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George en una dirección, Victor en otra, ambos iban avisando a las patrullas de policía que se encontraban. «Han desaparecido dos chicos. Ayúdennos a encontrarlos».
Victor fue buscando hacia la puerta, George hacia el muro. Suzy se quedó abrazando a Sarah en la cocina de The Vineyard. Suzy sentía que estaba entrando en una nueva fase, que podía sentir cómo ocurría, podía sentir el temblor acuoso desapareciendo de sus miembros como lluvia secándose, como lágrimas secándose.
Victor se deslizaba por entre la maleza con una linterna en la mano, gritando «¡Chip, Doug, eh, chicos!» y haciendo el mayor ruido posible. El haz amarillo de la linterna alcanzaba una rama que parecía un brazo, una pila de hojas que parecían un cuerpo, aquí y allá un arbusto que temblaba como si alguien acabara de dejarlo.
Victor podía oír en la lejanía el ruido de los coches en la puerta, y también los latidos del corazón palpitándole en las orejas. Estaba asustado a pesar suyo. No sólo podía haber un asesino por allí, sino que había hombres armados, lo que era todavía más peligroso; fueran o no policías, no podía fiarse.
Se detuvo a escuchar, esperando oír un grito de respuesta o el ruido de alguien que se acercaba. Nada aparte de los insectos, el tráfico y su propia respiración. Temía lo que podía encontrar, pero esperaba que fuera vida y no muerte. Dos chicos. No podía soportar la idea. No oyó nada y siguió adelante, llamándolos.
El doctor Benjamin Royce salió de entre los árboles cerca de la caseta del guarda. Estaba sin afeitar, el pelo desarreglado y cubierto de tierra, las ropas sucias y rasgadas, y el rostro untado con sangre y tierra como si de lágrimas sucias se tratara. Al principio, el guarda O’Hara no le reconoció. El doctor Royce no hizo ninguna señal, sino que caminó simplemente hacia la puerta para peatones de la entrada principal y la zarandeó como si fuera un prisionero. O’Hara apretó el botón que la abría y el doctor Royce la atravesó lentamente con la mirada perdida en algún punto lejano.
La mente del doctor Royce era un conglomerado de imágenes que ni él mismo podía entender. Tampoco podía comprender la realidad de la gente que se apiñaba fuera de la puerta. Mientras caminaba entre la multitud pensaba en su mujer: ella le hacía señas al otro lado de un lago en el que había sauces y una cabaña que colgaban al revés. Pensaba en su padre muerto oculto tras un periódico, y bajándolo de repente. Pensaba en su bisabuelo, que pestañeaba. Pensaba en sus abuelos, a los que nunca había conocido. Pero ahora no los culpaba. Había perdido u olvidado el hilo de su sufrimiento y no podía seguir las ideas que formaban una maraña en su mente.
Pensó en su hijo adoptado. Pensó en toda su familia, lo reconocido y lo no reconocido, los éxitos y los fracasos, el orgullo y la frustración, la expectación y el dolor. Se sentía mal, impotente frente a lo que estaba sucediendo. Se sentía asustado. Se veía en la nieve, respirando escarcha, en pie a la falda de una montaña de hielo, mirando hacia arriba, la nieve cayendo a su alrededor en copos blandos y gigantescos. Vio su propia cara plateada por la escarcha, vio su cabeza cana y su aliento en nubes de vapor. Vio que su boca se abría sin articular palabras, pero la lengua y los labios trabajando en silencio.
De repente se encontró entre la gente fuera de la puerta, entre los coches, las sirenas, las bocinas, las cegadoras luces de las cámaras de televisión, las voces de radio, las voces de gente, los perros ladrando, los niños mofándose desde las ventanillas abiertas de los coches. Había olvidado qué venía a hacer aquí, a quién buscaba. Tenía la boca seca. Su aliento le olía a excremento. Se arrastró hacia un grupo de cuatro hombres que hablaban con un policía de uniforme junto a un coche azul y blanco.
—¿Qué están haciendo aquí todos ustedes? —preguntó—. ¿Por qué no se van a casa?
Su voz sonaba débil, sin fuerza, sin potencia. No podía llenar los pulmones. Se alejó sin recibir respuesta de los hombres, que se quedaron mirándolo.
La búsqueda de George era meditada. Seguía los caminos y lanzaba el haz de luz de la linterna contra todos los árboles y arbustos. Su ira superaba cualquier otra emoción: no estaba asustado porque pudieran atacarle; en realidad no temía encontrar a sus hijos dañados; simplemente estaba furioso porque existiera toda aquella irracionalidad. Sabía que si pudiera meterse en el asunto, romper cabezas o apretar gatillos, el problema se solucionaría. Entre los gritos juraba y perjuraba. A la izquierda pudo ver la linterna de otra persona buscando. Al menos tres policías estaban ya enterados. Tenía la impresión de que no valían para nada. Estaba seguro de que si alguien encontraba a los chicos, sería él.
También Tom Horton caminaba por el bosque. Su sirvienta se había ido y había dejado al bebé tranquilo y a salvo. Sirvientas. Sophie Hawkins. Ella había matado a Flip Royce. Estaba seguro. Ahora se enfrentaría a ella y estos asesinatos sin sentido acabarían de una vez por todas.
Tom no llevaba linterna. Se tamboleaba de árbol en árbol, asustado por lo que estaba haciendo. Apoyó la mejilla contra la áspera corteza de un árbol e intentó calmarse. Sentía el estómago en la garganta, podía saborear la mezcla amarga y ardiente de whisky y bilis.
Era una locura salir sin linterna. Se imaginaba ojos amarillos de serpiente observándolo, lenguas rojizas chasqueando, dientes sangrientos abiertos ante él, gente vudú atacándole. Pero lograría llegar a casa de los Butler y se enfrentaría a Sophie. Tenía que detenerla. Estaba seguro de que ella y sus amigos secretos habían matado no sólo a Flip, sino también a Nancy.
Temblaba tanto que apenas podía moverse. Pero, borracho o no, tenía que seguir adelante.
Sarah no podía estarse quieta. Suzy insistía en que se echara en la cama, pero ella no podía. Iba de un lado a otro de la cocina dando vueltas a las manos. Veía a sus hijos que yacían mutilados y la llamaban.
Suzy la observó desde cerca.
—¿Quieres que llame a un médico? ¿Quieres que llame a tío Benjamin? —le preguntó.
«Ciertamente estaba entrando en una nueva fase», pensó. Ya no temblaba tanto. Seguía asustada, pero se iba volviendo más reflexiva, más fuerte. Tenía que hacerle frente, verlo con claridad, descifrarlo. ¿Podría? ¿Se permitiría hacerlo?
—No quiero ver a nadie —dijo Sarah—. Quiero a mis hijos. Dios mío, que no les haya pasado nada.
Los chicos de los Butler volvieron a casa y contaron su historia. Trish no se había percatado de que hubieran salido, y se quedó asombrada cuando aparecieron procedentes de la oscuridad de la noche. Ahora los chicos miraban serios a su madre mientras ella marcaba un número de teléfono con dedos casi incontrolados.
—¿Sarah? —preguntó con voz cascada—. ¿Todavía no han vuelto Chip y Doug?
—No —oyó al otro lado del teléfono.
—Harve y Bill iban a encontrarse con ellos en la entrada —dijo, casi fuera de control. Tuvo que sentarse—. Han vuelto a casa y dicen que tus chicos no aparecieron. —Respiró profundamente. Tenía que hacerlo—. Voy a hacer que me lleven al lugar donde iban a encontrarse —dijo—. Avisaré a la policía.
Después de despedirse, Trish apretó las manos contra el rostro, se lo frotó y miró a sus hijos durante un momento con mirada interrogativa. Podía ver que estaban asustados. ¿Por qué habían salido cuando les habían dicho que no lo hicieran? Notó también en ellos cierta informalidad, como si no estuvieran todo lo impresionados que según ella deberían estar.
—¿Viene papá? —preguntó Billy.
—Papá no se encuentra bien —contestó Trish—. Se quedará aquí con Pokey. Vamos.
Se quedó mirándolos. Vio cómo bajaban la vista hacia sus manos sucias, hacia los niquis manchados de comida.
Harvey Butler había oído la conversación entre su mujer y sus hijos en la habitación de abajo. Ahora estaba en pie junto a las escaleras, en la sombra, donde nadie podía verle. Sudaba, temblaba. Nada le haría salir allí fuera, pensó, absolutamente nada.
Volvió a la cama y se metió entre las sábanas. La puerta de la habitación estaba cerrada y las pesadas cortinas estiradas y tensas. Él se hallaba en una oscuridad total, una oscuridad espesa, casi líquida, la noche en las profundidades del mar. Pensó en la oscuridad como una sustancia que podía tocar físicamente, que podía sentir, con la que podía jugar. Trish y los chicos habían salido. ¿Dónde estaba Pokey? Sophie Hawkins se había ido, huyendo de Roycewood y de él, suponía, tras el asesinato. Él solo. Totalmente solo. Con los demonios.
Harvey pasó la mano por delante de la cara y no pudo verla. Sólo pudo sentir el ligero movimiento del aire. Se acercó la mano derecha a los ojos pero tampoco entonces pudo verla, sólo sentir que se acercaba.
Así.
No estaba seguro de dónde se hallaba el techo, las paredes o el suelo. Podría estar suspendido en el espacio, en un plano astral, una deformación temporal. Podía recordar las oscuras noches de la infancia, de la anestesia.
Estaba a punto de quitarse el audífono para hacer su aislamiento más total cuando oyó el golpeteo de la puerta de la cocina bajo la ventana abierta. Se quedó helado. Volvió a oír unos golpes, oyó un murmullo, oyó el sonido de cristal tintineando, estallando, haciéndose astillas, en la primera planta de su casa.
El Arboretum estaba a oscuras. Por eso se había perdido, pensó Tom Horton: no había una luz que lo guiara. ¿Estaba Sophie Hawkins escondida en la oscuridad, esperándole para atacar? ¿Dónde estaban los Butler? Sintió de nuevo el sabor del whisky y el vómito en la garganta, lo contuvo y siguió adelante con un esfuerzo.
La puerta de la cocina del Arboretum estaba cerrada con llave. Dio vueltas al pomo, hablando consigo mismo, después le volvió a dar vueltas. No iban a dejarlo fuera. Con el codo rompió el panel de cristal más próximo a la cerradura, sin preocuparse del ruido. Alcanzó el pomo por dentro y le dio la vuelta. Abrió la puerta y entró.
Le parecía saber dónde guardaba Harvey Butler el alcohol, así que se dirigió allí, tropezó e hizo estallar unos cristales, encendió la luz y abrió el armario.
No tenía Wild Turkey pero sí un buen Michter’s Pot Still. Abrió la botella, echó un largo trago y gruñó sin contenerse. Se limpió la boca con la manga, como un leñador.
¡La habitación de Sophie! Tom trataba de controlar su excitación mientras se deslizaba por el pasillo a oscuras. A los pies de la escalera tropezó con un aparador, lo tiró. Más cristal se rompió, y él lanzó una risita. La cabeza le daba vueltas. Pensando en lo que le esperaba, la emoción le hormigueaba a través de la niebla de alcohol que le embargaba. De repente tenía que andar con cuidado. Tenía miedo, a pesar de la evidencia de que Sophie pudiera estar allí, agachada detrás de la puerta, oyendo cómo se acercaba paso a paso, los dientes blancos y los ojos blancos brillando contra su cara de carbón, un cuchillo vudú en la mano, apuntando hacia arriba para golpearle en la garganta.
Tom llegó a la puerta que pensó era la correcta y dio unos golpecitos, como en un aviso: «Sophie, ¿estás ahí? Soy el señor Horton».
No hubo respuesta, ni se oyó movimiento alguno, y Tom intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con pestillo. La zarandeó, cada vez más enfadado, después se apartó y echó otro trago, observando la puerta en la apagada luz procedente de la ventana al fondo del pasillo. Concentró todas sus fuerzas y dio una patada a la puerta, cerca de la cerradura, con la suela del zapato. La puerta no saltó y se hizo daño en el tobillo. Era una puerta vieja, gruesa y sólida, al igual que las jambas. Sabía que no podría abrirla.
Tom volvió sobre sus pasos echando tragos y sorbos a la botella, atravesando el pasillo y la cocina. Después salió de la casa y le dio la vuelta hasta la parte de delante. Se esforzó en escoger la ventana correcta. Recordó que no era ésta en la que había visto el rostro pasmado de Harvey Butler la primera vez que había espiado. Dos ventanas más allá. Rompió otro panel de cristal con el codo, oyó el tintineo de los cristales estrellándose dentro de la habitación. Metió el brazo, soltó el pestillo y subió la ventana. Podía oler ya algo extraño y exótico, algo salvaje y sensual. Perfume. Incienso. Hierbas. Canela y especias. Naranjas y limones. Se impulsó hasta el alféizar y se dejó caer dentro, volcando unas cuantas macetas con plantas.
La única luz de la habitación era la de la oscura noche, pero Tom podía distinguir la forma de la puerta y el interruptor de la luz al lado de ésta. Fue hasta allí y le dio. Se encendió una pequeña lámpara verde oscura colocada en una sencilla mesilla junto a una cama de acero pintada de blanco, como la de un hospital, perfectamente hecha. Sobre el centro de la almohada había un crucifijo recostado. Aquí se veían un sobrio escritorio, una silla y una alfombra harapienta sobre el suelo. De las paredes blancas colgaban viejos cuadros del niño Jesús, María y un santo que no podía reconocer. Había una cómoda de roble con una pañoleta de encaje encima, sobre la cual podía verse un pequeño recipiente de cristal parcialmente lleno de botones diversos, lazos, limas de uñas y carretes de hilo multicolores. Una pequeña televisión en un pequeño estante, frente a la cama. Y eso era todo. Ni siquiera un pequeño rastro de la identidad oculta de Sophie, o de su presencia. Excepto los aromas tropicales.
Tom estaba desilusionado, se quedó en pie, algo más tranquilo. Echó otro trago. Le estaba haciendo sentirse algo mareado. Borracho. Se balanceó e intentó centrar de nuevo la vista. La puerta de un armario. Fue hasta ella y la encontró cerrada, se inclinó y observó la cerradura, centrando la vista con cuidado. Podía ver el pestillo en el espacio entre la puerta y la jamba. Fácil. Se dirigió a la cómoda, cogió una lima de uñas, volvió a la puerta, echó un trago y dejó la botella en el suelo. Insertó la lima con gran cuidado, alcanzó el pestillo, intentó retirarlo hacia el lado de la puerta. Se movía.
Pero antes… antes… antes de abrir se detuvo y pensó. ¿Estaría Sophie allí dentro? ¿Saldría de un salto, desnuda o vestida con una piel de tigre, con las garras extendidas en torno al cuello, rasgándolo con cuchillos y uñas? ¿O yacía allí, atada, amordazada y desgarrada, con los intestinos saliéndole sangrientos del vientre redondo y negro?
Tom abrió la puerta del armario, esperándose cualquier cosa.
En el piso de arriba del Arboretum, Harvey Butler yacía en cama, paralizado por los ruidos de un monstruo que se tambaleaba por la primera planta de su casa. Golpeaba las puertas, hacía crujir el suelo, volcaba la cristalería, que temblaba y rodaba. Se detuvo junto a la escalera, después continuó por el pasillo, dio un golpe terrible a una puerta, gruñó, volvió por el pasillo.
Harvey estaba seguro de que se trataba de su pesadilla hecha realidad, aquella cosa pesada y mohína que había venido a cogerle, surgiendo de Mill House y acechando por el bosque para atacarle. Pero esto no era un sueño. Era realidad.
Estaba empapado de sudor. Rogó a Dios que lo salvara. Allá abajo, la cosa salió por la cocina, dando un portazo. Harvey contuvo la respiración, esperando que se fuera. Pero pudo oír cómo daba la vuelta a la casa y después otro estallido de cristales. Volvía a entrar.
Se hizo el silencio. Le molestaba más que los ruidos. Le castañeteaban los dientes. Sintió un cálido arroyuelo de humedad bajo él y se dio cuenta de que había perdido el control de su vejiga. Se hizo una bola. Gimió, después se aterró todavía más al percatarse de que allí donde yacía era totalmente vulnerable, que tenía que esconderse.
Se quitó las sábanas de encima de golpe y saltó de la cama. Caminó a tientas por la oscuridad, volcó una lámpara y se cortó con la bombilla, destrozada. Tropezó con la mecedora y se golpeó la cabeza contra la pared, haciéndose una herida. Se apretó contra la pared, casi se cae, siguió moviéndose rígido hasta alcanzar el armario, abrió la manilla a tientas, cayó dentro, entre las cajas de zapatos, y volvió a hacerse una bola, gimiendo.
Pero ni siquiera aquí estaba a salvo. De repente la cosa entraba en la habitación, hipando y gorgoteando. A Harvey, el asma le hacía resollar, aunque quería vencer la necesidad de respirar para poder oír y que no le oyeran. Sabía que estaba cayendo mientras decía «oh no, oh no, oh no», para sus adentros. La cosa gorgoteante estaba frente a la puerta del armario, la abría, le caía encima y él empezó a golpear, a revolcarse de terror, incapaz de oírle decir «papá, papá» con voz ahogada mientras se apretaba sobre él.
En la planta baja nada le saltó a Tom desde dentro del armario. La luz de la pequeña lámpara de la mesilla revelaba que el armario de Sophie había sido convertido en un santuario en miniatura, completado con un pequeño altar cubierto por una tela blanca inmaculada. Sobre el altar había una vela rosa (para san Antonio), otra azul (para san Pedro) y dos verdes (para san Ramón), todas usadas recientemente; un limón seco, una naranja seca y un dibujo de Cristo con un marco dorado que le mostraba con la delicada mano sobre el corazón sangriento. En el espacio frente al altar estaban las ofrendas: una botella de doctor Pepper y un cartón de leche rojo y blanco, una barra de caramelo, un paquete de galletas, especias y canela McCormick en frascos abiertos, una caja de medio kilo de azúcar y un bote de sal, una manzana roja y otra amarilla, un vaso de cerveza (ahora ya muerta) y un plato de chuletas de cerdo fritas cuyos bordes se curvaban.
Tom estaba atónito y avergonzado. La inocencia de las ofrendas le llegaba al alma, superando incluso su estupor. Comenzó a sollozar por la bondad y la tristeza de todo aquello y por su propia estupidez. Se dejó caer de rodillas y rezó las oraciones que podía recordar hasta que ya no pudo soportarlo, entonces se levantó y salió de la habitación por la ventana, dejando la botella de whisky frente al altar como si de su propia ofrenda se tratara. Se alzó al oír movimiento en la casa, golpes, carreras, gritos. Tom saltó por la ventana y salió al aire cálido de la noche, todavía sollozando.
Se internó en el bosque. La tierra se balanceaba y daba vueltas a su alrededor. Se cayó junto a un árbol, colgándose de él para dejar salir la tormenta nauseabunda. Vomitó, tosió, lloriqueó. Se sentía demasiado mal como para estar avergonzado.
Suzy siguió a Sarah cuando ésta se dirigió a la habitación de Chip, su hijo mayor. Sarah se detuvo un momento en el umbral, y Suzy también. Las paredes estaban cubiertas de pósters azul chillón con monstruos: Frankenstein, Drácula. Fundas de discos esparcidas por todas partes: Pink Floyd, Led Zeppelin, Black Sabbath, Rolling Stones. Ropa y zapatos de tenis amontonados. Aparatos de alta fidelidad. Revistas abiertas o cerradas. Libros de bolsillo. La cama deshecha. La ventana abierta, con las cortinas echadas ambas hacia el mismo lado, y un extremo suelto de la corredera. Velas gastadas goteando lágrimas de cera multicolores. Una pila de piezas de coche, pestillos, clavos, piedras. Un olor extraño, rancio.
—¡Oh, Chip, que no te haya pasado nada! —dijo Sarah.
—Estarán bien —la tranquilizó Suzy.
Quería creérselo. Se movió junto a Sarah y la rodeó con su brazo. Era increíble que ahora ella pudiera reconfortar a otros. ¿Cuánto tiempo duraría?
—Tengo tanto miedo —dijo Sarah, apartándose de Suzy. Sarah comenzó a arreglar la habitación de manera mecánica, separando jerséis, pantalones, zapatos y calcetines, colocando las revistas y los libros en pilas separadas—. Nunca crean problemas —dijo—. Son tan buenos chicos.
Se echó a llorar de nuevo, sosteniendo calcetines de deportes sucios en las manos.
Suzy se acercó a Sarah y volvió a abrazarla. La arrulló, dándole unos golpecitos en la espalda.
—Venga, Sarah, venga —le dijo.
Miró las pilas de ropa a los pies de Sarah y los calcetines que tenía en la mano.
De repente Suzy se puso a temblar otra vez.
En los calcetines se veían rastros y manchas marrones. Recordaba algo parecido. Se percató de dónde había percibido antes aquel olor rancio que ahora llenaba la habitación. Recordó la sangre en el camino y la puerta de su tío Benjamin.
La oscuridad la inundó, se estremeció, sintió como un desmayo. Los pequeños pelos de la nuca se le pusieron de punta. Esperaba que los chicos hubieran dejado la casa vivos, esperaba que estuvieran a salvo. No tenía un sentimiento definido, sólo una sensación vaga de que la vida iba mal, de sombríos montículos en los bordes de su mente. No podía dejar de temblar.
Tom podía recordar esta sensación de antes. A lo mejor tenía seis años, o siete. Estaba en la cama, con fiebre. La luz de la calle brillaba en su habitación a través de las hojas, a través de las ventanas, ondulándose como una serpiente y haciendo bailar sombras sobre la pared de flores. Se había despertado respirando entrecortadamente. Sentía la cabeza hinchada y como flotando, el corazón le golpeaba dentro de las costillas, tenía náuseas pero le daba miedo moverse, le daba miedo respirar. Estaba acostado en la cama, muerto, lo sabía, y en la habitación había unas criaturas indescriptibles que habían venido para comerse su cuerpo. Eran ratas que le miraban con ojos rojos desde sus piernas, reptiles dentro de la cama, tan cerca de su cuerpo que si se movía tocaría sus superficies frías y viscosas, escorpiones bajo la almohada, tarántulas sobre la cabeza, hombres con caras blancas, labios negros y las órbitas de los ojos vacías que sostenían cuchillos en sus garras y le mostraban sus dientes amarillos y afilados. No podía gritar. Sus padres no podían ayudarle. Estaba solo. Había querido matarse para poner fin a aquello.
Ahora se apretaba contra el árbol en la oscuridad del bosque, sollozando contra un brazo y escondiendo en él la cabeza, que le daba vueltas. Esperando a que la pesadilla y el malestar desaparecieran como habían desaparecido todos aquellos años.
La luz de la linterna de George Caley alcanzó a un grupo de tres personas que se le acercaban: Trish Butler temblaba en el interior de su vestido estampado, todo arrugado, y sus dos chicos avanzaban pegados a ella. Le molestaba la estupidez de las mujeres y los niños exponiéndose al peligro, pero contuvo su ira y los llamó.
—¿Habéis visto algo? —les preguntó, dándose cuenta de la dureza de su voz.
Al acercarse pudo ver el temor vacío en los ojos hundidos de Trish.
—Tenemos que ayudar —dijo Trish—. Tenemos que encontrarlos.
George se agachó frente a los chicos y les preguntó pacientemente qué sabían, iluminando más su propia cara que la de ellos. Le dijeron que iban a encontrarse con los Caley en las Rocas Negras pero que no habían aparecido.
George se puso en pie.
—Llevadme allí. Y mantengámonos juntos.
No habían dado más de cincuenta pasos entre los arbustos y los árboles, cuando Trish localizó en el haz de su linterna el cuerpo inmóvil de Tom Horton. Sintió una opresión en la garganta y por un momento no pudo moverse, sólo pudo decir «¡Mirad!» con voz estrangulada, casi imperceptible.
George iluminó hacia donde apuntaba ella y Trish corrió a arrodillarse junto a Tom. Le llamó por su nombre, sin tocarlo. Él no se movía y ella le tocó al fin. George se inclinó y comenzó a gritar y preguntarle qué había hecho a los chicos.
Tom estaba caliente. Estaba vivo. George iba a descargar su ira contra aquel cuerpo flojo, amenazó con golpearle, pero Trish se puso junto a Tom y lo cubrió para protegerle.
El doctor Royce vagaba entre la gente y las cámaras de televisión, hablando consigo mismo. Llevaba el cuello de la camisa torcido y cubierto de barro. Parte de la camisa le salía fuera de los pantalones. Tenía los zapatos desatados. Había abandonado la chaqueta hacía ya tiempo, pero seguía sudando, mostrando grandes manchas oscuras bajo las axilas.
—¿Qué hacen aquí? —le preguntó a un hombre fornido que llevaba una gorra de béisbol y bebía una lata de cerveza—. ¿Por qué no se van a casa?
El hombre lo miró con la mirada apartada de aquel a quien se le acerca un mendigo.
—Váyase a la mierda —le dijo.
Al doctor Royce le dolía la cabeza. Era un dolor tan intenso que a veces no veía nada durante segundos, y tenía que agitar los brazos en el aire para mantener el equilibrio. Pero no podía descansar, tenía que moverse entre la muchedumbre, de persona en persona, y mirarlas al rostro de manera interrogante. ¿A quién estaba buscando? No lo sabía. Quería decir algo diferente, pero lo único que podía articular frente a cada uno era que se fueran a casa.
Pensó una y otra vez en su padre y su bisabuelo, aquellos hombres rígidos, inaccesibles y desconocidos cuyos secretos de sangre él portaba consigo.
—¡Lo hice por ti! —gritó, sin darse cuenta de que hablaba de nuevo con el hombre fornido—. ¿Qué ocurría? ¿Qué era lo que iba mal?
Se dio media vuelta y se alejó dando tumbos antes de que el hombre pudiera pegarle.
Volvió a aparecerle en la mente la cara sonriente de su esposa. «¡Hemos tenido hijos!», le gritó. «¡Quizá no sean tuyos, pero son nuestros! ¡Son la familia!».
¿Dónde estaba su hijo Paul? ¿Por qué lo había adoptado? Se detuvo y miró a su alrededor. ¿Dónde estaban los chicos? La gente le contemplaba. Un policía avanzaba hacia él. Las cámaras le apuntaban. En la puerta, O’Hara le llamaba abiertamente. ¿Dónde estaban sus chicos, todos sus chicos, toda su familia? Levantó los brazos. ¿Qué había ocurrido? Abrió las manos. Sintió una corriente, un frío. Una onda de negro, una nube, una ola que se movía de los pies a la cabeza, y se sintió caer, sorbido en un túnel sin fin.
Ahora Victor podía ver y oír a otras personas buscando, tanto a la izquierda como a la derecha. Veía los haces de luz yendo y viniendo entre los arbustos de la colina que se elevaba hacia el muro exterior. También gritaban los nombres de los Caley, como él, y no había respuesta. Llevaba buscando media hora sin encontrar ni una señal de ellos, y se hallaba más tranquilo.
Por lo que él podía ver, no había una explicación racional a lo que estaba ocurriendo. Sólo había una locura que él no podía entender, una violencia sin sentido, un malestar.
No sabía cómo enfrentarse a aquel mal informe. ¿Negarlo, como hacía el doctor Royce? ¿Atacarlo, como George Caley? ¿Entrar en él, como Suzy? ¿O seguir desconcertado como ahora?
Ya se había encontrado antes con esta maldad inaprensible, aunque nunca tan de cerca: había leído casos de violaciones y asesinatos en parques, casas abandonadas y carreteras desiertas, niños torturados y mutilados en pasadizos y habitaciones escondidas, despellejamientos o desmembramientos que salían a la luz cuando una mano, una cabeza, unos genitales o tiras de piel o intestino se encontraban en bolsas de plástico en contenedores de basura o alcantarillas.
Esas cosas ocurrían. Parecía que era imposible detenerlas. Al parecer había alguna imperfección en los genes humanos que surgía aquí y allá con una regularidad preocupante. Se lo denominaba inhumano pero era esencialmente humano, y ése era el problema, uno no puede sacarlo a la luz porque está latente dentro de cada persona, y cuando se descubre su presencia abierta es demasiado tarde. Y para detenerlo hay que matar a los tipos excéntricos o encerrarlos y esperar que no se reproduzcan por sí solos.
Victor pisaba raíces gruesas y una tierra fina, de la que sobresalían las piedras. El haz de luz de su linterna alcanzó una formación rocosa afilada y protuberante en la dirección en la que avanzaba. Parecía un hueso roto saliendo de una herida. Comenzó a moverse hacia la izquierda de las rocas, pisando la tierra cubierta de moho entre los árboles. Casi tropieza con los dos chicos antes de verlos. Yacían uno junto al otro, pecho contra espalda, con los brazos de uno rodeando al otro. Estaban desnudos y untados con barro. Pero respiraban.
No había luz en el Arboretum. Trish Butler entró por la puerta de la cocina seguida de sus hijos y de George Caley, que ayudaba a un Tom Horton alicaído y estupefacto.
La cocina estaba cubierta con brillantes astillas de cristal. El teléfono sonaba, cencerreando con temblores nerviosos una y otra vez. Trish se lanzó sobre el aparato de la cocina y contestó. Suzy Mancius decía que habían encontrado a los chicos de los Caley, inconscientes pero ilesos. «¡Gracias a Dios!», gritó. Se dio la vuelta para dar a George la buena noticia, pero en mitad de la frase se quedó paralizada. Cristales por el suelo de la cocina. Gotas de sangre. ¿Dónde estaba Pokey? ¿Dónde estaba Harvey? ¿Estaban muertos?
Trish dejó la cocina sin decir palabra, siguiendo el rastro de sangre por el pasillo. Subió las escaleras con un nudo en la garganta. La cama estaba vacía. Parte de los muebles estaban volcados, las ropas de la cama colgaban hacia fuera. En la pared había rastros de sangre. Trish se quedó en la puerta y gimió.
Primero no oyó la voz, después sí. Sonaba muy baja. Parecía venir del armario.
Se lanzó hacia la puerta y la abrió. Bajo la pálida luz de la lámpara de mesa no vio nada más que ropas magulladas. Pero oyó la voz y otro sonido, como hipo, como palabras habladas por otro durante un sueño, un farfulleo que sólo de lejos se asemejaba al lenguaje.
Apartó las ropas a un lado y encontró a su hija y a su marido. Él estaba en pijama, tenía los ojos abiertos y vacíos y sangre en las mejillas y en la ropa. La saliva le caía por las comisuras de los labios. Ella iba en pantalones cortos, y estaba acurrucada bajo los brazos de su padre, que se agarraba a ella tan fuerte que la carne la tenía blanca allí donde le clavaba los dedos. Pokey tenía los ojos abiertos y lloraba.