7

El gato

1

La visita continuó en el Arboretum, a medianoche: pequeños golpecitos y arañazos sobre las ventanas de toda la planta baja, que brillaban a la luz de la luna, lo que hizo que Harvey Butler, que lo sentía más que oía, comenzara a sudar en la cama, mirando con los ojos abiertos al techo ensombrecido, casi sin atreverse a respirar y preguntándose por qué su esposa Trish continuaba durmiendo tranquilamente.

Después en The Vineyard, en donde los golpeteos despertaron a George Caley mientras su mujer Sarah seguía durmiendo a su lado. Se precipitó escalera abajo, pero demasiado tarde. Allí permaneció, descalzo sobre las baldosas de la cocina, con la puerta trasera abierta, escuchando pero sin oír nada más que los sonidos de los insectos en la noche.

Y más tarde Quarry House, donde los arañazos y golpecitos se introdujeron en los enmarañados sueños de Tom Horton: veía ratones garrapateando sobre cajas de cartón para roer las galletas que había dentro. Sophie Hawkins aparecía también en el sueño, pero escondida. Tom se dio media vuelta y gruñó, pero no se despertó.

El doctor Benjamin Royce, en Manor House, no recibió visita; su casa permanecía tranquila y oscura bajo la luz de la luna.

2

En el comedor del club de cricket de Merion, Sarah Caley pensaba que la ensalada de pollo parecía aquella tarde de lunes menos comestible que nunca, vidriada, con mayonesa aceitosa y casi rancia y llena de misteriosos cubitos que podían ser trozos de apio en dulce (¿pero por qué habrían de endulzarlos?), o algo peor. Las compañeras de tenis de Sarah eran treintañeras delgadas y tímidas, como ella, que no reían mucho. Todas iban picoteando en sus platos con gran educación pero probablemente la porquería aquella les daba tanto asco como a ella. De todos modos, había estado especialmente inquieta toda la mañana, así que a lo mejor era sólo su reacción. Quería levantarse, moverse. Sentía que tenía algo que hacer. Ni siquiera el partido de tenis había logrado expulsar esta intranquilidad. Sus compañeras hablaban de ponerse de nuevo a régimen (Pritikin contra Scarsdale, ¿cómo creerlo?) y ella no escuchaba. Quería salir de aquella deprimente sala. Se disculpó, dejó la servilleta doblada al lado del plato intacto y salió.

Sarah llevaba un sencillo vestido de tenis. Todo el mundo llevaba un sencillo vestido de tenis. Aquí siempre había sido así. Las mujeres que tenían piernas realmente terribles (pero no todas, y menos las mayores) vestían pantalones de tenis blancos.

Afortunadamente, el lugar no estaba nunca lleno de gente. Sarah no tuvo que pararse para hablar con nadie en el pasillo, porque estaba sola. Caminó hacia la entrada de Gray’s Lane y dio la vuelta tras el pupitre de Amy el Vigilante, que estaba allí sentado, recibiendo mensajes y sonriendo. Sarah entró en la sala de espera, amueblada con piezas de caña ya desgastadas, y dio una vuelta por allí. No había nadie. Se asomó por el ventanal y bajo la bóveda vio a dos jóvenes jugando a balonvolea. Sintió que algo se agitaba en su interior a la vista de aquellas piernas bronceadas y aquellos cuerpos musculosos. ¿De dónde serían? Las vistas no solían ser tan buenas.

¿Qué le ocurría? Recordó que era lo que antes se llamaban «resuellos calientes». ¿Cómo podía ser, cuando Nancy había muerto hacía tan poco y con lo del pez de colores clavado en la viga de la cocina?

Una ola de tristeza inundó de repente a Sarah mientras seguía viendo jugar a los jóvenes. Le parecía que la mejor parte de su vida, la época de la frescura, la alegría, la energía y la diversión, habían pasado sin que se diera cuenta. Le parecía que estaba atrapada en un exterior de muñeca, una imagen superficial de alguien que es la «esposa de George» y «la madre de los chicos». Tenía que salir de eso. Pensarlo le hacía sentirse mal, como culpable de ingratitud, egoísmo y deslealtad. Pero si no encontraba diversión y frescura ahora, ¿podría hacerlo algún día? Se dio cuenta de que tenía que hacer algo antes de que también este momento desapareciera, y lo lamentara.

Salió de la habitación y se detuvo junto a la mesa de Amy. Sarah sabía lo que tenía que hacer.

—¿Hay algún teléfono que pueda utilizar?

—Puede usar éste, señora Royce —dijo Amy—. Yo tengo que ir a la sala de las señoras.

«Señora Royce», pensó Sarah. Después de tantos años. O quizá precisamente por eso.

Descolgó el teléfono y marcó el número que ahora se sabía de memoria, escuchando el sonido intermitente mientras sus pulsaciones le golpeaban la garganta.

3

En vez de ir a la oficina. Tom Horton se había dirigido a la biblioteca Ludington, en Bryn Mawr. Llevaba allí dos horas, sentado en una cómoda silla en una pequeña habitación que daba a la avenida Lancaster. Con la pila de libros a su lado, era un pelirrojo de cara pecosa entregado al estudio.

Al principio se sintió un poco perdido. No podía recordar la última vez que había estado en una biblioteca. Probablemente en Princeton. El último libro que había intentado leer era Los brazos de Krupp, en 1975, y no lo había terminado.

El libro que estaba ahora abierto ante él se titulaba El vudú en Nueva Orleans. Estaba tan fascinado con la lectura que llevaba una hora sin ni siquiera percatarse del tráfico, que se dejaba oír con ruido sordo en el sol, tras los elevados ventanales.

Leyó cosas sobre sacrificios animales y humanos en los que se bebía la sangre todavía caliente, la sangre de gallinas, gatos, cabras y bebés a los que los seguidores vudús habían despellejado con sus dientes estando todavía vivos. Leyó sobre «la cabra sin cuernos», el niño blanco utilizado en los rituales, y sobre mesalianos vudús insaciables y mujeres blancas de la alta sociedad que, enloquecidas por el deseo, bailaban en una orgía obscena con negros sonrientes y copulaban con ellos en el fango.

Tom pensó de nuevo en Sophie Hawkins, la sirvienta de los Butler, y en las extrañas figuras que había visto en las cercanías de la casa. ¿Las había visto de verdad? Ahora añadió a estos pensamientos algunas sospechas pornográficas sobre Flip Royce, la esposa de Paul Royce. Siempre le había gustado Flip, pero había observado que sus puntos fuertes no eran ni la cordura ni la normalidad. Era elegante e irradiaba sexualidad. Y brujería.

Una vez, en una reunión familiar, Flip le había preguntado sin ningún tipo de miramientos si podía hacer una foto instantánea de su polla, así lo había dicho, para poder pintarla después. Él se había negado, riendo, pero ella ni siquiera había sonreído. Había entrecerrado sus ojos verdes y le dijo: «Entonces tendré que seducirte, querido». Y él sabía lo suficiente sobre ella como para tomárselo a broma.

Tom estaba seguro de que Flip practicaba todos los tipos de brujería y magia negra, así que no le sorprendería que el vudú o algo peor formara también parte de su repertorio.

En un libro de magia leyó que una rosa en el ano era un truco usado por las brujas para conseguir poder erótico, y que los duendes dejaban huevos de pájaro cuando robaban el alma de un bebé.

Tom sabía que le quedaba mucha investigación por delante. Y sentía que tenía que empezarla pronto.

4

—Sargento Viele —dijo Sarah al teléfono—, quiero agradecerle que viniera ayer por la noche. Quiero que sepa lo que estimo su ayuda.

Frank Viele se quedó un rato sin decir nada.

—Está bien —musitó, tan suavemente que, al otro lado de la línea Sarah apenas pudo oírle.

—Me siento mucho mejor hoy —continuó ella—. Ahora brilla el sol y todo parece tan estúpido. ¿Me perdonará que haya sido tan tonta?

—Claro —oyó que decía Frank, después de dudar un rato. Otra pausa—. Siempre que me necesite.

—Gracias —dijo Sarah, imaginándose su cara y viéndolo retorcerse ligeramente por los nervios—. Espero volver a verle.

—Yo también, señora; en circunstancias más agradables.

Fue todo lo que dijo Frank.

—Adiós —dijo Sarah.

—Adiós, señora —respondió él, y colgó.

Sarah no sabía qué le estaba pasando. Antes no habría hecho jamás algo como esto, ni siquiera se le habría ocurrido. Estaba asustada. Pero también excitada. Necesitaba ayuda, necesitaba tanto a alguien que la abrazara y la quisiera. Y más. Más de lo que ella podía admitir. Sabía que no se detendría.

5

Llovía ligeramente tras un día soleado. El bosque de Roycewood despedía un aroma a musgo y moho en medio de la fresca tarde de junio. Sobre el suelo se alzaba una niebla baja y clara, que desaparecía cuando caía una fuerte lluvia pero volvía a aparecer al escampar. La niebla se enredaba en vórtices al paso de dos hombres que caminaban por ella. La tela de los pantalones de ambos aparecía ya oscura por debajo de las rodillas, debido a las gotas de los helechos y plantas jóvenes con que iban rozando. George Caley llevaba su harapienta chaqueta deportiva roja y azul, que procedía de Penn, y una gorra de béisbol, y Victor Mancius vestía un chubasquero tostado y no llevaba nada en la cabeza.

George y Victor realizaban su reconocimiento en silencio. Sus ojos iban buscando por el suelo, con el bosque enfrente y la maleza a los lados. El sendero que iban siguiendo bordeaba la mayoría de las casas de la hacienda, cruzaba tres veces la carretera principal, seguía paralelo al muro de piedra, pasaba sobre el arroyo de la Tortuga sobre rocas planas y vacilantes, se torcía junto al arroyo Aronomink y continuaba a lo largo de la verja de alambre de espino que separaba el área residencial de la zona de granjas, donde se cuidaban toros, vacas, caballos sementales y yeguas.

—¿Para qué es esto? —preguntó Victor.

George le explicó lo que era la granja Roycewood. Sus 240 hectáreas estaban separadas del resto de Roycewood por esta verja, y sólo había una puerta doble que conectara las dos partes. La puerta se hallaba al final de un camino que partía de la parte de atrás de Manor House. El acceso estaba estrictamente controlado.

—Mmmm —dijo Victor—. Vamos hasta la verja, viejo.

A ambos lados de la verja había una zanja de aproximadamente metro y medio de profundidad, sobre la que colgaba la neblina. A Victor le recordaba las películas en las que salían las fronteras entre la Europa del Este y la del Oeste.

—¿Hay minas? —preguntó.

—No —respondió George en tono solemne.

—Entonces caminemos cerca de la verja —dijo Victor sonriendo, y avanzó hacia allí a través de la ligera lluvia.

A unos 50 metros los hombres encontraron un pasadizo excavado bajo la verja lo suficientemente grande para que se deslizara por él un animal, o un hombre. La hierba que había crecido en él casi lo ocultaba, pero esta hierba estaba aplastada y ennegrecida. Alguien había usado recientemente el pasadizo para ir de un lado a otro de la verja.

—¿Vamos? —preguntó Victor.

George asintió con la cabeza, se agachó y pasó. Victor le siguió, arrastrándose con facilidad sobre el barro.

Un sendero desdibujado atravesaba arbustos y árboles hasta ir a parar a un grupo de casas de piedra. Los hombres lo siguieron.

Victor y George se detuvieron en un camino junto a una pequeña cabaña de piedra. En el interior del edificio se oían los pataleos de las pezuñas de los bueyes contra algún material blando, y un silbido ronco contestado por otro no tan lejos. También había gente hablando.

6

En esta tarde lluviosa, Mill House había arrastrado a Harvey Butler fuera de su acogedora casa. Había pensado mucho en aquel lugar desde la tarde que había intentado ir allí y se había perdido en el bosque. Aunque no era valiente, era curioso, y se había atormentado a sí mismo una y otra vez con el pensamiento de volver a intentarlo.

Era como si aquella tarde de domingo unos duendes o trasgos del bosque le hubieran alejado de un encuentro con lo mágico. Volviendo la mirada hacia aquella aventura, ya no sentía el miedo que había experimentado entonces. En su lugar había surgido una obsesión, alimentada por sueños y temores, que había que controlar antes de que le volviera loco. Se había enterado de lo del pez de colores clavado en el techo de la cocina de los Caley (Sarah se lo había contado a Trish, y ésta a él). Le había recordado su primer presentimiento en torno a Mill House: estaba seguro de que encontrarían allí a la niña perdida, y aunque la habían hallado en otro lugar, todavía sentía la necesidad de examinar aquel lugar inhabitado. Trish y los chicos habían salido, cada uno por su lado (Dios sabía a dónde) y estaba libre.

Avanzando por la carretera de Roycewood bajo la lluvia. Harvey se parecía a Carlitos vestido para jugar en la nieve. Los pantalones, el poncho y el sombrero le quedaban tan flojos que parecía que se enrollaría en ellos si se le empujaba. Llevaba también unas botas de plástico amarillas (ponte las botas ésas, se dijo a sí mismo, abrochándolas). Era una vestimenta que había comprado en unas liquidaciones en Nantucket el otoño anterior, pero que no había usado nunca. Llovía muy poco y Harvey iba bromeando consigo mismo y sacudiéndose dentro del pesado equipo de lluvia. «Pisa fuerte, hombre —se decía—, sopla del noreste». Cuidado con aquella bahía. Llevaba el audífono funcionando y estaba muy alerta.

Allí donde la carretera cruzaba el arroyo de Aronomink por un puente de piedra, justo detrás de Tsuru-Kame, Harvey la dejó y siguió un sendero que avanzaba al lado del río. Podía haber llegado a Mill House siguiendo la carretera que conducía al lugar desde la carretera principal, pero eso significaba dar la vuelta a una colina, y este camino era más corto.

El sendero seguía el caz restaurado que llevaba agua desde los estanques sobre el Arboretum hasta el molino. Estaba abierto sobre un montículo de tierra entre las piedras de la cantera con que se había hecho el caz y los cantos rodados del arroyo. El agua del caz fluía lentamente, arrastrando algunos trozos de hojas. Harvey se sintió un poco decepcionado cuando se dio cuenta de que la rueda no estaría girando cuando llegara al molino. «Oh, qué porra», se dijo a sí mismo, imitando a su hija Pokey. Le gustaba usar el lenguaje de los chicos.

Al otro lado del caz había una extensión de tierra pantanosa que se extendía hasta una pared natural de roca negra con algunas grietas diagonales. El risco se elevaba aproximadamente metro y medio y estaba coronado por árboles. Por él corría el agua de lluvia. Los pájaros revoloteaban sobre las aguas cubiertas de algas del pantano, por encima de las cañas y los troncos podridos que sobresalían, con sus espaldas oxidadas, por encima de la superficie verduzca como la lima y amarilla como el sulfuro. Parecía haber toda una bandada de pequeños pájaros. Un pequeño pájaro los conducirá, recordó Harvey.

Las ranas croaban y chapoteaban al saltar al agua, asustadas por los pájaros o por los gigantescos pasos amarillos de Harvey. De una manera u otra debían encontrar líquido bajo la capa casi sólida de pequeñas hierbas y rizosos helechos. Se percató también de que había unas tortugas descansando sobre unos troncos, y un ligero viento que levantaba las hojas de los arces, haciéndolas adoptar un gesto como de manos suplicantes. Recordó las atrayentes manos de aquella tarde de domingo. Tranquilo, chico. Sobre el suelo de hojas podridas del sendero crecían enormes hongos marrones, y Harvey los pisoteaba con gusto (tomad esto, imbéciles); estallaban con lodo oscuro sobre el vinilo brillante de las botas e iban produciendo un ruido de chapoteo por delante. Iba satisfecho, avanzando a grandes pasos.

Ahora el viento hacía crujir los árboles, y Harvey pudo ver un poco más adelante el muro de piedra cubierto de musgo que rodeaba Mill House, y el techo de pizarra grueso y musgoso. De repente sintió humedad y frío en el interior de su equipo para la lluvia, y se paró como muerto, con la boca abierta, probando el aire. Parecía que su «tercer ojo» volvía a la vida, sentía una vibración en la frente. Gracias a la amplificación del audífono podía oír los rugidos del arroyo y las fricciones del viento; podía oír el chapoteo de las ranas, del tecleteo y los tragos de los gigantes. Pensó que podía distinguir también un quejido procedente del interior de la casa, como una mujer o un niño a quien estuvieran descoyuntando.

7

Si se contemplaba el complejo de granjas de Roycewood desde la distancia, por ejemplo, desde la colina de Manor House, a través de la neblina y por encima de las copas de los árboles, diríase que era una ciudad medieval: la cabaña de lácteos cubierta de hiedra, los establos de piedra, los muros de piedra cubiertos de rosales y todos los edificios adyacentes, también de piedra. Aquí podían verse algunas torretas coronadas de tejadillos cónicos de color rojo y almenas como las que se encuentran a veces en los castillos franceses del Loira, completados con inscripciones de flor de lis en las piedras y ventanas cortadas en forma de flor de lis.

Los edificios estaban rodeados de estanques, sicómoros, trigales y ricos pastos de hierba y trigo. Los pavos, las gallinas de Guinea y los gansos corrían y silbaban por el césped cortado y descansaban entre los arbustos.

Vistos desde cerca, los edificios resultaban más utilitarios: no eran modernos, pero servían. Debían servir. El doctor Benjamin Royce no bromeaban en lo referente a cuestiones agrícolas. Se lo tomaba muy en serio.

Había seis hombres que trabajaban en jornada completa, encargándose de los 30 caballos de exhibición y las enormes manadas de vacas lecheras de Ayrshire. El complejo granjero de Roycewood era un auténtico negocio. Todas las estadísticas de la granjas se controlaban por ordenador, incluidos los árboles genealógicos de los animales. El complejo estaba bajo el control de Charles Cunningham, un graduado de 1956 de la Escuela de Agricultura de la universidad de Pennsylvania. Le ayudaban Thomas Kyle y Edwin Carrick, que habían nacido en Escocia hacía aproximadamente 70 años.

El doctor Royce estaba supervisando con Cunningham la colección de semen del famoso toro Ayrshire Rosa de Guerra, de Roycewood, cuando se dio cuenta de que dos hombres entraban en el establo de los toros. Rosa de Guerra estiró el cuello, entornó los ojos y comenzó a patalear, golpeando con las pezuñas en la cubierta de goma, cada vez más y más fuerte, mugiendo inquieto.

8

Harvey Butler se quedó inmóvil, en pie sobre la superficie húmeda y resbaladiza del sendero trillado. El quejido asexuado del interior del molino no desaparecía. La cabeza le cayó hacia atrás, con la boca todavía abierta. Las gotas de lluvia le corrían por la cara y el cuello. Tragó saliva y se estremeció. Su asma le golpeó el pecho, y se le cortó la respiración. Las rodillas le castañeteaban dentro del chubasquero. Podía sentir cómo le castañeteaban. Podía sentir el grito sin voz que le invadía la garganta, y volvió a tragar saliva. Se formó una negrura que iba a tragárselo, con un anillo de fuego alrededor, y casi se desmaya. Pero hizo un esfuerzo y logró recobrarse.

Nada le había ocurrido. Todavía estaba allí. También el gemido seguía allí, pero no le había agarrado, y nada se había ni siquiera movido. Poco a poco Harvey fue recobrando su compostura; otra vez podía respirar. Ya no temblaba, pero le quedaba sólo una especie de ligereza en las piernas y sobre la piel, así como un dolor entre los ojos. «Puta mierda —pensó—, esta vez sí que has metido la pata, chico».

Allí; nada le había hecho daño, y eso le empujó a seguir adelante. Dio un paso vacilante hacia el edificio cubierto de musgo y esperó a que algo ocurriera. Nada. Volvió a moverse. Fue dando paso tras paso hasta que estuvo lo suficientemente cerca como para distinguir el color rojizo de la «roca de diamante» de las paredes entre el musgo, como desgarrones producidos por latigazos. Levantó la vista hacia las ventanas embadurnadas, esperando ver rostros viejos, pintados y travestidos reunidos en torno a ellas y cacareando ante su miedo en una risa sin dientes. Pero nada le miraba. Los gemidos continuaban y de repente Harvey se dio cuenta de algo; la rueda, gilipollas, es la rueda del molino, que da vueltas. Eso es lo que oyes, pavo.

Al lado de los muros de Mill House, en donde nunca daba el sol, crecían espesos matorrales de helechos. Harvey los atravesó para llegar al sendero de piedra que rodeaba el edificio, y terminó en una terraza que daba a la rueda del molino. Hasta aquí llegaba el caz, que lanzaba su agua en los cubos de la rueda, que con su peso hacían que ésta se moviera. Pero la compuerta del caz estaba cerrada, y el agua negruzca se detenía allí, quedándose inmóvil. La rueda de madera también permanecía quieta, como sujeta por las correas y cerrojos que la sostenían.

«Curioso, muy curioso, tío», pensó Harvey para mostrarse valiente. Pero sentía también un aguijón de sorpresa y un miedo recurrente. El gemido procedía de dentro de la casa, ahora estaba seguro. En los alrededores estalló la tormenta y comenzó a caer una fuerte lluvia, que apaleaba los árboles y dejaba marcas en las hojas más altas. Harvey alzó poco a poco el rostro; la lluvia le caía en los ojos, pero esta vez pudo ver un movimiento tras una de las ventanas.

Y mientras Harvey lo veía, o creía verlo, un movimiento brusco y furtivo, como el de unas cortinas echadas rápidamente, algo blando estalló y resonó en la superficie de piedra, cerca de sus pies. Su pánico no le permitía saber exactamente qué era lo que veía allí, destrozado: unos palos negros rotos, hojas marrones podridas, pelo lacio y pajas todo pegado y junto, soltando un líquido; en esta masa pulposa se veían cosas como gusanos malva con cabezas anaranjadas, que daban vueltas y se arrastraban, se arrastraban hacia él.

Chilló como una niña, se volvió y salió corriendo por el sendero a través de los arbustos que le azotaban. Dos veces resbaló y cayó, jadeando, temblando, antes de que fue capaz de apoyarse contra el tronco húmedo de un árbol. Entonces se obligó a darse cuenta de aquella asquerosidad que había estallado a su lado no era más que un nido de pájaros. Tirado por el viento, sacudido por una rama agitada o desprendido del alero de Mill House, pensó. No podía estar seguro. Pero sentía que alguien o algo se lo había arrojado y que todavía le seguía. Su corazón palpitaba a toda prisa, le dolía el costado, la respiración le rascaba el pecho. Caminó por el sendero en dirección a casa.

9

Rosa de Guerra era un toro Ayrshire de 1.000 kilos de peso que como semental había tenido exactamente 30.110 hijas en 11 años de vida. Los detalles estaban registrados en los ordenadores de Roycewood. Se desconocía el número de sus incontables hijos; sólo se contaban aquellos que eran a su vez destacados sementales, y éstos habían sido doce, tres de los cuales pertenecían a las manadas de Roycewood.

El semen de Rosa de Guerra estaba muy solicitado: sus hijas producían un promedio anual de 800 litros de leche por encima de la producción de la Ayrshire típica. Y por eso su esperma era muy caro: de 30 gramos de su semen se sacaban unas cien ampollas, y cada una se vendía a 300 dólares, lo que significaba que su semen valía unos 30.000 dólares cada 30 gramos en Estados Unidos, y el triple en Canadá.

Rosa de Guerra era un toro suave y bien formado, con una excelente caja torácica que se extendía por los costados y patas robustas y bien emplazadas; estaba cubierto con estilosas motas rojo caoba sobre zonas de blanco bien definidas. Producía unos diez centímetros cúbicos de semen cremoso y blanco en dos eyaculaciones, una tras otra, una vez por semana. El esperma de la segunda, provocada diez minutos después que la primera, era siempre más abundante y viable. Rosa de Guerra era una máquina productora de esperma a la que se manejaba con gran cuidado; pero nunca había introducido su pene (de unos 28 cm) dentro de una vaca. Una vez había estado cerca, pero ahí se había quedado todo.

Rosa de Guerra no había necesitado una vaca para estimularle desde la primera vez que se le había permitido hacerlo al lado de una vaca en celo. Desde entonces lo habían engañado, y él había consentido felizmente hasta que se le burlara de manera lamentable, una vez por semana. Desde el principio se le había entrenado para copular con un muñeco.

Cuando Rosa de Guerra tenía dos años lo llevaron por primera vez al establo comunal. Allí le esperaba una vaca en celo, levantando la cola por encima de sus órganos sexuales hinchados. De hecho se trataba de su hermana, hija de Betty, hija a su vez de Roseanne, de Roycewood. Como todos los toros, Rosa de Guerra sabía instintivamente qué hacer; pero dos hombres lo habían sostenido, mientras él mugía y pataleaba, para provocar una eyaculación más fuerte y ayudarle a recordar. Después lo soltaron y, cuando montaba, le desviaron el pene erecto para introducírselo en una «vagina artificial», 36 centímetros de plástico calentado por agua y bien lubricado que terminaba en una botella de recogida graduada en la que él arrojó su semen con el primer golpe, como hacen los buenos toros.

Dos minutos más tarde se le había permitido hacerlo otra vez. Y durante cuatro semanas se repitió la misma operación, siempre una vez a la semana, a la misma hora y en el mismo lugar, pero con una vaca diferente. Rosa de Guerra no olvidó nunca esta experiencia, a pesar de que jamás volvió a tener delante una vaca en celo. En su sexta visita al establo le pusieron delante un muñeco que se asemejaba a la parte de atrás de una vaca, acoplado a una vagina artificial (por aquel entonces hubiera sido lo mismo que fuera otro toro o la parte de atrás de un coche). Rosa de Guerra se acordaba del lugar, la hora era la correcta y la forma era más o menos la misma, así que arriba y allá va. Y siguió de esta manera durante diez años más, sin interrupción.

En el momento en que Rosa de Guerra alzó la cabeza y entornó los ojos hacia Victor Mancius y George Caley, el doctor Royce y Charle Cunningaham estaban refrenando y provocando al animal como solían hacerlo, preparándolo para la segunda eyaculación. Pero él había visto personas desconocidas en su lugar sagrado. Su pene extendido, gordo y rosa, brillante ya por el semen de la vez anterior, cayó y comenzó a retirarse.

—Mierda —dijo Cunningham.

El doctor Royce no dijo nada, sino que dejó su posición agachada, que había adoptado para observar la penetración, y se irguió. Caminó hacia los dos hombres, se colocó entre ellos, puso un brazo sobre cada uno de ellos, les hizo darse la vuelta y se los llevó fuera del edificio.

Fuera llovía, y la tormenta se acercaba. El doctor Royce no se dio cuenta: estaba furioso, pero determinado a no dar muestras de ira.

—George, Victor —dijo con un esfuerzo para mantener una voz tranquila—, tengo dos preguntas que haceros. La primera, ¿cómo habéis entrado en el recinto de la granja? Y la segunda, ¿por qué entrasteis en el establo?

Ninguno de los dos hombres se sentía incómodo. George había intentado escapar al abrazo del doctor y le sorprendió la fuerza del anciano: el doctor Royce le agarraba el brazo izquierdo, húmedo y cubierto de lodo, con una fuerza paralizante.

—Estábamos recogiendo el semen de Rosa de Guerra y lo habéis arruinado —siguió el doctor Royce. Las gotas de lluvia iban moteando su chubasquero gris con puntos más oscuros—. Hasta se mostrará nervioso la próxima vez que lo intentemos. Recordará que aparecisteis sin avisar.

El doctor Royce soltó a George, que se volvió bruscamente hacia él, con las manos en las caderas en un gesto desafiante y una ola de ira subiéndole al rostro.

—Vayamos por partes —dijo en tono alterado—. En primer lugar, estábamos comprobando la seguridad del lugar, y resulta que hay un enorme pasadizo bajo la verja que alguien ha estado utilizando. En segundo lugar, no sabíamos nada de tu establo y lo que pasa allí.

Ahora los truenos sonaban con más fuerza y los relámpagos resplandecían detrás de los árboles. El doctor Royce se encontró con los ojos negros de George y se serenó. Desplazó su mirada hacia el rostro de Victor y vio que los ojos de éste examinaban los puntos oscuros formados por la lluvia sobre los guijarros del patio. Se volvió hacia George, controlándose y reteniendo el temblor de ira de sus labios.

—George —dijo—, yo personalmente comprobaré la seguridad del lugar. Y os agradecería que no vinierais por aquí sin anunciaros. Ahora tengo que volver a lo que estaba haciendo.

Se dio media vuelta con movimientos más rígidos de lo que hubiera querido y entró en el establo resoplando por entre los dientes. Tras él quedaron los dos hombres, observando su espalda, y la lluvia cayendo pesadamente.

10

Cuando Harvey Butler salió del sendero que seguía el arroyo y se encontró una vez más en la carretera sabía que tenía que detenerse un momento. Estaba resollando, y tenía la tráquea apenas abierta. El corazón le martilleaba, y pensó que moriría de un infarto de miocardio, dos palabras sobre las que siempre había hecho chistes, hasta ahora. Pensó que, ya que iba a morir de un ataque al corazón, debería también hacer frente a cualquier cosa espantosa que estuviera acechándole. Simplemente se sentía demasiado fláccido para correr.

Seguía lloviendo con fuerza. Harvey se reclinó sobre el puente de piedra pero esto no le resultaba suficiente. Quería acostarse y así lo hizo, apretándose contra la piedra y haciendo un esfuerzo para recobrar el ritmo de respiración normal. «El cerdo se levantó y se fue», pensó. Juró que empezaría a hacer jogging o a correr, siempre que saliera vivo de ésta. Y perdería 50 kilos. Incluso prometió a Dios que llamaría a su madre una vez a la semana si le evitaba el ataque al corazón. No podía pensar en otra manera mejor de ser bueno, porque si no también lo había ofrecido como voto. Después se le ocurrió algo: no volveré a ceder a los ataques de Big Mac, juró.

Pasaron los minutos y la lluvia fue menguando. Harvey seguía vivo y no le había perseguido ningún ser terrible. Otra vez la imaginación. Levantó poco a poco la cabeza y miró a su alrededor. Pensó que podía ver el estallido de cada gota de lluvia estrellándose contra la calzada: las gotas eran pocas, pero grandes. Su tercer ojo había dejado de emitir señales. No había nadie por allí.

Harvey se levantó poco a poco y comenzó a caminar con dificultad hacia casa, atajando por Tsuru-Kame para llegar a la parte de atrás del Arboretum. Puso la mano derecha sobre el pecho izquierdo para sentir cualquier anormalidad de las palpitaciones. Apagó el audífono para que su cabeza descansara de la energía estática. Se iba parando para reclinarse contra los árboles y descansar. «Estás hecho polvo, chico —pensó—. Deja lo de la heroicidad para otro».

Sintió que alguien le seguía, pero estaba demasiado cansado como para preocuparse. Quería creer que era el señor Imaginación. Sus propios diablos personales. Cada vez que se paraba a descansar le parecía oír crujidos entre la maleza que le rodeaba. Estaban por todas partes, espantosas criaturas que le rodeaban como depredadores salvajes, como lobos, hienas o leopardos alrededor de una presa herida.

Diablos, eso eran. Malos diablos. No intentaba verlos. Sabía que si lo hacía vería el movimiento rápido e inexplicable que había visto antes, frente a él, guiándolo. «Me llevarán a casa», pensó. Ya lo habían hecho en otra ocasión. Pequeños, malvados y juguetones diablillos. Pequeños pájaros.

Pero esta vez no los necesitaba. Siguió avanzando con dificultad, paso a paso. Salió del bosque de árboles mansos y avanzó por el césped de detrás de la casa, cerca de la verja que evitaba que los niños pequeños se acercaran a la piscina. Siguió a lo largo de la verja, con los pantalones de plástico rechinando y la vista clavada en el suelo. Al principio no levantó la vista, aunque había algo en el rabillo del ojo que le molestaba. Quitó el pestillo de la portezuela que daba a la piscina y avanzó por la superficie de piedra, apartando todavía la mirada. Al final su curiosidad le obligó a hacer acopio de valor, levantó la cabeza y se quedó mirando a lo que le había perturbado, aquella mancha oscura que flotaba sobre la superficie azul del agua.

11

En el pasadizo bajo la verja se había formado un charco por el agua de la lluvia, y George tuvo que deslizarse boca arriba, seguido por Victor. George echó pestes cuando el agua fangosa rebasó su zamarra, se le juntó en el cuello y se deslizó por su espalda al levantarse. A pesar de conocer el problema, tampoco Victor pudo realizar la operación con mayor limpieza, así que ahora avanzaban los dos a través del bosque con dedos de tela húmedos y fríos palpándoles las espaldas. Pero prácticamente había dejado de llover.

Había unas cuantas cosas que molestaban a Victor. Ni él ni George habían dicho una palabra durante cinco minutos, desde que el doctor Royce les diera la espalda. Victor quería hablar de eso, y también de lo que había visto en el cementerio dos noches antes. Y sobre lo que Suzy había sentido, lo que sentía todavía. Pero no creía que George estuviera preparado para oírlo; ni siquiera él sabía qué pensar, y George se lanzaría a sacar conclusiones. Caminaron todavía un rato más en silencio, por el camino que llevaba a Quarry House.

—¿Te enfadas así por él muy a menudo?

George sabía muy bien de quién se trataba, pero no quería hacerlo fácil.

—¿Por quién? —preguntó.

—El jefe —replicó Victor.

—Claro —dijo George— pero mucho más últimamente, esté presente o no.

—¿Quieres decir en el trabajo? —le preguntó Victor, que ya sabía la respuesta pero quería empujar a George a continuar.

Empezaba a llover otra vez.

—Nunca lo veo en el trabajo. Nunca nos molesta. Sólo una vez al año. Reunión de equipo. En esa ocasión sabe hacer que te sientas como mierda de una manera exquisita, sea por lo que has hecho o por lo que no has hecho, sin importar de qué se trate. Un mal negocio es algo estúpido. Un buen negocio es inmoral. ¿No te has topado nunca con el típico que quiere fastidiarte como sea sólo para verte saltar?

—Sí, claro.

—Yo no debería quejarme. Yo mismo lo hago. He aprendido.

—Eso es jugar el juego. Esto de la granja… ha sido un golpe.

—Sí, estaba realmente fastidiado.

—Pero tú también.

—Sí, yo también —dijo George—. Yo también. Y lo estoy. A veces me pregunto qué coño tiene en la cabeza, y a veces creo que lo sé. Y apuesto a que me caerá un rapapolvo.

—Vi a tu secretaria —dijo Victor—. Acepto la apuesta.

—No ando ligando con ella —contestó George, sin sonreír—. No ando ligando con nadie.

Lo dijo de manera que Victor se dio cuenta de que el asunto estaba zanjado. Caminaron en silencio unos 100 metros más, subiendo una pequeña ladera a través del bosque. Estaban ahora a la altura de Tsuru-Kame. Había dejado de llover, pero las hojas de los árboles goteaban y se había levantado viento.

—¿Qué era lo que buscábamos? —preguntó Victor.

Antes de que George pudiera responder, se oyeron unos gritos lejanos que procedían del Arboretum. Echaron a correr.

12

El nombre de la vaca era Rosette, hija de Rosearme, y tenía premios como vaca lechera y amamantadora. El establo de las vacas lecheras, donde se hallaba, estaba bien iluminado, con una luz brillante, pero en su pequeño compartimiento la luz era mortecina. El doctor Benjamin Royce se inclinó para examinarle la ubre con una linterna de bolsillo. Había encargado a Charle Cunningham que devolviera a Rosa de Guerra a su lugar y él se había encaminado al establo de las vacas lecheras para comprobar algo que le había molestado.

No, no se había equivocado. Al ir por el pasillo central del establo una hora antes había visto unas marcas en las ubres de Rosette. Sin saber por qué, se había resistido a examinarlas más de cerca; quizá fuera que no quisiera confirmarlo.

Se alejó de Rosette y volvió al corredor central hasta que llegó a la altura de Meg, la de Betty. Recordaba haber visto también en ella unas marcas reveladoras, punzadas y arañazos, ahora casi curados, como si algún animal le hubiera clavado sus afilados dientes en la teta, mordiéndola y tirando.

Se incorporó, se metió la linterna en el bolsillo, dio media vuelta y comenzó a caminar hacia el corredor central, pero de repente le asaltó un nuevo pensamiento. Volvió junto a Meg y sacó la linterna del bolsillo. Después rodeó al animal, iluminando sus flancos. En el cuello encontró lo que tenía la esperanza de no encontrar: la herida de un pinchazo, que ya empezaba a curarse, como la que dejaría un cuchillo de postre.

El doctor Royce había querido pensar que serían ratas. Nunca habían tenido problemas con ellas, pero había observado que emigraban por los pequeños valles al lado del río Schuylkill. A veces había visto sus cuerpos marrones sobre las rocas junto al arroyo de la Tortuga, tantas que le había sorprendido. Pero la primavera tocaba a su fin, estaban prácticamente en el comienzo del verano, y la migración debería producirse en el sentido contrario.

Entonces no eran ratas.

¿Qué más podía ser?

El doctor Royce no quería especular. Siguió caminando por el establo y salió a la oscuridad de la noche. De repente se acordó de otra visita que había hecho a estos mismos establos, bien entrada la noche, una semana antes. Algo se escurría entonces entre los arbustos, algo grande; las vacas mugían y golpeaban con las pezuñas en el suelo, los caballos relinchaban. En aquella ocasión había rechazado un pensamiento incongruente que se le ocurrió. Vino como un relámpago, como si fuera un pastor primitivo: un lobo o un tigre rondando. Pero no había hecho caso. Y ahora se le ocurrieron otras cosas que le parecieron de bastante sentido. Vampiros merodeando, pensó. Licántropos u hombres lobo que sorbían leche y sangre.

¡No!

Había visto cosas lo suficientemente extrañas en la vida para saber que todo era posible; tonterías como la magia o la superstición no eran necesarias.

13

Victor corría delante de George, bordeando la terraza que se extendía tras Tsuru-Kame. Se dirigieron hacia el corto camino que cruzaba el bosque y terminaba en el Arboretum, de donde procedían los gritos.

Victor oía el estampido de los pies de George a sus espaldas. Oía una respiración áspera, quizá la suya propia. Las ramas mojadas de ambos lados del camino le azotaban los brazos, arrojándole gotas a la cara y a las manos como si se tratara de puntas de hielo.

Allá adelante se oía todavía el sonido producido por un hombre en apuros, un vagido como si estuviera siendo torturado. Victor podía oír sus gritos incluso por encima de su respiración y del ruido de los pies.

Victor salió corriendo del bosque mortecino y siguió por el césped que rodeaba el Arboretum. Se dio cuenta de que los vagidos procedían de detrás de la casa. Se precipitó hacia allí, saltando sobre la verja que rodeaba la piscina. En el borde se levantaba una figura rígida, hinchada y de brillante amarillo que por un momento no pudo reconocer. Al acercarse y mirarla de frente vio a Harvey Butler con los dedos regordetes clavados en las mejillas, y estallando todavía en chillidos aterrorizados.

Victor no le dijo nada. Miró hacia donde él miraba y vio algo rojo y deshecho que flotaba sobre el agua. Se dio cuenta de que era demasiado pequeño para ser una persona. Estaba cubierto de pelo. Era un gato, abierto en dos de un extremo a otro como si una fuerza sobrehumana lo hubiera desgarrado primero y medio masticado después. Sus entrañas flotaban en una masa sangrante a su alrededor.

George llegó unos segundos más tarde. Tras George venían los tres chicos de los Butler, con caras solemnes pero curiosas, y los ojos muy abiertos. Los seguía Sophie Hawkins, la sirvienta jamaicana, secándose las manos en su delantal negro y mostrando su permanente sonrisa.

—¿Qué es? —preguntó George.

Victor se lo dijo.

—Mierda —replicó George, dándose la vuelta—. ¿Pero qué maldito juego es éste?

Victor rodeó con su brazo a Harvey Butler, que seguía rígido, y le condujo lentamente hacia casa.

—Vamos —le dijo—, entremos y echemos un trago.

Harvey seguía gritando. Victor sabía que no había visto nada. Los chicos miraban la escena, estupefactos. Y la sirvienta, Sophie Hawkins, se persignaba, con los ojos levantados al cielo y en blanco. Ya no sonreía.