Bebés
Era ya más de medianoche, y el día de la Independencia había dejado paso al cinco de julio. Suzy Mancius estaba acostada en la cama boca arriba, con las manos entrelazadas sobre el abdomen. La habitación estaba a oscuras, a excepción de la luz naranja del reloj digital que estaba sobre la mesilla, y de la luz plateada de la luna, sobre los bordes de las cortinas echadas.
Se sentía inquieta, amenazada, incómoda. George Caley se había marchado hacía ya más de una hora, pero la mente de Suzy seguía en ebullición. George había hablado de intrusos, vudú, sirvientes, espíritus malignos y Flip Royce de una manera que a Suzy le parecía desesperada y furiosa. Ahora que las cosas se calmaban en Roycewood él estaba más determinado que nunca a resolver totalmente el problema, seguro de que en cualquier momento la locura comenzaría otra vez y preocupado por ello.
Mientras George hablaba, Suzy tuvo de nuevo aquel sentimiento de urgencia, aquel temor tembloroso que la había inundado en el bosque, en la cocina de Sarah, a medianoche en su propia cama. ¿Qué era aquello que a veces olvidaba por completo y a veces la hacía deshacerse en temblores? ¿Qué era lo que la perseguía?
No podía soportar que su marido, Victor, durmiera ya.
—Victor —dijo, lo suficientemente alto como para despertarlo pero sin asustarlo. Él no se movió. Esperó un momento—. Victor —repitió, un poco más alto.
—¿Qué? —dijo él, al parecer totalmente despierto.
—Victor —le dijo ella de nuevo—, ¿duermes?
—Sí —contestó él.
Ella sonrió en la oscuridad.
—Según yo lo veo, hay una serie de explicaciones posibles para lo que está ocurriendo en Roycewood, pero todas son equivocadas —dijo, dejando de lado sus sentimientos, la preocupación que le roía el estómago—. No creo que ninguno de nosotros tenga idea de qué se trata realmente. Y George menos que nadie.
—De acuerdo. Pero ¿tenemos que hablarlo ahora?
—Yo no paso por lo de asuntos de «malos espíritus», ¿y tú?
Punto final, tranquila ahora.
—No.
Su voz sonaba resignada y falta de interés, pero ella siguió adelante, didáctica, racional, aunque en realidad no se sentía así.
—Así que estamos tratando con gente de verdad que hace cosas de verdad. Ahora, o bien es gente de dentro, o bien gente de fuera. O sea, que podría ser cualquiera.
Déjale que vaya entrando poco a poco.
—Correcto —sonó apagado por la almohada.
—No descarto la posibilidad de que pudiera ser una de las familias que viven allí, o alguien de alguna de las familias que se ha ido, pero no tenemos ningún tipo de prueba.
Deja a un lado el sentimiento, el recuerdo esquivo.
—Correcto.
—Después están los jardineros, las sirvientas, la gente de la granja, etcétera. Y todas esas comunas religiosas de alrededor. Uno podría pensar en algún tipo de ritual diabólico o vudú, pero no puedo creerlo. Y no señalaría a los sirvientes o a Flip, como hace George.
—Yo tampoco.
—Lo que no significa que no sea cierto. Así que no podemos olvidarlo.
¿Era ahora el momento?
—Correcto.
—Por otra parte, sí que podría ser alguien de fuera, como al parecer piensa todo el mundo. Pero no es posible encontrar una prueba, ¿no?
Su voz sonaba tranquila, pero ella temblaba por dentro.
—No.
—Así que he llegado a la conclusión de que ninguno de nosotros sabe nada.
Era casi el momento.
—¿Me has despertado para eso?
Ella dio un suspiro, se tranquilizó.
—No —contestó, temblando—. Te he despertado para decirte que estoy tan asustada que no puedo dormir. Sé que hay alguien que me persigue y no puedo dejar de pensarlo. He estado sintiendo cosas extrañas incluso antes de que comenzara todo esto.
Victor permanecía en silencio. Suzy oyó el roce de las ropas de la cama mientras él se acercaba y la tocaba.
—¿Por qué sentiste que te perseguían aquella noche?
Ella lo rodeó con sus brazos, se apretó contra él.
—No hay momento en que no sienta que me persiguen —dijo ella—. Allí. Aquí. Tengo que volver a Roycewood para detener todo esto y al mismo tiempo estoy mortalmente asustada.
Él la estrechó entre sus brazos y le dio unos golpecitos.
—Entonces no vayas —le dijo.
Ella quedó un rato en silencio. Después dejó salir parte de lo que sentía.
—Al principio pensé que podría ser algún antiguo cliente —dijo—. He defendido a maníacos y no siempre he ganado sus casos. ¿Qué pasaría si uno de ellos viniera a por mí y quisiera matarme?
—Pero no eres sólo tú —dijo él.
—Lo sé, lo sé —susurró, sin poder evitar que le temblara la voz—. Es Nancy, y Sarah y todos los demás. Sé que Nancy fue asesinada y parece una locura. No puedo ni pensarlo.
Él la apretó contra sí, esperando lo que seguiría. Finalmente ella respiró hondo y suspiró.
—Sé que es alguien que vive en Roycewood —dijo ella, comenzando a sollozar—. No sé quién, pero sé que es así.
Él esperó a que los sollozos terminaran.
—¿Intuición? —le preguntó—. ¿Premonición?
—Sí —contestó ella. Era una explicación como cualquier otra para aquellas impresiones sólo medianamente comprendidas que le cruzaban por la mente—. Y voy a ayudaros a averiguar de quién se trata.
—¿Cómo?
—Todavía no lo sé —dijo ella—. Pero sé que lo haré. Tengo que…
Ella se quedó en silencio y él volvió a quedarse dormido. En medio de la oscuridad, Suzy intentaba elaborar un plan, recordar qué aparecía en los límites de su mente. Tenía la impresión de que las cosas comenzaban y terminaban con su tío, el doctor Benjamin Royce, igual que siempre en Roycewood.
El doctor Royce caminaba todavía a la luz de la luna, con las imágenes de los conejos sangrando aún en su mente. Su bata de seda se deslizaba entre los matorrales sin hacer ningún ruido, pero las zapatillas de piel restregaban el camino y aleteaban suavemente. La noche estaba inundada con el sonido de las cigarras y los ruidos de otros insectos de varios tonos. Todavía tenía en la cabeza el sueño del accidente. Los ojos astutos y hábiles de su mujer se mezclaban con los ojos saltones de los conejos mutilados, magullados como pájaros, como abortos. Él no intentaba detener todas estas imágenes.
El doctor Royce se hallaba agotado, pero era incapaz de detenerse. Seguía andando por senderos oscuros, bajos árboles que se restregaban incansablemente con el viento. Iba con la boca abierta, arrastrando los pies. No sabía adonde se dirigía, pero al final se encontró en la verja del cementerio. Entró. El viento peinaba la larga hierba iluminada por la luna. Él avanzaba entre las lápidas. Encontró la tumba de su bisabuelo y la de su padre muy cerca. Se quedó mirándolas un momento, como metido en medio de un misterio insoluble. Cayó lentamente de rodillas, permaneció así un momento, a la luz de la luna, y después se extendió en el suelo y clavó los dedos en la húmeda tierra bajo la hierba, aferrándose, colgándose de ella.
No sintió los ojos que le observaban.
Flip Royce se despertó antes del amanecer viendo en su mente los ojos azules de Elfring, enormes como hortensias. Le oyó decir de nuevo la palabra «bebés», como había hecho la primera vez que le trajo a Roycewood. ¿Qué era aquello que sentía en su interior, algo más que su frenesí y su hambre sexual habituales, aquella sensación de plenitud que sólo parecía hacer mayor su ansia? Sentía la respiración de su marido, que dormía a su lado, y se preguntó cómo reaccionaría al hecho de ser padre.
Sabía que estaba embarazada. ¿Pero por qué sentía todavía la necesidad de que la dejaran embarazada? Comenzó a hacer juegos de palabras: ¿era concebible saber que había concebido? Tendría que ver en seguida a tío Benjamin para que confirmara aquel presentimiento. Pero no podía contarle que todavía tenía un deseo furioso de que la penetraran, de que la llenaran hasta estallar. Lo sentía incluso ahora, como si los espíritus de la noche estuvieran gritando para poseerla.
A través de las ventanas sin cortinas podía verse la luz de la luna sobre los jardines. Flip se percató de una sombra que pasó deslizándose: un halcón nocturno, una lechuza, un avión. Después otra sombra como la primera, como si esos espíritus de la noche estuvieran volando en círculo en torno a Tsuru-Kame, grullas fantasmales que venían por la noche a descansar sobre los caparazones de las tortugas. Elfring había denominado a los espíritus «demonios del bosque». Dijo que estaban ansiosos de ayuda y que podrían resultar peligrosos. Se había ofrecido para comunicarse con ellos. Ella misma quería hacerlo, quería alcanzarlos, tomarlos en su interior. Paul le había quitado importancia al asunto, pero cada vez con menos intensidad. Ella sabía que también él sentía los espíritus, que sentía cómo la ansiaban. ¿O ansiaban al niño que llevaba dentro?
Por la mañana llovía. Era una lluvia fuerte y perturbadora, que despertó al doctor Royce en el sillón de piel de la biblioteca, donde se había quedado dormido pasadas ya las tres de la madrugada. Al oír a la señora Tyson en la cocina se levantó, se frotó la cara y subió al cuarto de baño. Sus recuerdos de la noche se iban desvaneciendo, había partes ya totalmente olvidadas, pero le invadía un sentimiento de debilidad, desorientación y deseo.
En The Vineyard, George Caley se despertó con el sonido de la lluvia sobre los cristales y el techo. Oyó a su esposa Sarah cantando en la ducha, cantando en la ducha de verdad, pensó, sintiendo el viejo cliché sobre él. Pero le gustaba verla algo menos asustada y menos obsesionada con pedir ayuda al exterior. Él volvería a llamar a Victor Mancius.
Suzy Mancius observaba la lluvia delante de una taza de café. «Le pediré más información a tío Benjamin —pensó—. Necesito saber más». La volvió a sorprender la tremenda frustración de saber que tenía que recordar algo que no quería. Algo relacionado con Mill House, con sus antepasados Royce. Observó a los perros, corriendo arriba y abajo en la lluvia. Sabía que tenía cosas que hacer. ¿Por qué tío Benjamin odiaba los perros? Tenía la sensación de que lo debería saber, pero no era capaz de verlo claro.
En Quarry House, Tom Horton se cuidaba de otra resaca. Yacía en cama atormentado por dolores terribles en la cabeza, la espalda, el corazón, el estómago, los intestinos y los testículos. Se preguntaba si Sophie Hawkins no tendría un muñeco de cera semejante a él, en el que clavaba agujas, cuchillos o uñas ardiendo, al mismo tiempo que sacrificaba gatos, gallinas o bebés para aumentar su poder sobre él. Tenía que descubrirlo, pero se encontraba tan mal que no podía ni levantarse.
En su habitación del Arboretum, Sophie podía oír otra vez los gritos del señor Butler en sueños. Parecía que iba a durar siempre desde la última vez que había ido a trabajar. Todo el tiempo enfermo. Ella se arrodilló en el suelo frente al armario, tocó las tablas con la cabeza, se santiguó tres veces, cerró los ojos y abrió la puerta del armario. Allí, entre sus otros tesoros, estaban los amuletos. Temblaba mientras encendía las velas, escuchando la lluvia.
Flip Royce permanecía paralizada junto a una ventana abierta, observando cómo la lluvia reventaba la superficie del estanque y escuchando su rugido intermitente sobre el tejado. «Estoy embarazada», pensó.
Se acordó de Maurice Elfring diciendo «bebés». Se dirigió al teléfono para llamar a su tío Benjamin y que le diera hora. Sonreía para sus adentros.
El deseo había sido tan fuerte y repentino que el vino y los quesos que Sarah había traído seguían en sus bolsas de papel junto a la entrada. Frank había abierto los brazos y ella se había arrojado contra su cuerpo con tal impulso que él se había tambaleado. Se besaron, y el estallido de pasión que se desencadenó no les permitió avanzar más de metro y medio lo suficiente para apartar las sillas.
Sarah sintió el pene duro contra ella y se dejó caer de rodillas frente a él, soltando las bolsas que traía. Con manos presurosas le desabrochó el cinturón y bajó la cremallera y los pantalones. Colmó su sexo hinchado de besos, caricias, chupadas y tanta saliva que ésta corría por el pelo púbico de él.
Él se dejó caer a su lado y le subió la falda. Ella no llevaba ropa interior, separó sus piernas suplicante, con los pliegues de su sexo húmedos. Cerró los ojos, gimió, movió las caderas y echó hacia atrás la cabeza, empujando el abdomen hacia él.
Él la tomó allí, como ella quería, y había sido tan estremecedor que lloró y se agarró a él por miedo a que su alma saliera volando. Media hora más tarde seguían tirados en el suelo, desnudos y entrelazados.
—Ni siquiera me dio tiempo a poner música —dijo él.
—Ni siquiera me dio tiempo a sacar mi picnic —contestó ella.
Se abrazaron fuerte mientras las nubes les pasaban sobre la cabeza, cortando de manera intermitente la luz del sol.
—¿Me quieres? —preguntó ella.
A mediodía del día cinco, el tiempo se volvió frío. Había dejado de llover. Unas brillantes nubes grises se deslizaban suavemente a través de la luz del sol, formando sombras a su paso. El doctor Royce había pasado el día como perdido en una neblina, pero ahora estaba espabilado y contento: Flip Royce se encontraba en la camilla de la sala de examen; le había llamado aquella mañana y él había sabido en seguida que pensaba que podía estar embarazada. Claro que podía verla. A la una. ¿Cuándo la había examinado por última vez? ¿Dos meses? ¿Tres? Lo comprobó en la ficha: tres.
Cuando se trataba de Flip, el doctor Royce siempre se hacía ayudar por la señorita Scott, aun cuando Flip era su sobrina. A Flip le gustaba hacer numeritos, incluso durante un examen pélvico. Con las otras mujeres de Roycewood prescindía de la enfermera: ellas se habrían sentido ofendidas. La señorita Crisp Scott tenía 55 años, llevaba gafas, sus manos eran cálidas y tenía la apariencia de no haber sudado una gota en su vida. Cuando el doctor entró en la habitación la encontró ocupada en esterilizar y calentar el espéculo bivalvular. Flip vestía ya la túnica (de algodón bien planchado; nada de túnicas de papel para sus «chicas»). Flip estaba sentada en la mesa, y su estilo llamaba la atención, aun cuando no llevara más que aquella túnica, que se había puesto muy ceñida. Pronto tendría que aflojarla. La saludó cogiéndola de las manos y sosteniéndoselas levemente: parecía tensa. Él sonrió.
—¿Qué te trae por aquí, querida? —le preguntó.
—¿Qué? —dijo ella como sorprendida. Después hizo una mueca y se disculpó—. Lo siento.
Él le giró la mano y se la abrió. Con el índice izquierdo sobre su pulso, observó atentamente aquella palma larga y delicada por si apareciera algo revelador en las rayas.
Volvió a mirar aquel rostro de ancha mandíbula y vio que ella lo miraba con sus ojos verdes llena de sorpresa.
—Me preguntabas algo —dijo.
Era obvio que había estado distraída.
¿Y él? Él también. ¿Qué ocurría? También él estaba distraído aquel día. Le temblaba el párpado superior izquierdo: podía sentirlo, como una oruga arrastrándose. Logró vencer el cansancio para recordar lo que había dicho, sonriendo profusamente para disimular el desmayo repentino. Era como si hubiera estado inconsciente durante un momento. Sentía un hormigueo en el brazo izquierdo, como tras una parálisis. Echó una mirada a la señorita Scott, que ahora daba la espalda al carrito con el instrumental, y vio que ella desviaba intencionadamente su mirada. Se inclinó sobre Flip para examinarle los ojos más de cerca, oler su aliento por si fuera excesivamente dulce o amargo y esconder su confusión. Después se acordó.
—Sí, la pregunta —dijo—. ¿Qué te trae por aquí?
—Oh —contestó Flip—, creo que llevo dos meses sin la regla. Pero siempre he sido un poco especial para eso.
El doctor Royce sabía que era irregular. Pero eso no era todo.
—Puedes acostarte —le dijo, observándola mientras lo hacía.
—¿Notas algo? —le preguntó.
Puso las manos sobre su abdomen, por encima de la túnica de algodón. Los músculos estaban tensos.
—Un poco.
—¿No estuvieron bien los fuegos? —le preguntó, para distraerla.
Sonrió mientras movía ligeramente las manos sobre el abdomen, esperando a que desapareciera la rigidez.
—Estupendos —dijo ella—. ¡Y esos bufones y acróbatas! De veras te luciste, tío Benjamin.
Parecía todavía un poco ida.
—Fue divertido, ¿eh?
Los músculos estaban un poco más relajados, así que le levantó la túnica hasta la barbilla. Tenía unos senos firmes y hermosos, y sabía que ella se enorgullecía de ello. Los palpó suavemente, sintiendo las glándulas y buscando algún posible bulto. Comprobó el color de los pezones y los tubérculos de Montgomery por si mostraran el típico crecimiento en anillo.
—¿Sientes náuseas, o cosas así? ¿Vértigo? ¿Algunas comidas que no te gusten últimamente?
—En cuanto a eso todo va bien. Me siento algo apagada. Todavía me gusta el sexo.
No profundizó más en el tema.
El doctor Royce le palpó y reconoció el hígado, el bazo, los riñones, los pulmones.
—¿Paul te trata bien?
—Mejor que bien.
—¿Puedes apoyar los talones en los estribos? Ya sabes qué viene ahora. —Ella levantó y abrió las piernas, y él comprobó la oscuridad de la línea de negra y estudió el espacio entre las cejas. La línea superior del pelo púbico era todavía recta como una regla. Bien—. ¿Podrías arrimarte un poco hacia el borde?
La ayudó, y entonces se encontró con su tesoro. Nunca había pensado en los genitales femeninos como hermosos, pero tampoco como feos. En toda su carrera jamás se había sentido sexualmente excitado al verlos; cuando ocurría, no era la vista o el examen de los órganos lo que le excitaba. Se puso los guantes de látex.
El doctor Royce hizo un examen externo por infecciones, irritaciones o secreción anormal. La señorita Scott le pasó el espéculo, ya caliente y lubricado, y él lo insertó suavemente, tanto que Flip ni siquiera retrocedió. Abrió las hojas para poder ver en el interior de ella, bajando el espejo para reflejar la luz en el interior de la vagina: iluminó la membrana rosa y la cerviz, buscando pólipos, quistes, lesiones o irritaciones. Tiró del espéculo, haciéndolo girar de un lado a otro para examinar las paredes vaginales. No hablaba mientras lo hacía.
Después el túnel rosa se fue cerrando lentamente y el doctor Royce se puso un poco de gelatina caliente en el guante de la mano derecha, una materia transparente con burbujitas, como champán semisólido. Ahora Flip parecía ya totalmente relajada. El doctor Royce metió el índice y otros dedos de la mano derecha en el interior de Flip, apretando suavemente el abdomen para poder localizar y palpar el útero, las trompas de Falopio y los ovarios, las ciruelas, las suaves cuerdas, los huevos de paloma apenas discernibles.
Sacó los dedos satisfecho y se quitó los guantes. Sonrió y colocó la cálida mano sobre el vientre de Flip. Ella le devolvió la sonrisa, él siguió sonriendo pero no dijo nada.
Después habló con voz suave.
—Vístete, te espero en la oficina.
El doctor Royce volvió eufórico a la oficina, tomando notas. Ya no se acordaba del cansancio. Ni siquiera le molestaba el temblor del párpado. Estaba casi seguro de que Flip estaba embarazada. La vieja magia funcionaba de nuevo. Nueva vida para los viejos. Al menos, nueva vida para el nombre familiar. Nueva vida para él, convirtiendo un día apagado, húmedo y nebuloso en otro limpio y claro. Lo siguiente sería un test de orina y otro de sangre para estar seguros. Pero se alegraba incluso antes de ver los resultados, estaba seguro del éxito; se lo decían su instinto y la evidencia de lo que había visto y sentido, de la misma manera que a Flip se lo había dicho su instinto. Se sentía bien, lleno de alegría.
—Esperemos lo mejor —le dijo a Flip antes de que ella se fuera.
—Sé que es verdad —dijo ella.
Y sabía que tenía que celebrarlo aquella noche, su propia danza de la alegría para los espíritus de la tierra.
Sarah Caley, en la cama con Frank Viele, también se sentía embarazada, quería desesperadamente estar embarazada. Y de hecho podía ocurrir. Era un sexo sin restricciones, y las precauciones eran nulas. El semen de Frank se vertía y quedaba en su interior tanto como ella podía retenerlo. Ella le pedía más, y él cumplía lo mejor que podía: nunca había sospechado que tuviera tanto; ella nunca había sospechado que quisiera tanto. Era amor y más, una calidez total, arrolladora. El sol se encendía o apagaba tras las ventanas a medida que pasaban las nubes. Sarah puso la pierna sobre Frank una vez más, empujó el muslo y comenzó a moverse adelante y atrás. Él sonrió, la alcanzó, la besó, la abrazó.
—Quiero un niño —dijo ella—. Hazme un niño, Frank.
Klaus y Dieter Richter esperaban al doctor Royce para informarle de lo que había pasado con sus conejos. Cuando vieron el Rolls-Royce entrando en el garaje a eso de las tres y media cruzaron el patio de guijarros, con sus monos de trabajo verdes y sus sombreros, para alcanzarle antes de que entrara en la casa.
Todavía hacía frío para ser julio. A lo mejor era por el tiempo por lo que se quedaba helado tan de repente, pensaba el doctor Royce. Y lo que le hacía estar tan cansado. Escuchó con gravedad a los jardineros cuando ellos le relataron solemnemente la historia de los conejos mutilados. Dos habían muerto. Los Richter temían que ninguno de los restantes sobreviviría. Los ancianos se guardaron de intentar entender lo ocurrido, averiguar el porqué. Sabían lo suficiente de los problemas de Roycewood como para no aumentarlos pidiendo justicia. Estaban muy enfadados, pero no hacían más que informar. Ellos no tenían ninguna explicación.
El doctor Royce no quería escuchar, pero escuchaba. El frío le penetraba por la carne, le llegaba a los huesos. Reprimió un temblor mientras los dos hombres continuaban alternativamente con sus explicaciones. Se acordó de lo que había visto la noche anterior. Era algo vago, veía en su mente los conejos mutilados como a través de una cortina ondulante de seda roja. Al entrar en la casa ni siquiera se acordaba de lo que había dicho unos minutos antes. Las palabras que había dirigido a los hombres para calmarlos fueron dichas sin pensar, sin convicción. Incluso la alegría por el posible embarazo de Flip había desaparecido.
Sarah se sentía agradablemente llena y satisfecha mientras aparcaba el coche al lado del garaje cerrado y caminaba hacia la casa. Podía sentir entre las piernas el ardor y los gratos dolores de un acto amoroso prolongado, y el semen de Frank le salía todavía de su interior. Sabía que más tarde, probablemente al sentarse en la taza del lavabo, sentiría la esencia madura de lo que habían hecho juntos, y volvería a disfrutarlo todo otra vez.
La casa parecía extrañamente tranquila. Sarah sospechó en seguida que no habría nadie en casa. Llamó a los chicos, a su hija, a la sirvienta. Nadie respondió. Los chicos estaban tan poco en casa últimamente que no le extrañaba que hubieran salido. ¿Y Chrissie? Sarah suponía que la señora Hooper se la habría llevado a dar un paseo, probablemente a casa de los Butler, donde a la señora Hooper le gustaba cotillear con Sophie Hawkins mientras Pokey, la hija de los Butler, jugaba con la niña y la entretenía un rato.
Cuando cruzaba la cocina, camino de la habitación, se dio cuenta de que la casa no estaba tan silenciosa como parecía. Podía oír el golpeteo mecánico de una máquina en alguna parte alejada de la casa, como si una máquina estuviera mal puesta, se le hubiera roto un pistón o algo, pero siguiera moviendo y golpeando la parte rota contra las otras partes, una rueda que seguía girando. Al llegar al pasillo el sonido parecía más cercano, pero después se alejó. Se detuvo. La puerta que allí había conducía a la planta baja, donde estaba la lavandería. Claro: la lavadora o la secadora. Sería mejor echar una ojeada.
Cuando abrió la puerta, la luz de la escalera estaba ya encendida, y de repente el ruido se hizo mucho más fuerte. Ciertamente, era la lavandería. Las paredes de la escalera estaban cubiertas de corcho, y a Sarah le gustaba el olor. La planta baja estaba compartimentada en una serie de habitaciones de servicio. En la parte de atrás estaba la lavandería, con estrechas ventanas por encima del nivel del suelo; el ruido venía de allí, no había duda.
La puerta de la lavandería estaba abierta y Sarah pudo ver en su interior antes de llegar. La tabla de la plancha estaba extendida, con una plancha ladeada y de cordón azul. Al lado de una de las paredes blancas había estanterías metálicas con botes de Woolite, Tide, LaFrance, Comet, Clorox, Downy, Cheer.
Al entrar en la habitación, Sarah descubrió que era la secadora. El tambor se movía y ella pudo discernir algo dentro a través del cristal. Dio un paso adelante y miró más de cerca. De repente se detuvo, sin poder respirar. Desde dentro de la secadora la miró durante un momento una cara, guiñándole el ojo de manera lasciva. Tenía la boca abierta, como si pidiera ayuda. Uno de los ojos estaba monstruosamente abierto, el otro cerrado. El pelo volaba mientras la cara daba vueltas, desapareciendo sólo para aparecer de nuevo. La cara pálida de un niño.
«¡Chrissie!», pensó. Dio un paso más, temblando y sintiendo un zumbido en el cerebro. No podía apartar la vista de aquella maliciosa cara infantil que iba y venía en la ventana de la secadora. Vio que no, que no era Chrissie.
Entonces pudo moverse. Dos pasos más y alcanzó la puerta. El golpeteo mecánico de dentro le destrozaba los nervios. No se abrió a la primera. Volvió a intentarlo y se rompió una uña. La puerta se abrió y el tambor siguió dando vueltas, cada vez más despacio, hasta pararse. La cosa dentro se bamboleó con golpeteos y ruidos sordos hasta detenerse también.
Sarah se inclinó y miró dentro, asustada de lo que iba a ver, apretando la mano izquierda contra el pecho. Iluminada por la luz interior se veía una muñeca enorme, era una de las de Chrissie, golpeteada por el lavado y con el pelo cayéndole en greñas. Y al menos tres cuchillos de cocina atravesaban la muñeca, con las puntas clavadas en la cabeza, el corazón y entre las piernas.
Sarah sacó la muñeca de la secadora, pero al hacerlo se cortó la mano de modo que brotó sangre. No hizo caso de esta sangre que ahora manchaba la muñeca. Le arrancó los cuchillos temblando y arrojó el cuerpo sangriento a un lado. Salió corriendo de la habitación con los cuchillos en la mano, golpeando las paredes y tambaleándose por la escalera hasta la cocina. Se quedó allí, aterrorizada, agarrando las hojas y con la sangre corriéndole por las manos y goteando sobre el suelo. Era incapaz de pensar o sentir, incapaz de contener el sollozo que convulsionaba todo su cuerpo.
La hierba que Flip había fumado era absorbida por su cerebro como plumas de ángel; podía deslizarse entre y sobre las rosas de las terrazas tras Tsuru-Kame como humo resbalando en el sol dorado de la tarde, como música, como el perfume terrestre de las rosas mismas abandonado en el aire, llenándolo. Era su celebración de la tierra, de la fecundidad, una súplica para la plenitud total. Podía volar. El niño que llevaba dentro también podía volar, un bebé de espíritu, ya mágico. Era una patinadora que se deslizaba sin esfuerzo sobre oleadas de hielo, una bailarina sobre ondas de nieve, mágica, hermosa y ligera, inmensamente poderosa e irresistiblemente seductora.
Bailó por entre los jardines, revoloteando como una mariposa a lo largo de los senderos, dejando un rastro de vaporosos pañuelos de seda color pastel, parándose sinuosa aquí y allá para conjurar a los espíritus del cielo, la tierra, el agua, el viento y el fuego con su manos y brazos suplicantes, su cuello de cisne echado hacia atrás para recibir el beso espiritual, los ojos entreabiertos, una sonrisa dibujada, el torso ondulante y las piernas trenzando hechizos mágicos. A sus espaldas, la casa se llenaba con el primer cuarteto de cuerdas de Borodin, sensuales melodías que ella conocía bien y que la alcanzaban allí donde bailaba, seduciendo todos sus músculos, todas sus emociones.
Flip sabía que había un público observándola. No sólo Paul, que estaba sentado en la terraza, esperando. Más tarde le diría que iba a ser padre y que aquella noche los espíritus los habían bendecido a ambos, se habían sumado a su alegría. Podía sentir los ojos de los espíritus mirándola ya desde las lindes del bosque, más allá de la terraza más elevada y los árboles sobre los rosales, los espíritus y duendes reunidos para mirarla mientras bailaba en su anfiteatro florido, ella misma una flor con alas, un pájaro flotando y revoloteando en un escenario cubierto de rosas, bailando con una pasión y una belleza que nunca antes había poseído.
Mientras se movía se iba acercando a un estallido de deseo; podía sentirlo, calentando y humedeciendo su interior de modo que hasta su saliva fluía más libremente, apiñada en su boca como néctar. Sentía que los ojos del bosque la deseaban, esperaban para arrebatarla, se preparaban para devorarla con sus bocas ardientes. Ella los deseaba igualmente. Había visto su resplandor con los ojos entreabiertos, los había visto deslizarse por entre la maleza como serpientes de oro para espiarla, había visto al menos las sombras de su presencia en la luz filtrada del sol. Los haría dejar su timidez con su danza, los atraería a su cuerpo, se comunicaría con ellos en una conversación erótica.
Fue aminorando el ritmo de su danza para seguir la música, levantando y agitando lánguidamente los pañuelos, quitándose uno y después el otro, dejándolos sobre las rosas como prohibiciones desechadas, bailando hacia el bosque con el deseo dentro, el deseo que ahora podía oír expresado con gritos, vagidos y súplicas casi tan altos como la música, gruñidos y quejidos que ella interpretaba como deseo e incorporaba a su danza.
¿O era ella la que gemía y lloriqueaba de deseo? Levantó las manos y los brazos hacia el bosque y se quitó el último pañuelo. Se dejó caer al suelo y se arrastró sobre la tierra, entre las rosas, con los ojos cerrados, la boca torcida, los pechos balanceándose, los brazos y las piernas abiertos, susurrando «tomadme, amadme, llenadme» y esperando que acudieran a ella.
Paul oía a Flip gimiendo y gorgoteando entre las rosas. Había estado sentado en la terraza tal como ella le había pedido, sorbiendo Glenlivet y esperando a que le llamara. Aun así éste era el antojo sexual más extraño de los que había tenido, esta idea de que los espíritus malignos acudirían para joderla. Pero él había cedido ante sus anteriores caprichos y había sido premiado por ello. ¿Por qué no iba a ser lo mismo con éste?
Seguía sin creer en los espíritus, pero creía en el poder de imaginación de Flip. Sabía que el peligro podía excitarla. Y la verdad era que la idea de que ella pudiera estar en un peligro sexual lo excitaba a él también.
Ella gemía y gorgoteaba. Los sonidos hacían que su pene se levantara todavía más, alzado por aquella música de abandono salvaje y sexualidad sin trabas. ¿Era el momento? Los gruñidos de Flip sonaban ahora más fuerte, incontenidos. ¿Estaba viniendo? ¿Una y otra vez? ¿Estaba retorciéndose, balanceando su vientre, hinchado de deseo?
Si alguien más se hubiera acercado a ella, hubiera tenido que hacerlo a rastras. Paul echó una ojeada pero no vio a nadie más que a Flip. ¡Lo estaba haciendo todo ella sólita! ¡Chica mágica! Sabía que era el momento.
Paul avanzó entre los rosales y a través de los últimos rayos de sol de la tarde. Mientras caminaba se iba quitando la ropa, dejando aquí el jersey, allí los pantalones, aquí un zapato, allá un calcetín. Se acercó a Flip, viendo primero el movimiento de sus caderas, piernas y hombros blancos sobre los montones de rosas, después los pechos, el abdomen y la mata negra del pelo púbico. La vio entera, de pie junto a ella, y la deseó vehementemente. Su pene estaba lleno ahora, todo lo que Flip tenía que hacer era levantarse, abrir los ojos y hacer lo que quisiera con sus manos y boca hambrienta.
«Flip», susurró Paul. Ella mostraba los labios echados hacia atrás en un rictus de dolor o éxtasis, dejando ver los dientes. La saliva le salía como espuma por las comisuras de los labios, de modo que sólo se veía el blanco a través de los párpados entreabiertos. Respiraba de manera tensa y entrecortada, con un silbido. Gemía y se estremecía.
«Flip», repitió él una y otra vez, pero ella seguía en su orgasmo, apretando los dientes, y todo lo que él podía hacer era quedarse en pie, mirando.
Suzy temblaba cuando aparcaba su Peugeot en el patio de Manor House. Había necesitado toda su fuerza y un día entero de preocupación creciente para volver aquí de nuevo. Se sentía cubierta por el terror sudoroso que ya había experimentado antes y poseída por premoniciones de desastre más allá de la razón y el control.
Salió del coche y las piernas le temblaban. Avanzó rápidamente hacia la puerta principal. A su alrededor, el mundo vibraba, líquido. Normalmente entraba sin llamar por la cocina, gritando «¿Hay alguien en casa?» y rompiendo el silencio con su presencia. Pero la puerta principal quedaba más cerca y el terror la empujaba. Unos ojos la observaban. Con gran rapidez dio la vuelta a la fila de bojes y marchó con paso rápido por el camino iluminado por el sol de la tarde.
Había un olor extraño. No era el olor a orina de gato de los bojes, sino un mal olor a fertilizante, a algo descompuesto. Pensó que la idea la corroboraban unas listas, salpicaduras y pisadas de material marrón sobre el camino, esparcidas por todas partes en la sombra como si alguien hubiese lanzado cubos de líquido pulposo que se hubiera secado. Trató de no pisar allí donde la porquería se había coagulado.
Entonces, cuando se permitió darse cuenta de lo que estaba viendo, el mundo le dio vueltas, y se echó a correr hacia la puerta. Cuando llegó le fallaban las piernas, y sentía la repugnancia tomando cuerpo en su garganta. Había manchas esparcidas sobre el porche de granito y también la puerta de roble estaba sucia de gotas y pringues. Suzy sabía sin saberlo que se trataba de sangre, ya seca, sangre que quedaba de aquella mañana o la noche anterior. No quería tocar la puerta. Se volvió, corrió por el camino y dio la vuelta a la casa.
En la entrada trasera, los maceteros de barro colgaban bajo el tejado, dejando caer brillantes cascadas de begonias. Suzy las vio mientras se lanzaba al interior, intentando gritar pero hallando que su voz no salía. De repente, antes de poder recuperarla, vio a su tío Benjamin ante ella, vivo, con los ojos muy abiertos y desconcertado. Tras él estaba la señora Tyson, que la miraba de manera interrogante. Suzy corrió hacia su tío y él la abrazó. Todavía sentía algo que la acechaba, que estaba cerca, algo terrible, algo a lo que su mente no podía escapar.
Su sangre martilleaba. Sus bocas goteaban. Todos sentían el mismo calor, la misma intensidad y excitación crecientes, la misma fuerza irresistible. Habían pululado desnudos por el bosque, se habían convertido en aquello en que su sangre les pedía que se convirtieran. Él iba en cabeza y ellos le seguían, como habían hecho antes. En los antebrazos mostraban costras marrones sobre los arañazos de uñas de conejo. En la boca tenían el sabor cobrizo de la sangre. En la mente y el cuerpo palpitaba la necesidad de acechar y matar al intruso que sentían se aproximaba.
Cuando se paraban entre los árboles podían oír la respiración del intruso, podían oír la sangre del intruso palpitando dentro de las venas, podían oír su desmayo y las palpitaciones del corazón, podían sentir el calor de su cuerpo. Y el olor, un aura que rodeaba al intruso y a la mujer con un poder que podía sentirse, un olor físico, tan espeso como el aceite, que seguiría apestando en su aliento, en sus fosas nasales y en su cerebro incluso después de haber destrozado la fuente que lo producía. Sabía que también los otros podían sentirlo. Él y los otros siempre habían sentido lo mismo. Él los había guiado y ellos le habían seguido.
Se detuvo en un pequeño claro abierto entre los arbustos, bajo los pinos. La esponjosa tierra estaba cubierta por suaves agujas tostadas. El sol se ponía y se iba haciendo de noche. Los otros se detuvieron con él y se agarraron entre ellos, vientre con espalda, vientre con espalda. Se balancearon lentamente, convulsionándose mientras miraban y esperaban a lo que vendría. Ahora podían ver y oler tanto a la mujer como al intruso dentro de ella, y gruñeron.
Flip habían seguido durante al menos 15 minutos contorneándose en la angustia de su placer agonizante. Su carne estaba cubierta por una capa de sudor. Se retorcía todavía entre las rosas, balanceándose y apretándose contra un peso invisible que la montaba de manera tan evidente que Paul podía ver los pechos aplastados, las costillas hacia adentro, la mejilla doblada como bajo la fuerza de un beso furioso. Le sangraban los labios como si ella misma o su amante maligno los hubieran mordido, y espumarajeaba sangre y saliva mientras en el fondo de la garganta pronunciaba frases de cariño y estímulo, gruñendo: «Más, más, más adentro, más adentro, oh, oh, más, jódeme, jódeme, más fuerte, más fuerte…».
En cierto momento Paul, asustado, le había preguntado si podía ayudar, si necesitaba algo. Ella le había mirado por el rabillo de aquellos ojos endiablados y entornados para responder «no, no, no» en un gruñido, al ritmo de aquello que se estaba batiendo contra ella. Cerraba los ojos y decía, medio gritando: «es tan estupendo, tan estupendo, tan jodidamente estupendo, no pares, no pares, no pares nunca». Pero no se lo decía a él, sino a aquello que había salido del bosque, de la noche y de su propia mente para arrebatarla.
Aun sin quererlo, Paul estaba excitado, y su semen caía sobre el cuerpo de Flip sin poder evitarlo. Se untaba y desaparecía sobre su piel como si hubiera sobre ella un cuerpo de verdad que la moliera, le apretara y soltara los pechos, chupándole los pezones hasta hacerlos sorprendentemente largos y rojos. Él sabía que el cuerpo podía hacer estas cosas por sí mismo. Sangre voluntaria. Estigmas. Convulsiones.
Paul se inclinó para mirar entre las piernas de su mujer. A la luz del sol pudo ver la vulva brillante, madura a más no poder y cubierta de jugo; el brote del clítoris, subiendo y bajando con golpes invisibles; los labios externos abiertos y los internos florecientes; el esfínter temblando tenso por algo que parecía sólido pero invisible. También el ano aparecía increíblemente abierto, de modo que podía ver el interior rosado de su cuerpo mientras el esfínter vibraba en lo que parecía ser un orgasmo interminable. Histeria, pensó Paul, acentuada por la bebida y las drogas. Empezaba a marearse.
«Mete las manos», gritó Flip, y Paul no sabía si le hablaba a él o a este amante invisible que se había imaginado y convertido en una realidad histérica. «Sí, sí, sí, mete la cabeza, toda la cabeza, mete el cuerpo, todo el cuerpo, querido, te quiero, te necesito…».
De repente Paul estaba fuera del deseo, fuera de participación. Sabía que el frenesí no era para él ni provenía de él. Bajó la mirada hacia aquel cuerpo convulsionado y sintió lo que había sentido antes tantas veces, cuando Flip volvía a él después de una juerga: una oleada de ira y tristeza que los apartaba de tal modo que él se quedaba aplastado, apartado, fláccido, cargado con una sensación de «nerviosismo» eléctrico, como si fuera a ocurrir algo, cuando en realidad ese algo ya había ocurrido. Algo que lo dejaba de lado.
Paul dejó de contestar las súplicas atormentadas de Flip. La dejó con su íncubo o lo que fuera aquello que su mente había conjurado. Se volvió y dejó el jardín, la dejó con aquello que ella tanto amaba y deseaba. Había leído sobre cosas semejantes. Ella lo superaría. Él no. Se iría al hospital y trataría de olvidar. No podía soportarlo, era demasiado.
El doctor Royce nunca había visto a Suzy tan alterada. Mientras la abrazaba, ella temblaba de manera violenta. Lloraba y reía alternativamente, incapaz de articular palabra. Él repetía «venga, venga», sin querer preguntar qué pasaba; en el fondo no quería saberlo. Le dio unas palmaditas en la espalda, intentando tranquilizarla. La señora Tyson se quedó mirando la escena durante más de un minuto y después empezó a preparar el té, golpeando la tetera contra la cocina y haciendo ruido con tazas y platitos.
Al final Suzy pudo hablar.
—Pensé que os habíais muerto todos. Pensé que os habían asesinado. Tanto el camino como la puerta principal están llenos de sangre.
La mente del doctor Royce saltó rápidamente a las vacas y los conejos. Sabía de dónde procedía la sangre, pero de pronto alejó este conocimiento, sin querer admitir ni siquiera para sus adentros lo que pronto tendría que admitir.
—Venga, venga, estamos bien, sí, querida.
Suzy continuaba temblando y abrazada a él, apretando la mejilla contra el hombro; en algún lugar estaba ocurriendo algo terrible y ahora ella no podía pararlo, sólo podía vivir con la certeza de que era así. Algo le estaba ocurriendo a ella. Algo le ocurriría si salía, si dejaba a su tío sólo un instante. Gritó. Se desmayó en sus brazos.
El orgasmo había acabado poco a poco, dando paso a un agotamiento saciado. Flip seguía tirada en el mismo sitio, totalmente extendida y respirando pesadamente. Se sentía demasiado arrollada como para moverse, y de manera vaga podía darse cuenta de la tranquilidad que la rodeaba: ni pájaros, ni viento, la última luz del día desapareciendo, hasta los insectos parecían silenciosos. ¿Qué le había ocurrido a Paul? ¿No había acudido a ella, como los espíritus?
Inspiró profundamente para oler el perfume de las rosas y el aroma que se elevaba de los pinos y la tierra. Cerró los ojos. Era tan afortunada por encontrarse aquí, por estar embarazada, por sentirse tan viva, por tener el amor de la tierra y los espíritus. Las estrellas, los planetas y su tío Benjamin tenían razón. Al fin estaba llena.
Se dejó llevar por sus ensoñaciones. Le hubiera gustado que Paul estuviera allí para compartir su alegría y recibir la buena nueva. Soñó con niños mágicos, niños con los dones de la luz y la oscuridad, niños a los que amaría.
No oyó los gruñidos y resoplidos hasta que los cuerpos desnudos estuvieron sobre ella, destrozando su pelo y su carne, moliéndola violentamente contra el suelo, cortándole la respiración y forzándole la cara y la boca contra la hierba, de modo que estaba amordazada y no podía gritar, aunque quería, tenía que hacerlo.
Él todavía podía sentir en la boca el sabor de la nueva sangre. No era tan dulce y deliciosa como lo había sido entonces. Sabía a moneda de cobre, como la sangre de vaca y conejo que había sorbido la noche anterior. Escupió, pero no pudo deshacerse del sabor.
Esta parte de él sabía que había vuelto a matar. Había destrozado al intruso antes de que pudiera amenazarle. Y los otros habían ayudado, como era su obligación. Se lavó el cuerpo y las manos en el arroyo, restregándose la piel con arena, pero todavía tenía oscuros grumos de sangre bajo las uñas. Se sentó en una roca en la oscuridad y se limpió bajo las uñas con una pajita, indicando a los otros que hicieran lo mismo. Volvía a ser casi un humano y los otros también, pero no tan totalmente humano como para recordar esto en su parte completamente humana. Y ellos tampoco.
Ellos no eran realmente aquellas otras criaturas, pensó. Aquellas otras criaturas eran seres a los que observaban como en un sueño, criaturas que rasgaban la carne y se revolcaban en sangre, untándola en los genitales hinchados y chupándola así unos a otros. Aquellas criaturas eran algo más, algo aparte y distinto, ogros de supersticiones o cuentos de hadas brutales, criaturas de un sueño terrorífico. Él y los otros no podían ser realmente aquellas criaturas.
Mientras se vestían, su recuerdo de lo que había ocurrido se desvanecía más y más; él sabía que tampoco los otros recordarían. Se asustó sólo momentáneamente, cuando la visión de la mujer desgarrada le cruzó la mente durante un segundo, como un rayo. Ya no recordaba lo que había hecho… sólo recordaba la necesidad…