuerdo, si es que estoy aquí —contestó sin sonreír.

—Gracias —dijo Suzy, y dejó la habitación.

Cogió el ascensor al segundo piso, donde estaban las oficinas del doctor Royce. Con suerte no encontraría ni a la recepcionista ni a la enfermera, ya que era la hora de la comida.

Los pasillos del hospital estaban pintados de verde, pero la puerta de la oficina era de caoba, y el pomo y la placa de bronce brillante, todo de más de cien años. Suzy no dudó, sino que movió el pomo. Giró. Empujó la puerta. La sala de espera estaba vacía, las revistas ordenadas en una pila. En la mesa de la recepcionista no había nadie.

—¿Señora Callahan? —llamó—. ¿Señorita Scott? —No se movió mientras esperaba una respuesta. Nadie acudió. Caminó hacia la puerta que conducía a la oficina interior. Llamó con los nudillos a la puerta—. ¿Señora Callahan? ¿Señorita Scott?

Esperó, pero nadie respondía. Probó suerte con el pomo. Cerrado. Lo intentó con algunas llaves, las que parecían más probables. La tercera se introdujo en la cerradura y la abrió. Pasó dentro y cerró la puerta tras sí.

Nunca había visto la oficina de su tío tan vivida y al mismo tiempo tan muerta. Los diplomas y certificados enmarcados colgando en la pared, los recuerdos de sus antepasados médicos (antepasados suyos también), las fotografías de su esposa, Paul, los chicos de Roycewood, el recetario sobre la mesa vacía y brillante, la lámpara verde de bronce, las estanterías de libros, la ventana por la que entraba el sol, siempre había visto todo esto sin percatarse de ello realmente. ¿Dónde estaban los archivos? Siempre que venía a verle tenía ya fuera su carpeta. ¿En el escritorio? En la habitación no había ningún armario adecuado para ello.

Dio la vuelta al escritorio y probó suerte con los cajones. Sorprendentemente estaban abiertos, incluso el más grande, a la derecha. Miró allí primero. Estaba lleno de revistas de medicina. Abrió los restantes cajones: muestras de medicamentos, un esfigmomanómetro, paquetes de cigarrillos sin empezar, una caja de puros, clips, bolígrafos, lápices, botes de tinta, cajas de cerillas, cinta adhesiva, más revistas, papel de escribir y sobres, pero nada de correspondencia, ni personal ni de otro tipo.

Suzy estaba fastidiada. ¿Había un archivo escondido en la pared, tras los libros o los paneles?

Estaba mirando y palpando por todas las paredes cuando oyó que alguien entraba a la primera oficina.

6

Sarah acababa de ordenar a sus hijos que se metieran en la bañera cuando oyó sonar el teléfono. No quería contestar, pero lo hizo. La voz al otro lado era la de Frank.

—He estado intentando localizarte —le dijo—. ¿Algo va mal?

Todo iba mal, pero ¿cómo iba a decírselo?

—Estoy bien —le dijo ella, pero sabía que su voz sonaba débil y distante.

—No lo parece —dijo él—. ¿Puedo ayudarte?

Ella no era capaz de responder. Oía el ruido del agua en el cuarto de baño, y después un chico que le gritaba al otro: «Tú primero». Le habían arrebatado algo y podía sentir la pérdida.

—¿Estás ahí? —preguntó él.

—Sí, estoy aquí —dijo ella.

Su voz pertenecía a otra persona de otra habitación, de otra vida.

—¿Podemos vernos? —preguntó Frank.

—No lo sé.

—Algo va mal, ¿verdad? Quiero decir con lo nuestro.

—No lo sé.

—¿Podemos vernos y hablarlo? ¿Hay alguien ahí escuchando?

—No, no hay nadie. Supongo que estoy aturdida. —Se detuvo un momento, fatigada—. No quiero dejar la casa ni a los chicos.

Sabía que su tono no sonaba muy convincente. No sabía si decía la verdad. Sólo sabía que no había pensado en él, que no quería verlo.

Hubo un silencio.

—Estaré aquí cuando me necesites —dijo Frank.

—De acuerdo —contestó Sarah.

Como perdida, esperó a que él colgara el teléfono antes de hacerlo ella. Sentía náuseas en el estómago. Se sentía embarazada. Se sentía confusa, hundida, a punto de desmoronarse.

7

Victor caminó por su casa de Berwyn, buscando a su mujer. Los perros ladraban en sus jaulas, apoyándose en el alambre sobre las patas delanteras, protestando insistentemente porque no les habían dado de comer. Las tazas en que él y Suzy habían tomado café por la mañana seguían sobre la mesa. Ella había dicho que tenía algo que hacer, pero no había especificado de qué se trataba.

Seguro ya de que no estaba en casa, imaginó que estaría en el hospital, visitando a su tío. Llamó allí y se enteró de que ya se había marchado. Le fastidió. Tenía una idea que quería discutir con ella. A lo mejor ella pensaba lo mismo. No era extraño que sus pensamientos siguieran el mismo camino o que ella supiera lo que él pensaba incluso antes de que lo pensara.

Victor miró el reloj. Era la una y media. Esperaba que George Caley hubiera ido a trabajar. Intentó localizarlo allí.

8

George Caley no estaba en su trabajo. Estaba en casa, sentado a la mesa en su estudio de paneles de cerezo. El teléfono se hallaba muy cerca. No lo había contestado cuando sonó. Sarah lo había hecho y no le llamó, así que no era para él. La oyó balbucear unas palabras en el hall. Sonaba distante, distraída. Le parecía un zombie. Pensó en lo que se habían querido y lo sintió. Pensó en los chicos, a quienes habían traído a casa antes de tiempo. Le parecía bien. Los mandaría a todos a alguna otra parte para que estuvieran a salvo.

Pensó en sus héroes, Y. A. Tittle y John Unitas, el viejo Y. A. haciendo su mejor pase, protegiéndose la calva, escabulléndose entre gigantes que le doblaban en tamaño y eran el doble de jóvenes, luchando, completando aquel juego invencible, haciendo surgir las ovaciones. Y John, el frío, el de los ojos de pistolero, quieto mientras los cuerpos volaban y explotaban a su alrededor, ignorando los gruñidos y los gritos, esquivando a Raymond Berry una y otra vez hasta ganar el partido con el tiempo justo. Sacándolo poco a poco. Haciéndolo como un hombre.

George contempló la escopeta que tenía en las manos. La luz hacía brillar la plata y el acero blanco, lanzándole reflejos desde la caja de cedro. Acarició el cañón, sintió la curvatura perfecta de la culata, levantó la escopeta y apuntó hacia la cabeza de reno sobre la repisa de la chimenea. Había hecho que Abercrombie le fabricara aquella escopeta en exclusiva, para sus dimensiones. Era un Franchi 12, el acero relucía como una hoja de filo de Damasco y las piezas se acoplaban como si hubieran nacido unas con otras. Le encantaba. Se preguntó qué se sentiría disparando a un ser humano. Esperaba averiguarlo.

9

A eso de las dos de la tarde Trish Butler había dejado de temblar y llorar. Oyó a sus hijos entrar por la puerta principal y corrió a su encuentro. No les preguntó dónde habían estado sino que los abrazó a ambos, temiendo echarse a llorar de nuevo.

—No quiero que salgáis solos —dijo—. Sabéis que es peligroso. Sabéis lo que les pasó a tía Flip, a Doug y a Chip. Prometedme que no saldréis solos.

No lo prometieron. Cuando los soltó la miraron de manera extraña y preocupada.

—No nos pasará nada, mamá —dijo Harve.

—No, mamá —dijo Billy como en eco.

—No quiero que salgáis de casa excepto con una persona mayor —dijo. Agarró a cada uno por un brazo y los miró a la cara, intentando impresionarlos. Pueden ver que he estado llorando, pensó—. Prometedlo —dijo en voz alta, zarandeándoles los brazos.

—De acuerdo —dijeron ellos, mirando a otro lado.

Dudó un momento antes de seguir con lo que tenía en la cabeza. Después decidió que debía decirlo.

—He visto a alguien o algo en las lindes del bosque, cerca de la piscina. Era como gente que estuviera mirando la casa o escondiéndose. ¿Habéis visto algo?

—¿Ahí fuera?

Ella asintió con la cabeza y los miró más de cerca.

—No estábamos ahí fuera —dijo Billy.

—No hemos visto nada —dijo Harve.

Apartaron la vista. ¿Se estaban burlando de ella? ¿Les parecería que estaba alucinando, que se comportaba como una loca? Volvió a estrecharlos.

—Esta noche nos vamos —les dijo—. Nos iremos a Maine un poco antes. No salgáis hasta entonces. —Los miró compungida—. Es todo lo que os pido —les suplicó—. Prometédmelo.

10

Suzy estaba agachada detrás del escritorio de su tío Benjamin, y tenia unas ganas irresistibles de orinar. Había oído que era normal con un estado de embarazo ya avanzado, ¿pero tenía que ser tan repentino? Se apretaba los muslos, pero no ayudaba mucho.

De vez en cuando podía oír a la recepcionista, la señora Callahan, ordenando papeles, abriendo armarios, escribiendo a máquina o hablando por teléfono. ¿Qué pasaría si simplemente se levantaba y salía? ¿Qué iba a hacer la señora Callahan? Tenía tantas ganas que pensó en utilizar la papelera. ¿Haría mucho ruido? ¿Y si la señora Callahan entraba justo entonces y la sorprendía meando en la papelera del doctor Royce? ¿Podría decir que estaba apagando un fuego?

Ahora le parecía saber dónde estaban los archivos. Estaban en la oficina exterior, donde tenían que estar, al lado de la mesa de la señora Callahan y probablemente abiertos. Pensó en todas sus maquinaciones y le pareció divertido. Después pensó que se volvería loca de ganas de orinar.

Estaba a punto de mandarlo todo a paseo, levantarse y salir cuando oyó la puerta de la otra oficina abrirse y volverse a cerrar. ¿Había salido la señora Callahan? No le importaba. Se levantó, fue a la puerta y la abrió. La señora Callahan no estaba. Los archivos se encontraban al lado de la mesa.

Suzy se dirigió hacia ellos y abrió el cajón superior. Estaban ordenados alfabéticamente. Encontró Nancy Horton. Encontró Flip Royce. Encontró Trish Butler, y su hermana Sarah. Sacó las carpetas correspondientes y cerró el cajón. Volvió a abrirlo. Buscó la suya, pero no estaba. Buscó en otros cajones, pero sin suerte. Como no quería que la sorprendieran lo dejó pasar, cogió las carpetas y las escondió bajo la falda, sosteniéndolas a través de la tela. Fue a la puerta, la abrió y salió al pasillo. No había nadie. Caminó con las piernas rígidas hasta el lavabo de señoras. Allí se encontró a la señora Callahan, a quien saludó antes de cerrar la puerta del compartimiento. Antes de poder sentarse se meó por una pierna sin darse cuenta. Rió. Se sentía mejor.

No podía esperar a llegar a casa y estudiar los informes con Victor. Qué estupendo era sentirse bien otra vez.

¿Pero cuánto duraría?