11

El día de la Independencia

1

En otro tiempo, el doctor Royce había dirigido la «marina del Schuylkill», y por ello todos los años acudía al menos a una regata de remo en el río Schuylkill. Y la familia Roycewood, para no romper la tradición, acudía con él en masa. Normalmente el doctor Royce escogía la Philadelphia Challenge Cup, la Annual Regatta o la Navy Review. Pero este año, el final de la regata «Benjamin West Head» caía el sábado cuatro de julio, y era difícil perdérselo. El día de la Independencia siempre había sido día de celebración especial en Roycewood, igual que el día de Acción de Gracias y la Navidad. En tales ocasiones toda la familia se reunía para celebrarlo en Manor House. El doctor Royce los recibía alegre y sonriente, como un Papá Noel concentrado en los niños y la bondad.

La combinación de la regata del West y el cuatro de julio eran motivo para una fiesta doble, fiesta que continuaría con una barbacoa en el césped de Manor House y fuegos artificiales privados tras la caída de la noche. Se sabía que el doctor Royce gastaba hasta 30.000 dólares en estas exhibiciones. Al otro lado del río la gente se reunía en las colinas, las rocas y cerca del agua, sentados en mantas o sillas, para disfrutar gratis de los fuegos.

La familia Royce siempre presenciaba la regata escogida desde The Lilacs, el edificio del Barge Club de la universidad. El doctor Royce había remado con el equipo universitario desde que estudiaba allí y había competido hasta los 68 años, resultando normalmente vencedor en su categoría. Llevaba dos temporadas sin vestir el uniforme de competición (jersey blanco sin mangas y pantalones azul oscuro). Tras su última carrera se había sentido mareado y débil, y su embarcación fue retirada a un puesto de honor en el cobertizo de los botes. Pero todavía se ponía el uniforme oficial: un jersey con puños rojos, galones negros, botones de azabache y cuello marinero, completado por pantalones blancos de lino y zapatos blancos.

De hecho, toda la «tripulación» Royce vestía ropas náuticas, hombres, mujeres y niños resplandecientes con sus blusas blancas de estilo marinero, cuellos marineros, pantalones blancos y amplios, chaquetas sport con brillantes botones metálicos, elegantes chalecos de color, cinturones de seda, gorras con galones o gorros con la insignia blanca y azul del Club Barge y zapatos blancos o negros resplandecientes. Incluso los chicos de los Caley y los Butler lo aguantaban, a pesar de su edad adolescente («¡qué imbecilidad!», decían entre ellos) para agradar al doctor Royce, quien les miraba a menudo sin sonreír pero de manera agradable, pensando abiertamente. Parecía que los estudiaba y recordaba cosas tristes y asombrosas de su juventud, algo que había perdido para siempre, algo que le preocupaba. Las chicas, las mujeres y la mayoría de los hombres disfrutaban de aquella oportunidad de llamar la atención.

George Caley y Victor Mancius, que remaban como veteranos tanto en espadillas dobles como en simples, llevaban en el río desde el amanecer, reunidos con los otros participantes en la isla de Peter. Pertenecían también al equipo universitario y vestían el uniforme del club. A las diez de la mañana ya habían remado tres veces hasta el Pantano de la Roca sobre el Manayunk, para conjuntarse y ver cómo estaba el río. Era necesario hacerlo el día de la carrera, a pesar de que ambos practicaban, normalmente a horas diferentes, al menos tres veces por semana.

Tras tres días sin lluvia, el río estaba verde y claro, no había viento y la superficie se veía muy lisa. Después del primer ascenso juntos, George y Victor volvieron dejándose llevar por la corriente, apoyando las cabezas en los remos. George iba a proa y Victor era el primer remero, como siempre desde que ganaron la medalla olímpica con 18 años. George volvió el rostro hacia Victor y habló de lo que le preocupaba por primera vez en tres días.

—He anulado mi viaje a Indonesia —dijo.

Victor pensó en lo que le decía y se concentró en el rostro tenso de su amigo, ahora cubierto de sudor.

—Parece que todo está más tranquilo —dijo al fin—. A lo mejor deberías hacer el viaje de todos modos y dejarme a mí el resto.

Por lo que ellos sabían, no había habido más incidentes en Roycewood desde la muerte del gato encontrado en la piscina de los Butler. Hacía una semana de aquello. Y ni siquiera aquello era nada seguro: podía ser que otro animal, y no un humano, hubiera matado y arrastrado al gato hasta allí. Las patrullas de reconocimiento de George no habían servido para descubrir nada, y el interés había decaído.

—No creo que se haya terminado —dijo George—. Creo que lo hemos detenido durante un tiempo, pero que empezará de nuevo.

Victor no estaba tan seguro.

—¿Por qué el doctor Royce no establece patrullas de control de verdad? ¿Se lo habéis preguntado alguna vez? Quiero decir con perros entrenados y buena vigilancia.

—No sé qué tiene con los perros —contestó George—. Nunca lo explica, pero es como una pared cuando se trata de ellos. Y no creo que se tome todo esto en serio.

Victor ya lo sabía.

Suzy Mancius estaba con su hermana Sarah Caley, y también había notado aquella falta de seriedad. Su tío Benjamin se mostraba cordial y genial en medio de la colorida multitud que llenaba la tarima flotante del Barge Club. Bromeaba con los niños como si no tuviera ninguna preocupación, y de vez en cuando amenazaba a los más pequeños con echarlos al agua, como hacían las tripulaciones ganadoras con los timoneles.

—Parece que todo está bajo control —comentó Suzy a Sarah, en la idea de que ésta sabría de qué hablaba sin necesidad de decir más.

—¿Qué? —le preguntó su hermana.

Suzy se dio cuenta de que la distracción no iba con la nueva vitalidad de Sarah. No recordaba a su hermana tan animada y con tan buen color, tan feliz. A lo mejor eran las ropas de marinero, que le sentaban tan bien, o el ambiente del día. O a lo mejor… Se preguntaba si…

—¡Oh! —dijo Sarah, acordándose sin necesidad de la ayuda de Suzy—. Quieres decir eso. No, últimamente no ha pasado nada. Casi lo había olvidado.

También esto resultaba extraño. Así que Suzy pensó que debería seguir preguntando, como de manera casual.

—Tienes tan buen aspecto que me preguntaba qué hay de nuevo —le dijo—. ¿Me lo cuentas?

Sarah parecía sorprendida. Se puso roja y evitó los ojos de Suzy, jugando con un galón de la gorra.

—Nada nuevo —contestó—. Ésas son las mejores noticias, ¿no? —Cogió a Suzy del brazo y empezó a moverse—. Vamos a hablar con Tom. Últimamente parece deshecho.

Aha. Mentirijilla y cambio de tema. Suzy sabía, pero no iba a insistir.

Y de momento, entre la curiosidad y el espíritu alegre del día, podía olvidar su temor persistente, la sensación de que algo malvado la perseguía y se le acercaba cada vez más.

2

A eso de las dos de la tarde el grupo de los Royce se había desintegrado. Flip y Paul Royce se habían escabullido en sus ropas de fiesta para tomar una copa con unos amigos en Vesper. Harvey Butler estaba en Malta visitando a unos amigos de negocios, y Trish Butler había vuelto a Roycewood: una hora antes le había venido la regla y no se sentía bien. Los chicos de los Caley y los Butler habían desaparecido sin dejar rastro, alguien dijo haberlos visto en una batea río arriba. Pokey Butler se había reunido con cuatro compañeras del colegio y el grupo paseaba por la terraza de Vesper, riendo y coqueteando con unos chicos de Penn Charter. También Tom Horton había desaparecido, después de quedarse mirando de manera interrogante al doctor Royce. Dejó a su hijo Tommy con Sarah, que tenía que cuidar a su hija Christine. Suzy Mancius se hallaba con su marido, George Caley y el doctor Royce en la tarima al lado del río, protegiendo sus ojos del sol y felicitando a Victor y George por sus victorias. Ambos parecían agotados, pero se quedarían a la competición de dobles, que tenía lugar a las cuatro. De hecho, todo el mundo parecía un poco rendido. Hacía calor, el ambiente era húmedo, no corría brisa y el río parecía espeso como aceite.

A Trish se le había empapado la compresa de papel higiénico que se había colocado en la braga y tenía miedo de manchar el asiento de terciopelo de la limusina de su tío Benjamin, en la que Brendan, el chófer, la devolvía a Roycewood. Se tranquilizó cuando vio que no había mancha ninguna en el asiento y salió del coche cuando Brendan le abrió la portezuela. Le dio las gracias y caminó hacia la casa con paso extraño, lo sabía, intentando mantener juntas las piernas.

Oyó la limusina que se alejaba y después se dio cuenta de la rara tranquilidad del día a pesar de estar preocupada por aquel borbotón caliente que le bajaba desde el útero. De repente se sintió amenazada por aquella quietud, sin saber por qué; no estaba alerta, sólo sentía un hormigueo. Se quedó paralizada, escuchando. ¿Dónde estaba Sophie? ¿Había salido también ella? El lugar parecía muerto.

Trish podía oler la savia de los árboles en la pesadez del aire, podía sentir la presencia de los árboles, su silencio, semejante al de un paciente animal depredador que esperara a que pasase a su lado. El calor era como el de un baño en una habitación sin aire, una presión física real sobre la piel y las ropas, haciéndola sudar. Se quedó escuchando con la cabeza ligeramente inclinada.

Era un gemido, como el de un niño llorando, apagado, apenas perceptible, que procedía de los enormes árboles a la izquierda de la casa. La atravesaron olas de adrenalina y se sintió débil, como si fuera a desmayarse. Se recuperó y quedó escuchando más atentamente. Era un vagido tenue, de pena inconsolable, atenuado pero sostenido, velado pero inconfundible.

Trish controló su miedo y comenzó a caminar, incapaz de ignorar aquel sonido atrayente. Avanzó despacio sobre la hierba, bajo los árboles, y dio la vuelta a la casa hacia el lugar del llanto, pero no vio más que una extensión de azaleas y membrillos ya marchitos. Unas mariposas negras y amarillas revoloteaban en torno a un arbusto en flor. El niño llorando parecía escondido entre los densos matorrales.

«¿Qué ocurre, pequeñín?», decía Trish en voz baja, moviéndose entre las mariposas hacia una masa verde. Se preguntaba quién sería, qué habría ocurrido, que podía hacer. «¿Puedo ayudarte, pequeñín?». Nadie contestaba.

El sollozo continuaba, desamparado, amargo, infeliz, como si hubieran abandonado al niño. Trish se acercó con cuidado a los arbustos, cerca del lugar donde parecían originarse, sintiendo sobre ella la pesadez húmeda del día. Las mariposas volaban a su alrededor, como si fuera néctar. Extendió los brazos para abrir un espacio en los arbustos que le permitiera ver. De repente dos cardenales, rojo brillante y verde oliva saltaron en el aire. Trish contuvo un grito y se echó hacia atrás, aterrorizada soltando los arbustos que se cerraron vibrando tras ella.

El corazón le palpitaba muy de prisa. Trish se colocó las manos sobre el pecho para tranquilizarse, cerrando los ojos y tratando de controlar la respiración. El llanto comenzó de nuevo y Trish se inclinó hacia adelante, abrió la cortina de matorrales y miró en el sombrío interior. Primero le pareció ver al bebé hecho una bola sobre la tierra desnuda y sin sol. Después se dio cuenta de que lo que estaba mirando era un montón de juguetes viejos atados con tiras de trapo como serpientes: camiones y cochecitos de juguete, un muñeco Spiderman y una muñeca, una Barbie y un guerrero articulado en lo que parecía ser un abrazo. Simplemente sucios de barro y atados con harapos. Metió la cabeza entre los arbustos, buscando algo más, pero no encontró nada. Olió el polvo levantado y sintió un cosquilleo, pero no estornudó. El llanto continuaba, no demasiado lejos.

Trish se puso en pie y se quedó escuchando de nuevo. El sollozo se alejaba, estaba segura, no se oían crujidos ni ruido de arbustos que revelaran su camino, sino que simplemente se alejaba, desapareciendo como una canción en la radio, moviéndose con facilidad en la distancia. Ella avanzó a lo largo del seto que acababa en la verja de la piscina, escuchando, mirando, temblando, respirando de manera rápida y superficial. Nada. El sol, los árboles y la superficie brillante del agua. Ni siquiera el ruido de los insectos o los pájaros. Sólo mariposas dando vueltas en la luz del sol y la sombra de las hojas. Nada. Sintió que se desmayaba, se agarró a la verja fría, se sostuvo, notó la sangre pegajosa de la menstruación que le bajaba por las piernas. Entró temblando en la casa sin saber qué pensar.

Dentro no había nadie. Ni siquiera Sophie.

3

A las seis y media de la tarde de aquel cuatro de julio, Paul Royce, Flip y Maurice Elfring se dirigieron al cementerio de la familia Royce, al lado de la casa de reuniones de Roycewood. Paul llevaba colgado del hombro una grabadora a pilas con una cinta de dos horas, y un mecanismo para medir el tiempo que Flip había comprado a petición de Elfring.

Flip no le había comunicado su plan a Paul hasta el último minuto. Cuando Elfring apareció en la carretera y se quedó esperándola, le susurró a Paul: «Es una nueva técnica. Vamos a grabar a los espíritus de los muertos hablando entre ellos. No tienes que venir».

Paul iba a estallar pero se contuvo e insistió en ir con ellos. Condujo él mismo el coche hasta la iglesia y después llevó el equipo. Abrieron el pestillo de la puerta del muro de piedra y caminaron por el jardín. Elfring iba en cabeza, mirando el suelo y olfateando. El sol de la tarde caía a través de los robles, formando manchas amarillas sobre la hierba y las viejas lápidas. Alguien había quitado ya las últimas flores marchitas de la tumba de Nancy, que seguía sin inscripción.

Paul notaba la excitación y el temor reverencial de Flip. Esto le hacía irritarse más todavía, por encima de toda la rabia que ya contenía, pero habló con voz suave.

—¿No creerás de verdad en esta tontería? —dijo.

—Chist… —respondió Flip—. Sí.

Él hizo uso de toda la fuerza que le daba su autocontrol, la comprensión, la consideración, la tolerancia y el amor hacia Flip para tragarse una respuesta sarcástica. Estaba tan alterado que casi no pudo ver lo que iba a hacer el anciano, que seguía adelante arrastrando los pies. Elfring se irguió y extendió los brazos de mangas negras (¿un jersey?, ¿con aquel calor?) como si pidiera silencio, invocara a los dioses o se estirara hacia algo más alto que pudiera alcanzar. Flip le miraba ensimismada. De sus hombros colgaba una maraña de pañuelos de seda negros, cayendo sobre el vestido negro de encaje que se había puesto para la ocasión.

Paul no podía soportarlo. Dejó el equipo con más rudeza de lo que pretendía, se dio la vuelta y se alejó para controlar sus emociones. Se dirigió al muro de piedra, bajo los robles, y se apoyó en él con los ojos cerrados. Estaba furioso por estar allí, furioso por perder el control de sí mismo, furioso por la manera en que Flip adoraba a aquel charlatán de Elfring. Paul dejó que su cuerpo se relajara y se imaginó el jardín chino que constituía su retiro espiritual. Allí meditó. Rápidamente le impregnó su serenidad. En menos de un minuto se encontraba bien. Abrió los ojos y miró hacia Elfring y Flip. El viejo seguía con los brazos extendidos, en lo que parecía ser un trance. Flip le observaba con las manos cruzadas sobre el abdomen, perdida como en un acto de adoración.

Paul notó, con cierto desdén, que Elfring había escogido bien el lugar: un rayo de luz dorada, que casi se podía tocar debido a la neblina húmeda del aire, caía sobre él. Iluminaba también la cara de Flip, que estaba vuelta hacia arriba, con la boca abierta. Flip seguía en pie, como si escuchara algo lejano y apenas audible. Paul pensó que era una mujer tan sofisticada para algunas cosas y tan infantil para otras.

Cuando se dirigía a reunirse con ellos, el pie de Paul se encontró con algo blando, que se deslizó y reventó bajo la suela. Rápidamente dio un paso atrás, mirando al espacio entre la hierba algo crecida. De repente su mente se trasladó diez años atrás en el tiempo, y la hierba a sus pies se convirtió en las baldosas verdes del cuarto de baño de un hospital, el hospital en el que había realizado sus prácticas como estudiante, la cosa allí en el cuarto de baño abortada por la mujer histérica a la que acababan de llevarse balbuceando; la cosa rodeada por un fluido sangriento, una cosa grisácea y gomosa con una cinta rasgada de cordón umbilical y placenta.

«Si lo pisas —había pensado—, estallará y apestará y nunca olvidarás esa sensación cada vez que camines descalzo en la oscuridad, cada vez que pises inesperadamente algo graso, blando y lleno de líquido».

No había tenido que pisarlo para recordar siempre aquella posible sensación, aquella cercanía del horror. Bajó la vista para ver qué era lo que había pisado y vio algo marrón, moteado y verrugoso, con la lengua blanca saliéndole entre las mandíbulas y ojos amarillos saltones, respirando todavía: un sapo moribundo. Lo echó a un lado, se tragó su asco como si de un mal sabor pasando por la garganta se tratara y siguió caminando hacia Flip y Elfring, temblando y sintiendo un hormigueo en la espalda, como si le estuvieran observando.

4

A eso de las siete y media la barbacoa de la fiesta de la Independencia había empezado ya en Manor House. Las largas mesas estaban decoradas con banderas, y entre los robles colgaban filas de banderitas. Había una banda de música, procedente de Narberth, que tocaba marchas sobre una tarima, y los cocineros negros y tocados de blanco de Margie’s Rib House sonreían ampliamente sobre las hogueras resplandecientes y las bandejas humeantes con costillas, asados, jamón y perritos calientes. Era una fiesta, pero nada más que los preliminares a la gran exhibición que estallaría en un fuego multicolor sobre Roycewood cuando se hiciera de noche.

La gente se divertía, e incluso los agitados Trish Butler y Paul Royce sonreían, sorbiendo su limonada y aplaudiendo a los magos, acróbatas y payasos que el doctor Royce había contratado para el acto. Los globos flotaban en el aire agarrados por cuerdas, y cuando la banda se detenía la sustituía un organillero con un mono, que hacían las delicias de los habitantes de Roycewood.

La fiesta continuaba, se consumían montones de comida y las bebidas desaparecían. Tom Horton, algo borracho, intentó probar su habilidad bailando con una payasa. Pero siguió observando a Sophie Hawkins, que permanecía sentada, sola, con las manos juntas como si rezara. «¿Rezando por qué?», se preguntaba él.

Después Harvey Butler pidió silencio, se subió a una mesa y ofreció una dulce versión de Give My Regards to Broadway, cantada lentamente y con una tristeza en su voz de tenor que rompía el corazón. Después le siguió Flip Royce, quien bailó una «danza de los siete globos», sensual pero esencialmente modesta. A continuación, Paul Royce, medio borracho, imitó a Harry Lauder cantando I Belong to Glasgow. Era una de las canciones favoritas del doctor Royce, que reía, sonreía y aplaudía con fuerza incluso a pesar de tener a Christine Caley en el regazo.

A eso de las nueve de la noche ya no había luz, y el doctor Royce anunció que ya era la hora. A esta señal, toda la concurrencia, incluidos la banda, los artistas y los cocineros, llevando bandejas de bocadillos, dieron la vuelta a la casa por el sendero que conduce a la terraza de la ladera, donde se habían dispuesto sillas. Desde allí se divisaba la isla de Royce, en el río, de la cual se elevarían «fabulosas fuentes de fuego» (en palabras de Harvey Butler), que pondrían fin a la conmemoración del día de la Independencia en Roycewood. Los niños daban vueltas, luchaban, chillaban y reían por la ladera, los adultos charlaban y el doctor Royce localizó mediante su transmisor a Herbie Ross y su ayudante, allá en la isla, para indicarles que podían dar comienzo a la exhibición.

Un silbido, un estallido, una explosión de luz y había comenzado. Después siguieron mil «fuentes celestiales», «géiseres chinos», «cometas de cola de dragón», «estrellas estallando», «cazadores silbantes», «meteoros fulminantes», «puestas de sol tonantes», «martillos aéreos», «trozos de arco iris», «rosas abriéndose» y «velas romanas», unos tras otros sin parar durante cuarenta minutos. Cada «ooh» y «aah» que sonaba en la ladera de Roycewood era contestado como en eco por «oohs» y «aahs» procedentes del otro lado del río. Todo ello salpicado con aplausos, gritos de júbilo y pequeños estallidos producidos por los petardos que los chicos de Roycewood, y muchos chicos en la otra orilla, habían reservado para la ocasión.

En mitad de la exhibición, la alarma del doctor Royce le hizo acudir al teléfono. El mensaje fue simplemente «se ha escapado otra vez». El doctor Royce perdió la sonrisa. Se quedó un momento parado, después se levantó y dejó el lugar, conduciendo él mismo su Silver Cloud.

El doctor Royce no avisó de su partida, y cuando la exhibición de los fuegos terminó, los adultos de Roycewood dieron unas cuantas vueltas por los jardines y la casa en busca del patriarca. Los niños se dispersaron. Al final George Caley se percató de que el coche del doctor no estaba, lo comunicó a los demás y todos caminaron a sus casas por la carretera iluminada, en la noche cálida y silenciosa.

5

La señora McKinnon salió al encuentro del doctor Royce junto a las puertas de metal y cristal del Barclay. Era una mujer de apariencia hacendosa, pelirroja, de unos 60 años, que vestía una chaqueta tostada sobre un sencillo traje azul, vestimenta de sirvienta. A lo mejor se estaba haciendo débil, pensó el doctor. Demasiado pronto. La había conocido y empleado hacía treinta años; la había traído aquí desde Escocia; hasta ahora nunca le había fallado. Ahora, tres huidas en tres semanas. A lo mejor la señora McKinnon sí que estaba fallando. O a lo mejor Dorothy se iba volviendo más astuta, tomándose cada vez con mayor habilidad la libertad que él no podía permitirle.

Los labios de la señora McKinnon temblaban, sus manos se retorcían. El doctor Royce jamás la culparía por falta de entrega y preocupación. Estaba seguro de ello. Cogió aquellas manos huesudas en las suyas para reconfortar a la mujer, y las apretó durante un rato. Parecían palos envueltos en polietileno.

—No sé cómo lo hizo —dijo la señora McKinnon con voz espinosa—. Es igual que la última vez. La puerta estaba abierta y ella había desaparecido mientras yo estaba en el cuarto de baño. Yo tenía las llaves conmigo, claro. Creo que ha aprendido a abrir cerraduras en la televisión o en esos libros que lee.

La gente que pasaba por el hall se quedaba mirándolos.

—¿Desde cuándo está fuera?

—Desde la tarde —dijo la señora McKinnon—. Pensé que la encontraría o que volvería, por eso esperé hasta la noche antes de llamar. Nunca crea problemas cuando salimos juntas.

La mujer no le miraba a los ojos; esto y sus palabras indicaban al doctor Royce que le estaba ocultando algo.

—¿La escapada de la semana pasada era la única hasta ahora? —le preguntó—. ¿Me lo ha estado ocultando?

La señora McKinnon comenzó a sollozar, saltándole las lágrimas.

—¡Oh, Señor! No debería haberlo escondido. Sí. Se ha escapado otras veces. Pero vuelve tras un día, o tras la noche. Como la última vez. ¡Conoce el camino!

El doctor Royce digirió las noticias, dejando las manos de la mujer para que ésta pudiera secarse las lágrimas con un pañuelo que se sacó de la manga.

—¿Cuánto tiempo estuvo fuera la última vez que me llamó? —preguntó él.

—¡Dos días! —dijo la mujer entre sollozos.

La gente los miraba, deteniéndose un poco en su idas y venidas por el hall. El doctor Royce condujo a la señora McKinnon a una silla del pasillo al lado de la sala de baile. La sentó y se agachó a su lado.

—Dígame la verdad, ¿cuánto tiempo lleva fuera esta vez? —le preguntó suavemente, cogiéndole de nuevo las manos temblorosas y mirándole a los ojos azules.

—Oh, le digo la verdad. Esta tarde. Sabía que vendría mañana, así que tenía que llamar.

El doctor Royce no estaba enfadado. Estaba aturdido, triste y preocupado.

—Tiene que sobreponerse —le dijo—. Tenemos que intentar imaginar dónde puede estar. ¿Lo sabe usted?

—No —dijo la mujer. Intentó secarse los ojos, y el doctor Royce le soltó la mano—. Se lo he preguntado, pero ella sólo ríe y no me lo dice.

Se burla de mí.

—¿Cómo?

—Oh, doctor Royce. Me da vergüenza decirlo.

El doctor Royce esperó pacientemente e intentó dar ánimos a la señora McKinnon apretándole la mano izquierda.

—Dígamelo —le pidió dulcemente.

La mujer dudó un momento, y después habló.

—Dice que se va con hombres —sollozó de nuevo—. Puede decir unas cosas endiabladas.

—¿Tiene idea de dónde puede ir para buscar hombres?

—Por la calle. En bares. La he buscado otras veces, pero sin resultado.

No servía de nada. El doctor Royce se levantó, y con él la mujer, a la que sostenía por las manos marchitas.

—Quiero que se quede en el apartamento y espere al lado del teléfono —le dijo—. No salga. Sólo espere a que suene el teléfono, la llamaré más tarde.

Condujo a la mujer hasta el ascensor y la mandó hacia arriba. Después volvió a su Rolls-Royce y se alejó en él, vigilando las aceras con ojos tristes.

6

Recogieron la grabadora en el cementerio de Roycewood sin incidentes, aunque Paul todavía tenía la sensación de que le estaban observando. Ahora Elfring, Flip y Paul estaban sentados con las piernas cruzadas sobre las alfombras de Tsuru-Kame, con la caja negra ante ellos como si se tratara de una bomba sin explotar. Paul había rebobinado la cinta mientras volvían en el coche a Tsuru-Kame; estaba lista para ser puesta. Pero llevaban al menos un minuto sentados en el suelo en torno a la grabadora. Paul había extendido el brazo para ponerla en marcha, pero Elfring le había detenido.

—¡Todavía no! —dijo con sequedad.

Así que Paul había retirado la mano como si la cosa ardiera. Ahora se estaba poniendo nervioso, mientras contemplaba la cara sin afeitar del anciano y sus ojos fuertemente cerrados. Aquello era pura charlatanería, pensó Paul. Cuando estaba a punto de hablar, Elfring abrió los ojos.

—Ponlo ahora.

Paul apretó el botón, se quedó inclinado hacia adelante y subió el volumen cuando dejó de oírse el ruido de la cinta. Ésta siguió girando durante un minuto, sin que se oyera más que el silbido y algunos carraspeos procedentes del altavoz. Después se oyó un canto de pájaro con una claridad asombrosa.

—Un petirrojo —dijo Paul.

Miró a Elfring, que tenía otra vez los ojos cerrados, como si se estuviera transportando al cementerio y al momento en que habían realizado la grabación.

Poco a poco Paul pudo oír los ruidos de insectos y otros pájaros, y en el fondo el sonido de motores. Un avión que pasaba. Tras otro minuto más comenzó a impacientarse.

—No quiero estropear el ambiente —dijo—, pero si le doy al play y al forward al mismo tiempo, oiremos cualquier sonido significativo. Entonces puedo pararlo y volver atrás.

Al principio, Elfring no contestó. Paul miró a Flip y puso cara de exasperación. Ella sonrió y meneó la cabeza. Después Elfring habló, pero sin abrirlos ojos.

—De acuerdo —dijo.

Paul lo hizo. La cinta corría y las paradas eran frecuentes. Otro pájaro, otro avión, después grillos (muy fuerte), más aviones, y al final los estallidos de los fuegos artificiales en la distancia. Elfring seguía con los ojos cerrados.

—Ahora es de noche. Déjalo ir a ritmo normal, por favor, y baja un poco el volumen.

Paul hizo como le decían y esperó, contemplando la cara de Elfring. Vio cómo de repente se formaba un vapor sobre la piel rugosa del anciano, vio el sudor y un ligero temblor en torno a los labios y los ojos. La cinta ofrecía las explosiones y estallidos de los fuegos artificiales en la lejanía. Después se terminaron, pero algo más estaba ocurriendo: un roce ligero, como el de cortinas echadas a un lado o el de la hierba acariciada por el viento, pero sin consistencia, elevándose y cayendo sin ritmo.

—Ahí están —dijo Elfring.

Paul vio gotas de sudor en el sobrelabio mal afeitado del anciano, vio cómo le temblaba todo el cuerpo.

Paul se inclinó sobre la caja negra, volviendo el oído hacia ella, y lo mismo hizo Flip. Elfring continuaba erguido, sin moverse excepto por los temblores que le agitaban.

—¡Sube el volumen! —dijo.

Y Paul obedeció rápidamente.

Entonces pudieron oír. Entre los chillidos de los grillos sonaba un gemido misterioso que hizo que a Paul se le pusieran los pelos de punta, en brazos, piernas y espalda. Era un vagido inarticulado, extrañamente acorpóreo y apagado, como si se elevara de la tierra sin sustancia propia, fantasma o sombra de un gemido o vagido más que sonido mismo. Y entonces, entre eso, cada vez más cerca, susurros tan bajos que las palabras que formaban, si es que había palabras, resultaban ininteligibles, meros sonidos parecidos a palabras en una cadencia apresurada. A Paul le parecía estar oyendo una conversación urgente, una comunicación acelerada sobre algo peligroso o inminente, una advertencia o un aviso. Se dio cuenta de que temblaba, mientras el susurro se acercaba cada vez más. Cogió a Flip de la mano y la encontró también fría y temblorosa.

Paul sabía que sonaban palabras y se concentró para oírlas y entenderlas antes de que acabaran. Pero no podía; se fueron debilitando poco a poco hasta desaparecer.

Los tres se quedaron a la escucha mientras la cinta seguía dando vueltas, pero los vagidos y susurros no volvieron. Elfring seguía sentado y sin decir nada, los temblores iban cediendo y la capa de sudor desaparecía de la cara. Paul mantuvo la mano de Flip en la suya y sintió cómo el temblor dejaba sus cuerpos, cómo el calor volvía a sus manos. Mientras todo esto ocurría y la cinta seguía adelante, Paul examinó sus propios sentimientos. Se mostraba escéptico. Había oído sonidos como susurros y vagidos, pero no palabras de verdad. ¿Y dónde había estado Elfring mientras se estaba haciendo la grabación? Lo habían dejado en Tsuru-Kame, pero ¿se había quedado allí?

La grabadora se paró automáticamente, con un golpe seco, como el de un hueso que se corta. Paul se levantó sin decir palabra y volvió a la cocina, cogió el teléfono y apretó el botón que le daba línea con la casa de Morita. Contestó Shuho.

—El anciano, ¿ha salido de la casa? —preguntó Paul.

—No, señor —contestó Morita.

Paul colgó.

Volvió a la habitación, donde Flip y Elfring seguían sentados frente a la caja negra. Se sentó de nuevo en la alfombra.

—Las voces decían «ayúdanos» —dijo Elfring—. Nada más. Sólo «ayúdanos».

Cuando Paul volvió a escuchar, también él pudo oírlo.

7

El doctor Royce la había buscado de manera angustiada. Condujo despacio por las calles estrechas y llenas de coches cerca de Rittenhouse Square, por la 17, subiendo por Spruce, a la izquierda hasta la 18, bajar por Pine, seguir por la 16, subir Walnut, dar la vuelta a la plaza. Los coches le lanzaban bocinazos recriminatorios, deslizándose y rugiendo a su lado siempre que tenían espacio para adelantarle. Sabía que debería pararse para buscar dentro de los bares, pero no podía soportar la idea. Pensaba que la mayoría de los que pasaba eran nidos de homosexuales y no podía entrar allí. Había visto hombres remilgados y exagerados por la calle; no había peligro para una mujer, pero esta idea no le tranquilizaba.

Se sentía incapaz y derrotado, impotente y enojado consigo mismo, disgustado por la humanidad. Para empeorarlo todavía más, los jóvenes que deambulaban de un lado a otro de la acera pensaban que estaba de «inspección» y se le ofrecían, saludándole con la mano, sacando la cadera hacia él, mandándole besos y lanzándole palabras cariñosas que gracias a Dios no podía oír con claridad a través de las ventanas cerradas de su Silver Cloud. A eso de las once dejó la búsqueda y volvió al Barclay. Dejó el coche en la puerta y llamó arriba para enterarse de que no había vuelto.

El doctor Royce cogió el coche de vuelta a Roycewood. Lento, pesado, incapaz de articular ninguna de las conexiones mentales que tan desesperadamente necesitaba. Para él nada tenía sentido, no había paz. Le asustaban aquellas pequeñas amnesias temporales que sufría últimamente, trozos de tiempo totalmente borrados de su memoria. Miraba el reloj y se daba cuenta de que habían pasado dos, tres, cinco minutos y que había estado ausente, en otra dimensión más profunda que el sueño pero que no era la muerte. Le había ocurrido en el establo hacía una semana, cuando estaba controlando una vaca preñada. Le había ocurrido esta tarde en un semáforo. Todas las responsabilidades, todos los fracasos. «Por favor, Dios, sólo un poco más de tiempo», pensó.

Las viejas haciendas en torno a Roycewood habían sido taladas y vendidas hacía ya tiempo, una o dos ya en los años treinta. Aunque la mayoría de las casas señoriales, los muros y las puertas de acceso quedaban todavía en pie, los jardines y bosques ya no formaban un cuerpo: primero se habían formado pequeñas «haciendas» con casas de estilo Tudor, de ladrillo, piedra o estuco. Ahora hasta muchas de éstas habían desaparecido, y las parcelas de 40 o 50 hectáreas del pasado se habían convertido en otras de 2,4 u 8 hectáreas, y ahora las dividían en otras todavía más pequeñas. Las casas pegajosas y caras se levantaban como fantasmas huesudos entre los árboles, los robles y arces de anteriores jardines, de anteriores mansiones, oscureciendo el trabajo de Durham, Off y Okie con sus absurdos «de estilo colonial» que llegaban prácticamente a las puertas de Roycewood. Y finalmente desaparecían incluso las viejas mansiones, transformadas en iglesias, conventos, escuelas para retrasados y comunas religiosas, algunas con gurús, otras vacías. El doctor Royce las pasó sin fijarse demasiado pero sintiéndose deprimido por aquella invasión, de la misma manera que uno se percata de que crecen malas hierbas cerca del jardín aunque no se las vea.

A menos de un kilómetro de Roycewood los faros captaron una figura encorvada que caminaba arrastrando los pies por el borde de la carretera. La figura avanzaba en la dirección de la que procedía el doctor Royce y levantó una mano para defenderse de la luz cegadora. Era una vieja de falda oscura. No había arcenes y caminaba entre los matorrales y árboles cerca del bordillo. El doctor Royce la pasó pero algo hizo sonar la alarma en su mente. Detuvo el coche, dio la vuelta y condujo despacio y alerta. Los faros alcanzaron de nuevo la figura de la mujer, y esta vez estuvo seguro. Se echó a un lado de la carretera, bajó del coche, dejando las luces y el motor encendidos, y cruzó en dirección a la mujer. Ella siguió caminando mientras hablaba para sus adentros. Él avanzó unos pasos a su lado.

—Dorothy —le dijo al fin—, ven, te llevaré a casa.

8

Después de los fuegos artificiales, George Caley había ido a visitar a Victor Mancius y los niños ya se habían acostado, y parecían dormir (al menos estaban calmados, para variar). Sarah cerró la puerta de la biblioteca, se sentó al lado del teléfono y marcó aquel número que le resultaba ya familiar. Frank contestó con voz borrosa, pero ella sonrió y sintió un cosquilleo en los muslos.

—¿Te he despertado? —le preguntó.

Eran las once y media.

—No. No, estaba lavándome los dientes —dijo él, todavía con voz borrosa.

Ella sabía que no era cierto. Pero por algún motivo él no quería que ella pensara que dormía. Así que no debía molestarle que le despertara, pensó Sarah. Era tan dulce. Le quería tanto.

—Te quiero —le dijo ella—. ¿Tienes alguna gatita contigo en cama?

—Claro —contestó él—. Dos. No me dejan ni un momento.

—Y entiendo por qué —siguió ella. Si le hubiera creído habría llorado, pero no se lo dijo—. ¿Guardas algo para mí?

—Para ti, montones.

Sarah sólo quería oír su voz. Y quizá estuviera comprobando que estaba en casa, solo. Ahora no sabía qué decir.

Se hizo el silencio. Después habló Frank.

—¿Va todo bien o me llamas por algo?

—George ha salido —contestó ella—. A la caza de fantasmas, o algo así.

—¿Habéis tenido más problemas?

Ella quedó confusa un momento, después entendió.

—No, nada más. Nada desde hace días.

—Quizá se haya acabado.

—Así lo espero —dijo ella—. Te echo de menos. Nos vemos mañana, ¿no?

—No podría esperar más —dijo él.

—Te quiero.

—Yo también te quiero —contestó él.

Ella no quería colgar, pero se despidió con un adiós. Esperó y se quedó escuchando mientras él colgaba el teléfono, y le sorprendió oír un clic en la línea, al parecer desde dentro de su propia casa, o de la de él.

9

De vuelta a la suite del Hotel Barclay, el doctor Royce permanecía en pie entre los recuerdos de una vida pasada, junto a la silla cubierta de damasquinado azul en la que estaba sentada su esposa. Él le cepillaba el pelo; durante todo el trayecto en coche ella se peinaba el cabello con los dedos, quejándose de nudos, marañas y «nidos de ratas».

Los movimientos del doctor Royce, y los de ella, se reflejaban en docenas de superficies brillantes: cajas de plata, bandejas de plata, trofeos de plata, diplomas enmarcados en plata y cubiertos con un cristal que proclamaban victorias ecuestres, tenísticas o de squash, las primeras con el nombre de «Dorothy Reese», pero la mayoría con el de «Dorothy R. Royce».

También había diplomas procedentes de la Facultad de Bryn Mawr y del Colegio Médico de Mujeres, certificados de Pennsylvania y New Jersey y menciones del gobierno, así como fotos de la doctora Dorothy R. Royce sonriendo al lado de Eleanor Roosevelt, Truman, Fine y otros dignatarios. En las estanterías podían verse libros de medicina de otro tiempo, libros de histología, citología, genética, endocrinología. Él sabía que todavía los leía, aunque no podía saber cuánto entendía.

Tenía un cabello fino, largo y casi totalmente gris. El doctor Royce se dio cuenta de que ella misma se lo enredaba, pero no la reprendió. Seguía peinándola con el peine de caparazón de tortuga, separando las mechas, después volvía a empezar mientras ella se lo enredaba otra vez, diciéndole con voz suave: «Así está mejor, ¿verdad, querida?».

Ella estaba más tranquila, aunque continuaba haciendo nudos con habilidad, pero ya más lentamente y sin repetir todo el rato «está enredado. Es un nido de ratas» como antes. Ya sólo lo decía de vez en cuando, y su voz se había vuelto menos apremiante a medida que la repetición se hacía menos frecuente. Al final se quedó callada, y sus dedos dejaron de coger y enredar el pelo que el doctor peinaba. Dejó las manos en el regazo; los dedos de la derecha hacían girar el anillo de oro con su diamante solitario que lucía en la de la izquierda, bajo el que aparecían costras de sangre con algunas gotas recién formadas.

El doctor Royce dejó de peinarla, dio la vuelta a la silla y alcanzó una banqueta tapizada con damasco azul. Se sentó frente a ella. Le cogió las agitadas manos y las retuvo a pesar de que se resistían un poco, como pájaros intranquilos, después se entregaron y le permitieron sostenerlas suavemente. La miró a la cara. Tenía unos grandes ojos azules, muy luminosos. Sonreía y su sonrisa resultaba peligrosamente brillante, mostrando unos dientes largos y naturales, engrandecidos por las encías que se retiraban. En el sobrelabio aparecían profundas grietas verticales, y en su cara arrugada iban apareciendo algunos pelos. Le temblaba la boca fuera cual fuese la expresión del resto de la cara, y había desarrollado un temblequeo imparable hacia la izquierda, el «no, no, no» constantemente repetido propio de una enfermedad de Parkinson incipiente. Pero todavía la quería, todavía la veía hermosa, todavía podía llorar por no ser capaz de curar su mente.

En realidad ella no sabía quién era el que estaba sentado allí enfrente. Había defendido ante él y ante su «encargada», la señora McKinnon (así como ante las enfermeras y psiquiatras que veía a veces), que era la esposa de Dios, de un hombre que era demasiado importante como para permitirse dormir: solía describirlo como un ojo gigante, que la miraba día y noche sin pestañear jamás, pero juzgándola siempre. El pelo enredado, una puerta entornada, un pliegue en la alfombra, todos ellos eran mensajes secretos de advertencia que Dios, su marido, le enviaba, y siempre decían lo que él pretendía hacer; pero nunca era muy explícito.

Otras veces se hallaba en posesión de toda la claridad e inteligencia de antaño; reconocía al doctor Royce y le llamaba Ben. A veces podía hablar con ella y contarle lo que hacía y planeaba. A veces ella le preguntaba por los últimos libros y revistas sobre genética (parte de su especialidad) e incluso discutía con él lo que leía. Entonces todo era normal, como si aquello nunca hubiera ocurrido. Hacía mucho que el doctor Royce había abandonado la esperanza de que ella volviera de manera permanente a la vida normal, pero nunca había dejado de quererla. Ella llevaba 30 años viviendo en Barclay, lejos de la tensión que la había derrotado, y tenía ahora 66 años.

El doctor Royce observó aquel resplandor antinatural e intentó leer el mensaje escondido en su interior. Ella se había sumergido en un estado sin palabras, y aunque intentara sólo una pequeña conversación, sabía que no hallaría respuesta. No le preguntó dónde había estado, lo que había hecho, por qué había estado caminando cerca de Roycewood. Le habló del tiempo, de la comida, de lo hermoso que era su cabello y de cuánto la quería hasta que sintió que sus manos comenzaban a moverse agitadas otra vez.

Las retuvo un poco más, recordando todos los logros de aquella mujer antes de que llegase la locura: doctora médica del Colegio Médico de Mujeres, especialista de pediatría y genética en el Hospital de Pennsylvania; y al mismo tiempo campeona de tenis y squash, amazona, luchadora por los derechos de la mujer, consejera en las Naciones Unidas sobre cuidado médico de niños durante la administración Truman. Y siempre la compañera perfecta para él, confidente y colaboradora, su gran apoyo. Su locura le había resultado incomprensible, al principio no podía admitirlo pero después era ya innegable e imparable. La miró a los ojos, deseando que volvieran a ser humanos, que dejasen aquella intensidad fiera y cruda. Pero siguieron apreciativos y faltos de compasión, en último término dignos de ella.

El doctor Royce llamó a la señora McKinnon, esperó mientras su esposa tomaba los medicamentos y después salió, vencido por la tristeza. Le apenaba la pérdida que había supuesto aquella enfermedad, tanto para él como para el mundo. Se quedó sentado durante varios minutos en el coche, a los pies del edificio del Barclay, con cara inexpresiva y dedos blanquecinos aferrados al volante.

10

«Estás echado en cama y lo oyes porque quiere que lo oigas —pensó Harvey Butler—, algo viscoso que se desliza como si asomara por el sumidero del cuarto de baño y resonara al salir del tubo, golpeteando el suelo como un perro con sus garras, un perro cojo, de tres piernas, que arrastra algo demasiado muerto para comer, algo con garras largas y curvas, algo que puedes oler aunque sólo esté en tu mente y no lo recuerdes hasta cinco años más tarde, y oyes también sus resuellos, gorgoteos y burbujeos como si tuvieras diarrea o la válvula de la taza goteara; pero no es la válvula, los sonidos proceden de fuera del dormitorio, la cosa está arañando para entrar, respirando de manera entrecortada como un asesino a punto de morir, queriendo hacerlo una vez más, morderte las bolas, rasgar los pezones de los pechos de tu mujer, violar y matar a tus hijos delante tuyo, sorber tu sangre y cubrirte con baba…».

Se quedó escuchando, con el volumen del audífono bastante alto. Mantenía los ojos fuertemente cerrados. Desapareció, gruñendo por el pasillo y escalera abajo, él sabía que volvía a Mill House. Apagó el audífono, se lo quitó y se puso de lado. Quería dormir. Todavía no se sentía lo suficientemente fuerte como para hacerle frente.

11

Aquella misma noche, el doctor Royce se despertó en la cama empapada de sudor al oír el choque del coche. El Rolls-Royce había dado vueltas una y otra vez con él y su esposa dentro. No había podido detener el sueño hasta que gritó «¡No!».

Todavía podía oír el grito. Todavía temblaba. Se levantó y fue al cuarto de baño, encendió la luz y se echó agua a la cara. No se miró en el espejo. Dejó el cuarto de baño, pero no volvió a la cama.

Bajó por la escalera hasta el primer piso tras haberse puesto la bata de seda y las zapatillas de piel. Pasó junto a los retratos de sus antecesores, percatándose de su fría estimación. En la primera planta caminó por las habitaciones sin encender ni una luz. Oía el suelo crujiendo bajo sus pasos, el tictac de los relojes, sus pies arrastrándose y nada más. Quería tranquilizarse sin tener que recurrir a la bebida ni a los medicamentos.

Algo le esperaba fuera, en la noche. Sabía que había algo fuera. Iba hasta la ventana de cada habitación, miraba hacia fuera y no veía nada, pero tampoco esperaba ver nada, porque sentía la llamada que decía que había algo que podía descubrir allá fuera. Se dirigió dos veces a la puerta trasera y colocó la mano sobre el frío pomo metálico, pero no lo giró, se alejó y volvió al cabo de un rato. Volvió a pasar por todas las habitaciones, miró a través de todas las ventanas, apartó la vista. Ya no temblaba y todos sus músculos parecían listos para la acción, más a punto que desde hacía años. Tenía la mente despejada pero no podía explicar por qué aquel deseo de estar fuera, de buscar algo en la noche. Al final no importaba el motivo, cogió el pesado anillo lleno de llaves y dejó la casa.

En la mano izquierda le bailaba el anillo con las llaves, y con la derecha sostenía la bata, cerrándola sobre el pecho. El doctor Royce descendió por la colina bajo un cielo de nubes y estrellas, con la boca abierta y respirando con dificultad, aunque algo refrescado por el aire fresco del valle. Abrió la puerta que daba acceso a la granja y pasó, dejándola abierta, algo que no había hecho nunca antes. Se encaminó a la vaquería, que aparecía iluminada e inundada en música como un ascensor o un barco hundiéndose en el mar. Caminó por los pasillos centrales observando cada establo con mirada ausente, aunque se sentía despejado. Sí, muchas vacas dejaban ver nuevos mordiscos o cortes en el cuello, costras goteando todavía allí donde las bestias habían pinchado para sorber vida. Las tenía hasta Rosette, a quien había examinado hacía poco para comprobar que estaba preñada, el útero, sentido a través del recto, claramente distendido y separado. Las marcas de cortes en el cuello eran evidentes incluso con luz artificial.

Pero no era aquello lo que lo había llamado, al menos no aquella noche. Aquella noche había algo más. Sentía cómo tiraba de él, cómo lo alejaba de la vaquería, a través de la verja, subiendo la colina. Cada vez su boca estaba más abierta y respiraba con mayor dificultad, hasta que llegó a la cima de la colina, cerca de la vieja casa de los carruajes.

El doctor Royce entró al calor de la casa donde ahora vivían y trabajaban los Richter, dando vueltas a sus sentimientos como un ciego que lee un rostro. No era aquí adonde le llamaba este sentimiento. Dejó el edificio, buscando.

Al salir le rodeó el frío, las esencias de la tierra y el susurro del viento entre las hojas. La luna, en cuarto menguante, se liberó de una nube y arrojó sombras deshechas sobre el césped. El doctor Royce continuó por el sendero de ladrillo que daba la vuelta a la casa, oliendo el aroma de los bojes, que crecían a lo largo del camino. Parecía que el viento le arrastraba en torno a los edificios de piedra, en torno a su oscuridad, y hacia el patio tras ellos. Aquí el aire estaba quieto y olía a sangre.

Había ocho jaulas apiladas junto al muro que cerraba el patio. De cada una colgaban unas formas blancas y multicolores, algunas de ellas culebreando. Son niños recién nacidos fue el primer pensamiento que le vino a la cabeza.

Se acercó para mirar más de cerca.

Al oír que se acercaba, las criaturas comenzaron un nuevo intento de liberarse. El doctor Royce vio que no eran bebés. Eran conejos gordos y grasientos, los conejos criados por los Richter, colgados de las jaulas unos por las patas, otros por el trasero. La mayoría se movían. La mayoría estaban vivos. El doctor Royce se acercó lo suficiente para ver los ojos abultados, vueltos y destrozados por el dolor, para ver la sangre goteando allí donde las orejas habían sido cortadas y separadas de la cabeza.