8

Los vigilantes

1

No habían planeado reunirse, pero aquí estaban. Chip y Doug, los hijos de los Caley, habían desaparecido después de la cena, y Christine dormía ya. Los Caley se encontraban inquietos, así que George preguntó a Sarah si le apetecía dar un paseo, y ella dijo que sí. Era una plácida tarde de junio y caminaban por la carretera que daba la vuelta a Roycewood. En otro tiempo se habrían cogido de la mano; ahora, George iba golpeando el asfalto con una rama muerta que había encontrado junto al camino y Sarah se entretenía haciendo girar los tréboles que constantemente se detenía a recoger.

Encontraron a Harvey y Trish Butler dando un paseo similar. Sus dos hijos, Harve y Billy, y su hija Pokey también habían salido, probablemente con los chicos de los Caley. Sin haberlo planeado, se detuvieron a visitar a Tom Horton, a quien encontraron en una silla de jardín en la parte de atrás de la casa, leyendo Playboy. Tom trajo algunas sillas más, abrió una botella de vino, y la reunión informal había comenzado, con George Caley presidiéndola.

George se dirigió a los otros en voz alta, para que todos le oyeran y se interrumpieran las conversaciones de pareja.

—Supongo que ya que estamos aquí los cinco deberíamos hablar sobre lo que está pasando.

Todos consintieron, pero ninguno hablaba.

—Flip y Paul deberían estar aquí. Y también el tío Benjamin —dijo Trish.

Su cálido rostro, enmarcado por los rizos de pelo castaño, daba muestras de preocupación.

George dejó de lado la indicación.

—No es una reunión oficial. Estamos aquí de casualidad.

—Pero no estamos excluyendo a los Royce —dijo Harvey—. ¿O sí? ¿Voy a llamarlos?

Harvey apenas se había recuperado del descubrimiento del gato muerto el día anterior. Tenía los ojos hundidos.

—Tampoco les estamos acusando —dijo George—. Llámalos si quieres.

—¿Qué hacemos, Harvey? —preguntó Trish a su marido.

Todavía tenía una expresión expectante, afectada.

Harvey parecía confuso.

—No es más que una visita casual —contestó, con la voz deshaciéndose a cada palabra.

Combatió su incomodidad ajustando el volumen del audífono. Trish le puso la mano sobre el brazo.

—De acuerdo —dijo George—. Vamos a ver, me parece que todo este asunto es algo más que un juego, pero que me maten si puedo entenderlo. No sé cómo os sentiréis vosotros, pero yo estoy más que nada irritado.

—Yo estoy asustada —dijo Sarah Caley.

Sus ojos turquesa lanzaron una mirada rápida y se retiraron.

George se volvió y la miró. Sabía que quería hacer que se callara, mirándola intensamente con sus ojos negros, pero Trish Butler intervino.

—Yo también estoy asustada. No sé si todas estas cosas tienen algo que ver con lo que les ocurrió a Nancy y a Christine, pero es posible, y me da miedo.

Sarah permaneció en silencio, con los ojos clavados en las manos y roja todavía por la mirada de George. Esperaba que los otros no se dieran cuenta.

—Yo creo que son seres sobrenaturales —dijo Trish Butler—, o algún otro tipo de brujería. Es todo lo que se ve en la TV y en el cine. Creo que la gente de fuera está celosa de nosotros, los de Roycewood, y alguien intenta asustarnos. Tengo miedo por los niños.

—¿Y qué hay de Nancy? —preguntó Sarah con dureza, levantando la vista y mirando hacia la cara pecosa de Tom Horton. Notó que él bajaba la cabeza y que las manos le temblaban—. Si hay alguien haciendo cosas, eso es un asesinato. Lo siento, Tom.

Tom Horton no contestó. Pensaba en Sophie Hawkins.

—No creo que tengan relación —dijo George en tono irritado, mirando a su esposa—. No creo que fuera un asesinato.

Sarah sabía que no lo creía. Se volvió hacia él, temblorosa.

—¿Y qué pasa con nuestra pequeña? —le preguntó.

George no pudo responder. Enrojeció y sus labios se tensaron. Sarah miró hacia otra parte.

—De acuerdo, es alguien —dijo Harvey. Sus ojos tenían un aire extraño—. Alguien que siempre vigila escondido en el bosque y sigue a la gente. Yo creo que alguien mató a Nancy. No pienso que fuera un accidente. Creo que alguien intenta matarnos a algunos más. Creo que viven en Mill House.

Harvey sintió miradas que se alzaban y clavaban en él. Los miró de manera furtiva y se dio cuenta de que pensaban que había perdido el juicio. Se hundió en la silla y juró que mantendría la boca cerrada. Trish le dio unos golpecitos en el brazo.

—Mmmm —dijo George Caley, apartando la vista del alicaído Harvey.

—Yo creo que es brujería —dijo Trish, para desviar la atención de su marido—. Alguien como esos Manson. —Pensó en su extravagante hermana, Flip, pero rechazó el pensamiento—. Alguien de fuera —continuó—. A nuestro alrededor tenemos todas esas comunas, con gente drogándose y haciendo encantamientos.

Tom Horton volvió a pensar en Sophie Hawkins y el gato despedazado en la piscina de los Butler, pero no dijo nada. Sophie era su sospecha privada, su demonio personal.

—Yo creo que deberíamos llamar a la policía —dijo Sarah.

Tenía mucho frío. Quería irse.

George la miró fijamente.

—Ya han estado por aquí —dijo.

—Necesitamos protección —insistió Sarah, mirándose las manos y dando vueltas a su alianza.

El pelo rubio le caía desordenado, tapándole la cara.

—¿Cómo podríamos estar más protegidos? —preguntó George.

Sarah retuvo una respuesta. Ya no podía aguantarlo más.

Se hizo el silencio. Sólo se oían los ruidos de los insectos. El sol dorado se posaba sobre las copas de los árboles.

—Todos conocéis a Victor Mancius —dijo George, apartando los ojos del rostro enrojecido e inclinado de Sarah. Introducía el nombre de George sobre todo por Tom, porque los otros ya sabían que estaba ayudando—. Hemos estado realizando un poco de inspección para saber si hay alguien que entra aquí de alguna manera, para pararle los pies. Si alguno de vosotros quiere ayudar, sería de agradecer. Estoy seguro de que es gente de fuera, y si todos mantenemos los ojos abiertos, podemos cogerlos. Creo que somos los únicos que realmente podemos hacerlo.

En el grupo se levantó cierto interés, un acercamiento a George que sólo excluía a Sarah.

—Me gustaría ayudar —dijo Tom Horton, y los otros asintieron.

—Confeccionaré un horario de vigilancia —dijo George—. E incluiré en él a Flip y Paul. Os llamaré mañana.

Después cogió a Sarah por el brazo, tirando casi de ella, y salieron. Los Butler les siguieron. El voluminoso cuerpo de Harvey iba arqueado, mientras Trish le sujetaba por el brazo, erguida.

2

George y Sarah volvieron caminando a The Vineyard, en silencio. Él iba preocupado y murmuraba algo para sus adentros. Ella no se atrevía a hablar. De repente, en medio de la reunión en el jardín de Tom Horton, se había dado cuenta de que detestaba a su marido, de que no había nada en él que pudiera admirar, que ni siquiera podía mirarle sin sentir repulsa.

Para él, la gente eran instrumentos. Ella era un instrumento. Y él estaba equivocado de una manera tan estúpida, infantil e imbécil. Si tuviera que decirle algo, eso sería lo que se vería obligada a decir.

Sarah sentía una apremiante necesidad de lanzarse por el bosque, expulsar su rabia, correr a casa sola, encerrarse en el cuarto de baño, llorar, gritar, cualquier cosa que no fuera caminar hacendosa al lado de George, apretando los dientes, mirando la superficie de la carretera, viendo cómo las sandalias iban entrando y saliendo de su campo de visión, preguntándose si la ira, la náusea y la frustración seguirían siempre o si decaerían y la dejarían en paz.

Pero George no dijo ni una palabra, y después de lo que pareció un camino interminable llegaron a la puerta principal de The Vineyard.

Ella entró primero y agradeció (por primera vez) los ruidos continuos, interminables, chirriantes, bufantes y gorjeantes del juego de vídeo. Era evidente que los chicos estaban en casa. Estaban otra vez jugando a los marcianos.

No tendría que hablar ni mirar siquiera a George. Se dirigió, mucho más rápido de lo que normalmente haría, a la habitación donde estaban los chicos. Se quedó en el umbral, apoyada en la jamba y sin decir nada. Los músculos le temblaban, y había perdido el control de sus movimientos. Primero la vio Doug, el hijo menor. No la saludó, sino que la miró inexpresivo, se volvió de nuevo hacia la pantalla del televisor y entonces habló.

—Chip tiene problemas —dijo.

Ella tuvo que sentarse. No tanto por lo que Doug había dicho como porque temblaba y podía derrumbarse sólo por la explosión repentina de sus emociones reprimidas. En la habitación había dos sillas y un sofá, todo de piel, y ella escogió el sofá, frente a los chicos, que estaban sentados en el suelo mirando fijamente la pantalla. Curiosamente se fijó en que Chip, que era el único que jugaba, había conseguido 9.945 puntos.

—¿Qué es lo que pasa, Chip? —preguntó.

Él no respondió. Hizo saltar por los aires dos «marcianos» más, manipulando furioso los mandos. Su rostro no daba muestras de emoción. Sólo se veía su perfil, bañado en la enfermiza luz azul. De repente ya no le parecía su chico, sino un hombrecito de ojos de robot y cuerpo de metal. La nariz había perdido aquella forma de «botón» que había sido su debilidad. Tenía una frente alta y amplia, el pelo había perdido los rizos infantiles, la barbilla era larga y cuadrada, una barbilla Royce, una frente Royce, de repente todos sus rasgos eran los rasgos de un hombre Royce que atraviesa la pubertad, pero ya no eran aquellos rasgos que ella había besado, acariciado, lavado y contemplado con amor, sorprendida siempre de que hubieran crecido en ella. Ni un solo músculo de la cara se movía. Ella estaba destrozada.

—Ató y torturó a Pokey Butler —dijo Doug, incapaz de esperar más—. Harve y Billy le ayudaron. Los nazis nos sorprendieron.

Sarah pensó un momento. Los nazis. Eso quería decir los Richter. Le zumbaba la cabeza.

—Y tú, ¿ayudaste también? —preguntó a Doug.

Doug no la miró.

—Un poco —dijo—. Supongo que sí. No me acuerdo.

Sarah seguía temblando. En cierto sentido era todavía peor ver el rostro despreocupado e inexpresivo de Doug. Era dos años más joven que Chip y estaba empezando a madurar. Su rostro y su cuerpo todavía no habían sido azotados por las hormonas de la adolescencia, sino meramente rozados. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué todo se desbocaba, fuera de control? El problema que los chicos le estaban presentando le parecía totalmente ajeno, lejos de su auténtico problema.

Alejada de George. Alejada de los chicos. Alejada de la vida.

No era capaz de coger aquello por ninguna parte.

Chip seguía sin decir palabra, sino que seguía disparando contra la masa interminable de seres interestelares que aparecían en la pantalla.

—Chip —dijo ella finalmente—, ¿qué le hicisteis a Pokey?

—La ató y la torturó —repitió Doug.

—Él ayudó —dijo Chip al fin, pero concentrado todavía en el juego—. Ahora el pequeñín tiene que ir corriendo a decírselo a mamita.

—Te dije que te la ganarías —dijo Doug—. ¡Vete a la mierda!

Sarah cerró los ojos y apretó los músculos. La violenta agresividad de las voces de los chicos le partía el alma.

—¿Qué hicisteis? —preguntó, levantando la voz—. Decidme qué hicisteis.

Los chicos la miraron.

—No tienes que ponerte medio histérica —dijo Chip.

—Eso —dijo Doug—. No hace falta salirse de madre.

—¿Qué hicisteis? —preguntó Sarah, controlando la voz para que George no la oyera y viniera corriendo.

Agradecía que todavía no lo hubiera hecho. Se sabía fuera de control, irracional, quizá no del todo cuerda.

—No mucho —dijo Chip—. Estábamos jugando a «dragones y mazmorras» y la atamos en la cámara de la tortura, allá en la casa grande. Le entró el miedo por la oscuridad y empezó a gritar. Los viejos nazis la soltaron.

—¡No son nazis! —gritó Sarah, perdiendo el control. De repente la asaltó una idea terrible—. ¿Cómo pudisteis hacer a Pokey la misma cosa que le ocurrió a vuestra hermana? —preguntó.

Se estremeció. El sudor le corría por la frente y los brazos. Podía sentirlo, pegajoso y frío.

Los chicos la miraron.

—Nosotros no lo hicimos —dijo Chip.

Sarah ya no aguantaba más sentada. Se levantó con piernas tambaleantes. Salió de la habitación, pero volvió al umbral.

—Ninguno de los dos saldrá esta noche —dijo ella, con la sensación de que su voz no era la suya sino una voz de un planeta lejano—. Ya hablaremos de esto más tarde. —Su voz se perdía. Vio que el suelo le daba vueltas, pero se sostuvo—. ¡Y apagad ese maldito juego! —gritó, y se alejó rápidamente antes de que ocurriera algo peor, subiendo temblorosa a su habitación.

Esperaba encontrar paz allí, pero cuando entró vio a George, sentado en el borde de la cama como si la estuviera esperando. La miró fijamente.

Ella no le dio ocasión de hablar, sino que pasó rápidamente por delante de aquel hombre de ceño fruncido y bigote negro que la asustaba. Entró precipitadamente al vestidor y después al cuarto de baño, cerró la puerta y echó el pestillo. Se subió la falda y bajó las bragas. Se sentó en la taza, bajando la cara hasta las rodillas, que mantenía bien apretadas. Puso las manos sobre las mejillas, los dedos cubriéndole los ojos. Sentía temblores, náuseas.

Píldoras. Sabía que las había en alguna parte, valium, miltown, no le importaba. Dalmane, cualquiera. Se levantó y buscó, revolviéndolo todo, en el armarito sobre la pileta. Un bote redondo con enovid. Nunca las había tomado. Se había puesto el DIU. Pero ahora ni eso. Ya no había sexo. Aspirinas. Anacina. Iodina. Mira mamá, mi dolor de cabeza ha desaparecido. Lo desparramó todo de un manotazo. Un bote de nivea dio vueltas rebotando por la pileta. Ella seguía moviendo las cosas, apartándolas, con manos temblorosas, sin recordar ya qué estaba buscando. George golpeó la puerta con los nudillos y la llamó en voz alta. Ella no contestó. El volvió a llamar, más alto, golpeando la puerta y dando vueltas al pomo. Ella abandonó la búsqueda, cerró sus manos en puños y los apretó contra las mejillas.

—¡Estoy bien! —gritó—. ¡Déjame en paz!

Al parecer, él se fue. Ella se desplomó sobre las baldosas y sintió el frío en las piernas desnudas. Se dejó caer del todo y apoyó la mejilla hirviendo sobre el frío suelo. Daba gusto. Cerró los ojos. Poco a poco fue tranquilizándose, su corazón latía más despacio, la respiración se fue calmando y los músculos recuperaron su estabilidad. Pero la mente seguía alocada.

Un shock tóxico. ¿Pero qué diablos era aquello? Hormonas. Menopausia. Senilidad. Recordaba a los chicos de Andover, Princeton, Yale. Fiestas estúpidas. Ligoteos estúpidos. Bailando el twist. Bailando con aquel saxofonista negro, ¿cómo se llamaba? Jelly Roll. I loves You, Porgy. Nina Simone y Dinah Washington. Viejos discos de Billie Holiday. Diana Ross: Where did she come from? Pep’s. Sentía un dolor agudo en los muslos, en el abdomen, en el útero. Un calor. Una humedad. ¿La regla? Se movió y comprobó la toalla de la braga. No. Todavía no. Sólo caliente, y pesado, e hinchado, pesado y ligero al mismo tiempo.

Se sentó, rodeó las pantorrillas con sus brazos y apoyó una mejilla en las rodillas. Ya no temblaba. Se quedó así un poco más y después se levantó. Un poco rígida. 36 años.

Cerró la puerta del armarito y se miró en el espejo. Nada de ojos rojos o hinchados: al menos no había llorado. Cabello rubio. Bonito. Liso, lacio, limpio, cabello de «buena mujer». A la moda, pero un poco más largo que el de la mayoría. Cabello honesto. No era ese cabello llamativo, sobre la cara, ese cabello «cógeme-tómame» que hay que mover, apartar y arreglar todo el rato con las manos. Ni el severo cabello de «olvídame», que pasa desapercibido. Se preguntó si debería cambiarlo, ir a Carlos a que le hiciera una permanente o un moldeado salvaje (George ni se daría cuenta), oír a Carlos contar sus aventuras eróticas, Club Med, el Winslow Motor Lodge, y sentir un pequeño hormigueo entre los muslos mientras le rizaba el pelo.

Abrió el agua caliente, la llenó con burbujas, se desvistió e introdujo en aquella sustancia sedosa, apoyando la cabeza hacia atrás y dejándose llevar. Casi 40. Engañada. Sin profesión. Sin logros. Hijos indiferentes. George indiferente. George menos que indiferente. Insultante. Siempre en su propio «espacio». Despreciativo. Degradándola. Dejándola de lado. Saliendo de viaje: Beirut, Riyadh, Sydney, Santiago, San Francisco. Nada de sexo con ella. ¿Acaso con alguien? El hormigueo en el pubis. ¿Pubis? ¿Cómo más se lo llamaba? ¿Coño? Sonaba vulgar. Coño. Coño. Lo repitió. Empezaba a gustarle.

3

Los altavoces de Tsuru-Kame llenaban la casa con Las Sílfides. Flip había estado pensando en todo lo ocurrido en Roycewood: la muerte de Nancy, la desaparición de Christine, un pez atravesado, un gato abierto en dos, presencias espectrales en el bosque que Harvey Butler y otros habían denunciado. La noche anterior su frenesí sexual había quedado más o menos satisfecho, y en este momento pensaba en espíritus y brujería. Estaba excitada. Sabía qué hacer. Se levantó y rápidamente se dirigió a la habitación donde Paul se hallaba leyendo el periódico, fumando en pipa y rodeado de su equipo estéreo.

—Me preguntaba si debería pedirle a Ofelia que viniera —dijo Flip—. O quizás a Maurice. Maurice podría ser útil en este caso. Tiene un don especial para desentrañar misterios en los lugares. Puede sentir las respuestas.

—Espero que no llames a ninguno de los dos. Al menos mientras yo estoy aquí —respondió Paul.

—Estás tan cerrado —le dijo Flip—. Deberías abrir tu consciencia.

—¡Oh, por favor!

Flip le miró con intensidad. Sus ojos verdes resplandecían.

—¿No es emocionante? —preguntó—. Tenemos espíritus, demonios, yo qué sé. Aquí. Es una oportunidad única en la vida.

Paul no podía responder. Flip le sonreía, pero él tenía un aspecto alicaído, era obvio que intentaba contenerse, mordiéndose los labios. Ella se hallaba en un vuelo mágico: un tiempo mágico y real; no le permitiría que la hiciera bajar de allí.

Había espíritus en Roycewood. Para ella. Lo sabía. A lo mejor llevaba toda su vida preparándose para saberlo cuando ocurriera. No podía esperar a involucrar a algunos amigos escogidos en las tentadoras posibilidades que ofrecían aquellos acontecimientos ultramundanos que tenían lugar en Roycewood.

Se pasó horas al teléfono.

4

Antes de salir, Sarah se planteó si meter su diafragma en el bolso, pero decidió no hacerlo. Qué lío. Y de todos modos, nunca se sabe. Pero ¿qué iba a hacer? Después del baño se lavó la cabeza, secó el cabello, se depiló las piernas (y aquellos pelos más largos que le crecían en la parte interior del muslo, cerca de la línea de la braga), se hizo la manicura de manos y pies, restregó su cuerpo con «crema royal» (¡qué porra!), la empolvó y perfumó bajo las orejas, el cuello, en el escote, los sobacos, los codos, las muñecas, la horcajadura, las rodillas y los pies («Opium: enigma pleno y embriagador de una nueva era, aroma de bosque y flores con un alma oriental subyacente de mirra y pachulí, sugerente de una naturaleza amable que encanta y de misterios que son al mismo tiempo reales y esquivos»), se maquilló con discreción los ojos, mejillas y labios y pasó al vestidor, que afortunadamente encontró vacío: se lanzó a cerrar la puerta y echó el pestillo.

Se puso la blusa blanca de seda, de corte masculino (sin sostén), con los dos botones superiores desabrochados, después (¡qué locura!) las braguitas rosa y los pantalones de terciopelo burdeos. Pero después volvió a quitarse los pantalones y las braguitas y se introdujo de nuevo en los pantalones. La seda se ajustaba a sus horcajaduras de manera tan terriblemente sensual que ni ella misma podía creérselo. A continuación sencillos diamantes en las orejas y sandalias abiertas y cruzadas de tacón, color melocotón. Se miró en el espejo una última vez, con el bolso ya en la mano (y pensando todavía en el diafragma), y salió del vestidor a la habitación.

George seguía sentado al borde de la cama, como si nunca se hubiera movido. Sus ojos estimativos la clavaron a la pared. Sarah contuvo la respiración y apretó fuertemente el bolso, con los ojos fijos en los suyos.

—Salgo —balbuceó—. La señora Hooper está preparando un poco de jamón para ti y los niños.

Intentó moverse, pero los ojos de él la tenían presa y sólo pudo dar un paso.

—¿Qué miras? —preguntó, apretando el bolso contra el pecho como si tuviera delante suyo un atracador con una navaja en la mano.

—¿Qué hacías ahí dentro, rompiendo cosas? —le preguntó él.

Ella tartamudeó un poco en la «B», pero después lo soltó.

—Buscaba píldoras.

Él seguía sin mover ni un músculo. Qué aspecto tan terrible, la cara con el bigote negro, el pecho avanzado, rígido y duro como la piedra, los nervios del cuello como maromas. Asustador.

—¿Adonde vas? —preguntó George.

Ella apartó la mirada.

—No lo sé —dijo.

—¿Cuándo volverás?

—Tampoco lo sé.

Ella seguía sin moverse. No podía.

—Que te diviertas —dijo él finalmente.

Su voz sonaba fría, sin emoción. Pero ella sabía que estaba a punto de estallar, podía sentir su ira cargando el ambiente. Pasó corriendo a su lado y salió de la habitación. Mientras bajaba la escalera se dio cuenta de que no sabía adonde iba, no sabía cuándo volvería a casa, y que no había pensado en los problemas de Roycewood durante una hora. Sintió un gran alivio al dejar la casa, y ni siquiera se despidió de Chrissie ni de los chicos.

5

George aspiró el olor que ella dejó a su paso: perfume y polvos. Y vio cómo se alejaba de él, las nalgas duras balanceándose en aquellos pantalones ceñidos, las largas piernas y el pelo dorado, que ya no le atraían, ni siquiera por compasión. No la deseaba, desde hacía un año no sentía ningún deseo sexual, ni siquiera pensaba en ello. Pero podía recordar los días en que deseaba tanto aquel cuerpo que sentía como una mano apretándole la garganta, recordaba cómo quería hundirse en aquella carne y abrirse paso hasta el otro lado, donde él pudiera tener su orgasmo, librarse de aquellas garras y calmar por un rato el deseo.

Ahora estaba allí, sentado al borde de la cama, mirando al suelo. Sabía que no era «normal» perder el deseo, pero tampoco lo era no preocuparse por ello. No era impotente. A menudo se levantaba por la mañana con una erección. Pero no quería sexo.

A lo mejor era la tensión de los negocios. La competitividad. Quizá se había cansado de Sarah. Pero tampoco quería otras mujeres.

No valía la pena pensarlo. Dentro de cuatro días tendría que hacer un viaje a Yakarta. Tenía que finalizar y estudiar unas propuestas. Tenía que resolver el problema de Roycewood antes de partir. Tenía que hacerlo ahora.

Se levantó y dejó la habitación. Sus músculos estaban tensos y deseosos de trabajar, incapaces de parar un momento. Su mente se negaba a pensar en Sarah mientras hubiera cosas más importantes que hacer.

6

El sargento Viele vivía en un apartamento de la avenida Sibley, cerca del centro comercial de Ardmore. Se hallaba al otro lado de las vías donde había nacido, pero no demasiado lejos, en la planta baja de un edificio de ladrillos. El apartamento era bastante barato, y lo había amueblado con sencillez después de haber dejado a su mujer, ya antes del divorcio. Vivía solo, pero era porque quería: desanimaba rápidamente a cualquier mujer que quisiera trasladarse a vivir con él, y muchas lo habían intentado en los últimos años.

En el canal 17 había un partido de béisbol, y Frank vestía su traje de faena del ejército. En el descanso se levantó y se dirigió a la nevera. Era un lunes por la noche. Los Phillis jugaban contra los Piratas en Pittsburgh, e iban ganando 4 a 3. Frank disfrutaba de su tiempo en soledad. Su turno no empezaba hasta las ocho de la mañana.

De vuelta al sofá le pareció que ver solamente el partido no resultaba satisfactorio. Tenía una estantería con libros (Diccionario negro del abogado, Legislación criminal de Loewy, Abogados para los condenados, el Brandéis Reader, Crimen en la sociedad americana) y escogió Mi vida en el juzgado de Louis Nizer. Empezó a leer. No se dio cuenta de que los Piratas habían logrado un punto hasta que no oyó los comentarios de Richie Ashburn. Frank apagó el televisor y puso una cinta con Red-Headed Stranger de Willie Nelson. Le hubiera gustado tener mejor sonido, pero así es la vida. Waylon, Willie, Merle, Lefty, George… le había cogido gusto a la música «country» en Vietnam, y ni siquiera una educación superior (estaba estudiando para licenciarse en derecho mientras trabajaba) habían cambiado su gusto por las canciones blandengues y los sentimientos de autocompasión. Se puso cómodo y siguió leyendo, sorbiendo de vez en cuando su cerveza muy, muy fría.

Roycewood y sus problemas ni se le pasaban por la cabeza cuando el teléfono sonó. Pero cuando Sarah Caley le dijo su nombre se acordó de todo el asunto.

—Ah, sí, señora Caley —dijo, rememorando su imagen—. ¿Qué tal está?

—Estoy asustada. Creo que pasa algo que la policía debería saber.

—¿De qué se trata?

No parecía muy asustada.

Sarah Caley dudó un momento al otro lado del teléfono.

—Preferiría contárselo en persona. Llamo desde una cabina.

Frank se quedó un momento en silencio, pensativo.

—No trabajo hasta mañana por la mañana —dijo.

—Me gustaría verle esta noche.

Sabía que diría aquello.

—Escuche, señora Caley —dijo Frank—, ¿se trata de algo oficial? Porque ahora yo estoy fuera de servicio.

Ella calló un momento. Él podía oír el rugido del tráfico de fondo.

—Lo que quiero es ayuda. Pensé que podría ayudarme sin hacerlo oficial.

Era halagador, y él no era invulnerable. Se acordó de otras llamadas.

—¿Le gustaría venir aquí, a mi apartamento, o que nos encontráramos en algún sitio?

—Sí —respondió ella—. Sé dónde vive.

7

Harvey Butler se encontró caminando por el bosque llevando un gato blanco atado a una correa. Iban a ver un chico desnudo. Estaba seguro. De hecho ya podía verlo, con rosas rojas en el pelo dorado, tetillas infantiles como capullos rosados totalmente abiertos, pelo púbico del color de las rosas amarillas y el pene como un brote de rosa.

El gato tiraba de Harvey y le arrastraba por un sendero sucio y trillado que atravesaba un grupo de hayas. El suelo junto al camino estaba cubierto por hojas de color dorado. La imagen resultaba bonita, los troncos gris claro parecían columnas de iglesia, avanzando siempre ante él hasta llegar a fundirse en una pared, una estacada grisácea. Nadie observaba. No había sitio para esconderse. Pero el temor que sentía en las rodillas y la respiración lo hacían ligero, listo para salir corriendo. Ajustó su audífono incluso en el sueño, pero no se oían ruidos.

A medida que Harvey pasaba iban surgiendo rododendros del suelo. Se abrían camino entre las hojas doradas con brazos verdes y voluptuosos. Y entre ellos había seres encantados, duendes, enanos o diablillos que no se dejaban ver con claridad, espíritus o fantasmas que los vigilaban o acechaban, no lo sabía exactamente. Demonios, eso. El gato tiraba de él y la maleza se levantó sobre su cabeza formando un túnel, al final del cual esperaba el muchacho desnudo. Realmente no quiero ir, pensaba Harvey, pero sabía que no iba a detenerse; iría.

Más adelante podía ver el final del sendero, y detrás una zona llena de luz, un claro donde brillaba el sol. El gato lo arrastraba, tirando de la correa. Poco a poco se fue percatando de que en el claro se levantaba Mill House. El césped y la piscina no le pertenecían, pero estaban allí. Él estaba en pie al borde del agua, temblando todavía pero bajo una extraña luz de sol, unos rayos fríos que no podía entender. El gato se sentó y se puso a lamerse una pata. En la piscina flotaba el cuerpo desnudo del muchacho, con rosas rojas en el pelo, rosas rojas metidas en la boca como trapos y rosas derramándose como sangre de su abdomen abierto.

Harvey gritó y se despertó tembloroso en el sofá del cuarto de estar. Sabía que estaba hechizado, atormentado. Sabía que tenía que volver a Mill House tan pronto como se recuperara, y poner las cosas en orden. Porque allí estaba la respuesta, y sólo él podía sacarla a la luz.

8

Trish Butler nunca hacía punto, pero en este momento tenía las agujas y el hilo volando entre los dedos, y se encontró realizando retales para no sabía qué. Intentó no hacer caso de los gritos y balbuceos de su marido en la habitación de al lado. Últimamente lo hacía a menudo, en sueños, y además dormía mucho, como si intentara cerrarse a un terror constante.

Los niños habían empezado a hacer preguntas sobre su padre, lo miraban de modo extraño, lo evitaban. Y la sirvienta, Sophie Hawkins, había perdido su sonrisa constante, parecía reacia a dejar su habitación, entornaba los ojos al cielo y se persignaba todo el día. Trish no sabía cuánto tiempo soportaría ella seguir siendo la única equilibrada.

Justo la noche anterior se había lanzado en la oscuridad hacia la habitación de su hijo Billy, cuando la despertaron sus gritos y sollozos. Se tiró en la cama y restregó el cuerpo tembloroso del muchacho, musitando dulces palabras de las que ya no se acordaba, palabras que decían que le querría y protegería siempre, que no tuviera miedo, apretándole contra el pecho, besándole el pelo. Y él tenía 13 años. Había sentido la erección contra su cuerpo, e intentó no preocuparse.

Pero eso no había sido todo. Cuando Billy se iba quedando dormido, sorbiendo todavía un poco, en la habitación de Pokey sonaron unos gritos ahogados. Trish se encaminó allí y encontró a la chica al parecer en buen estado, con los ojos abiertos en el sueño, diciendo palabrotas y retorciéndose bajo las sábanas. Pero Trish ya no se asustó como con Billy, y le habló a Pokey con voz dura, medio enfadada por aquella cadena de obligaciones. Pokey se había ido calmando y Trish había vuelto a la cama, donde encontró a Harvey dando vueltas y pataleando. También a él lo confortó, apoyando su cara contra los senos hasta que se quedó dormido.

Ahora Harvey otra vez. Y otros de Roycewood que necesitaban cariño: Sarah, Tom Horton, los niños. Estaba cansada. Pero ella era una cosa. No había nadie que la tranquilizara. Tenía que ser fría, racional y calculadora al mismo tiempo que amaba, se entregaba, criaba. Tenía que responder a preguntas escabrosas.

¿Cuál era el peligro real? ¿Estaba todo fuera de control? ¿Debía coger a los chicos y salir corriendo? ¿Podía contar con el apoyo de Harvey, o seguiría siendo él el niño más indefenso de todos?

Trish aborrecía las preguntas. Eran algo ajeno a su naturaleza. Pero eran necesarias. Y tenía que marcar un límite en alguna parte, para conservar la fuerza.

Trish se consumía pensándolo, buscando alternativas, buscando paz. Se resistía a ir a tranquilizar a Harvey.

Él continuaba balbuceando. Las agujas chocaban, los puntos se entrelazaban, los retales iban tomando forma. Él gritó de nuevo y después se calló. El silencio la asustó más que los sonidos. Fue a verle.

9

Sarah esperaba que Frank la rodeara con sus brazos y la besara al abrir la puerta. Ella ni siquiera le miró, sino que clavó los ojos en el suelo, apretando el bolso contra el pecho con coquetería. Se sintió confusa e incómoda cuando él simplemente dio un paso atrás y la saludó.

—Hola, señora Caley.

Entró en el apartamento y de repente se sintió asustada. Se percató de que estaba muy limpio y ordenado. Dio por sentado que Frank se había pasado aquellos últimos cinco minutos recogiendo periódicos, platos sucios, pilas de ropa para meterlo todo en un armario, el cubo de la basura o dondequiera que los solteros metieran todas aquellas cosas. Se dio cuenta de que el mobiliario era barato, pero sin juzgar sobre ello: si la situación no fuera tan embarazosa le hubiera parecido triste. Era más fácil observar todo esto que mirarle, sonrojarse y mostrar sus sentimientos demasiado pronto.

—¿Le gustaría una taza de café o de té? —preguntó Frank—. Lo preparo en un minuto.

¿Por qué esperaba ella que le ofreciera champán, o al menos una copa de vino? ¿Era acaso tan sofisticada? ¿Estaba echada a perder? ¿Acaso había imaginado mucho basándose en pequeños indicios? ¿Qué estaba haciendo allí?

—Un té estaría bien —dijo—. Pero preferiría hablar.

No se le había pasado por la cabeza que él pudiera estar menos deseoso que ella. A decir verdad, ni siquiera había pensado en sí misma como deseosa, ni se había entregado a las fantasías. O no mucho. Pero aquí estaba. ¿Qué estaba haciendo aquí?

Frank no le ofreció una silla, sino que esperó a que ella eligiera. Cuando ella se decidió por el sofá, él giró su hamaca para poder verla y se sentó. Ella seguía sin mirarle. Sabía que sus ojos azules la derretirían.

Detestaba el silencio.

—Lamento haberle molestado —dijo—. Pero tenía que hablar con alguien.

Al oír su propia voz se dio cuenta de que sonaba como un personaje de serial radiofónico. Tan puesta y refinada, tan fuera de lugar en medio de este pequeño apartamento. ¿Pero qué estaría haciendo allí?

—¿Qué puedo hacer yo? —le preguntó Frank, inclinándose hacia adelante.

Ella evitaba mirarle. Sabía que si encontraba sus ojos o tenía que apreciar sus ropas, o su cuerpo, se pondría roja. Ni siquiera sabía qué llevaba. Se permitió una ojeada. Ropas de faena de la armada. Probablemente no había ordenado nada, ni siquiera se había cambiado.

—Estoy segura de que algo terrible ocurre en Roycewood —dijo rápidamente—. Tengo mucho miedo, pero ni mi marido ni tío Benjamin, ni ninguno de los otros, quieren admitir que algo va mal. No pedirán ayuda al exterior. Pienso que van a matar a alguien más y temo que pueda ser yo o alguno de mis hijos.

—¿Por qué no su marido?

Nunca se le había ocurrido. ¿Por qué? ¿Pensaba acaso que George era invulnerable? ¿No le importaba lo que pudiera pasarle?

—¿No podría llevar a cabo algún tipo de investigación secreta? —dijo pasando por alto su pregunta, mirándole a los ojos y retirándolos rápidamente—. George y los otros tienen guardias, como una pandilla de boy scouts, pero no son más que aficionados.

Frank la miraba con tranquilidad.

—¿Tiene idea de quién podría ser?

—Los otros creen que es gente de fuera, pero yo no estaría tan segura. Hay sirvientas y jardineros, y de repente no estoy segura ni de los que viven allí, aunque sean familiares. ¿No puede hacer nada?

Le miró de nuevo, esta vez durante más tiempo, y sintió algo que se movía en su interior.

—¿Qué le gustaría que hiciera?

Clavó sus ojos en ella, y Sarah bajó la vista.

Esperó un momento. De repente se sintió excitada, ardiente. Levantó los ojos y el estómago se le puso en la garganta. Los labios le temblaban.

—¿No puede abrazarme? —le preguntó—. ¿No puede ser mi amigo?

Él se quedó un momento en silencio.

—Sí, creo que puedo.