9

Los observadores

1

El doctor Benjamin Royce tenía una pequeña irritación blanquecina en el rabillo del ojo. Era curioso, porque además ofrecía el aspecto de quien no ha dormido en toda la noche. Suzy Mancius se iba percatando de ello mientras su tío se inclinaba sobre su vientre, escuchando los latidos del corazón del bebé mediante su fetoscopio. No la miraba a ella, sino más bien hacia un lado, en actitud concentrada. Suzy no podía dejar de pensar en aquel bultito que veía tan claramente, como un insecto blanco que se le hubiera posado en el rabillo del ojo.

—Tío Benjamin —le dijo ella, con voz seria—, pareces cansado. ¿Qué has estado haciendo esta noche?

Él no la miró, sino que siguió con la vista clavada en algún otro lugar mientras iba moviendo el extremo cónico del fetoscopio de un lado a otro. Pero Suzy sabía que la había oído: se percató de que sus músculos se tensaron y se mantuvieron rígidos durante un momento.

—¿Eh? ¿Qué has estado haciendo? —le preguntó de nuevo, sonriendo.

—Shhh —dijo él—. Estoy intentando oír lo que nos dice tu niño.

—Así que sí —dijo ella, sin hacerle caso—. Estuviste por ahí con los libertinos. Lo sé.

—Shhh —repitió él—. ¿Libertinos? ¡Qué cosas!

Había estado fuera toda la noche. Lo sabía. ¡Y a su edad! ¡Increíble! ¿Dónde habría estado?

Finalmente el doctor Royce retiró el fetoscopio y la miró sonriendo.

—¿Has comido col? —le preguntó—. Tienes tanto movimiento ahí dentro que es difícil oír nada más.

—¿Podrías oír el latido del corazón tan pronto?

Sólo estaba de cuatro meses, y se le notaba, pero no mucho.

—Tú has sentido algún movimiento, ¿no es así?

—Creo que sí.

—Pues yo creo que oigo los latidos. Muy bien.

El doctor Royce sacó una cinta métrica del bolsillo de la chaqueta y comenzó a medir la distancia de las junturas del muslo a las costillas, primero en el lado izquierdo y después en el derecho.

—¿Cómo va tu vida sexual?

—De miedo —contestó ella—. ¿Y la tuya?

Él soltó una risita.

—Bueno, ninguno de los dos tenemos que preocuparnos por quedarnos embarazadas.

Ella rió.

—¿Cuántas veces has usado ese chiste?

El doctor hizo algunas anotaciones en el parte médico.

—7.802 —replicó—. No todo el mundo se ríe.

Le apartó la sábana de las piernas y le palpó rodillas y pantorrillas. Sus manos eran cálidas y secas.

—¿Has notado alguna hinchazón?

—Los pechos —dijo ella—. Van a volver locos a mi marido y al lechero.

—Muy bien. ¿Tomas tus vitaminas?

—Sí. Y ya le he entregado a Ann la botellita con la orina. ¿Me vas a tomar la presión?

Él sonrió.

—Desde luego —dijo—. Pero primero quiero sentir tu vientre. Es irresistible.

—Entonces me subirá la presión sanguínea. Soy muy sensible.

Le miró y parpadeó. Su tío. Era algo seguro.

—Eso parece —dijo él con sequedad.

El doctor Royce la palpó aquí y allá durante unos minutos; suponía que notando algunas cosas. Después de todo, no era muy sexy. Claro que no.

—Bueno —dijo ella—, ¿está de cabeza, o qué?

—Parece que está pacíficamente dormido con el pulgar en la boca. ¿Pero por qué hablamos de «él»?

—Bueno, es más fácil, ¿no?

—Si quieres, podremos saberlo dentro de poco.

—Me gustaría llevarme la sorpresa.

Cuando tío Benjamin le envolvía el brazo para tomarle la presión, Suzy se decidió a hablarle.

—¿Podemos comentar lo que está pasando en Roycewood?

—¿Por qué, estás pensando en volver a casa? ¿Vas a completar al fin el círculo familiar? —le preguntó, al parecer sin demasiadas esperanzas.

Suzy no contestó y después de un prolongado silencio continuó con su pregunta.

—Creo que todo el mundo está asustado —dijo—. Sabes que le han pedido ayuda a Victor para averiguar si hay algún intruso.

El doctor Royce suspiró.

—Lo sé —dijo—. George Caley me lo ha dicho. Y los vi en los recintos de la granja.

—Vale. El bueno de George, siempre en todo. Por cierto, parece que alguien ha saltado el muro, pero supongo que no prueba nada.

—Quizá no —dijo el doctor Royce, hinchando la almohadilla con una mano y ajustándose el estetoscopio con la otra—. Si se trata de alguien haciendo travesuras, es sin duda alguien de fuera. Con el tiempo parará.

De repente Suzy se dio cuenta de que o bien el tío Benjamin no se daba cuenta de la naturaleza y extensión de las «travesuras», o bien le estaba restando importancia de manera deliberada. Ella no se había esperado aquello. El terror frío que había sentido en Roycewood y por la noche todavía la hacían estremecerse, y la preocupaban.

—¿No crees que son algo más que «travesuras»? —le preguntó con cautela.

¿Sería sólo su imaginación?

El doctor Royce calló mientras dejaba salir el aire de la almohadilla, observaba la columna del esfigmómetro y le tomaba el pulso, que ella sabía le había subido de repente.

—No —dijo mientras hacía sus anotaciones—. Los niños tienen amigos, y probablemente también enemigos. Y también los adultos, también todos nosotros. Cosas así pueden ocurrir.

—¿Y qué hay de Nancy y Chrissie? ¿No crees que eran cosas serias?

Estaba sorprendida, y sabía que su entrecejo fruncido y su voz temblorosa daban muestra de ello. ¿Debería decirle lo que ella había sentido? ¿Lo asustada que estaba de volver a Roycewood, incluso para visitar a su hermana?

El doctor Royce la miró de manera directa. Le dio unos golpecitos en la espalda, como si fuera una niña.

—Lo de Nancy fue un accidente, estoy seguro —dijo—. O algo peor, quizá saltó al barranco. La idea me aborrece tanto como a ti, pero ¿qué más podemos pensar? No puedo explicar lo de Chrissie ni nada de lo demás, pero parece como una broma, y no ha habido daños.

Suzy no podía creérselo. Sentía que se estaba enfadando. ¿Cómo iba a decirle nada? Simplemente lo desecharía, haciéndola sentirse tonta y pequeña.

—Tío Benjamin —le dijo—, si llegara a ocurrir algo peor no creo que fueras capaz de perdonarte. Y creo que tampoco yo te perdonaría.

Él le colocó la mano en el abdomen y la movió dulcemente en círculo. La miró a los ojos y ella sintió que su mirada era límpida, pero no realmente cálida.

—No ocurrirá nada —dijo.

—Tío Benjamin —saltó Suzy, ya completamente enfadada—, tienes algo horrible en el rabillo del ojo.

Había cosas que debía averiguar sobre él. Su propio tío. Cosas que no podía preguntarle porque él escaparía a la verdad, seguro.

2

Victor Mancius empezaba a pensar que todo aquel montaje era un poco ridículo. Había llegado a Roycewood a la hora convenida y allí había encontrado a George Caley, instruyendo a sus scouts como un general y enviándolos a hacer excursiones de reconocimiento por el bosque: pero nunca veían nada. Quienquiera que hubiera saltado el muro, si es que alguien lo había hecho, no se dejaría ver durante algún tiempo. Era mejor hablar con la gente. Vamos a ver, ¿quién podría haber estado por ahí y visto de casualidad algo anormal? Los contratados. Los niños. Victor se separó del grupo sin que los demás lo notaran.

Klaus y Dieter Richter vivían en la vieja cabaña de los carromatos, cerca de la casa señorial. Hacía tiempo que la cabaña había sido convertida en garaje y talleres, además de viviendas en la planta superior. Victor caminó hasta allí, entró en el patio de gravilla y pudo oír el chirrido producido por el acero sobre hierro o piedra, procedente de una de las puertas abiertas. Entró y encontró a uno de los ancianos. Vestía ropas de trabajo color caqui y estaba sentado frente a una rueda de afilador, llevando adelante y atrás la cuchilla de un machete. Antes de hablar, Victor se colocó frente al hombre, para no sorprenderle. El anciano levantó la vista, brillantes los ojos azules, y se pasó la mano por el bigote, sonriendo.

Victor le devolvió la sonrisa.

—Hola —dijo—. ¿Es usted Klaus?

El viejo detuvo la rueda con sus manos regordetas.

Ja —dijo—. Hola.

—Soy Victor Mancius. ¿Podría hablar con usted un momento?

El hombre asintió, sonriendo todavía y dejando el machete sobre los muslos.

—Supongo que se ha enterado de los extraños acontecimientos que han tenido lugar por aquí.

El anciano asintió de nuevo.

—Sí —dijo con su voz de soldado.

—Me preguntaba si usted o su hermano podrían haber visto algo anormal.

Klaus le miró directamente a los ojos y se quedó sin decir nada quizás unos 20 segundos.

—Los niños están por todas partes.

—¿Los niños que viven aquí?

Ja. Y a veces sus amigos. Corriendo todo el día por el bosque, como indios.

—Quiere decir que juegan en el bosque.

—Juegan. Ja. Cortan los árboles, construyen fuertes.

—¿Algo más?

Ja. Juegan a las guerras. Vaqueros, marcianos.

—¿Ha visto a algún extraño, que no debiera andar por aquí?

Klaus no entendía.

—¿Qué quiere decir, señor?

—Quiero decir si ha visto algún intruso, gente que no vive aquí, merodeando o saltando el muro o algo así.

Nein. Si veo algo se lo digo al guarda o al doctor Royce.

Victor podía ver que no mentía.

—¿Seguirá vigilando? —le preguntó.

—Claro —contestó Klaus—. Si veo algo, lo digo.

3

En el comedor de Manor House, el doctor Benjamin Royce se topó con su bisabuelo, que estaba sacándole brillo a la plata Syng. El hombre, que había muerto con sólo 50 años, tenía buen aspecto, y el doctor Royce pensó que no parecía mayor de lo que él mismo aparentaba ahora. El viejo doctor se dio la vuelta con una pieza de plata en la mano.

—Benjamin, hay que sacarle brillo a la plata de manera regular.

—¿Dónde está el padre?

Y allí estaba su padre, sentado a la mesa, comiendo.

—Hola, Benji —le dijo su padre, llevándose un extraño trozo de carne a la boca pero sin comérselo al fin—. ¿Cómo se encuentra hoy mi hombrecito?

—¿Dónde está el abuelo? —preguntó Benjamin, sintiendo un temor repentino—. Nadie dice dónde está.

Benjamin sintió los ojos muy azules de sus antepasados sobre él, mirándole de manera inexpresiva. Su bisabuelo sacaba brillo a la plata en silencio, mientras que su padre continuaba comiendo y no contestaba.

Benjamin se echó a gritar, temblando como un niño.

—¡Papá, pareces el bisabuelo! ¡Tienes todo el pelo blanco! ¿Dónde está el abuelo?

—Todos nos hacemos viejos —le dijo su padre mientras masticaba la carne.

—¡Pero no quiero que te mueras! ¡No soy tan viejo como para que mueras! ¿Ha muerto el abuelo?

Su padre sonrió mientras seguía masticando. El jugo rosáceo de la carne le caía por las comisuras de los labios. Benjamin se lanzó corriendo hacia él, con los brazos extendidos.

El doctor Royce se despertó, sintiendo el sudor en la parte de atrás del cuello. Respiraba de manera pesada y tensa, como si estuviera a punto de gritar. Miró el reloj de la mesilla y vio que sólo eran las ocho de la tarde.

El sol dorado enmarcaba los bordes de las cortinas de damasco. La falta de sueño debida a su búsqueda de la noche anterior le había hecho caer a las cuatro de la tarde. Había dormido desde entonces. Y había soñado. Y no quería pensar en la búsqueda de la noche anterior, ni en los problemas de Roycewood, ni en el mundo, que parecía hundirse a su alrededor.

En vez de eso pensó en su sueño. Recordaba a su abuelo con tristeza y amor. No quería alterar la intensidad del sueño, pero éste le asustaba: los tres ancianos, él mismo incluido, aunque hablaba como un niño; los hombres Royce; la obligación que tenía hacia ellos, hacia la familia y el lugar.

No podía volverse a dormir. Se levantó y se puso la bata y las zapatillas. Salió al pasillo y bajó las escaleras, atando y desatando una y otra vez el cinto de la bata. Sentía que la casa y su gente, los vivos y los muertos, le presionaban, sin dejar descanso a su mente.

Oyó el teléfono y se sintió aliviado. Corrió a contestarlo.

—Ha desaparecido otra vez —dijo la voz, de la misma manera que lo había hecho la noche anterior.

De repente tuvo la sensación de que sus problemas, y las llamadas urgentes que lo urgían a resolverlos, no terminarían jamás.

4

Victor Mancius encontró a los chicos en el bosque. Dos de ellos estaban cavando un agujero al lado del arroyo, utilizando palas de jardín, y un tercero permanecía sentado en una roca que estaba sobre ellos, con los brazos en torno a las espinillas y el mentón apoyado en las rodillas.

—Hola —dijo Victor—. ¿Qué es lo que ocurre?

Los chicos debieron reconocerle, porque no parecían asustados, sólo un poco suspicaces. Los dos que estaban cavando parecían casi gemelos, rubios y de ojos azules. El que permanecía sentado era un poco mayor, pero sin duda pariente de los otros. Lo reconoció, era Chip Caley, el mayor de los hijos de George. Los otros dos debían ser los Butler, pero no sabía cómo se llamaban.

—Estamos cavando una fosa —dijo uno de ellos.

Primero Victor creyó que había dicho «tumba» y se quedó paralizado. Después entendió. Vio que no avanzaban mucho. Habían empezado a cavar debajo de la roca en la que estaba sentado Chip Caley, y bajo la superficie aparecían piedras y raíces entrelazadas.

—No parece fácil —dijo Victor.

—Estate seguro de que estos chicos pueden hacerlo —dijo Chip Caley.

—Será una cueva india —dijo uno de los Butler—. La prepararemos y usaremos como un escondrijo.

Victor recordaba sus propios intentos de construir lugares secretos del mismo estilo, aunque la mayoría no habían salido bien.

—Cuando sea lo suficientemente profundo debéis reforzarlo con tablas —les dijo—. Si no se derrumbará.

—Ya lo teníamos planeado —dijo uno de los Butler.

—Victor prefirió no preguntarles cómo sería. Sospechaba que pronto abandonarían el proyecto.

—Sabéis que andamos buscando gente que se haya colado aquí —les dijo—. ¿No habréis visto nada?

Los Butler se miraron y después introdujeron otra vez las palas en el agujero, golpeando piedras.

—Nooo —respondieron, casi al unísono.

—¿Y tú, Chip?

Los sombríos ojos azul oscuro del muchacho le lanzaron una mirada nítida. En un primer momento Victor pensó que era una mirada hostil, pero después decidió que no era así.

—No he visto a nadie excepto los de aquí —dijo Chip—. Ya me lo ha preguntado mi padre.

Victor se quedó en silencio durante unos segundos.

—¿Saltáis alguna vez el muro para entrar o salir de aquí?

Los Butler volvieron a mirarse, y después apartaron la vista hacia otro lado. También Chip Caley miró en otra dirección. Ninguno contestaba.

—Escuchad —dijo Victor—. No intento meteros en problemas. Pero sé que alguien ha saltado el muro. Si sois vosotros, de acuerdo, no hay problema. Pero si se trata de alguien de fuera y no sois vosotros, entonces tengo que saberlo. ¿Entendéis lo que quiero decir?

Los chicos no le miraban.

—Lo hacemos a veces —dijo Chip al fin.

Victor se tranquilizó.

—Yo también lo haría si viviera aquí —les dijo—. ¿Algunos de vuestros amigos entran aquí de la misma manera?

—A veces —contestó Chip. Parecía totalmente indiferente. Seguía sin mirar directamente a Victor, pero al final lo hizo—. No se lo dirás a papá, ¿verdad?

—Tengo que hacerlo —dijo Victor—. Pero no creo que os riña. Tiene que saberlo para no cazaros como si fuerais intrusos.

—¿Quieres decir que dispararían? —preguntó uno de los Butler, abriendo mucho los ojos.

Victor sonrió.

—Nadie tiene armas —dijo—. Lo que quiero decir es que no queremos perseguiros a vosotros cuando estamos buscando a otra persona.

—¿De veras crees que hay ladrones entrando aquí? —preguntó uno de los Butler.

—No lo sé —dijo Victor—. Tenéis que mantener los ojos bien abiertos.

Los chicos le miraron con sus ojos azules, como si les hubiera advertido que mantuvieran sus ojos alerta sobre él, como si él fuera su enemigo. De repente se sintió él extraño allí. Se dio cuenta de que a sus ojos lo era. Se sentía incómodo. Saludó levantando la mano.

—Que os divirtáis —dijo, y se dio la vuelta, sabiendo que seguían vigilándole.

5

Suzy estaba furiosa y no era capaz de dormir: estaba enojada con su tío Benjamin por su estúpida confianza en sí mismo, que a ella le parecía una imbécil ceguera; enojada consigo misma por su incapacidad de expresar sus temores, romper las eternas barreras del «respeto a los mayores», y hacerle entender su miedo y sus preocupaciones. Se sentía frustrada, avergonzada e insegura. Ni siquiera había hablado todavía con Victor sobre el tema. Tenía que solucionar aquello.

Suzy se había ido a la cama con Victor, pero no hacía más que dar vueltas, no encontraba la posición adecuada ni hallaba la manera de colocar los brazos y las piernas. Se levantó cuando él ya dormía y comenzó a caminar por la casa a oscuras. Finalmente se sentó en la silla de piel del estudio de Victor, golpeando con los dedos las tachuelas de metal que sujetaban el cuero. Se dio cuenta de que le gustaba contemplar los remos chapados en oro que Victor había recibido por sus logros, las dos medallas olímpicas de oro en sus cajitas de madera y cristal y los trofeos y placas que llenaban aquella habitación masculina.

Masculina, pensó. Por mucho que se dijera, había una diferencia. Los hombres y las mujeres no eran sólo aspectos diferentes de la misma especie, sino que pertenecían a especies totalmente distintas. Había hombres como su marido, Victor, que la respetaba y la dejaba hacer, pero que le resultaba en esencia ajeno simplemente porque sus procesos de pensamiento funcionaban de manera diferente. Había también hombres como el marido de su hermana, George, que eran toros insensibles e incapaces de consideración alguna, porque sus cuerpos y sus mentes funcionaban de otra manera que los de las mujeres pero ellos no tenían ni la más mínima idea de ello. Siempre se enfadaban porque esperaban que las mujeres actuaran y pensaran como hombres, y simplemente no era así. Y había hombres como su tío Benjamin, que reconocía que las mujeres eran diferentes, y las apreciaba, pero considerándolas inferiores de la manera en que un padre contempla a sus hijos, como personas no totalmente humanas o maduras, personas a las que no hay que tomarse en serio sino proteger, tranquilizar y manipular con amabilidad e ignorar en el plano intelectual.

Suzy podía entender todo esto, ¿pero cómo iba a hacérselo entender a los hombres que le importaban? Ellos lo negarían. La harían sentirse culpable por estar creando problemas (y en el caso de Victor sería ciertamente crear problemas innecesarios, y ella no quería eso). Era George Caley el que necesitaba que lo molestaran un poco. Y su tío Benjamin. Estaba segura de que su cerrazón para escuchar a los demás los pondría a todos en peligro.

Se maldijo una vez más por no haber sido más dura con él. Pero sabía cómo reaccionaría él. Intentaría tranquilizarla con sus tópicos de siempre, querría despejar sus temores con su confianza paternal y divina. Y en su interior pensaría que se trataba de «estado ansioso de primeriza» o «paranoia prenatal». Odiaba el tono clínico sabelotodo con que los médicos solían dejar de lado los problemas reales, como si con categorizarlos y darles nombre ya estuviera resuelta la enfermedad. Cortedad. Ceguera. Egoísmo. Dale nombre y el problema desaparecerá.

Por otra parte, era verdad que estaba embarazada. Y había leído que era normal padecer temores incontrolados, dependencias asustadoras, alegrías y miedos inexplicados, nerviosismos acentuados por el aislamiento, preocupaciones y alucinaciones nocturnas, cambios de actitud incontrolados frente al marido, los parientes, los amigos, el médico, hasta el bebé mismo, o incluso hasta el cuerpo, la mente y el alma propios. ¿Qué era lo que ocurría ahora? ¿Es que su cuerpo y su mente reaccionaban contra el objeto extraño, el invasor, el amado parásito que crecía en su interior? ¿Acaso el hecho de estar embarazada había hecho estallar su sistema inmunológico? Era por eso por lo que las mujeres vomitaban al principio del embarazo, de ahí los bruscos cambios de temperatura, los mareos, los sueños y fantasías, las pesadillas y alucinaciones, las alegrías exultantes, los comportamientos extraños y la hostilidad, las buenas rachas y las depresiones.

A veces tenía miedo de perder el bebé, de morir antes de que naciera, de que tuviera algún defecto físico; temía perder su identidad, o salir tan deformada del embarazo y la cría que nadie la reconociera, nadie la quisiera; la asustaba cambiar, o perder su libertad, o que alguien le robara el niño. Premoniciones. Manos y pies helados.

Suzy intentaba sopesar las posibilidades y los hechos, para lograr algún tipo de verdad, algo en lo que poder basarse. Podía haberse imaginado que alguien la hubiera acechado en Roycewood, resuelto a hacerle daño. Pero podía ser verdad. Podía haber imaginado que alguien o algo la perseguía todavía. Pero a lo mejor era verdad. No lo sabía, no lo sabía. Y nadie podía ayudarla. Sólo experimentando podría aclararse todo.

Roycewood le daba miedo. La noche anterior había rehusado acompañar a Victor. Se quedaba helada con sólo pensarlo. Pero también había sentido un fuerte deseo de ir, tan fuerte que pensó estar volviéndose loca. Y sabía que volvería a ir, y pronto, porque no podía soportar esta oscuridad, esta incertidumbre, este saber que ella y el niño estaban en peligro y ella no hacía nada para arreglarlo.

Se quedó en pie, haciendo planes. En la oscuridad del exterior de la casa se oían ruidos extraños que no podía explicar, como si el enemigo estuviera rodeando su casa, su mente, en cuyo filo había algo que debería saber, que debería recordar.