Sarah
El lugar no se «plagó de policías». Sólo había uno. Y fue de la siguiente manera: en primer lugar, Sarah Caley no llamó a la policía; la visitó. Aquel día había estado de compras en Jos. Banks, eso era todo, y casualmente pasó por delante de las oficinas de policía, aquel viejo edificio de piedra gris con el alero y los marcos de las ventanas de ese color tostado propio de los militares. Estaba sola; los niños no la molestarían ni podrían después delatarla. Podía contar las cosas con discreción, decidir qué contar, cuánto contar. Era inteligente. Podía ocuparse de las cosas. La policía la respetaría.
Sarah aparcó el coche y entró en el edificio, echando miradas cautelosas a su alrededor. En el interior olía a edificio oficial, como los pasillos de la vieja escuela Baldwin el día de apertura de curso. Allí era donde había estudiado durante cinco años antes de que sus padres la mandaran al internado de Foxcroft. Aquella cera verde y poco firme que echaban al suelo y aspiraban de modo que el polvo no se levantara; era ese olor. Esperaba que la recibiera un policía y se quedó sorprendida cuando una mujer de pelo blanco, de unos 65 años, le preguntó si podía ayudar desde detrás de una mesa sobre la que se veía un pequeño ordenador. La mujer llevaba una camisa azul clara con una insignia plateada sobre el bolsillo del lado derecho. Tenía aspecto oficial.
—Quiero hablar con un detective, un capitán o alguien —dijo Sarah, perdiendo de repente la seguridad en sí misma.
Esta seguridad se vino abajo cuando la mujer le preguntó su nombre, dirección y la naturaleza de su queja. Escribió todos estos datos con mayúsculas en un impreso amarillo que parecía oficial.
La mujer de pelo blanco se percató de la reticencia de Sarah.
—El sargento Viele está ahí, ¿quiere hablar con él?
—Sí —dijo Sarah algo incómoda, observando con los ojos bajos a los dos policías uniformados sentados en una esquina de la enorme y sombría habitación.
Uno de ellos estaba sentado en una silla inclinada sobre la pared tras él y con los pies sobre la mesa, y el otro medio espatarrado sobre esa misma mesa. Sintió que al menos uno de ellos la observaba con gesto de policía, jugando con una goma entre los dedos. Podía ver que llevaba bigote oscuro. De hecho, se parecía bastante a su marido. Esperaba que no fuera el sargento Viele, pero lo era. Se acercó a saludarla, con las llaves tintineando. Ella consiguió mirarle a la cara y recuperó en parte su serenidad cuando él le sonrió amigablemente, mostrando unos dientes muy blancos. Sus ojos eran profundos y azules como zafiros.
—¿Puedo ayudarla? —le preguntó.
Sarah se percató de sus espaldas anchas, poderosas y erguidas, y de su pecho robusto. Era más alto y corpulento que su marido, debía medir al menos un metro ochenta y cinco centímetros, y su pelo era espeso. Unos cuantos mechones le caían sobre las cejas negras por encima de aquellos sorprendentes ojos azules. Tenía una pequeña cicatriz blanca bajo la barbilla que le hacía parecer peligroso. Además era más joven que George. A lo mejor incluso más joven que ella, pensó Sarah. ¿Por qué se había vuelto más cálida? De repente le parecía que él llenaba la habitación, allí en pie frente a ella, con su camisa azul clara sobreseyendo y la placa plateada tan visible.
—¿Hay algún lugar donde podamos hablar en privado? —preguntó Sarah.
Sintió los ojos del sargento examinándola. «Maldición —pensó—, cree que he sido violada».
Él se movió hacia una mesa situada en la esquina vacía de la habitación y ella caminó delante suyo. La mesa estaba cubierta de tazas de café viejas y papeles. Sarah se sentó en una vieja silla de madera que tenía un brazo roto y sujeto con cinta adhesiva. En el asiento había pequeños bultos de barniz y ella contuvo sus ganas de limpiarlo antes de sentarse.
El sargento Viele se sentó en una silla semejante al otro lado de la mesa, cogió una hoja de papel, Sarah pudo ver que se trataba de otro impreso amarillo, y le quitó la tapa a su bolígrafo. La miró de nuevo con sus ojos azules.
—¿Es preciso hacer un informe? —preguntó ella.
—Son las normas —dijo él, pero le puso la tapa al bolígrafo y se echó hacia atrás, mirándola—. ¿Le gustaría contarme simplemente de qué se trata?
Sonrió. Su sonrisa le dio ánimos. Su voz no era tosca, sino agradable.
—Se trata más bien de obtener alguna información —dijo ella, intentando no jugar con el bolso ni tocarse el pelo. Él la miró pero no dijo nada—. Se trata de unos intrusos —dijo ella rápidamente, sin querer empezar por ahí, pero viéndose forzada a hacerlo—. Me preguntaba s ustedes tendrían listas de delincuentes y esas cosas.
Se sentía como una tonta. Intentó seguir adelante. Se dio cuenta de que el sargento jugaba con el bolígrafo, dándole vueltas arriba y abajo sobre la rodilla, que tenía apoyada en la mesa. Se inclinaba hacia atrás como retirándose del problema que le presentaba.
—¿Ha tenido intrusos? —parecía lejano y muy poco convencido.
—Hemos tenido noticia de ellos —contestó, y le pareció que decir aquello era una tontería.
—¿Dónde vive?
Ella hundió la cabeza.
—Roycewood. The Vineyard.
Pudo sentir la sorpresa y la atención que surgió en él. Vio que la mano que antes jugaba con el bolígrafo se había detenido. La rodilla desapareció debajo de la mesa. El hombre se puso derecho en su silla.
—¿Cómo se llama? —le preguntó en voz firme y más potente que antes.
A ella casi le asustaba que pudiera estar enfadado, pues por su voz lo parecía.
—Sarah Caley.
—¿Es usted pariente del doctor Royce?
—Es mi tío.
—¿Conocía usted a la señora Horton?
—Desde luego. Era mi hermana.
Todo iba mal. Sarah quería poner alguna excusa y marcharse, pero sabía que no lo haría. Podía ver que él estaba ansioso, como tras la pista de algo que le interesaba. Ella no quería que le prestaran tanta atención.
—Así que han tenido intrusos.
—Yo no he dicho tal cosa. He dicho que he oído a otras personas hablando sobre el tema.
—¿Desde cuándo ha sido esto?
Ella permanecía cabizbaja, con los ojos clavados en las manos.
—Desde que murió mi hermana Nancy.
Él se quedó un momento callado. Ella se encontró dándole vueltas a su alianza, aquel anillo de oro con un único diamante.
De repente se oyó un tumulto, gritos, chillidos y estruendo en la habitación de al lado. Otro policía entró corriendo y antes de que Sarah entendiera lo que ocurría, el sargenteo Viele ya estaba en pie.
—Póngase debajo de mi mesa y agáchese, señora Caley —le dijo.
Ella no fue lo suficientemente rápida. Tras el otro policía entró un joven negro sangrando por unas heridas sobre los ojos y blandiendo una botella rota. Tras él venía un tercer policía. El hombre gritaba «¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta!». Sarah vio que su niqui estaba también manchado de sangre. Parecía que le habían disparado o apuñalado. Sus ojos eran amarillentos y enormes.
Sara no vio lo que pasó después. El primer policía se había dado la vuelta y el sargento Viele estaba entre él y el joven negro, agarrándole por la muñeca de la mano con que sostenía la botella. Después Viele torció ese brazo por detrás del joven, que seguía gritando y pataleando, hasta que cayó de rodillas. Sarah oyó la botella cayendo y rodando por el suelo.
—Traiga una camilla —dijo el sargento Viele al primer policía. Después se dirigió al segundo policía—: Tírelo al suelo y arrodíllese sobre él. —Su voz sonaba totalmente tranquila, y su cara no daba ninguna muestra de alteración. El primer policía volvió con una camilla, y Viele ayudó a sujetar al joven negro con correas—. ¿Qué ha ocurrido? —preguntó el sargento Viele.
—Tuvo una riña con su chica —explicó el segundo policía—. La trajo aquí y ella le apuñaló delante de nosotros. Salimos tras ella y el se lanzó contra nosotros. Tenía esa botella en el bolsillo.
El primer policía tenía un corte en el brazo y estaba sangrando.
—¡Maldito! —dijo dirigiéndose al joven que yacía en la camilla—. Deberíamos haber dejado que te matara.
—A tomar por culo, hijo de puta —dijo el joven.
—Llevadlo al hospital —dijo el sargento Viele—. Pete, de paso que te curen ese brazo. A la chica encerradla por el momento, si es que anda por aquí. Ya les tomaremos declaración más tarde.
Volvió al lugar donde Sarah permanecía en pie. Sangraba por la mano, pero se limpió con un kleenex sin darle importancia.
—Le dije que se pusiera detrás de la mesa y se agachara.
Ella no pudo responder. Nunca había visto nada más peligroso, nunca había visto a nadie actuar de manera tan valiente y serena. Se sentó temblando. La habitación quedó de nuevo en silencio, como si nada hubiera ocurrido.
—Casi no puedo creerlo —dijo—. Ni siquiera resuella un poco.
Frank Viele no sonrió ni dio ninguna explicación. Volvió a prestarle atención como si no hubieran dejado de hablar.
—¿Para qué ha venido, señora Caley?
A ella le costaba volver al tema. Estaba pensativa.
—Iba de compras por aquí cerca —contestó finalmente—. Sólo pensaba hacerles unas preguntas.
Frank se quedó callado. Ella no podía mirarle. La tenía totalmente impresionada. ¿Cómo podía hacerlo?
—Usted es una mujer inteligente, señora Caley —le dijo él finalmente, con voz firme pero relajada—. No creo que hubiera venido si no tuviera un motivo mejor que ése.
—Mi hija pequeña se perdió —dijo.
Sabía que empezaba a parecer un caso de perturbación mental, pero no podía hacer nada para cambiarlo. Quería marcharse antes de que le aconsejara que acudiese a un psiquiatra. Él era tan fuerte, ¿cómo iba a entender su temor por la breve desaparición de Chrissie?
—¿Pero la encontraron? —preguntó él.
—Sí.
—¿No le había pasado nada?
—No.
—Pero usted sospecha que no se perdió, sino que alguien se la llevo, ¿no es así?
—Así es.
—¿Por qué?
Sarah dudó un momento, se dio cuenta de que estaba retorciendo las manos. Después se lo soltó para que entendiera.
—La encontraron borracha en una bodega oscura de un edificio oscuro y con las puertas cerradas con llave. Tiene cuatro años.
El sargento Viele permanecía en silencio. Sarah levantó un poco la cabeza y vio que él se agitaba en su asiento y daba pequeños golpecitos en el bolígrafo.
—¿Por qué no se informó de esto en su debido momento?
Ella suspiró.
—Mi marido no quería. Mi tío no quería.
Ella se esperaba un sermón, pero no lo hubo.
—¿Por qué hablaba entonces de intrusos? ¿No es más probable que alguien de Roycewood cogiera a la pequeña? ¿Con toda la seguridad que tienen allí?
—Ninguno de nosotros lo habría hecho —dijo ella.
—Hay un montón de gente trabajando allí.
—Los han interrogado a todos.
Frank hizo un pequeño sonido dubitativo.
—¿Qué quiere que haga? —le preguntó. De repente Sarah se dio cuenta de que no lo sabía—. ¿Quiere una investigación formal? ¿Lo aguantaría su tío?
Ella meneó la cabeza. Sabía que la estaba mirando fijamente. Él esperó antes de hablar.
—¿Me llamará si vuelve a haber problemas?
Su voz sonaba más suave. Era una suavidad auténtica. Él se levantó. Ella alzó la vista y lo vio sonriendo, dándole ánimos. Asintió con la cabeza. Se percató de la tirantez de sus pantalones azules en torno al tiro. Se puso roja. Sus ojos la habían sorprendido. Ella sintió una oleada cálida y desvió la mirada.
Aquella noche, Sarah tuvo la sensación de que algo iba mal. Su marido estaba fuera; la niña estaba en cama; la sirvienta, sus hijos y los de los Butler habían salido. Al principio había intentado relajarse tocando el piano, tratando de ignorar lo que su intuición le decía. Al final decidió investigar. Cuando entró en la cocina vio gotas de agua y sangre cayendo sobre el suelo. Se quedó paralizada un momento, después corrió al teléfono y llamó a Frank Viele.
Cuando Suzy llegó a casa de los Caley, temblando todavía pero dominando su miedo, el sargento Viele acababa de llegar. Estaba cerrando la puerta de su coche patrulla azul y blanco, y se había quitado la gorra, que sostenía ahora en la mano. No había informado de la llamada, sino que había acudido de manera extraoficial. Le dijo al guardia de Roycewood que iba a visitar a la señora Caley por petición de ésta y esperó pacientemente a que lo aclarara por teléfono con ella, cosa que hizo con cierta reticencia: los guardias de Roycewood eran en realidad la policía del lugar, tan oficiales a su manera como la policía de Merion, y no había que ponerlos de mal humor.
Frank Viele esperó educadamente mientras Suzy aparcaba el Peugeot. Cuando salió del coche la saludó. Ella no lo conocía, pero al verle se alarmó y tranquilizó al mismo tiempo.
—Buenas noches. Soy el sargento Frank Viele —dijo él.
—Suzy Mancius. ¿Qué es lo que ocurre?
—Exactamente no lo sé. La señora Caley me llamó. ¿Es amiga suya?
Se dio cuenta de que tenía los ojos muy abiertos, de que estaba asustada.
—Sarah es mi hermana.
El sargento se quedó un momento mirándola, dando golpecitos con los dedos sobre la gorra.
Ella se dio cuenta de que miraba su vientre. ¿Cómo podía darse cuenta de que estaba embarazada cuando a penas se le notaba? Estaba impresionada. Y asustada. Se fijó en el hombre, era atractivo. Metió las manos en los pantalones.
—¿Qué puede pasar? —le preguntó, temiendo lo que encontrarían dentro.
Sarah estaba ya en la entrada, con la puerta abierta. Parecía tensa. Intentó sonreír.
—Lo siento —dijo.
Suzy pensó que parecía enferma, como si tuviera la gripe. Su rostro estaba pálido y arrugado. Llevaba parte del pelo recogido con una pinza, pero iba sin peinar. Tenía mechas enredadas que le caían sobre los hombros como alambres de oro.
—¿Puedo ayudarla, señora Caley? —preguntó el sargento Viele.
—¿Qué es lo que pasa, Sarah? —preguntó Suzy, apretando las manos heladas, metidas en los bolsillos, contra los muslos.
—Os lo mostraré —dijo Sarah.
Se dio la vuelta bruscamente y entró en la casa, avanzando con pasos cortos y rápidos. Los tacones repiqueteaban sobre el suelo de madera.
Parecía que llevaba la falda y la blusa como descolocadas, flojas. Se detuvo en la cocina, señaló hacia el techo pero sin mirar hacia allí. Suzy vio que temblaba.
—Allí está —dijo—. No sé cómo ha llegado ahí.
Suzy y Frank pasaron delante de ella, alzaron la vista y vieron un enorme pez de colores clavado en una de las vigas del techo con una flecha que le atravesaba la cabeza. Los enormes ojos se le habían vuelto lechosos. En el suelo se había formado un charco de sangre y agua.
—Parece una broma —dijo Suzy, pero se sentía todavía más helada.
—¿Podrían hacer esto sus hijos? —le preguntó Frank Viele—. Algunos chicos lo harían, para divertirse.
—No —respondió Sarah.
Frank consiguió coger el pez y la flecha y los examinó.
—Señora Caley, no creo que pueda hacer nada.
—¡Pero ha habido un intruso por aquí!
—¿Ha visto usted a alguien?
No, no había visto a nadie.
—Pero tiene que haber sido alguien.
—Echaré un vistazo ahí fuera.
Cuando el sargento salió, Suzy tocó a Sarah en el brazo, después la apretó.
—Todo se arreglará —dijo Suzy sin creerlo, mordiéndose los labios. Sarah se soltó. Su gesto era tenso.
—Todos creéis que me estoy volviendo loca —dijo.
Y salió corriendo.
Tom Horton permaneció agazapado contra la áspera piedra del muro, sintiendo de vez en cuando algún que otro saliente a través de la ropa. Se quedó mirando hacia el lugar donde había visto movimiento, cerca de una de las esquinas de la casa. Estaba seguro de que allí había alguien. Fuera quien fuera no se movía, a lo mejor vigilaba también, como él. Decidió esperar a que el otro hiciera algo.
¿Es que alguien había tenido la misma idea? ¿O era aquel observador la causa del problema? Tom tenía la sensación de estar a punto de revelar muchos misterios. Estaba ansioso, y concentraba la vista para ver más. Pero también era paciente. No movería un músculo hasta que el otro se moviera. Era de hierro. Se percató de la rigidez de su pene: eso lo probaba. Era metal, inmovible, invulnerable y poderoso.
Antes de que Tom pudiera probar del todo su fuerza algo se movió entre los arbustos al lado de la casa, como un bulto de oscuridad que se hubiera soltado y empezado a arrastrarse hacia la ventana con luz. Tom contenía la respiración y observaba cómo la forma oscura salía de entre la maleza y se deslizaba silenciosa por la hierba.
La noche había caído casi por completo, y no había luna. Poco a poco Tom se fue dando cuenta de que veía dos figuras, una tras otra, como hermanos siameses o artistas de sainete que caminaban como patos por el escenario. Le entró la risa. Contuvo una risita con la mano, preguntándose si estaría todavía borracho o bajo el efecto de las drogas. Seguía sin moverse, y se fue quedando helado al darse cuenta de que lo que estaba viendo no era ninguna actuación ni tenía gracia.
Las dos figuras se detuvieron al lado de la casa y se quedaron quietas, como un hombre con un niño a las espaldas, una encima de otra y encorvadas. Dos. «Los Richter», pensó Horton. Después, la figura de delante meneó los brazos, como bailando, y comenzó a hacer algo con las manos, tocando en la zona del pene. Parecía que empezaba a masturbarse, como bombeando adelante y atrás rápidamente. Por un momento Tom pensó que era una alucinación más, y que se estaba viendo a sí mismo.
Después se movió y las figuras se enderezaron, separaron, deslizaron y desaparecieron antes de que él hubiera dado dos pasos.
Tom avanzó hasta el lugar donde habían estado en silencio y con el mayor sigilo posible. No oyó ningún ruido de pasos, ningún ruido entre los árboles. Se volvió y miró hacia la ventana iluminada. Había un rostro observándole fijamente, un rostro de hombre, con los ojos muy abiertos, extrañado, asustado.
Harvey Butler solía meterse algodón en las orejas cuando se quitaba el audífono, para que su sordera fuera la máxima posible. «A cortar», pensaba. Entonces ya no podía ni oír el zumbido apagado, como de concha de mar, de la presión atmosférica. Quedaba sólo el sonido sordo y constante que él sabía era su cerebro, que no está conectado con los órganos auditivos externos.
Las vibraciones se habían convertido en algo muy importante para él por su sordera, especialmente cuando bajaba totalmente el volumen del audífono. Le encantaba sentir las vibraciones de las cuerdas de un piano o la cubierta delantera de un altavoz. A veces apoyaba su barbilla regordeta y sus labios contra ellos, como si fuera un amante, sonriendo. Sabía que podía sentir la más mínima vibración que se produjese a su alrededor por todo su cuerpo, y no sólo en las puntas de los dedos. Un gran receptor de ondas, pensaba de sí mismo. Un vibrador humano. Y había empezado a «sentir» con el centro de su frente, como si tuviera allí un tercer ojo hecho para sentir los cambios de presión del aire.
Fue precisamente este «tercer ojo» el que despertó a Harvey. Después de cenar había apagado el audífono, se había sentado en su sillón de la biblioteca y había cerrado los ojos para ser ciego además de sordo. No quería que le molestaran ni su mujer ni sus hijos. Desde la experiencia del bosque tenía ganas de cerrarse al mundo. Se quedó dormido.
Soñó, y en su sueño, tan real como la vida, estaba acostado sobre hierba alta y espesa, desnudo a no ser por unas bragas y un sostén de encajes. Un chico desnudo, de unos trece años y sin pelo excepto unos ricitos rubios en la cabeza, le golpeaba una y otra vez con una vara que parecía una rama de sauce, dejándole marcas cruzadas sobre el vientre y diciendo «chúpame los pechos» a cada golpe. En el sueño, las palabras parecían tener sentido para Harvey.
Los golpes de vara no le hacían daño. Eran como caricias, y se vio levantándose hacia el chico, deseoso de chupar no sus pechos sino su pene, pequeño y apretado. Parecía un cacahuete de piel lisa (cuando era pequeño tenía una niñera irlandesa, Kathleen, que cuando le bañaba y limpiaba los genitales decía: «ahora vamos a dejar tu cacahuetito limpio y guapo»).
Harvey tenía los labios casi encima cuando su tercer ojo sintió que alguien miraba. En el sueño había saltado hacia atrás temeroso y avergonzado, y se despertó asustado. Corrió hacia la ventana a tiempo de ver una cara encapuchada en la oscuridad, que desapareció tan de repente que era difícil decir si lo que acababa de ver había estado allí alguna vez.
Pero, a su manera, el sueño había sido «real», incluso más que la aparición de la ventana. Harvey miró hacia abajo y se encontró con la cremallera de los pantalones abierta (¿había olvidado cerrarla o la había abierto durante el sueño?). Su pene estaba rígido y alto, como si los latigazos de la vara de sauce en la hierba de su mente le hubieran preparado para un encuentro que nunca había creído desear.
Harvey volvió a la silla confuso y avergonzado, con las manos sobre los pantalones para ocultar lo que allí había. Un mástil palpitante. Se dio cuenta de que casi no respiraba, atrapado por el asma, como si las autoridades lo hubieran descubierto en un acto criminal.
De repente sentía ganas de culpar a su esposa Trish de su curioso sueño. Quería acusarla de asexualidad, de convertirlo en homosexual (Dios mío, ¿podría ser cierto?), e incluso de hacerlo sordo y vulnerable. Él un maricón. Gay. No era posible, no era verdad. Y al mismo tiempo sabía que Trish no tenía nada que ver con el estado en que se hallaba.
Harvey quería echarle la culpa a Roycewood. Estaba extraño desde que se había perdido en el bosque, cerca de Mill House, cuando un pequeño pájaro le conducía. Era incapaz de librarse de esta locura que le había atacado sin avisar, como si aquel rostro al otro lado de la ventana (¿estaba realmente allí?) lo hubiera atravesado con una lanza, alcanzándole el alma.
Hizo funcionar el audífono con dedos temblorosos y temiendo lo que iba a oír, sonidos que no había oído nunca antes, fantasmas susurrando por los pasillos, arañando las puertas, crujidos en el ático y silbidos en la bodega. Pero no hubo sonidos extraños, sólo los latidos de su corazón y el resuello de sus pulmones.
Intentó hacer un chiste sobre ello, pero no pudo.
Frank Viele andaba con la linterna por entre los arbustos, haciendo tiempo para que la búsqueda pareciera buena. George Caley y Victor Mancius llegaron desde el bosque.
George no esperó a que le saludara.
—¿Encuentra algo?
—No, señor —contestó Frank—. ¿Cree que ha sido una broma de sus hijos?
—Hablaré con ellos —dijo George—. Pero no creo.
Victor se había alejado un poco hacia la casa, con las manos en los bolsillos. Se dio la vuelta.
—El pez, ¿era vuestro?
—No tenemos peces. Supongo que era del estanque al lado de la casa de Paul. Parece uno de esos koi japoneses que tienen.
Victor no dijo nada. Pensaba en la zarigüeya muerta sobre la tumba.
—Sargento, gracias y buenas noches —dijo George.
Frank se dio cuenta de que le urgían a irse. Recordando al doctor Royce, saludó con la linterna.
—Para ayudarles —dijo, y se fue.
Cuando el sargento encendía el motor, George y Victor estaban ya en la casa, en la cocina, con Suzy y Sarah. Victor besó a su mujer, le dio una palmadita en el vientre y la apretó contra sí. Ella le miró con expresión extraña y le abrazó fuerte, y él se preguntó qué estaba pasando detrás de lo evidente. Sarah miraba fijamente hacia el suelo. George le lanzó una mirada furiosa, se sirvió un vaso de whisky y ofreció a los otros.
Ninguno aceptó.
—Gracias, Victor —dijo George cuando hubo apurado el vaso—. Te llamaré.
Mientras cruzaba la puerta de Roycewood, Frank Viele pensaba en si debería comunicar el asunto al jefe Delancey o no. En principio, Frank estaba libre cuando contestó la llamada de la señora Caley: su turno había terminado a las cuatro, pero se sentía solo y se había quedado estudiando en su escritorio en vez de irse al apartamento vacío. El cabo Martínez le había comprado una hamburguesa, una Coca-Cola y unas patatas fritas en McDonald y estaba terminando la bebida cuando el teléfono sonó a las nueve menos cuarto. La señora Caley había preguntado por él, y como estaba fuera de servicio y pensando en lo delicado que era tratar con los Royce, contestó la llamada pero no dio parte de la misma. Pero por otro lado había cogido un coche patrulla, y eso sí que había que comunicarlo.
Además, seguro que el doctor Royce llamaría al jefe. No podía evitarlo. Daría parte de la llamada y le diría al jefe por qué había contestado de la manera que lo había hecho. Bueno, que le echara un rapapolvo si tenía que hacerlo. Uno se va acostumbrando a tener auténticos imbéciles en puestos superiores en la marina, en la policía, suponía que también en la vida. No se engañaba pensando que si llegara a obtener su licenciatura en derecho se libraría del poder de gente más tonta que él. Lo único que esperaba es que aumentara la calidad de la tontería.
Otro de sus pensamientos giraba en torno a Roycewood. Muy a pesar suyo, el lugar le había impresionado y fascinado. Había nacido y crecido a menos de cinco kilómetros del enclave, en la parte sur de Ardmore, el barrio pobre. Se había educado sabiendo que al norte de las vías había calles y calles de casas en las que los ricos vivían en un anonimato relativo, y haciendas donde los muy ricos residían tras muros de ladrillo o piedra y portalones de hierro. Pero era un mundo al que Frank Viele jamás había accedido a no ser estando de servicio.
Dejó el coche blanco y azul en un hueco en la parte de atrás del edificio de policía y le devolvió las llaves al sargento Spenser, entonces de guardia. Primero se sentó en su mesa y escribió el informe CLE (cúbrete la espalda) con primorosas letras mayúsculas, después se quedó un rato en la silla antes de llamar al jefe Delancey. Frank sabía que debería llamar al jefe a casa aunque se estaba haciendo tarde, pero le costaba hacerlo. También la llamada era tipo CLE, y eso le molestaba.
Frank reconstruyó en su mente la imagen de Sarah Caley frente a él aquella tarde. Era mejor recordarla aquí que en su casa.
Se acordaba de cómo había enrojecido y el aturdimiento en que había dejado la habitación. Recordaba lo alta y rubia que era, y sus intensos ojos azules. Aristocrática. Sus pechos parecían un poco grandes para su constitución, incluso medio escondidos bajo el jersey. Tenía un aire de ligereza, refinamiento, delicadeza. Estaba tan asustada. Despertaba en él un extraño apremio sexual, levantado sobre el deseo de protección pero en absoluto paternal. Sospechaba que debía ser mayor que él.
Frank sintió como un endurecimiento en la ingle que le subía por todo el cuerpo. Y sensación de ternura en el corazón. Olvídalo. Frank. No eres más que un poli. Cambió de posición y arrinconó aquel deseo en el fondo de su alma. Levantó el auricular y marcó el número del jefe Delancey con más energía de la necesaria.
—Ese George es un bestia —dijo Suzy cuando se metían en el coche—. ¿Crees que le pegará?
Victor se rió y puso en marcha el coche.
—Sarah sabe lo que piensa y George no va a cambiarla.
—Está tan asustada —dijo Suzy.
«Y yo también», pensó.
Siguieron por la oscura carretera hacia las puertas de entrada de Roycewood. Al pasar, el guardia los reconoció y saludó con la mano. Suzy seguía temblando, así que se envolvió en la manta del coche.
—Es un lugar extraño —dijo Victor.
—Ahora ya sabes por qué no vivimos aquí.
—¡Hombre! —dijo Victor—. No es tu estilo. A ti te gusta la vida sencilla.
—Me gustas tú —dijo Suzy, cogiéndole de la mano.
Las suyas se iban calentando poco a poco y sabía que había pasado lo peor. Intentó olvidar lo que la había llamado desde el bosque. Intentó no imaginarse lo que le habría hecho si hubiera acudido. Había querido su niño. No quería imaginarse nada, pero sentía tirones, algo que la empujaba a hacerlo, como la gravedad.
Decidió contar a Victor unas cuantas cosas, pero no todas.
George daba vueltas de un lado a otro de la cocina con un vaso de whisky en la mano. Sarah estaba sentada en una de las robustas sillas, apretando las manos entre las rodillas y mirando al suelo.
—Deberías habérmelo dicho antes de hacerlo —dijo él.
—Habrías dicho que podías arreglarlo tú solito —contestó ella—. Hice lo que creí mejor.
—Llamar a la policía no era lo mejor.
—Yo no estaría tan segura.
Él se volvió bruscamente hacia ella, derramando parte del whisky sobre el suelo.
—¡Mierda, la próxima vez me lo dices!
—¡Haré lo que me dé la gana! —gritó ella, sorprendiéndose a sí misma tanto como a él—. ¡Y no vuelvas a decirme lo que tengo que hacer!
Él la miró y dejó la habitación.
Al otro lado de la ventana sus hijos los miraban asombrados.
Chip y Doug Caley dieron la vuelta a la casa abriéndose paso entre la hiedra que crecía bajo los pinos.
—Él nunca le grita a ella —dijo Chip.
—Ni ella a él —contestó Doug.
—Me pregunto quién hizo lo del pez —dijo Chip.
Doug rió.
—Estaba muy simpático —dijo.
Chip rió también.
—Sí —dijo, y se echó de nuevo a reír.
Cuando llegaron a su casa en Berwyn, Suzy le había contado a Victor su miedo por sentir que la seguían, y él, lo que había encontrado y pensado en el cementerio.
Ella no estaba segura de nada. Volvió a pensar en el llanto persistente y los sollozos apremiantes que había oído en la carretera desierta. Sintió una contracción y un dolor en el abdomen. Se estremeció.
Pero podía haber sido un pájaro, pensó. Hay pájaros que hacen ese sonido plañidero.
Aparcaron el coche en la parte de atrás y salieron. Las ranas croaban tan fuerte aquella noche de junio que ni siquiera los ladridos de los perros en las perreras podían apagar su canto. No habían dejado ninguna luz encendida ni fuera ni dentro de la casa, y había una oscuridad espesa, sin que las mortecinas estrellas resultaran de gran ayuda. Suzy se acerco a Victor mientras este manipulaba con las llaves y lo rodeo con sus brazos. Estaba llorando. Él ya estaba acostumbrado a los cambios de humor de su embarazo, pero sabia que esto era diferente.
La abrazó con fuerza.
—Venga, todo se arreglará —le dijo, apretándole la barba contra el pelo—. Nosotros lo arreglaremos.
Ella le contestó con voz borrosa y ahogada.
—No puedo dejar de pensar en Nancy —le dijo—. No puedo evitar pensar que alguien la mató.
—Todo irá bien —dijo Victor, dándole palmaditas en la espalda mientras la abrazaba y sintiéndose helado mientras apretaba su cuerpo tembloroso en medio de la humedad de la noche—. Estuviste estupenda en casa de los Caley. No me extraña que seas tan buena en el juzgado. Nervios de acero.
Ella se estremeció y lo abrazó más fuerte.
—Querían a mi hijo —dijo ella contra su pecho—. Sé que querían a mi hijo.
«Pero no —pensó—. Era un pájaro. Tenía que ser un pájaro».
El piccata de ternera era excelente. El vino (de su propia cosecha de Roycewood) no era lo mejor: hubiera preferido un blanco seco italiano, quizá un Valpolicella, pero de todos modos no estaba mal. La pasta con aceite suave, ajo y albahacas era una delicia. Y el zucchini salteado era espléndido.
El doctor Royce no era un gounnet, y prueba de ello era el gusto con que se tomaba las sencillas comidas que la señora Tyson le preparaba en casa. Pero sabía que la comida bien preparada es tanto un placer como una terapia, así que ponía una especial atención a las cocinas y los cocineros del hospital Royce Memorial.
No se apresuró en apurar su expreso, doblando mientras la servilleta de lino y dejándola en la bandeja. Posponía el momento de volver al estudio de los informes de sus pacientes, que le esperaban en un pequeño montón sobre su escritorio.
En los paneles de nogal que cubrían las paredes de su oficina colgaban distintas siluetas de antepasados Royce. En las estanterías, también de nogal, podían verse dos primeras ediciones de la Anatomía de Gray (una había pertenecido a su bisabuelo y otra a su abuelo) y copias antiguas de la Materia Médica y de Referencias de trabajo del médico, que habían pertenecido a otros antepasados también doctores.
De hecho, aquella oficina había sido la de su tatarabuelo. Él había hecho que la trajeran desde la casa de la ciudad de Walnut Street, donde había sido preservada como un santuario familiar desde la muerte de su padre. También el padre del doctor Royce la había usado y conservado intacta.
El doctor Royce se levantó para llevar la bandeja con los platos usados a la mesita al lado de la puerta cuando oyó el timbre de la oficina. Se paró y volvió al escritorio. Nadie le molestaba aquí. El timbre volvió a sonar y fue a contestar. Al abrir la puerta encontró el rostro tenso e incluso enojado de George Caley. No pidió disculpas.
—Tenías los teléfonos desconectados, así que vine a verte —dijo.
—O sea que no podías esperar. Comprendo —dijo el doctor Royce. Se apartó a un lado para dejar pasar a George, y después le indicó el camino hacia el escritorio de su tatarabuelo, sobre el que colgaba una lámpara de metal de tonos verdes que constituía la única iluminación de la oficina—. ¿Quieres un brandy? —le preguntó, apartando de la mesa una de las pesadas sillas de nogal y quedándose en pie tras ella.
George rehusó. Se sentó en la silla.
El doctor Royce dio la vuelta al escritorio, se reclinó sobre el respaldo de piel y posó las puntas de los dedos bajo los labios.
—Supongo que hay problemas —dijo.
Su rostro estaba sombrío.
George alzó la barbilla.
—Otra vez lo mismo —comenzó George.
Y le contó la historia del pez, Sarah, Victor y la policía.
El doctor Royce no le interrumpió. Ni siquiera se movía. Seguía con los dedos bajo los labios y miraba directamente a George a los ojos, sin pestañear.
Finalmente bajó las manos.
—Estoy de acuerdo en que es extraño. Pero todavía creo que deberíamos conservar el secreto entre la familia. —Se quedó un rato en silencio y después siguió—: Hablar a Victor estuvo bien, pero lo de la policía fue un error. Ya le diré algo a Sarah.
George se quedó mirando fijamente al doctor Royce, observando las suaves cejas grises sobre la nariz corva. Notó también que el anciano no le miraba mientras hablaba.
—Haré lo que tenga que hacer —dijo.
El doctor Royce le miró con tranquilidad.
—No puedo creer que sea tan serio.
George no se movía ni pestañeaba.
—Yo no voy a dejar que llegue a ser tan serio.
El doctor Royce suspiró. Cuando George se fue llamó al jefe Delancey.
—Usted o sus hombres, vengan a Roycewood sólo cuando yo se lo pida —le dijo.
Volvió a los informes sobre sus pacientes, frunciendo el ceño por lo que había visto, sentido y pensado.
Los perros aullaban en las perreras. Suzy sabía que eso era lo que la había despertado.
¿Pero qué era lo que los había agitado?
A través de la ventana abierta podía oír sus ladridos, podía oír cómo golpeaban las puertas de las perreras en un delirio por salir.
Y de repente se quedó aterrada, se le pusieron rígidos los músculos y tenso el estómago.
¿Por qué Victor no se había despertado?
Había algo al otro lado de la ventana. Podía imaginarlo allí fuera, en la oscuridad, un monstruo maníaco en cuyos dientes afilados se reflejaba la luz de la luna, ensombrecida por las hojas, respirando de manera áspera, rápida, rasposa.
La había seguido, estaba segura, la había seguido desde Roycewood, quería apuntalar a la cama su cuerpo retorciéndose como había hecho con el pez en casa de Sarah, quería matar a su hijo. Ella deseaba gritar, zarandear a Victor, sacarlo de su inconsciencia. Pero se quedó esperando, rígida, en la oscuridad. A lo mejor no era más que otro sueño, a lo mejor todo había sido un sueño. Ahora los perros se habían callado.
Arriesgó una mirada hacia la ventana, temiendo encontrar un rostro burlón. Pero la ventana abierta estaba vacía y las cortinas no se movían, sino que sólo servían de marco a un terror vacío y a una imaginación desbordada.
«Es algo pasajero» —pensó—. «Todas las mujeres embarazadas tienen estas explosiones paranoicas». —Se movió hacía Victor y rodeó con los brazos su cuerpo caliente. Él respiró hondo. Ella seguía asustada, sin saber a qué parte de su mente dar crédito. Sólo sabía que se sentía perseguida, acechada, marcada como víctima, y que los perros habían empezado a ladrar y agitarse en las perreras otra vez.
El visitante nocturno que acudió a Tsuru-Kame no lo hizo por el sendero seco, sino que salió de entre los bosques cubiertos de musgo que se extendían tras la casa de té, donde los manantiales que brotaban por la fisura de una roca subterránea inundaban la ladera en un ancho de metro y medio. El visitante se movió entre los pinos, sin avanzar rápidamente, como de día, sino deslizándose con calma por el jardín de té sin un ruido. Pasó entre las figuras funerarias y las piedras con inscripciones que yacían así desde hacía más de 100 años, y después siguió por la orilla del arroyo pasando el estanque masu, dejando una sombra bajo la luna llena pero sin temer que lo descubrieran. Caminó por el sendero de gravilla, atravesando el jardín interior con sus rosales en flor dispuestos en terrazas, hasta llegar al pequeño nobedan que conducía a la casa. Había luz tras las ventanas, que estaban cubiertas con unas pantallas protectoras pero carecían de contras para evitar que se viera lo que sucedía dentro de la casa.
El visitante se detuvo fuera de los límites de la luz y se quedó mirando. Primero se le cortó la respiración, después volvió más rápida. Sobre la pared de una alcoba de la habitación había una pintura de un samurai con su pene enorme y de raíz venosa metido en una geisha. Entre almohadas esparcidas sobre las alfombras yacían el doctor Paul Royce y su esposa Flip, unidos en la misma posición. El pene de él resultaba un poco empobrecido por la fantasía de la pintura, pero las ninfas de ella estaban hinchadas y trabajaban como gusanos en torno a la saeta.
El visitante se quedó mirando durante un buen rato, después se masturbó, tras esto se agachó, como había hecho la noche anterior, cagó sobre una piedra y se fue, tan silencioso como la sombra de un pájaro.