13

Los intrusos

1

Entonces no pudo pararlos: la gente de fuera acudió en legiones a Roycewood. Ni siquiera el doctor Royce y el poder de los Royce pudieron detenerlos. Primero el equipo médico de emergencia y la policía, la local, la provincial, la estatal, técnicos, fotógrafos e investigadores. Un enjambre abigarrado y aparentemente caótico en el que unos y otros tropezaban bajo las luces portátiles en el enorme jardín donde había tenido lugar el asesinato. Llenaban bolsas de plástico con sus propias colillas y envolturas de chicle. Tomaban fotos, hacían marcas, hablaban.

A la vista del cuerpo, algunos hombres se ponían pálidos o se daban la vuelta. Otros se quedaban paralizados. El sargento Viele se apartó entre unos árboles y vomitó. Ni siquiera los médicos de emergencia, acostumbrados a los accidentes en autopista, permanecían impasibles. Yacía con la mayor parte de la piel hecha jirones. La cabeza estaba dada la vuelta, y los ojos, pinchados y salientes. La cabeza goteaba un queso grisáceo. La sangre empapaba la tierra sobre la que yacía. Las piernas aparecían abiertas como de un tirón violento y tenía una rama introducida en la vagina, en cuyo extremo exterior se veían todavía hojas rotas. Cerca aparecían los rastrillos y paletas que habían sido usados en el ataque, untados todavía con sangre y trocitos de carne.

El jefe Delancey y el sargento Viele iban de un lado a otro, serios y hablando poco, habiendo perdido su autoridad frente a la presión de los otros. No miraban al cuerpo, excepto cuando la mórbida fascinación del horror les hacía olvidar y miraban casi sin querer. El doctor Royce estaba doblegado por el dolor. Ya no se controlaba, los labios y dedos le temblaban, la lengua iba adelante y atrás, el pelo revuelto, los ojos abiertos y vacíos.

El área del desastre había sido acordonada, atando la cuerda a los árboles. Al amanecer, los hombres permanecían extrañamente en silencio. Al final la labor de la policía terminó por el momento. Envolvieron el cuerpo y se lo llevaron. Habían confinado a Paul Royce en Manor House desde mucho antes.

Una hora más tarde, los periodistas y cazadores de eventos sensaciolistas comenzaron a invadir el enclave. Intentaban pasar las puertas. Escalaban los muros. Corrían por el bosque hacia el lugar donde se había producido el asesinato. Ya nadie podía pararlos.

En el Arboretum, Sophie Hawkins metió unas cuantas pertenencias en una pequeña maleta, se persignó, cerró con llave la puerta de su habitación y dejó Roycewood a pie.

2

El jefe Delancey, el examinador médico, doctor Ernest Havemeyer, y el doctor Royce hablaban en el estudio de este último. El jefe Delancey estaba con la gorra en la mano, Havemeyer permanecía en silencio, desasosegado, y el doctor Royce se frotaba constantemente la cara, como si hubiera atravesado una telaraña. El doctor Royce no podía concentrar su mirada, sino que movía los ojos sin descanso mientras hablaba.

—¿Puede conseguirme más hombres para mantener alejados a los curiosos, o tengo que contratar yo a unos cuantos? —preguntó con palabras lentas y esforzadas.

Delancey no esperaba que empezara por ahí.

—Puedo llamar a uno o dos —dijo—. Sabe que están aquí las policías del condado y estatal.

El doctor Royce se levantó y se sirvió un brandy. No ofreció ni a Havemeyer ni a Delancey. Respiraba por la boca, como si la mandíbula no se le cerrara, la lengua pasaba constantemente sobre los labios secos y los músculos del lado izquierdo se contraían en pequeños espasmos. Bebió el brandy y se quedó mirando a través de la puerta que conducía al segundo piso. Allí, en su habitación, estaba Paul, a quien se le habían suministrado unos tranquilizantes. Ahora lo atendía una enfermera del hospital.

—Tendremos que hablar con él muy pronto —dijo Delancey en tono casi apologético.

—Sí —dijo el doctor Royce—. Lo sé. Él no tiene nada que ver con esto.

Ni Havemeyer ni Delancey podían responder. Ninguno de los dos preguntó al doctor Royce qué sabía.

3

Harvey Butler no podía salir de la cama. Se había retirado allí la noche anterior, tan pronto como se enteró de lo de Flip. Tenía la aplastante sensación de que él la había matado. Quería confesar pero no quería que lo cogieran. No sabía qué hacer. Se retorcía. Se debatía. Se quitó el audífono. Sudaba. Soñaba.

Se levantó de la cama, temblando. Las sombras se habían retirado en la oscuridad de la habitación, a pesar de que fuera era de día. Se encaminó hacia el cuarto de baño con la sensación de que flotaba. Los tontos entran flotando allí donde los criminales temen entrar. Le gustaría poder dejar de lado aquellos pensamientos; le parecía que eran una forma de locura.

El pomo metálico del cuarto de baño estaba helado. Bolas metálicas de mono. Puso la mano encima y era como si pusiera los labios en una bandeja de hielo. No podía apartar la mano. Le entró el pánico, luchó con el pomo, sintió que la piel se le desgarraba, sintió que flotaba sobre el suelo.

No gritó. No dolía. Miró hacia abajo. Ciertamente levitaba, sus pies descalzos se elevaban al menos treinta centímetros sobre la alfombra oriental. Movió los dedos de los pies. Diez, chico. No le dolía la mano, pero podía ver la piel pegada todavía al pomo, rosácea, sangrienta y deslustrada.

La puerta del cuarto de baño se abrió, aunque él no la había tocado. Tras ella no estaba el cuarto de baño, sino un sendero que se adentraba en el bosque. De repente se encontró avanzando por él. «Me parece que ya he tenido antes este sueño», pensó, pero también estaba seguro de que no era un sueño. Por debajo de un arbusto asomaba un pie desnudo, con una gota de sangre bajando por el tobillo. Se inclinó para mirar bajo el arbusto y vio que el pie, el tobillo y la pierna partían de una maraña de raíces, raíces gruesas, cubiertas con montones de tierra. El pie se movía. Los dedos se movían. Las raíces daban vueltas como serpientes. Harvey agarró la pierna, tiró y de la tierra surgió un muchacho desnudo, dejando caer arena de su cuerpo. Se levantó y miró a Butler con ojos llenos de barro.

Después el muchacho era una mujer. Flip Royce. Cuando abrió la boca para hablar le salieron gusanos contorneándose.

—¿Por qué me mataste? —le preguntó—. ¿Por qué me mataste?

4

—Fui a Manor House por la tarde y todo el paseo estaba cubierto de sangre, toda la puerta cubierta de sangre —decía Suzy a Sarah. Suzy se frotaba, se apretaba a sí misma. Le brillaban los ojos como monedas de plata—. Y tío Benjamin no sabía de qué se trataba, no hacía nada, sólo miraba al vacío y murmuraba algo para sus adentros.

—No entiendo, no entiendo —decía Sarah. Estaba llorando, tenía la nariz y los ojos rojos y un pañuelo entre los dedos—. Ahora recuerdo lo que le pasó a Nancy, y cuando desapareció Christine, y esa muñeca horrible en la secadora y todo lo demás, y no puedo dejar de temblar.

—Ahora todo el mundo está metido en esto —dijo Suzy, agarrotada por su propio horror y todavía frotándose—. He hablado con ellos ahí fuera. No sé qué está ocurriendo, no sé qué hacer.

—¿Por qué no se acaba? —dijo Sarah—. ¡Por favor, haz que se pare!

Suzy abrazó a Sarah. Sabía que sólo ella podía detener lo que había comenzado. La clave estaba en tío Benjamin, en Roycewood, en Mill House, en algo que ella debía recordar, algo de hacía mucho tiempo. No quería recordar, sólo quería esconder, no quería recordar nunca.

5

—¡Mierda, alguien debe saber qué está pasando! —gritó George Caley.

Él y Victor Mancius no estaban con los detectives del condado o estatales, sino con el jefe Delancey.

—¿Había algo por allí, donde la mataron?

Delancey no quería responder. Seguía en Manor House, esperando a que Paul se despertara. Los hombres le habían encontrado allí.

—¿Había algo? —volvió a preguntar George.

—La atacaron con herramientas de jardín —dijo Delancey al fin—. Esas pequeñas paletas y rastrillos que uno usa en las matas de flores.

—¡Los malditos alemanes! —gritó George.

—Tranquilo —dijo Victor. Podía notar la violencia atascada en la garganta de George y a punto de estallar.

—¿Hay alguien con ellos? ¿Alguien ha hablado con ellos? —chilló George.

—Los detectives del condado están allí —dijo Delancey fastidiado—. Ellos se ocupan de eso.

—¿Y entonces qué coño hace usted? ¿Por qué está aquí sentado?

George se levantó y comenzó a pasear por la habitación a grandes zancadas, golpeando la palma derecha con el puño izquierdo.

Delancey se puso rojo. Miró a George. Victor detuvo a George poniéndole la mano sobre el hombro.

—Vamos a dar un paseo —le dijo.

—¡Vete a la mierda! —contestó George—. No soporto esta maldita incompetencia.

Pero se dejó llevar, mirando a Delancey como con ganas de pelea. Delancey le devolvió la mirada y contuvo sus ganas de decir algo.

6

«Devotos de Satán asesinan a la primera heredera», decían los titulares del Daily News. Frank lo vio en manos de un detective del condado y meneó la cabeza. ¿De dónde se habían sacado aquello los periodistas? No era más que media tarde y ningún periodista había hablado todavía con él. No había comido y tenía el estómago deshecho. Y todavía se sentía peor al saber que la siguiente parada sería la casa de los Caley. Podía haber dejado que lo hiciera otro, pero quería ver a Sarah incluso aunque no pudiera hablar con ella en privado.

Frank caminó hacia The Vineyard bajo la opresiva luz del sol, deseando no tener que llevar su uniforme. Sudaba. La camisa era clara y de manga corta, pero estaba empapada.

Le abrió la puerta el más joven de los hermanos Caley. Su rostro era duro, no sonreía, sus ojos azules parecían asustados. «No me gusta este pequeño», pensó. Después se dio cuenta de que estaba cansado y algo indispuesto. Intentó calmarse y lo logró.

—¿Está tu madre o tu padre en casa? —le preguntó—. Soy el sargento Viele.

El chico dudó un momento.

—Sí —contestó—, pero no se movió.

—¿Puedes avisar a alguno de los dos? —le preguntó Frank, otra vez irritado.

—Sí —contestó el chico. Se dio la vuelta y desapareció. Frank pudo oír sus pasos y después su grito—. ¡Mamá, está aquí el poli!

Sarah acudió acompañada de una mujer embarazada que Frank había visto allí antes. Recordó que era Suzy, la hermana de Sarah. Sarah parecía envejecida, piel grisácea, encorvada, arrugada, su pelo dorado colgando apagado y lacio. Frank intentó disimular sus sentimientos. Se tocó el ala de la gorra. Sarah no parecía reconocerle. No le hizo ninguna señal, ni siquiera una mirada amorosa. No sabía qué pensar de aquello.

—Entre —le dijo—. Pasemos a la otra habitación. Mi marido está fuera en este momento.

Frank las siguió apenado hasta la cocina, con la quincalla tintineando. Parecía que Sarah no le recordaba en absoluto.

—¿Quiere una taza de café? —preguntó Suzy.

Su voz era apagada, sin vida. También ella parecía un zombie, una mujer en un sueño. Sus ojos estaban vacíos, enrojecidos, vidriados, y la piel alrededor esponjosa.

—Sí, gracias —contestó, tras dudar un momento.

Sarah estaba sentada junto a la mesa de la cocina, con la mirada perdida sobre su superficie, una mano sobre el abdomen y la otra con el pañuelo sobre la boca, las rodillas bien juntas. Suzy se percató de la desorientación del sargento Viele.

—Debe tener hambre, ¿no? —le preguntó con voz monótona.

Él esbozó una sonrisa. Ella no se la devolvió.

—No he comido nada desde anoche —dijo.

—¿Puedo prepararle un bocadillo? —preguntó Suzy a Sarah.

Era una acción automática, la pregunta de un boxeador en estado de shock, la operación del instinto de un muerto viviente. Frank lo dejó ir.

Sarah hizo una señal con los dedos y no dijo nada. Era como si nunca lo hubiera visto antes. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, y Frank apartó la mirada. No podía entender qué había cambiado en ella aunque lo intentaba. Quería abrazarla pero sabía que ella lo rechazaría.

7

En The Vineyard, al anochecer, Suzy y Victor Mancius y los Caley se hallaban sentados en torno a la mesa de la cocina, bajo la luz amarilla. Suzy parecía recuperada, pero seguía en silencio. Victor la abrazaba. Sarah descansaba con los brazos sobre la mesa y la cabeza entre ellos, sin decir nada y todavía con pañuelos húmedos entre los dedos. George se atusaba el bigote o se tiraba de las cejas.

—¿Estás conmigo? —preguntó George a Victor de repente, mirándolo fijamente.

Victor se percataba de la aspereza de la voz de George.

—Desde luego no estoy contra ti —le dijo—. Pero estaría loco si saliera contigo al bosque y tú llevaras un revólver.

—Mierda —dijo George.

—¿Cómo voy a saber a quién vas a disparar?

Los ojos de George despedían un destello irracional, como el filo de un cuchillo. No respondió a Victor, sino que simplemente se le quedó mirando.

Suzy se levantó.

—Vale ya, George. Hay docenas de policías por ahí y gente entrando sabe Dios por dónde. ¿Cómo vas a detenerlos a todos?

Empezaba a pensar otra vez.

—Sabes que tenemos que hacerlo nosotros mismos —dijo George—. Si esperamos a que lo haga la policía será demasiado tarde.

—Tú das por sentado que se trata de algún loco asesino de fuera —dijo Suzy, con ojos vivos—. ¿Cómo sabes que no es alguien de aquí? ¿Cómo puedes saber algo sobre el tema?

«Pero yo sé —pensó ella—, y no quiero saber».

—Todo lo que sé es que él sigue viniendo —dijo George.

Suzy comenzó a llorar, una explosión de toda la emoción contenida, las primeras lágrimas del día.

—¿Por qué dices «él»? —le preguntó entre sollozos—. ¿Cómo reconocerías a esa persona?

Siguió llorando, dejando salir toda la emoción.

—Victor la apretaba contra él.

—Venga, venga —le decía.

—Quiero dormir —dijo Sarah, todavía con la cabeza sobre la mesa—. Me gustaría poder dormir.

8

Estaban allí fuera, esperándole, el doctor Royce lo sabía. No podía ver bien, no podía pensar con claridad. Pero tenía la certeza de que debía salir de su sueño y salir de la casa, encontrarlos y detenerlos. Le dolía la cabeza. Le rugían los músculos y los huesos. Le parecía que los años de su vida y el peso de sus pensamientos le aplastaban. Pero no podía estarse quieto.

Su boca estaba llena del sabor y el olor de la decadencia. Los dientes y la lengua parecían revestidos de ella. Tenía la impresión de haber bebido sangre durante el sueño y que ésta se había coagulado en las membranas de la boca, entre los dientes. No a él, a ellos. Pero podía sentir el sabor. A ellos, y él tenía que ayudarles, matarlos. Rebotaba contra las paredes del pasillo mientras caminaba por él falto de equilibrio. Los ojos de todos sus antepasados le contemplaban desde sus retratos, lo evaluaban, juzgaban su error de cálculo.

Sentía que no podía respirar. Sentía que tenía que salir fuera, que el pecho y los pulmones estaban apretados, que sólo el aire puro de la noche podía mantenerlo vivo. Allí fuera había algo más, algo que necesitaba su ayuda, que le gritaba. Algo que era parte de él, que debía erradicar con compasión y pesar. Algo que había soñado y hecho en otra vida. Algo que escapaba a su control.

El doctor Royce dejó la casa y avanzó por el sendero de piedra y se internó entre los laureles y rododendros que se encorvaban en las lindes del bosque como las espaldas de un animal. Sabía adonde se dirigía, al menos para empezar. Se encaminó hacia el cementerio de los Royce, sin duda, sin pausa. Allí se desplomó de rodillas ante las tumbas de su abuelo y su abuela, dispuestas una junto a la otra con lápidas gemelas. En la una se leía «Franklin Royce, 1875-1894», y en la otra sólo «Hesther, su esposa». Nunca había rezado ante ellas anteriormente, y tampoco lo hizo ahora, sino que simplemente les preguntó, en una voz tan baja que apenas él mismo podía oírla, «¿Por qué, por qué, por qué?».

Después estallaron las muertes de Nancy y Flip, y sus propios errores, en una convulsión de cuerpo y alma. En su garganta gorgoteó un «no, no, no» enfermo, como vómito. Por las manos, los pies y la cara le caía un sudor viscoso. Gritaba y lloraba sin contenerse, arañando y rasgando la hierba y la tierra sobre las tumbas de sus abuelos, arrancándose el pelo con dedos sucios y ensangrentados, deseando que aquellos huesos viejos y muertos bajo él jamás hubieran soportado carne.

9

Chip y Doug Caley avanzaban con cautela por el bosque, manteniéndose apartados del camino y los policías que vigilaban Roycewood. Sus oídos percibían un zumbido que era para ellos una señal, eran las voces quebradas y huecas de las radios de la policía junto con las bocinas de los automóviles. Iban a encontrarse con los chicos de los Butler, Harve y Billy, en un lugar que ellos denominaban «Rocas Negras». Se entendía que cada pareja intentaría preparar una emboscada a la otra antes de llegar al emocionante escenario, junto a las puertas de Roycewood. Intentaban avanzar con cuidado, pero las ramas crujían a sus pasos. Se movían en la oscuridad en fila india. De vez en cuando, Doug ponía su mano sobre el hombro de Chip, para mantener el contacto.

—Les saltaremos encima —susurró Doug a su hermano mayor para animarse—. Esos tontos estarán sentados allí sin temerse nada y nos echaremos encima.

—Calla —dijo Chip—. Haz lo que tenemos planeado y cierra el pico, gusano.

—Me gustaría que fuera Pokey —dijo Doug—. Sería más divertido si fuera ella.

—Cállate —dijo Chip—. No es más que una niña.

No había luna. La oscuridad era completa, a no ser por las luces de la puerta, que ahora se divisaban allá enfrente. Los insectos y las ranas emitían sonidos sin parar. Los chicos se movían entre los espesos arbustos, disfrutando su sigilo en cálida cercanía con la noche, oyendo voces más adelante y los grillos allí cerca.

De repente Chip se detuvo y Doug tropezó con él desde atrás. Sintió la necesidad de silencio como una orden misteriosa y sin palabras. Podía sentir el «detente» en la postura del cuerpo de su hermano. Se quedó quieto y empezó a temblar. Quería que su hermano dijera algo. Podía oler la peste de las coles de mofeta sobre las que habían caminado. A la izquierda había un sonido pero no esperaban que los Butler vinieran por allí. Era el roce de ramas en la oscuridad sin viento. Era otra presencia.

Doug comenzó a temblar. Se acercó a Chip y pudo sentir que también él temblaba. El olor apestoso de las coles de mofeta los envolvía. A la derecha había otro sonido: crujidos de hojas secas, ramas secas quebrándose.

Hubo un soplo de aire, como si una flecha hubiera pasado muy cerca. Era inaguantable. Sentían una presión, como si la noche caliente se hubiera cerrado en torno a ellos como un puño. Los absorbía en la vegetación quebrada, en los leños y las hojas putrefactos. Ahora sus cuerpos se agitaban, atravesados ambos por espasmos que no podían controlar. Les rodeaba el ruido de arbustos crujiendo, miembros dando vueltas, olor a podrido. Se sintieron caer como si la tierra bajo sus pies los hubiera empujado, sacudido en el aire y lanzado al suelo.

10

Fue Sarah la que se dio cuenta de que algo iba mal. Alzó de repente la cabeza y miró a Suzy, a Victor y a George por primera vez en una hora. Tenía el ceño fruncido, los ojos muy abiertos, los labios le temblaban. Algo había chocado en su interior, escociéndole en la nariz, los ojos, los miembros. Le zumbaban los oídos. Una oscuridad vibrante iba y venía ante ella, paralizándola con un conocimiento repentino. Oyó su propia voz, vacía como si fuera un eco en otra habitación, que decía «¿Dónde están los chicos? ¿Dónde están los chicos?». Oyó a su propia mente gritar que estaban en peligro. Sintió como si se viera caer hacia atrás en la silla, sin que nadie la agarrara.

Curiosamente, Suzy no había sentido nada. Tenía las manos y los pies calientes.