Los amantes
Era la segunda vez. Sarah se secó el pelo con una toalla y después con el secador, se empolvó y perfumó, escogió la ropa interior más pequeña que tenía, la blusa más suave, la falda más delicada, sus mejores zapatos, y se miró al espejo. Volvió a mirarse (mejillas coloreadas, ojos turquesa que despedían excitación, una señora encantadora), salió de casa y se lanzó con su Mercedes verde. Era la segunda vez, pero sería todavía mejor que la primera.
Pasó a gran velocidad por los portalones de acceso a Roycewood, tocando el claxon y saludando al guarda con la mano. Giró por Creek Road hasta que llegó a State Road, y después condujo a toda velocidad, pasando gasolineras, cementerios y apartamentos hasta girar a la derecha, con las ruedas chirriando, para pasar después bajo el puente del ferrocarril y coger a la izquierda para adentrarse en el parque.
Había dos coches más, pero estaban vacíos. Serían pescadores. Sarah apagó el motor y se quedó un momento sentada. Después abrió la puerta y salió del coche. No era exactamente idílico: el rugido de la autopista, que pasaba a unos 100 metros, se dejaba oír de manera intermitente. Un tren pasaba renqueando sobre el puente del río. Brillaba el sol, no había viento y la hierba recién cortada dejaba sentir su fragancia entre los árboles de la orilla del río. Miró el reloj. Llegaba antes de tiempo, claro.
Le parecía extraño y maravilloso ir conociendo la mente y el cuerpo de alguien al mismo tiempo, una sensación nueva después de no haber tenido la oportunidad durante tantos años. No recordaba que fuera tan excitante, tan agotador. Ahora se acordaba de aquella primera tarde con Frank Viele, cómo le había solicitado (¿quién podría imaginarse que fuera tan atrevida?); cómo él la había abrazado y besado (el fuego que había sentido, los labios y las rodillas le temblaban tanto que sabía que él se daría cuenta); cómo la había llevado a su habitación, la había sentado en la cama como a un niño, sus dedos sobre ella, sobre sus ropas y su cuerpo; sus piernas abriéndose a sus manos.
Era como la experiencia de ser vencido, y resultaba excitante. Le había dado vergüenza verse desnuda ante él, y no había movido ni un dedo para desnudarse. Él lo hizo por ella, pero con suavidad, susurrando cumplidos a medida que nuevos territorios iban siendo explorados. Pero ella seguía nerviosa, así que le había pedido que cerrara la puerta, bajara las persianas y apagara la luz. Mientras lo hacía se arrastró entre las sábanas, temblando. Después volvió su cuerpo cálido, y su pene, caliente, rígido y enorme, hurgaba sobre ella: Sarah tuvo un orgasmo tan pronto como la penetró, y más mientras se movía contra ella en la oscuridad. Ni supo que gemía hasta que él se lo dijo más tarde.
Desde entonces no pensaba en otra cosa. Sólo pensaba en Frank. Era todo lo que quería. Había venido tan rápido que tenía la respiración entrecortada. Los chicos en casa con la sirvienta y su marido en el trabajo le importaban mucho menos que el hombre que estaba de camino para encontrarse con ella, menos que la mujer llena de vida en que se había convertido de repente. No era que los quisiera o se preocupara menos, pero ahora tenía algo más, algo propio, algo secreto y delicioso. Al parecer había necesitado la estabilidad de aquellos niños y aquel marido para florecer, y ahora estaba en flor.
No podía estarse quieta. Echó una mirada a la entrada por la que vendría Frank: todavía no estaba allí. Caminó por el sendero que se adentraba entre los árboles, sombrío y fresco. Después dio media vuelta. No quería alejarse demasiado.
Volvió a mirar el reloj. Era la hora. Comenzó a mirar hacia la entrada, y retiró los ojos con la esperanza de que apareciera cuando ella no estaba observando. Funcionó. Volvió a mirar y su corazón saltó: allí venía el coche, un Fiat azul oscuro, y tras el parabrisas aparecía el rostro que hacía que su pulso se acelerara, le temblaran las rodillas, su interior se pusiera tenso y el líquido fluyera. Lo único que no podía hacer era correr hacia él.
Cogieron el coche de Frank. Cruzaron el río y atravesaron las colinas de Wissahickon hasta Germantown, después continuaron por una avenida de guijarros por donde circulaban tranvías hasta Chestnut Hill, y se detuvieron frente a un sencillo restaurante llamado Mistinguette donde ninguno de los dos había estado antes.
Ella no era capaz de quitarle los ojos de encima. Iba sentada tan cerca de él, con la mano sobre su pierna, que era difícil mirarle, pero al mismo tiempo resultaba imposible resistirse. Su rostro con la cicatriz, el pelo negro y rizado y el bigote tan parecido al de George pero tan diferente, los ojos azules brillantes como zafiros, los dientes blanquísimos cuando se volvía hacia ella y sonreía, el pelo negro saliéndole por entre la camisa desabrochada, el movimiento de los músculos del muslo cada vez que apretaba el acelerador o tocaba el freno. Quería rodearlo y deslizarse en su interior al mismo tiempo. ¿Qué importaba que tuviera cinco años menos y perteneciera a un mundo sobre el que ella no sabía nada? Se sentía tan bien.
Entraron en el restaurante y se sentaron frente a una mesa pequeña, con mantel blanco, junto a una ventana arqueada que daba a un pequeño jardín lleno de rosales en flor en el que daba el sol. Sarah no pensó ni por un momento que alguien conocido podía verla y reconocerla hasta que cogió a Frank de las manos por encima de la mesa, sonriéndole; entonces vio y sintió que estaba nervioso.
—No te preocupes —dijo ella—. Es tarde y no nos sorprenderán.
En el restaurante había sólo dos parejas más, tan ensimismadas como ella lo estaba. El camarero parecía discreto. Les trajo dos vasos de Chablis y nunca les miraba a la cara. El ambiente no estaba mal: la luz se filtraba a través de las ventanas desde el jardín, el tintineo de la cubertería y la porcelana resultaba reconfortante, tranquilas canciones francesas de fondo (pensó que debía ser Aznavour) y el delicioso vino. Levantó el vaso con la mano izquierda, sonriéndole pero agarrándole todavía la mano con la derecha. Se preguntaba si él se daría cuenta de que le temblaban los labios.
—Esta debería haber sido nuestra primera cita —dijo ella—. Es un lugar tan agradable.
El dudó un rato antes de sonreír.
—¿Es que no te gustó la otra noche? —le preguntó.
Mierda, pensó ella. He herido sus sentimientos. Le apretó la mano.
—Fue maravilloso —dijo ella—. ¿Por qué crees que te he invitado a comer?
—No lo sé —contestó él—. Todo esto me tiene aturdido.
Ella estaba consternada, pero no quería que se le notara. Le hubiera gustado estar los dos en el mismo lado de la mesa para poder acariciarle la pierna y darle ánimos.
—Quiero tu cuerpo —le dijo—. Te quiero a ti. Quiero que me abraces. ¿No es suficiente?
Era tan atrevida.
—Supongo que sí —dijo él mirándola al fondo del alma y sin sonreír—. Pero sabes que nunca he estado con gente como tú. Gente rica. La manera en que vivís.
Sarah volvió a quedarse mohína. Así que ése era el problema. Ni siquiera lo había pensado, no había supuesto que tendría recelos de ese tipo.
—Pero soy igual que tú —le dijo—. No soy distinta a otras mujeres que has conocido.
El sonrió para hacer desaparecer su incredulidad.
—Mi ex mujer se educó en South Ardmore, como yo —le dijo. Todavía trabaja como secretaria de un almacén de piezas de fontanería.
—Pero nosotros no vivimos como los ricos —dijo Sarah. Se sentía ligeramente desesperada. No se temía esto y sentía cómo la atmósfera romántica se iba diluyendo—. ¡Vivimos como gente pobre! Una vez fui a Texas a visitar a una antigua compañera de clase y vivían en castillos modernos, ¡con Picassos en el cuarto de baño! Y en California, una amiga mía tiene una sauna en cada habitación, y ¡hay 14 habitaciones!
Frank rió y Sarah se sintió mejor.
—¡No podía creérmelo! —siguió, animada—. Y yo vivo en esta vieja casa de piedra con sólo tres cuartos de baño y sin ni siquiera piscina. En invierno entra el aire frío. ¡Deberías ver lo que pagamos de calefacción! ¡Hasta usamos dos veces la misma bolsa de té! —rió.
—Dicen que es la manera en que los ricos se hacen más ricos —comentó Frank, burlándose un poco de ella.
Sarah sabía que no iba por el buen camino. Apuró nerviosamente el vino, preguntándose cómo podría cambiar de tema sin que se notara.
—Quisiera tomar otro vaso.
Frank hizo una seña al camarero y acudió en seguida. Mágico.
¿De qué podían hablar?
—Cuéntame algo de tu vida sexual —le dijo.
Flip Royce ya había tomado una determinación. O a lo mejor estaba predestinado por las estrellas, las cartas, era inherente a los genes o al funcionamiento mecánico del universo. Ahora iba conduciendo su Ferrari rojo descapotable con velos de seda brillante al aire, como Isadora Duncan. Se lanzó por una pista llena de curvas y con gravilla suelta cerca de Malvern, cruzando campos de cultivo; bajó a través de un bosquecillo que hizo que el cielo oscureciera tan de repente que le pareció que descendía a las regiones inferiores, donde residían los más secretos de sus intereses secretos. Pasó dos curvas entre árboles. La pista seguía paralelamente a un arroyo y la gravilla crujía bajo las ruedas. De repente la carretera se abrió aun claro de cañas en el que se vislumbraba la caravana amarilla en que vivía Maurice Elfring. Estaba rodeada de gallineros y conejeras de alambre, automóviles destartalados y piezas de fontanería inservibles.
Flip había venido sola y esperaba encontrar a Elfring solo. Aparcó entre el alboroto de las gallinas y los ladridos del perro. Avanzó con sus vaqueros y sus sedas entre montones de chatarra oxidada y hierbas altas y espesas que se movían al paso de su cuerpo.
Llamó a la puerta y él le abrió, surgiendo del oscuro interior. El día que los habían presentado, ella le preguntó: «¿Te llamas realmente Elfring?». A lo que él había contestado que sí. Y ella le había creído.
Era un hombre corpulento, y su cuerpo abultado llenaba ahora el marco oxidado de la puerta de la caravana. Llevaba, como siempre, su jersey negro apolillado, a pesar de que hacía calor. Ella jamás le había visto con otra cosa. Una boina negra le cubría la calva. Los vaqueros estaban desgastados, agujereados y sucios, y no llevaba cinturón. Su cara larga y arrugada tenía un aspecto serio, y mostraba una barba de tres días. Aparentaba unos 70 años. Sus enormes ojos azules, brillantes, pálidos y claros, la miraron con serenidad real. A sus pies, calzados en botas de combate, aparecía un pequeño perro negro de especie desconocida, que ladraba sin resultar amenazante.
—Señorita Royce —dijo Elfring, estudiándola sin sonreír—. ¡Qué grata sorpresa!
Tenía una voz suave y ceceaba.
—Hola —dijo Flip en tono tranquilo, pero impresionada una vez más por todas las extrañas contradicciones de aquel anciano misterioso—. Me gustaría haberle avisado, pero no tiene teléfono.
El no contestó, sino que se quedó mirándola fijamente, como si leyera algún mensaje en su interior.
—Ofelia me dijo dónde podía encontrarle —dijo Flip, comenzando a sentirse un poco nerviosa por la fijeza de su mirada.
—¿Quiere pasar? —preguntó él, abriendo la puerta.
Flip lo pensó un momento. Después se acordó de que en realidad tenía que entrar.
—Sí —contestó.
En el interior no había luz. Entrar allí viniendo de la luz del sol era como entrar en una cueva. Olía a extrañas hierbas y a perro sucio. En la penumbra pudo ver que en las paredes habían unos bancos sin tapizar, debajo de unas ventanas con cortinas oscuras. En uno de ellos pudo vislumbrar a una persona acostada, que apenas resultaba visible. Esta presencia inesperada la sorprendió, y sintió un estrechamiento repentino en la garganta. La figura se levantó y se movió hacia la luz que entraba por la puerta. Flip pudo ver que era un chico que vestía pantalones chinos y una camisa occidental abierta hasta la cintura. Tenía el pelo negro y rizado, y largo como el de una chica. Su cara sonreía relajada y hermosa como la de una madonna. Si las circunstancias fueran otras le hubiera gustado pintarle desnudo. El chico dejó la caravana balanceando las caderas y sin decir ni una palabra. Tampoco el viejo dijo nada. Flip se sentó antes de que se lo ofrecieran. Elfring hizo lo mismo.
—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó.
—Me gustaría que viniera a Roycewood, el lugar donde vivo —dijo Flip—. Han sucedido cosas tan extrañas, como un pez clavado con una flecha en el techo de una de las casas, y una mujer asesinada. Hay ruidos y cosas que se mueven, pero que no pueden ser vistas con claridad. Me gustaría oír lo que usted opina del asunto.
Flip se iba acostumbrando a la penumbra. Se había olvidado del muchacho y podía contemplar la cara del anciano. En aquel momento no expresaba nada. Al final habló.
—¿Sospecha que podrían ser fantasmas o espíritus?
—Sí —dijo Flip—. Algunos otros de los que viven allí no están de acuerdo. Mi marido, por ejemplo. Pero si alguien puede encontrar la respuesta, creo que es usted. Recuerdo lo que sintió en casa de Ofelia.
Había dicho que se abriría una puerta y se abrió por sí sola. Había dicho que encontrarían las iniciales del anterior propietario en una ventana en el ático de la casa y allí estaban, trazadas en el cristal. Había dicho que los ruidos de la escalera, las puertas abriéndose y cerrándose, los platos que se caían y las cisternas funcionando eran la manera en que se comunicaba el espíritu de aquel anterior propietario. Ofelia estaba encantada. Flip, impresionada.
—Usted vive en Roycewood —dijo Elfring entre las sombras—. Me gustaría ir allí.
Así de fácil. Flip sintió que la inundaba una oleada de cariño hacia el anciano. Se quedaron un momento en silencio hasta que ella decidió lo que debía decir a continuación. Oía las gallinas en el exterior y por la ventana podía ver al muchacho caminando con pasos de baile. En otras circunstancias le hubiera gustado bailar con él. El perro gemía a los pies de Elfring.
—¿Cuándo? —preguntó Flip.
—Ahora.
Después de tres vasos de vino, Sarah se sentía mejor. Ella tomaba un gratinado y Frank una tortilla. Él le había contestado sin rodeos que no había tenido mucha vida sexual desde hacía al menos un año, y ella confesó que ése era también su caso. Frank parecía incómodo y ella, en vez de confusa, se sentía triste. Hablar de sexo tampoco había sido una buena idea. Se echó hacia atrás, apartándose de él.
—No funciona, ¿verdad? —le preguntó.
Él parecía intranquilo.
—¿Qué quieres decir?
Parecía asustado.
De repente Sarah sintió mucho calor. Retiró la mirada.
—Se supone que debería ser brillante, sexy y perversa, pero no puedo —dijo—. Me siento como un espantajo.
El vino se le había subido a la cabeza y estaba a punto de llorar.
—Intenta pensar en chuletas de cerdo —le dijo—. Uno no puede sentirse mal pensando en chuletas de cerdo.
Ella se quedo atónita durante un momento, y después se dio cuenta de que bromeaba. Rió. Lo miró y él sonreía. Quería besarlo, estrecharlo. Le sonrió y cogió la mano por encima de la mesa, con lágrimas en los ojos que no podía evitar.
—¿Sabes lo que me gustaría hacer contigo? —le preguntó.
Frank no intentaba hacerse el listo, y le gustaba por eso.
—¿Qué?
—Me gustaría hacer cosas maravillosas contigo —le dijo—. Me gustaría volver atrás en el tiempo contigo, para poder bañarnos desnudos en un arroyo cristalino. Me gustaría tocar el piano para ti, y tener el talento suficiente para poder escribirte una sonata. Me gustaría prepararte copos de maíz. Me gustaría hacer el amor contigo en la cima de una montaña. Me gustaría mirarte sin que me entraran ganas de llorar.
Frank también había bebido tres vasos de vino y ahora apretaba las manos de ella entre las suyas.
—¿Has hecho eso? —le preguntó.
Ella no contestó, pero no se sintió dolida.
—Sé que no lo has hecho —le dijo en un susurro, mirándola suavemente con sus brillantes ojos azules—. ¿De verdad tocas el piano?
Sarah no podía evitar que le afloraran las lágrimas.
—He tocado mucho estos últimos días —contestó—. Pienso en ti, y en que no estamos juntos, y toco sencillas canciones alegres con gran tristeza.
Frank seguía mirándola intensamente a los ojos. Soltó la mano derecha y la alzó para alcanzar una de las lágrimas de ella. Se la llevó a los labios, y después volvió a cogerle la mano.
—¿Qué tocas?
Ella le miraba fijamente. Estaba atónita por la dulzura de lo que acababa de hacer.
—Las sonatas —aventuró él.
Ella no podía decir nada.
—No puedo creerlo —dijo al fin—. No puedo creer que ha ocurrido.
Él apretó sus manos más fuerte.
—Estoy aquí —dijo.
A Sarah le temblaba todo el cuerpo. Casi no podía mover los labios.
—¿No podemos ir a alguna parte? ¿Ahora? —le preguntó, antes de perder del todo el control.
Ni Flip Royce ni Maurice Elfring dijeron una palabra durante los veinte minutos que duró el trayecto hasta Roycewood. Elfring tenía la vista clavada al frente, mirando a través del parabrisas del Ferrari. Su pelo blanco se movía con las corrientes de aire, apenas pestañeaba y nunca movía la cabeza a los lados, sólo a veces de arriba abajo, como si asintiera. Una vez que hubieron traspasado las puertas de Roycewood se volvió a Flip.
—Esto era un lugar indio —le dijo.
Flip estaba impresionada. Los sentidos de Elfring ya estaban trabajando. Siguió conduciendo por la carretera que llevaba a Tsuru-Kame, sintiéndose cada vez más impaciente. En una curva antes de llegar a la casa, Elfring le tocó en el brazo.
—Párese aquí.
Flip aparcó el coche a un lado del camino.
—Apague el motor —dijo Elfring.
Ella lo hizo.
—No haga ruido.
Obedeció.
—Tengo que salir —dijo Elfring después de un momento.
Abrió la puerta a tientas y al salir casi cayó sobre el césped junto a la carretera. Tenía el cuerpo rígido y la cara en tensión. Cogió a Flip por la mano sin decir una palabra, y comenzó a adentrarse en el bosque. No miraba dónde ponía los pies, pero sus movimientos eran limpios y seguros. Flip le seguía, muy atenta al camino, que le parecía difícil. A su lado, Elfring se movía como si flotara, con el sol dorado sobre su boina y su jersey negros.
Flip se dio cuenta de que Elfring había encontrado un sendero y que se iban adentrando en el bosque. A la derecha se oía el chapoteo del agua. De repente sintió una presión en el brazo y se percató de que Elfring se había detenido. Le miró y vio que estaba vuelto hacia la derecha, con la cabeza baja. Se quedó en silencio a su lado. Flip respiraba con dificultad. Miró en la misma dirección que Elfring. Había una roca plana de la que partía una ladera escarpada; entre las ramas podía verse un trocito de arroyo de cantos rodados verde grisáceo.
—Aquí murió una mujer —dijo Elfring—. Murió de una caída. La empujaron. Se golpeó en la cabeza y se rompió la columna. Al final su cabeza quedó bajo el agua.
«¿Sería aquél el lugar donde había muerto Nancy?», se preguntaba Flip. No había estado allí, pero sabía que estaba cerca del arroyo. Miró fijamente a Elfring. Él se sonrojó. Los pelos de su barba parecían de punta, y tenía la mirada perdida.
—Había indios aquí —dijo—. Siento a los indios. —Cerró los ojos—. Hay algo más. Algo que no entiendo.
Después se volvió y comenzó a caminar de vuelta al coche. Flip le siguió.
Frank estaba todavía encima suyo. Sarah se deleitaba con su peso y su calor. Estaban en el apartamento de él; las sombras se dibujaban contra el sol de la tarde. Ella tenía los brazos en torno a su espalda y no quería que se moviera para poder retener aquel sentimiento de plenitud un momento más, un minuto más, para siempre. Él no se movía. No era como George que, como ella decía, simplemente «jodía y caía».
—Cuando estabas en la escuela —le dijo Frank al oído con voz suave y perezosa— ¿había un chico que siempre quería pellizcarte los pechos?
—Jeffrey Hertz —dijo Sarah.
—Si llevabas un jersey con cremallera, siempre intentaba bajártela.
—Era una falda. Una falda con cremallera en la cadera.
—Y había otro chico. Llevaba gafas y te miraba todo el rato, pero nunca se acercaba a hablar contigo.
—Jonathan no-sé-qué.
—Sí. Era alto, delgado y tenía una nuez que te hacía gracia.
—Bueno, era bajo y delgado.
—Mmmm —dijo Frank—. Creo que fuimos a la misma escuela.
—Creo que sí —le dijo Sarah al oído con disimulo. Ella nunca había ido a una escuela mixta. Pero ¿para qué recordarle las diferencias entre ellos?—. Debemos haber sido compañeros de clase.
—Tengo la sensación de conocerte desde siempre —dijo él—. Seguro que lo éramos.
Ella esperó un momento antes de decir algo.
—Siempre me sentiré como si acabara de conocerte.
Lo besó en la oreja y él ladeó el cuello. Su pene fláccido se salió y ella sintió cálidos arroyuelos sobre los muslos.
—¡Oh! —exclamó, fastidiada—. Se ha ido.
—Creo que te quiero —le dijo él.
Ella no contestó en seguida sino que se abrazó más fuerte, apoyando la barbilla en la curvatura de su hombro.
—¿Sabes cuándo creo que me enamoré de ti?
Él sonrió.
—Dímelo.
—Fue aquel día que fui a la comisaría —dijo ella—. La primera vez que te vi. No fue cuando retorciste el brazo de aquel hombre loco y le hiciste soltar la botella. Eso me asustó. Fue cuando le dijiste al otro policía que se arreglara el corte que se había hecho en el brazo.
—Si no lo hubiera hecho no podría cobrar en caso de que se le infectara —dijo Frank.
No se acordaba de haberlo hecho.
—No me importa —contestó Sarah—. Era más que eso. Eras tú. Decía algo de tu forma de ser.
Frank se quedó pensativo.
—Ten cuidado —advirtió.
—No —dijo ella—. Es más. Te llamo y vienes. Nadie ha hecho eso por mí jamás.
Él la besó. Ella se enderezó y puso todos sus sentimientos en los labios y la lengua.
Volvieron a hacer el amor. A ella le parecía que nunca tendría suficiente.
Y no quería volver a casa, ni a los chicos, ni a George, ni siquiera a Chrissie, que era todavía muy pequeña, ni desde luego a quienquiera que estuviera acechando por los bosques de Roycewood. Aquí estaba segura. Aquí tenía alguien con quien reír, esconderse, sentirse querida.
Se quedaría un poco más.
Trish Butler preparó té y lo llevó en una bandeja de plata con tazas, platitos, leche, azúcar y cucharillas a la terraza. Allí estaba Tom Norton, inquieto y despatarrado en una silla de hierro labrado esmaltada en blanco. Lo hizo ella misma en vez de pedírselo a la sirvienta, Sophie Hawkins, simplemente porque le gustaba. Además, Sophie se había metido otra vez en su habitación, como si se escondiera. Últimamente pasaba allí muchos ratos. En aquella parte de la terraza no daba el sol, y la sombra era verduzca. La bomba del filtro de la piscina zumbaba como ruido de fondo, tapando el sonido de los insectos.
Tom sonrió a Trish y se enderezó en su silla. Ella dejó la bandeja sobre la mesa blanca.
—¿Y las galletas? —preguntó él haciendo una mueca infantil, que resultaba especialmente efectiva en aquella cara pecosa rodeada de rizos rojizos.
—¿Quieres galletas? —le preguntó Trish con gracia.
—En realidad no —contestó Tom.
Trish se sentó y sirvió el té.
—Es demasiado caliente para el verano —dijo—, pero me gusta el té de la tarde. Si quieres puedes dejar que se enfríe.
—Tom daba nuevamente muestras de inquietud.
—¿Quieres leche y azúcar? —le preguntó Trish—. Me he quedado sin limones, pero de todos modos me parece que arruina el color del té.
—Así está bien —dijo Tom—. Sólo quiero azúcar.
—¿Te lo sirvo?
—Sí, así está bien. —De repente parecía más nervioso que nunca, sus ojos grises iban de un lado a otro y al final se inclinó hacia Trish—. Quería hacerte unas preguntas respecto a Sophie.
Su voz no era más que un murmullo.
—¿Qué quieres decir?
Los ojos de Tom seguían mirando a todas partes.
—Se trata de todo lo que está pasando —dijo—. Ella es de donde hacen todas esas cosas vudú y me preguntaba si tú sabrías algo.
A Trish no se le había pasado por la cabeza sospechar de Sophie. Era tan religiosa. Trish estaba sorprendida.
—Lleva diez años con nosotros —dijo—. Es tranquila y nunca crea problemas.
—¿Nada de vudú? ¿Nada de cantos y esas cosas?
Trish estaba sorprendida.
—No —dijo—. Creo que te preocupas por nada. Acude a una iglesia local en sus noches libres, pero no es más que una iglesia, estoy segura.
Tom seguía revolviéndose en la silla, evitando los ojos de Trish y mirando a todas partes como si Sophie les estuviera espiando.
—No sé —dijo él.
Ni siquiera había probado el té, y parecía muy nervioso.
Trish sabía que debía tener más que decir, pero que no se atrevía. ¿Debía empujarle a soltarlo o a que se lo guardara? Desde luego se trataba de pensamientos extraños.
—¿Querías hablar de alguna otra cosa? —le preguntó.
Él la miró.
—Tú eres tan buena —dijo—. No quiero abusar.
—Adelante. A mí me caes bien, Tom.
Él sentía que así era. Le reconfortaban su sonrisa y las insinuaciones de su cuerpo.
—No sé qué es lo que me pasa —dijo.
Sonaba trivial, pero él lo decía de verdad.
—Has sufrido un gran golpe —comentó Trish—. Siempre me he preguntado si la gente que supera los golpes sin problemas tiene en realidad sentimientos.
—Pero tampoco estaba bien antes de esto. Sentía que tenía mi trabajo gracias a Nancy, y supongo que ni siquiera le hacía mucho caso. Andaba por ahí de juerga y ligando, y nada me importaba un comino.
—¿Has pensado en ver a un médico?
—Supongo que ése es uno de los problemas. Supongo que si me curo ya no tendré excusas, y parece que quiero seguir así.
—¿Cómo es así? —preguntó ella con cuidado.
—Alocado —contestó él—. Hago las cosas más extrañas, cosas de las que me avergüenzo.
—Y crees que te estás castigando —dijo ella con voz amable—. Te sientes culpable.
—Totalmente cierto —dijo Tom. Empezó a llorar, escondiendo la cabeza entre las manos—. A lo mejor es eso lo que tengo que hacer. A lo mejor tengo que hacerme daño hasta que sienta que es mejor parar.
Trish observó cómo le temblaban los hombros, cómo las lágrimas rodaban entre sus dedos. De repente se preguntó si no sería todo una actuación, una farsa. Más lágrimas. Las lágrimas la hacían sospechar. Se reprendió a sí misma por pensar aquello, pero la sospecha seguía allí.
—Vale ya —dijo de repente. Su voz ya no sonaba amable—. Vete a un psiquiatra. Haz algo. Bebes demasiado. No estás muerto.
Tom seguía llorando. Trish lo miraba. Poco a poco se fue compadeciendo. Se inclinó y le tocó en la pierna. Él apartó las manos de los ojos, se echó hacia delante y hundió su cara húmeda y enrojecida contra su cuello. Ella lo abrazó y meció.
Flip Royce y Maurice Elfring daban vueltas por los jardines de Tsuru-Kame. Ella iba tras él, atenta a cada movimiento de su cuerpo. Elfring parecía en trance, del que salía de vez en cuando para detenerse, levantar la mano, subir o bajar la cabeza, temblar, mover los labios o dar una vuelta en círculo, de modo que sus ojos pasaban sobre ella pero no parecían verla. Cuando llegaron al lado de una piedra con inscripciones se sentó en la hierba, con las piernas cruzadas como un indio, la cara alzada hacia el sol y los ojos cerrados. El viento se movía entre los árboles, golpeando las hojas. Era el único sonido que se oía. Flip sentía los rayos de sol sobre su cuerpo y el cálido viento rozándole la nuca. También ella cerró los ojos.
—El espíritu del lugar es confuso —dijo Elfring con voz suave y monótona. Flip no abrió los ojos—. Siento criaturas deslizándose por el bosque. Querría decir siento gente, pero tengo que decir criaturas. No puedo decir si lo que percibo pertenece al ahora o al pasado, si lo que veo ocurrió la semana pasada o hace 200 años. Veo cuerpos desnudos entre la maleza. Los veo al atardecer y por la noche. Ellos no desean ser vistos. Son tan esquivos como espíritus. A lo mejor son espíritus. Son maliciosos, a los mejor son perversos. Es confuso. No puedo decirlo. Siento algo relacionado con sangre y una tribu o una familia. Siento secretos en los que no puedo penetrar. Siento una locura que no puedo entender.
Elfring se quedó callado. Flip mantuvo los ojos cerrados durante un momento, después los abrió y se encontró con los de él, que la miraban.
—Siento que también usted se encuentra confusa —le dijo—. ¿Por qué siento bebés? ¿Está embarazada? ¿Tiene un bebé?
Flip parpadeaba para contrarrestar el efecto de la luz del sol.
—Me gustaría tener uno —dijo—. Pero creo que me estoy volviendo demasiado vieja.
Elfring se quedó mirándola fijamente con ojos inexpresivos, como si estuviera mirando a alguien tras ella.
—Siento bebés —repitió.
Sarah se cambió cuando volvió a casa, pero se quedó con las mismas bragas, disfrutando del recuerdo que le traía aquel calor húmedo entre las piernas.
Los chicos estaban en casa. Como la cena no estaría hasta las siete y media, les preparó un tentempié, una tostada con queso y un vaso de leche con cacao. Sarah sabía que seguía sonriendo. Tampoco pretendía evitarlo.
Los chicos dejaron la casa y ella fue a ver qué estaba preparando para la cena la señora Hooper: un asado con patatas y zanahorias. Era el plato favorito de George, incluso para un día de verano. Sintió ganas de hacer un postre especial, pero no se le ocurría nada. En su lugar se puso a leer una revista.
George volvió a casa a eso de las seis y media. Ella le dio un beso junto a la puerta.
—¿Qué tal tu día? —preguntó él.
—Bien —contestó ella.
George dejó la habitación y no volvió a verle hasta la cena. Si sospechaba algo, no daba muestras de ello. Ella sonrió para sus adentros y pensó en Frank.
Tom tenía que marcharse. No era tarde, pero tenía los nervios a flor de piel, no podía parar, era incapaz de soportar pensar más en Terri Seltzer. Dejó pronto a Trish Butler, después de haber llorado lo suficiente como para dejarle un buen rastro de lágrimas en la blusa. Pensó que se sentía mejor, pero cuando entró en casa diez minutos más tarde y oyó al niño gritando se dio cuenta de que tenía que marcharse. Dejárselo a la señora Robbins. Llamó a Terri a la oficina y la encontró allí. Estaba contenta de oírle. «Ven a mi casa», le había dicho. «Fumaremos un poco, algo de vino y unos jueguecitos, y a ver qué tal».
Llegó media hora más tarde. Tenía un piso en las torres de Society Hill, y el portero ya conocía a Tom. Terri estaba sonriendo en el sofá estampado que había frente al ventanal que daba al río. Sobre la mesa de cristal había una colección de drogas como nunca había visto antes. Le explicó que se trataba de su última entrega. «Una pequeña verde, una roja, una dorada, Coca-Cola, marcha y ¡tiempo de orgía!».
Se tragaron algunas pastillas con Tiger Rose («esta porquería seca me deja sin saliva», decía ella), y liaron tres porros cada uno mientras Led Zeppelin inundaba la habitación.
Después Terri se desnudó, como siempre, y lo desnudó a él, y comenzaron tres horas de lo que parecía ser una exhibición de contorsionismo oral, vaginal y anal por toda la habitación («házmelo en la boca», le había pedido ella. «Y ahora en el culo…»). Había sido estupendo, sexo pleno, explorando todas las posibilidades hasta que al final se dejaron caer en la cama de cojines de colores, algo indispuestos. Después Tom preparó tres porros más, y ahora no podía pararse quieto.
Se sentía despierto y nervioso. Miró al reloj sobre la mesilla. Las diez treinta y cinco de la noche. A través de las ventanas sin cortinas podía ver el brillo mortecino de las luces de New Jersey al otro lado del río. Ella estaba ida, con el pelo negro y rizado extendido sobre la cama como si hubiera sufrido una descarga eléctrica: la boca abierta en una sonrisa, los párpados semiabiertos, dejando ver el blanco de los ojos, y perdida todavía en alguna fantasía erótica. Sus pechos rígidos y sus muslos abiertos ya no le interesaban. Cuando él se levantó musitó algo como «jódeme más fuerte», pero al parecer no dejó el sueño en el que se hallaba sumida.
Mientras se vestía, Tom se sentía muy poderoso. Pero se percató de que sus movimientos eran muy lentos, muy deliberados. Quería volver a espiar pero no era la noche adecuada para seguir a Sophie Hawkins. Ya decidiría cuando llegara a Roycewood, pensó, mientras cerraba suavemente la puerta del apartamento de Terri.
El enclave rezumaba el encanto de una noche de amor. La luna llena rodaba sobre los árboles, y el aire pesaba, inmóvil y caliente. En la distancia se veían nubes de tormenta que dejaban salir apagados murmullos de trueno. Tom tocó el claxon al cruzar la barrera y se dirigió a su casa.
Aparcó y se encaminó al bosque. No sería Sophie Hawkins aquella vez. Sería otra cosa.
Se deslizó bajo una verja de alambre y siguió un sendero que, iluminado por la luna, conducía a los edificios de piedra de la granja. Cuando llegaba al patio de gravilla oyó los truenos y se dio cuenta de que las nubes tormentosas estaban tapando la luna llena. Entre los estallidos de los truenos podía oír las vacas mugiendo, los caballos meneando los labios y los gansos graznando en la distancia, pero no a él.
No sabía por qué estaba allí, pero algo le había arrastrado a través de la noche y se sentía como un presciente místico, ya no estaba nervioso, sino llevado en una borrachera, arrastrado hacia algo. En la vaquería había luces y se oía música, y Tom se dirigió hacia allí como atraído a un baile de verano o una tierra de sueño junto a un lago, en la que jóvenes con pocas ropas se abrazaban y balanceaban, murmurando, besándose.
Se quedó en pie junto a la puerta que daba acceso a la vaquería y miró al interior. A su alrededor las enormes gotas de lluvia se estrellaban contra las piedras y empezaban a calarle las ropas. Hubo un relámpago y un trueno; la luz se hundió momentáneamente en la vaquería, después se hizo más brillante. Un movimiento: Tom se quedó paralizado, dándose cuenta de repente que había visto algo que no sabía que estaba ocurriendo, era como tener delante una roca un poco particular, que explotara para ti y se convirtiera de manera mágica y repentina en un conejo o un gallo que salía corriendo.
Pero esta aparición no explotó y salió corriendo. Seguía delante de Tom, que podía verla a través de la lluvia furiosa, los golpes de granizo y una barrera de rayos y truenos, empujado por un viento tan fuerte que le parecía que le tiraría al suelo y levantaría el techo de la vaquería, que de repente crujía. Pero aun así podía ver a un hombre alto, vestido de marrón. Su cara estaba alzada y su boca contorsionada por el dolor o el placer, lanzando gruñidos que se le escapaban entre los dientes como sollozos. Tenía los ojos fuertemente cerrados, y el cuerpo le temblaba de manera convulsiva: un hombre consumido por la pasión, la tortura, la epilepsia o el orgasmo. El brazo derecho se hundía hasta el hombro en la abertura trasera de una vaca, hasta salir para dejar ver un guante de polietileno cubierto de baba. El hombre, era imposible, pero no había duda, era el doctor Royce. Su pelo de plata bailaba en el viento que atravesaba silbando la vaquería.