Suzy se levanta
Desde su oficina en la avenida de City Line. George Caley podía ver los seis carriles de la autopista de Schuylkill curvándose y los dos puentes gemelos que cruzaban el río en dirección al noroeste perdiéndose en el caos verde de las colinas de Wissahickon. Eran las ocho de la mañana de un lunes lluvioso. Mientras miraba a través de la ventana tomó una determinación.
Estaba solo en su oficina, rodeado de madera, alfombras, modelos de puentes, torres y estadios cubiertos. Su escritorio aparecía inundado con módulos electrónicos, instrumentos con astillitas y barquillos que podían llevarle a cualquier lugar del mundo o comunicarle con cualquiera de sus archivos con sólo apretar un botón. Una pequeña comodidad.
George había vuelto a hablar con todas las familias Roycewood, y todos estaban asustados de una manera u otra. Pero la mayoría confiaba en la habilidad de «tío Benjamin» para arreglar las cosas, o respetaban su deseo de mantenerlas en secreto. Como el doctor Royce no hacía nada, George Caley tendría que actuar.
Marcó el número de teléfono sin dudar ni un momento.
Victor Mancius era miembro de Rhoades, Bullock y Kelso, una firma de abogados en el centro de la ciudad. A las ocho de la mañana Victor no habría llegado todavía a su oficina, así que George no le llamó allí, sino a su casa en Berwyn. No fue Victor el que contestó, sino Suzanne, su esposa.
—Ya ha salido —dijo Suzy a George—. ¿Puedo ayudarte?
Su voz sonaba entrecortada como por algún temor.
—No, ya lo localizaré más tarde —contestó George, y colgó el teléfono bruscamente.
De repente se dio cuenta de que deseaba la ayuda de Victor más de lo que pensaba. Victor no pedía nada a nadie. Tenía 38 años, igual que George, lo suficientemente mayor como para ser duro y educado, y la única persona que George consideraba su igual. Habían sido amigos desde que eran hermanos en el Beta Zeta Pi de Penn, una cofradía en la que eran los únicos estudiantes en la lista del decano de un grupo de becarios que había estado a prueba durante trece años seguidos. Habían cazado, pescado, formado pandilla, esquiado, escalado, corrido y luchado juntos en Penn y después, y George nunca había vencido a Victor, aunque siempre lo intentaba. A veces había sentido que debería ser de la otra manera. A veces. Pero nunca lo había admitido.
Al final. George localizó a Victor sobre las nueve de la mañana.
—¿Quieres ayudarme a atrapar a un asesino? —le preguntó George sin rodeos.
—Claro —contestó Victor. Tenía una voz profunda y nasal, hasta en el teléfono—. ¿Dónde? ¿Cuándo?
—En Roycewood. Esta noche.
—Estas loco.
—Hablo en serio.
—¿Qué quieres decir, un asesino? ¿A quién han asesinado?
—Creo que a Nancy.
—Pensaba que había sido un accidente.
—Me parece que no. Tengo más que contarte. ¿Qué tal si comemos juntos?
—¿Dónde?
—Te recoceré con mi coche a mediodía.
George quería decir algo más, pero Victor había colgado.
Victor Mancius tenía ojos de color marrón claro, que se hundían en su cara de corte eslavo y mejilla sobresaliente. Llevaba una barba castaña rizada, con unas mechas grises, algo nada tradicional para un miembro de una de las principales firmas de abogados de Philadelphia. Su pelo era también rizado tanto en la cabeza como en el pecho. Vestía trajes de pana y jerseis abiertos siempre que le apetecía, y esto era a menudo. Había descubierto bastante pronto que si uno puede resolver los problemas de los clientes importantes da lo mismo ser un gigante búlgaro en bikini: lo que se aprecia y recompensa son los resultados obtenidos, y se puede llegar alto casi al ritmo que se quiera.
Era de ascendencia polaco-lituana y había nacido en el noroeste de Philadelphia. Académica y atléticamente se debía a la Universidad de Pennsylvania. Había conseguido medalla de oro en los Juegos Olímpicos en remo individual y por parejas (formando equipo con Tom Caley), así como una beca Rhodes, ambas cosas en el mismo año mágico.
Tras esto se le abrieron todas las puertas. Había escogido la escuela de abogacía de Harvard, después Oxford y Philadelphia.
Mucho más tarde había conocido a Suzanne Royce a través de su viejo amigo George Caley, cuñado de ella. Suzy trabajaba como notario en la firma Pepper, Hamilton y Sheetz, un competidor amigable. Se habían enamorado y casado aunque Suzy odiaba el kielbasa y Victor despreciaba su «acento de clase alta», y a ninguno de ellos les gustaban los otros abogados ni la idea de que algún día los dominara el nombre de familia de Suzy. Como por acuerdo tácito se habían resistido siempre a la influencia de los Royce. Pero el doctor Benjamin Royce seguía sin darse por vencido: todavía guardaba Mill House abierta para ellos, esperando que cambiaran de idea. Suzy no quería ni oír hablar de ello.
Cuando Victor salió por la puerta giratoria de bronce, el 450 SLC plateado de George Caley esperaba junto al bordillo de Walnut Street, frente a la entrada del edificio Fidelity, con George al volante. Los asientos del coche eran de piel, pero esto no impresionó a Victor: prefería su viejo y destartalado Peugeot.
—¿Adonde me llevas? —preguntó.
—A ninguna parte —dijo George—. Quiero hablar. Si tienes hambre podemos coger un perrito caliente en la esquina.
—Que sean dos. Con chucruta.
George cruzó Broad Street con luz amarilla y se detuvo junto a un puesto de sombrilla azul y naranja en la esquina de la calle Sixteenth, con los camiones dando bocinazos tras él. A Victor le divertía la escena. Una típica comida de Philadelphia, pensó, barata, sencilla y totalmente ingenua.
—También quiero una Coca-Cola —le dijo a George cuando éste volvió.
George puso cara de disgusto pero volvió al puesto. A Victor le gustaba burlarse un poco de él; nadie más podía hacerlo.
Cuando volvió la segunda vez le pasó la Coca-Cola, frunció el ceño y salió disparado para continuar por Walnut Street.
—Esto es la cosa más asquerosa que he visto en mi vida —comentó Victor, con un perrito en cada mano y la lata de Coca-Cola mojada entre las rodillas—. Pensaba que me invitabas a comer. Esto parece más un partido de béisbol.
George no dijo nada. También le gustaba «atrapar» a Victor, cuando podía. Pasó por las elegantes tiendas cercanas a la calle Seventeenth, cruzó la calle cuando el semáforo acababa de ponerse en rojo y esquivó de manera más o menos cortés a los ciclistas, peatones y gente haciendo jogging. Siguió adelante y aparcó en una zona de estacionamiento prohibido al lado de Rittenhouse Square. El ruido del tráfico era tremendo.
—Te pondrán una multa —dijo Victor—. Necesitarás un buen abogado. Soy caro.
George no le hizo caso.
—¿Quieres comer en el coche o sentarte fuera sobre el muro?
Victor rió, pasó a George los perritos, cogió la Coca-Cola con una mano y usó la otra para salir del coche, manchando la tapicería de mostaza al intentar subir el pestillo. Pero no se detuvo a limpiarlo. George sabía cómo espolear su curiosidad y él sabía cómo manejar a George. Juegos y juegos.
Había dejado de llover y el muro bajo los olmos todavía goteando no estaba más que un poco húmedo. Para salir del coche George había cogido los dos perritos en una mano y los había aplastado. Victor no se quejó. Un punto para George.
Victor habló primero, mascando su perrito con chucruta y sintiendo la humedad fría a través de los pantalones de pana.
—¿Qué coño es eso del asesino?
—Es algo serio, no bromeo. No hubiera vuelto a pensar en lo de Nancy si no fuera porque una semana más tarde Chrissie desaparece durante tres horas y al final la encontramos encerrada en la bodega, borracha y con una rosa en el culo; y no tenemos ni idea de cómo entró.
Victor escuchaba, asentía con la cabeza y masticaba, con un hilo de chucruta cubierta de mostaza en la barba. Había mucho ruido por el tráfico de Walnut Street, y George iba alzando la voz, que rechinaba cascada como los gritos de un sargento.
—Además. Harvey Butler y algunos otros dicen que han visto gente merodeando, pero no están seguros. Y el doctor Royce no quiere que intervenga la policía, claro. De hecho, yo tampoco. Pero él dice que hará algo y no hace nada.
—Por eso me has llamado.
—Exacto. Yo sí quiero hacer algo. Y no quiero que él lo sepa por el momento.
Victor continuó masticando sin responder. Finalmente habló.
—No estoy tan seguro de que tengamos un asesino. Es obvio que ha habido algunas actividades sospechosas entre fastidiadas y divertidas y quizás un poco de histeria colectiva.
—Es demasiado al mismo tiempo. Lo de Chrissie me ha dejado realmente preocupado.
—¿Supongo que has hablado con toda la gente que trabaja en el rancho?
—Los creo cuando me dicen que no tienen nada que ver en todo esto.
—Mmmm —dijo Victor. Cogió el segundo perrito, que George sostenía, retiró el papel de cera y le pegó un mordisco—. Estás evitando la pregunta —le dijo con la boca llena—. No has hablado con todos.
—Todos llevan allí mucho tiempo. Los hombres quizá treinta o cuarenta años. Las mujeres, entre diez y cincuenta.
—¿Has hablado con todas las mujeres?
—No.
Victor tragó.
—¿Por qué no?
George pensó durante unos segundos en Sophie Hawkins, la sirvienta de los Butler, pero alejó el pensamiento de su cabeza.
—No parece cosa de mujeres.
—¿Has hablado con todos los hombres?
—No.
—Mmmm —el George Caley que él conocía era mucho más sistemático. “El viejo lo tiene asustado”, pensó. Victor terminó el segundo perrito y se bebió la Coca-Cola a grandes tragos. ¿Qué hay de los chicos? Lo de Chrissie parece un juego de niños, lo de jugar a los doctores y esas cosas.
—Ninguno de ellos actúa como si tuviera algo que ver en el asunto. Y Chrissie dice que no jugó con nadie más. Creo que no recuerda nada.
Victor se quedó pensando.
—El viejo piensa que se trata de merodeadores, ¿no es así? —dijo finalmente.
—Claro.
—¿Y eso es también lo que tú crees?
—Sí.
El asunto empezaba a ser interesante, por más motivos que los que George le daba.
—Ese lugar está vigilado como si se tratara de una prisión —dijo Victor.
Lanzó a George una mirada nítida. «A hora viene», pensó.
—Me gustaría que me ayudaras a comprobarlo.
—Mmmm —Victor se pasó la lengua por delante de los dientes—. Sabes —dijo—, la única vez que he estado en ese lugar fue para el funeral de Nancy. Suzy no lo aceptaría de otra manera y a mí no me interesa.
—¿Quieres inspeccionarlo con ella? —preguntó George esbozando una sonrisa.
Victor miró a George y vio que no estaba simplemente metiéndose con él, quizá justamente por la sonrisa. George no sonreía nunca. Y Victor respetó su punto de vista.
—De acuerdo —le dijo—. ¿A qué hora quieres que nos encontremos para pasar la puerta contigo?
—Preferiría que intentaras entrar solito —dijo George—. Yo intentaré encontrarte.
Victor casi se lo esperaba. George y sus juegos de boy scout. Parecía creer que todavía tenían 21 años. Bueno, también a él le gustaba jugar como un niño de vez en cuando.
—Nada de armas —le dijo—. No quiero que te hagas daño.
Victor Mancius se fue pronto a casa. En su finca de 240 áreas, Suzy criaba perros ahora que estaba embarazada y medio retirada de la abogacía. A Victor no le gustaba ni el olor ni los ladridos de los animales, pero quería a Suzy y no ponía pegas.
Victor no entró directamente en casa. Sabía que Suzy estaría en la parte de atrás y caminó hacia la vieja cabaña de piedra y las perreras de alambre. La encontró allí, en vaqueros y la parte de arriba en bikini, rodeada por animales que lamían, abrían la bocaza y ladraban.
—¡Sácate esos bichos de encima! —le gritó—. ¡Quiero sentir tus pechos!
Ella todavía era capaz de sonrojarse, y a él le hacía feliz. Les había costado cinco años que se quedara embarazada, a pesar de la famosa ayuda del doctor Royce y algunos consejos naturales (Victor recordaba divertido algunas de estas ocasiones como cuando el doctor Royce le había mandado al lavabo a «producir» un poco de semen para su «colección» y Suzy se había colado para «ayudarle» con la boca).
Además, ahora Victor quería a Suzy por estar embarazada. Ya empezaba a notársele. Y se comportaba de una manera un poco extraña; se despertaba por las noches y a menudo parecía triste o asustada. Él actuaba con cuidado, sin decirle que lo había notado. Suzy hizo entrar a los perros en una gran perrera, cerró la puerta y acudió a saludarle. Su cara sucia lucía una brillante sonrisa.
—Se están haciendo grandes, ¿eh? —le dijo, pensando en sus pechos y el comentario de él.
—Buenos melones —añadió él, cogiéndolos suavemente y besándola al mismo tiempo en la frente—. Tengo que salir esta noche.
—Concedido —contestó ella—. ¿Quién es la afortunada?
Caminaron hacia la casa de piedra cogidos de la mano. El iba esquivando los charcos del camino de gravilla, y ella los atravesaba pataleando con sus botas de goma. A él le gustaba su espíritu.
—Voy a entrar a escondidas en Roycewood —le dijo—. George y yo vamos a robar todos los secretos de la familia.
—¡Coño! —exclamó ella—. Cuéntamelo, pero espera que me recupere. Sabía que ese diablo de Caley te llamaba por alguna razón misteriosa.
Llegaron al patio de piedra. Ella se dejó caer en una silla de secoya cubierta de almohadones. Él permaneció en pie, explicándole a grandes líneas el problema y los planes, con las manos en los bolsillos y mirándola a los ojos. Ella permanecía sin inmutarse. Victor había esperado protestas y le sorprendió ver cómo se iba formando en su rostro una sonrisa, lenta pero casi triste.
—Me necesitas —dijo ella.
Parecía resignarse a algo.
Él se inclinó y la besó.
—Totalmente cierto.
Suzy lo empujó suavemente, agitando sus hermosos ojos azules y sonriendo.
—Quiero decir que me necesitas para entrar —dijo—. Viví 18 años en ese lugar. Por nada del mundo volvería a vivir allí, pero sé muy bien cómo entrar y salir. ¿Cómo crees que perdí la inocencia?
Victor rió. Ella se puso colorada.
Tom Horton iba pensando en huevos de pájaro mientras conducía su Targa color cobrizo por las carreteras ondulantes y rodeadas de bosque que atravesaban enormes y lujosos barrios periféricos y conducían a Roycewood. Tensaba en el círculo de botellas vacías que apuntaban a Christine Caley en la bodega, y en la rosa roja que le salía de sus pequeñas nalgas. Pensaba en su esposa Nancy, destrozada y muerta al lado del arrollo. Pensaba en los huevos de pájaro en el pañal de su hijo Tommy. Pensaba otra vez en el vudú. Pensaba en los Butler, que moraban en el Arboretum, y en su sirvienta jamaicana, Sophie Hawkins. Le parecía saber que el vudú no procede de Jamaica, pero para lo que a él le importaba, el termino servía para todas las formas de diabluras del Caribe. Ya lo consultaría más tarde.
No era la primera vez que había pensado en ello aquel día. Había pasado la tarde con la ambiciosa ejecutiva Terri Seltzer, como de costumbre. Allí, tirado sin hacer nada sobre su cama cubierta de almohadones multicolores, fumando marihuana y bebiendo bourbón, perdido casi entre los almohadones, había tenido una visión de mujeres negras desnudas. Eran voluptuosas y ligeras; bailaban en torno a un fuego crepitante, su piel brillante por el sudor, agitaban unas calabazas (una sangre de un rojo intenso les salía por las comisuras de la boca) y cantaban al ritmo de los tambores en una lengua que él no podía entender.
Intentó contarle su visión a Terri, pero casi no podía articular las palabras y éstas no eran acordes con sus pensamientos. De repente había pasado a otra cosa: legiones de soldados andrajosos marchando por verdes colinas en lo que parecía ser la antigua China. También esto intentó contárselo a Terri, pero no tuvo éxito. Ella se reía todo el rato de él, disfrutando a su manera de las extrañas cosas que se imaginaba le pasaban por la cabeza.
Cuando volvió la imagen de las mujeres vudú (fue varias veces, y cada vez más y más eróticas). Tom no intentó compartirla. En realidad ya no podía hablar, sólo gemir y suspirar. En la imagen final, las mujeres lo devoraban con sus dientes rojos de sangre (tenía dos entre las piernas y dos sobre su cabeza pelirroja), pero él no estaba asustado. En realidad le gustaba, le subían olas de placer que sabía desembocarían en un orgasmo intenso. Y de repente despertó de su visión y se encontró de nuevo en la cama, donde Terri Seltzer le chupaba ávidamente el pene, duro como una piedra, apretando los muslos contra sus orejas y con el pelo negro del sexo sobre su boca.
Eso había sido aquella misma tarde. Ahora conducía a casa por las onduladas carreteras que llevaban a Roycewood, y todavía le venían relámpagos de la visión y de Terri, sin estar totalmente seguro de qué era realidad y qué alucinación. Había dormido tres horas en sus brazos y ella le había preparado café antes de salir, pero su cabeza no estaba despejada del todo.
Mientras cruzaba las puertas de Roycewood y saludaba a los guardas concibió un plan. El plan le gustaba, y sonrió. Volvió a pensar en la sirvienta de los Butler, Sophie Hawkins. Pensó en las mujeres bailando. Cuando oscureciera vería de qué se podía enterar.
Flip Royce observaba a su jardinero Shuho Morita, que estaba ante ella con la mirada baja, moviendo apenas los labios y jugando nervioso con las manos. Se preguntaba de qué le hablaba, intentando por todos los medios entenderle a pesar de su acento. ¿Acento? Había nacido allí, en Tsuru-Kame, al igual que su padre y su abuelo. Había ido a las escuelas públicas locales. ¿Por qué iba a tener acento?
—¿Quieres decir que alguien ha cagado en una piedra? —le preguntó, para aclararse.
—Sí, señora —contestó Morita en voz baja y sonrojándose (Flip podría jurarlo) bajo su piel oscura.
«Por qué les llamarán la “raza amarilla”», se preguntó ella. Los cuerpos japoneses nunca le habían interesado lo suficiente como para enterarse. Los occidentales y africanos resultaban mucho más interesantes de mirar, pintar e imitar.
—¿Estás seguro de que no pudo ser un animal?
—Sí.
Bueno, ¿y qué hacía ella? ¿Es que era en realidad de su incumbencia? A lo mejor sí, pero de alguna manera no era capaz de percatarse de su urgencia y su importancia. De alguna manera le parecía no trivial, pero sí distante, de otro mundo. A ella lo que le interesaba era el arte y los espíritus de la tierra, eran sus dos pasiones. Eran el mundo de verdad. Ni siquiera la muerte de su prima Nancy la había perturbado demasiado; ahora Nancy era acorporal y tenía acceso a los misterios. Como mucho la envidiaba ligeramente; aunque en realidad no le gustaría estar muerta, sólo comunicarse con los muertos y lo que quedaba de su presencia espiritual.
Al ver el rostro inclinado de Morita decidió que era mejor demostrar algún interés en vez de la indiferencia que realmente sentía. Estaba a punto de decir «llamaré a la policía» cuando recordó que a su tío Benjamin no le gustaría eso. Además, probablemente era una solución demasiado radical.
—Se lo comunicaré a mi marido —dijo.
Morita sabía que ahora podía desentenderse del asunto. Era evidente que estaba deseando retirarse.
—Sí, señora —dijo, y se fue.
Mientras contemplaba las arrugadas ropas azules de Morita cuando éste se alejaba, Flip se preguntó si no habría sido él quien se había estado agachando y haciendo porquerías encima de las piedras. ¿Y entonces por que iba a contárselo? Menuda idea. De dónde le vendrían esas ideas absurdas. De todos modos eran las suyas, y disfrutaba con ellas.
Flip había estado hablando con Morita a la sombra de la puerta trasera de la casa. Volvió a entrar y pasó por la cocina, donde la mujer de Morita, Kyoko, trabajaba tranquilamente. En el bolsillo de su bata de seda color azafrán encontró un paquete de cigarrillos ingleses Oval y un encendedor de oro. Fumar le hacía sentir náuseas después de un rato, pero no podía dejarlo. Después de todo, la mayor parte de las cosas le daban náuseas.
Flip caminó por las habitaciones sencillas y cubiertas de alfombras de Tsuru Kame, sintiendo la gustosa aspereza de la paja en la planta de los pies. Ella no adoraba esta casa severa, como hacía su marido Paul. Algunos de los detalles japoneses le gustaban, pero hubiera preferido un poco más de color, decoración y detalles personales. Nadie cambiaba los históricos interiores de las casas de Roycewood, y Tsuru-Kame había sido construida y amueblada en 1876, tras la Exposición centenaria, por el abuelo de tío Benjamin, y desde entonces había permanecido igual, excepción hecha de las mejoras de fontanería y electricidad.
Mientras caminaba por la casa, Flip echaba la ceniza en la concavidad formada por su mano izquierda, sin preocuparse de buscar un cenicero. Quemaba sólo un rato, pero no lo suficiente para dañar la piel. Era hasta ligeramente agradable, despertaba un sentimiento de vida. Le hubiera gustado que fuera marihuana. Tenía una propensión a las drogas que no había disminuido ni tras unas cuantas malas experiencias.
Llevaba seis años viviendo en Tsuru-Kame con Paul, justamente desde que él terminó en Jefferson y se casaron. Ella tenía ahora 30 años. No tenían hijos. Probablemente nunca los tendrían, pensaba ella a veces, aunque le hubiera gustado. Sería divertido retratarlo con distintas expresiones, vestirlo, enseñarle a bailar, introducirle en el mundo secreto, en los misterios espirituales.
Su tío Benjamin le había asegurado que tendría hijos y durante algún tiempo habían intentado varios de sus famosos trucos de fertilidad, como las medidas de temperatura (BBT), las píldoras (Clomid y Pergonal) o las descargas dobles y triples de esperma de Paul (congelado hasta que la temperatura de ella era la adecuada) depositadas directamente en el útero. «Endometriosis», dijo un día, y operó: pero sin resultados.
Esperaba que su lío Benjamin tuviera razón. Sus propias adivinaciones (y las cartas astrales preparadas por su astróloga y amiga personal Ophelia Craigey) habían prometido que Flip quedaría embarazada antes de que fuera demasiado tarde. Mientras, había hecho mucho el amor, esperando la unión con las fuerzas de la naturaleza. Había usado drogas cuando ayudaba. Y expresado su corazón pintando y bailando. Si el bebé venía, sería un regalo de los espíritus, una culminación. Vendría cuando los espíritus quisieran, si ella los propiciaba.
A veces se sentía embarazada, como ahora. ¿Acaso era eso aquel estado desconectado, a la deriva? ¿Podría ser ahora? Le gustaría que Paul estuviera en casa para seducirle. Sentía un ardor entre los muslos y un vacío dentro.
Decidió consultar de nuevo el horóscopo, y su calendario. Después se pondría a pintar otra interpretación de un pene, enorme y magnífico, cósmico y poderoso, como siempre se los imaginaba: elevados y venerados árboles de la vida.
Tom Horton se sentía intranquilo mientras miraba las noticias, que seguía vagamente: había un incendio incontrolado en unos grandes almacenes del condado de Bucks, la extraña cacatúa de una mujer de Haverton había desaparecido, alguien había muerto asesinado fuera de un bar en la avenida de Hunting Park y la inflación seguía aumentando. De vez en cuando se sentía como flotando en el aire, después volvía a su sillón y tenía la sensación de haber estado ausente algo así como una hora, pero al mismo tiempo era consciente de que sólo se había perdido una palabra o dos de las noticias.
En estos ratos de ausencia volvía a ver ejércitos marchando sobre China y mujeres vudú bailando, con la diferencia de que esta vez había un nuevo elemento: él mismo estaba como observador secreto, escondido tras árboles y arbustos, y la luz de la hoguera le lamía su cara astuta. Estaba deseando que se hiciera de noche.
Ahora recordaba que Nancy no parecía víctima de un accidente. Recordaba ahora lo que se había permitido ignorar, olvidar o negar: la sangre en los muslos, la sangre untada que no debería seguir allí tras la lluvia de la noche, por muy ligera que ésta hubiera sido, como si el animal que la había matado hubiera vuelto para lamer de nuevo su sangre.
¿Animal? ¿Animal humano? Tom volvió a pensar en rituales en los que se derrama y bebe sangre humana, pensó en los ojos muertos de Nancy, en los huevos de pájaro en los pañales de su hijo, en la rosa en el ano de Christine Caley. ¿Qué significaba todo aquello?
Sabía que tenía que espiar a Sophie Hawkins. Se deslizaría hasta la casa de los Butler, el Arboretum, localizaría la habitación de Sophie y la observaría a través de la ventana para intentar ver algo. Estaba seguro de que ella era una vudú.
Sentía poco a poco una erección, a medida que planeaba la correría y se imaginaba lo que iba a ver. No pensaba que fuera extraño. Se levantó y salió de la habitación. No podía esperar a que fuera de noche.
Suzy y Victor aparcaron el destartalado Peugeot verde en un lugar que a Victor le parecía lejanísimo de Roycewood. Habían venido por un sendero lleno de baches y cubierto de carbonilla que se extendía al lado de una vía de tren, que Victor reconoció como la Reading. Al final aparcaron en un espacio abierto, donde las vías cruzaban el río sobre un puente de cemento.
—La vía férrea podía haber seguido recta, cruzando Roycewood —dijo Suzy—. Pero ya puedes imaginarte, el tatarabuelo Royce era uno de los propietarios e hizo que se desviara no sólo al otro lado del río, sino incluso tras las colinas.
—¿Es aquí donde te encontrabas con tus amantes?
Ella le sonrió.
—Claro.
Era un poco triste. Estaba un poco asustada. Debería estar animosa y enfrentarse a la situación.
Las matas de madreselva crecían dulces y espesas a lo largo de la vía y en las lindes del bosque. La fragancia que despedían después de la lluvia era tal que a Victor le hubiera gustado besar el mundo. Seguía los pasos de Suzy mientras ésta se adentraba entre los árboles. Parecía excitada, y él estaba contento de seguirla y disfrutar su figura de espaldas.
—¿Cuándo vamos a hacer menos ruido? —le preguntó él—. El astuto Caley estará escuchando.
—Sois como niños —dijo ella—. ¿Cuándo vais a crecer?
—Probablemente nunca. George no me lo permitirá y él mismo no sabe la diferencia.
—Y tú sí —dijo ella.
Se volvió y le echó la lengua, después siguió adelante.
Caminaron un poco más hasta que vislumbraron un muro alto y sólido entre los árboles.
—¿Cuándo será el momento de callarse? —volvió a preguntarle.
Suzy se detuvo y se dio la vuelta con un dedo sobre los labios.
—Ahora —susurró.
La cogió del brazo y se quedaron así durante un rato, esperando a que los cubriera el silencio del bosque. Después se acercó y la rodeó con sus brazos. Sentía cómo temblaba ella, pero no le preguntó por qué. Sabía que todavía no le había dicho la verdad. Hundió la boca y la nariz en su pelo, junto a la oreja.
—¿Cuántas entradas y salidas conoces? —le preguntó.
Ella casi no se dio cuenta de la indirecta.
—Tres —susurró tras una pausa, y le mordió ligeramente en el pecho. Después se puso seria. De todos modos, la respuesta era correcta—. Hay bastante trecho si quieres comprobarlos todos, si es que siguen allí, pero supongo que podrías saltar el muro pasando por un árbol en cualquier punto.
También él lo había pensado, pero cuando llegó al muro vio que se equivocaban. Era evidente que las ramas que colgaban por encima a ambos lados eran taladas periódicamente.
El muro era de piedra de cantera gris, y Victor juzgó que mediría unos tres metros y medio. No habría problemas con una escalera o incluso algún tipo de apoyo contra la pared, como un buen palo, una corrida y un salto. Ningún lugar es inexpugnable. Suzy lo agarró por el brazo y él la siguió. Lo condujo a una enorme roca, después giró hacia el muro y caminó hasta él.
Número uno susurró, colocando una mano en un apoyo casi imperceptible a la altura de la cintura y apuntando a otro a la de los ojos, y después más arriba. Hay dos entradas como ésta un poco más lejos. ¿Quieres verlas?
Quédate quieta un momento —le dijo Victor, y examinó el suelo cubierto de hojas junto al muro y un poco más lejos. No veía ningún tipo de rastro excepto los que ellos mismos habían dejado—. Vamos a ver las otras. ¿Cómo es que no tienen una patrulla con perros?
—Al tío Benjamin no le gustan los perros —dijo Suzy—. Eso es todo.
—Y por eso tú los crías ahora.
Le miró pensativa durante un momento.
—Sabes, no lo había pensado, pero probablemente tengas razón.
En el tercer acceso Victor creyó descubrir rastros de paso reciente. Podía tratarse de animales. O de intrusos. Incluso podía haber sido George. Indicó a Suzy que no hiciese ruido y escaló por el muro con cuidado, asomando lentamente los ojos por encima hasta poder ver los bosques del otro lado. Algo se movió entre la maleza y desapareció. Podía haber sido una pierna, o un pájaro. Victor subió cautelosamente un poco más y examinó los apoyos del otro lado del muro y el suelo. Era evidente que estaba removido, el moho de las hojas aparecía húmedo allí donde había sido pisado. Volvió al lugar donde Suzy esperaba, con las manos debajo de los brazos como si se le estuvieran congelando.
—De acuerdo —le dijo—, parece que alguien ha subido por aquí. Quiero que vuelvas al coche y entres por el portalón. Yo escalaré el muro para encontrar a George y sorprenderle.
La miró despacio. Sus ojos estaban muy abiertos, pero parecía estar bien.
Ella dudó un momento, después se dio cuenta de que lo decía de verdad.
—Te veré dentro —susurró.
Después dio la vuelta y se alejó para esconder el temor de su mirada, y él subió por el muro.
Mientras se iba poniendo en situación, Tom Horton buscó y rebuscó por los cajones del ropero hasta que encontró su jersey verde oscuro. Encontrar los pantalones verdes del mismo tono fue algo más fácil; estaban colgados en el armario, en el lado en el que solía estar su ropa. Sintió una punzada momentánea cuando vislumbró las ropas de Nancy, recordando lo bien que le sentaba aquel vestido estampado color melocotón, pero apartó en seguida el recuerdo. Tendría que librarse de sus cosas cuanto antes, decirle a la señora Robbins que se las llevara. Se enrollo una bufanda verde de seda en torno a la cabeza, dándole una vuelta por encima de la nariz y la boca, como un bandido. Tras esto salió por la puerta lateral, rodeó la casa y penetró en el bosque al lado de la carretera.
Había vuelto a beber y todavía podía sentir los efectos retardados de la marihuana de la tarde con Terri Seltzer. Pero no le dolía la cabeza, su mente parecía centrada y clara y su cuerpo ligero. No había hecho este tipo de cosas desde que tenía catorce años: le hacía sentirse bien, lleno de energía. Era como escabullirse del dormitorio de Lawrenceville para averiguar qué tenían que ofrecer aquellos callejones de Trenton supuestamente repletos de sexo. Pero esta vez era más excitante, porque al final de la búsqueda iba a haber algo de verdad. Lo sabía. Temblaba de pensarlo.
Todavía no era de noche, pero Tom ya no podía esperar más. En su cañada iba oscureciendo. Los grillos sonaban cada vez más fuerte, los pájaros nocturnos cantaban. Las hojas goteaban todavía tras la lluvia: cuando se movía y las ropas se le pegaban contra el cuerpo podía sentir la humedad.
Tom penetró en el bosque hasta pasar The Vineyard en la cima de la colina. Comenzó a subir por las laderas, bordeando la colina de viñedos que daba nombre a la casa. En la siguiente cañada estaba el Arboretum, adonde se dirigía, situada a unos cincuenta metros a los pies de una ladera hacia el sur que se abría hacia el oeste. Allí había tres estanques de captación retenidos por el riachuelo Aronomink. Cada uno terminaba en una cascada de un metro y medio. Tom podía oír los tumbos del agua desde mucho antes de llegar al lugar.
Cruzó por el paso de cemento sobre el estanque más elevado, sintiendo el frescor que se levantaba del agua. Una ligera neblina colgaba sobre los estanques.
Tom se quedó en el bosque que se elevaba por encima de la última terraza de árboles, esperando a que cayera la noche escondido entre los laureles. Podía ver la casa allá abajo, con la piscina azul tranquila y vacía. El último rayo de sol brilló como oro sobre el tejado de pizarra. En la segunda planta, las sombras se hacían cada vez más profundas. En la planta baja había luz en tres ventanas. «No son las ventanas con parteluz del centro», pensó. Ni tampoco las de la derecha, eso es la cocina. A lo mejor las de la izquierda. Lo mejor era esperar a que se apagaran las luces de la cocina y ver cuáles se encendían, quizá incluso las de delante de la casa.
Tom se acomodó, sentado de espaldas contra un haya y con los brazos alrededor de las piernas encogidas. Cuando lo pensó, le sorprendió no tener ganas de una bebida. Y a estas alturas ya no era consciente de que su pene seguía duro, sin rastros de ir a caer. En la casa no podía verse ninguna actividad, pero apoyó la barbilla sobre las rodillas y se quedó mirando, listo para moverse cuando llegara el momento.
El cuadro progresaba, pero la luz iba desapareciendo. Flip Royce tocaba el lienzo con el pincel una y otra vez, golpeando la imagen del pene que ella hacía parecer una flor tropical, rosa y malva, goteando sensual, y fecunda.
Paul Royce entró en el estudio con dos vasos, el suyo con un Martini Beefeater con hielo y el de Flip con Glenlivet y soda («una pena de combinado», decía siempre él, y ella reía).
Paul era un hombre de 36 años y pelo negro y rizado que se iba retirando. Era el hijo adoptivo del doctor Royce, cirujano como él, y no sabía quiénes eran sus verdaderos padres, ni le importaba. Flip era prima suya, pero no de sangre.
Aquel día, Paul había llevado a cabo seis operaciones, comenzando a las seis de la mañana. No había resultado fácil. Había tenido una noche dura con Flip. Y ahora le asustaba un poco. Su aura llamaba al sexo, pero él estaba cansado.
Flip ignoró la bebida y también a él, o al menos eso le pareció. Parecía concentrada en su trabajo, dando toques de rosa en la punta del pene. Él se quedó admirándola: sus músculos tensos y firmes bajo la bata color azafrán, su piel aterciopelada tras las orejas; el encanto de su largo pelo negro, ahora atado con un lazo malva pero alcanzándole la cintura.
—Los espíritus están aquí para ayudarnos a tener un hijo —dijo ella, sin volverse ni dejar de pintar.
Paul se quedó frío. El era un científico, racional y bien preparado. Creía en las cosas que podía tocar. No compartía las pasiones de su esposa, aunque la quería. Le tendió la bebida, agitándola para que tintineara.
—Yo tengo para ti una bebida espiritosa —dijo él, sin poder reprimir una risita.
Flip se volvió para mirarle, y su rostro se tornó imperioso y serio. Le temblaban los labios y sus ojos verdosos brillaban. Dejó el pincel con dedos temblorosos.
—Siento que viene —dijo—. Si no quieres ayudar será mejor que te vayas.
Cayó de rodillas al suelo. Él dio media vuelta y dejó la habitación.
Suzy se dio media vuelta hacia Victor después de haber caminado unos diez metros y lo vio desapareciendo al otro lado del muro. Estuvo a punto de ir corriendo hacia él. Tenía las manos y los pies helados. El bosque estaba en silencio, no se oía ni un pájaro. Sobre las hojas quedaban todavía algunas gotas de la lluvia de la tarde, y al andar las movió, sintiéndolas humedecer sus brazos y oyéndolas caer sobre otras hojas. Se respiraba un aire fresco, bueno. Intentó concentrarse en eso, ignorar la quietud vacía, el frío en las manos y los pies, la premonición.
Recordaba otros paseos por aquellos bosques. A lo mejor exageraba un poco sobre sus aventuras, pero no demasiado. Recordaba especialmente a Harrison Falk, a quien no había podido resistirse. Se preguntó dónde estaría ahora, pensando en él con simpatía pero sin pasión. Él no era muy experto, todavía recordaba sus agarrones, y ella tampoco. Se entretenía pensando para engañarse. Estaba muy preocupada.
No había avanzado más de 20 metros cuando el miedo la tenía ya sobrecogida. Otra vez aquella sensación mareante de que la estaban siguiendo, de que había unos ojos clavados en ella como el día de la muerte de Nancy, sin una señal aislada, sino sólo la impresión global de que había alguien tras ella. Siguió adelante, sintiendo el frío no sólo en las manos y pies sino recorriéndole la espina dorsal y pasándole por las piernas. Tuvo un tirón en el estómago. Se paró, se dio la vuelta, miró hacia atrás, se quedó quieta, no vio nada, no oyó nada. Pero la sensación seguía ahí. No podía pensar en nada más.
Mientras avanzaba hacia el coche sentía su piel encrespada y las punzadas de miedo subiéndole por la espalda hasta la cabeza. Ojalá hubiera cruzado el muro con Victor. Ojalá no hubiera venido.
De repente lo oyó, tan bajo que podía haber sido una ramita rota, en caso de que soplara el viento. Era un suave maullido, como el de un gatito perdido y asustado, un niño quejándose, llamándola para que lo reconfortara. Estaba aturdida. Se paró, miró hacia atrás, comenzó a andar, volvió a pararse. El lloriqueo se hizo más insistente, absorbente. «No es un niño —pensó de repente—. Es una trampa».
Tenía miedo de mearse en los pantalones, porque estaba al borde del pánico. Empezó a correr, pero sus piernas se movían con dificultad, se doblaban bajo ella. Volvió a detenerse, todavía insegura, se dio la vuelta, le temblaban las piernas, iba a gritar. Intentó tranquilizarse pero no podía controlar aquella certeza de que había alguien cerca, escondiéndose para no ser visto, siguiéndola, acercándosele por la espalda, atrapándola. Temblaba sin poder controlarse. Cada vez le resultaba más difícil respirar.
«Alguien quiere a mi niño», pensó de repente. La inundaron olas de calambres. Se volvió y corrió los últimos metros hasta el coche, se arrojó dentro, cerró la puerta, echó todos los pestillos sin atreverse a mirar fuera, tragando saliva, sudando, temblando sobre el volante. Introdujo la llave de contacto a tientas y puso en marcha el motor. Dio la vuelta y salió con el motor rugiendo. No pudo ver movimiento alguno por el espejo retrovisor.
—Paul. Ven, cógeme —gemía Flip suavemente—. Ven por mí, Paul.
Se dio la vuelta sobre el estómago y apretó el rostro contra las ásperas alfombras del estudio, aplastando las caderas y arqueando la espalda, sabiendo que su marido no la oiría, que no vendría. No habría más que ella, las velas, las hierbas y el delirio durante un rato.
Cuando estaba así. Flip quería que la destrozaran, que la llenaran hasta hacerla estallar. Llegaba un momento en que la fuerza entre sus piernas y su vientre se hacía tan caliente y vacía que deseaba que la cubrieran las manos y los cuerpos de al menos una docena de hombres. «Era el deseo de las fuerzas de la naturaleza», se decía a sí misma. Los espíritus de la tierra tomaban su cuerpo y la calentaban hasta hacerla madurar. O era simple deseo. Y el deseo era grandioso. Ella no lo sabía. No podía controlarlo ni tampoco quería. Era un estado de enajenación que ella había llegado a disfrutar y a menudo fomentar mediante drogas, bebidas y sueños.
En este delirio podía mantener ocupado al «pobre Paul» (pensaba en él con estas palabras) durante horas, si él se lo permitía. Empezaba con su pene erecto, su árbol de la vida, hasta que el semen corría, después usaba sus genitales blandos, apretándose contra él y abriéndose para encerrar todo el paquete en su vagina. Después solicitaba su boca, sus dedos, sus manos y un surtido de objetos, varios de ellos simbólicos. Su necesidad se convertía en algo tan mágico y orgánico que ansiaba que la penetraran los frutos fálicos de la tierra panteísta: calabacines, espigas de maíz y batatas, como si fueran el tótem de la fecundidad, instrumentos para una fiesta de recolección o un rito de fertilidad que terminaría por llenar el ansia de su útero. Por sus muslos corría el semen de Paul y sus propios jugos, y ella se curvaba con cualquier cosa que se le introducía, deleitándose en una comunión con la tierra y los espíritus de la procreación, gruñendo en un lenguaje extraño que ni siquiera ella podía entender.
Era este frenesí procreativo, pensaba ella a veces, lo que había dado aquel puesto preferente a Paul: la mayoría de los hombres a los que había amado antes que él se asustaban de sus necesidades y se retiraban. Pero a él parecía gustarle, parecía alentarlo, vivirlo. Era tan «bueno» que haría cualquier cosa para complacerla, y la experiencia le hacía sentirse adulado, como si él fuese el que la inspiraba. Hacía lo que ella le pedía. Incluso a veces accedía a golpearla con varas de sauce y ramas floridas, las armas de las brujas, hasta que las nalgas se le ponían rojas y la sangre salía a la superficie de su piel como la savia de un árbol. Sabía que Paul no creía en los espíritus, pero creía en el sexo, y aquello era sexo en grado sumo.
Flip giró de nuevo su cuerpo y gimió dulcemente. «Paul, Paul», sabiendo que no la oía. Al menos por el momento estaba protegido de su deseo. La noche anterior lo había tenido trabajando dos horas y para ella no había sido suficiente. Deseaba que acudiera, que la llenara.
Victor Mancius se movía lo más sigilosamente posible bajo los enormes olmos y hayas. Más que ver, oír o saber, sentía que algo se movía delante suyo, justo fuera del alcance de la vista. Llevaba cinco minutos siguiendo un rastro de pies en el suelo, una rama quebrada, o simplemente su intuición cuando no había señales claras. Esperaba alcanzar en cualquier momento a aquel o aquello que iba delante, o a la inversa, verse sorprendido en una emboscada. En cualquier caso, estaba preparado. Sentía curiosidad, pero no miedo. Tenía la misma sensación que cuando seguía las huellas de un ciervo en una cacería o con una cámara. De hecho, aunque no veía huellas de ciervo, bien podía ser una gama lo que tenía delante, que no se dejaba asustar y permanecía justo fuera del alcance de su vista. También podía ser un hombre.
El suelo del bosque estaba cubierto por una gruesa capa de hojas húmedas, esponjosa y hecha para el silencio. La maleza era densa pero bien espaciada, como a distancias regulares. El terreno subía ligeramente, cruzado de vez en cuando por arroyuelos que habían excavado profundas aberturas de arcilla cubiertas de musgo y helechos.
Un poco más adelante, cerca ya de la cima, podía ver un espacio de luz entre los árboles, la luz dorada de la puesta de sol que inundaba tanto las copas de los árboles como los espacios abiertos entre ellos. La pista seguía hacia allí. Cuando se acercaba pudo ver que el lugar lleno de luz era un claro un poco más abajo que la cima rodeado por un pequeño muro de piedra.
Remontando la última inclinación vio primero un pequeño edificio con tejado de pizarra, y después un profundo alero que se extendía sobre un camino de sombras. Hasta que no llegó al pequeño muro de piedra no se dio cuenta de que el lugar era el cementerio de la familia Royce, situado tras la casa de reuniones cuáquera. El lugar donde se había celebrado el funeral de Nancy Horton hacía menos de dos semanas.
Victor se inclinó sobre el muro de piedra. Aquí se encontró entre pequeñas lápidas del siglo XIX, hechas de mármol, desgastado y cubierto de polvo, con sus fechas e inscripciones: «Murió pero no está muerta, un mensajero de alas silenciosas…», aparecía cincelado bajo el nombre de Amanda Ingersoll Royce. Y otra, justamente detrás: «Uno de nuestros seres queridos nos ha dejado, por la tumba oscura y silenciosa…». Este era Aaron Wistar Royce, hijo de Benjamin y Amanda, que había muerto en la guerra de Secesión. Victor se detenía a mirar las lápidas mientras avanzaba hacia las sencillas tumbas cuáqueras que no eran más que simples cabezales de piedra. «A la memoria de nuestra madre, Sarah Pemberton Royce, muerta el 24 de febrero de 1801, a los 54 años». Por el rabillo del ojo Victor podía ver, un poco más lejos, el montón de flores marchitas sobre la tumba de Nancy Horton. Se detuvo y sintió un escalofrío. Caminó hacia el montón de flores.
Las lilas, las rosas y los gladiolos se estaban volviendo marrones y negros, los brotes retorciéndose en los tallos secos; sólo los claveles rosas parecían todavía frescos. Victor rodeó la tumba, sintiendo de repente como la noche se hacía cada vez más sorda a su alrededor. En su cerebro sonó una alarma que le dio un misterioso aviso de que algo andaba mal. Observó el lugar de la tumba. La hierba en torno a las flores estaba pisoteada, como si unos pesados pies hubieran caminado o bailado en círculo. Las huellas eran demasiado frescas para ser del día del entierro. Y además estaba aquel olor inconfundible, muy fuerte ahora, de carne putrefacta.
Victor se quedó quieto, sintiendo náuseas por la idea que le venía a la cabeza. Alzó la vista y miró alrededor: las hojas inmóviles de los árboles se apretaban unas contra otras, sin un soplo de viento que las moviera, pero algo se movía tras el muro, entre las sombras de los árboles. Se resistió a la descarga de adrenalina y se forzó a volver a examinar el montón de flores. Todavía no había lápida, ni ningún tipo de marca. ¿O es que la habían retirado? Por debajo de las flores marchitas asomaban trazos de arcilla seca, derramada; ¿eran todavía del funeral o más recientes?
Victor no quería quedarse allí. Contuvo la respiración para soportar el hedor, se dio la vuelta e hizo un esfuerzo para no echarse a correr; después se volvió de nuevo, se inclinó y movió una de las coronas de flores. Pensó que el nido de gusanos retorciéndose que allí vio estaba royendo carne humana y sintió una especie de desmayo. Después vio el pelo gris y los gusanos que cubrían el cuerpo abierto de una zarigüeya, sin ojos y medio putrefacta, mostrando una sonrisa desdibujada en torno a sus afilados dientes y con la cola enroscada y comida en algunas partes hasta el hueso.
Victor se enderezó, respiró y dejó la corona sobre el cuerpo muerto del animal, preguntándose si se habría arrastrado allí por sí solo para morir. Victor esperaba por todos los santos que así fuera.
De hecho, Paul Royce podía oír a su esposa Flip gimiendo su nombre. Lo oía claramente sentado en el jardín de té de Tsuru-Kame mientras leía el periódico.
Esta noche no podía. Sentía un dolor junto al recto, y sabía que era su próstata. No es que no tenga fuerzas, pensó (de hecho, los gemidos de Flip lo estaban excitando). Pero todo tenía un límite, y todavía era muy temprano. Esperaba que a Flip se le hubieran pasado las ganas a la hora de acostarse. Al mismo tiempo pensaba en la noche anterior, y en otras noches como aquélla, con gran placer y orgullo. «Eres tan bueno aguantándome», solía decirle Flip. «Ningún otro hombre me aguantaría de esta manera». Él no estaba tan seguro, pero de todos modos se sentía halagado. Y la quería.
Claro que Flip podía resultar una persona difícil. Muchas veces, en sociedad, sus maneras alocadas y sus ropas estrambóticas y demasiado reveladoras podían ser algo embarazosas. Radiaba energía sexual en cada mirada, cada postura, cada movimiento.
Se vestía con sedas brillantes, brocados y lentejuelas, vaqueros elegantes marcando sus contornos tentadores, turbantes libertinos, pelo postizo, «sombras» lila y ropas con agujeros para dejar al descubierto la piel y mostrar que no usaba ropa interior.
Paul había tenido que disculparse en varias ocasiones por su empeño en bailar sus danzas modernas con sólo unos pequeños velos de seda, incluso en ocasiones formales. Le encantaba bailar y que la miraran: había confesado que a menudo experimentaba un orgasmo cuando lo hacía. Y sus intereses por lo oculto exasperaban a Paul.
Aunque Paul podía imaginarse con otras mujeres o una esposa diferente, la idea no le gustaba. También podía imaginar a Flip con otros hombres, y lo hacía a menudo, pues ella le daba motivos. Desde su segundo año de matrimonio había desaparecido a menudo durante varios días, para volver tranquila y con expresión alegre y sin dar ni una explicación. Al principio había pensado que aquellas ausencias, y lo que sabía que pasaba durante ellas, lo mataría, o que terminaría matándola a ella. Pero poco a poco fue reprimiendo sus celos furiosos. En su lugar se puso a trabajar muy duro, entregándose totalmente a la cirugía incluso cuando tendría que descansar. Escuchaba canciones y cantantes tristes: Charles Aznavour, Edith Piaf y Frank Sinatra eran sus favoritos. Siguió casado con Flip porque la amaba, la quería y sexualmente era adicto a ella. Además, era un Royce de Roycewood, aunque adoptado, y una vez casados, los Royce de Roycewood lo estaban de por vida.
Los gemidos habían parado, reemplazados por ligeros gruñidos. Paul sabía que Flip había recurrido a su vibrador (Preludio III, «el Mercedes de los masajistas», con sus dispositivos «dinamo interna» y «ven otra vez»). Más de una vez lo había usado delante de él. La imagen que le venía a la mente lo estaba excitando. De nuevo se sentía indeciso sobre si divertirse más aquella noche.
Tom Horton estaba impaciente, pero se forzó a esperar. El sol ya había desaparecido, pero todavía había luz en el cielo. No había visto ningún movimiento ni dentro ni fuera de la casa, pero sabía que había gente. Esperaba ver al menos a los niños de los Butler jugando un poco más en el césped antes de que anocheciera, pero no habían salido, o no estaban en casa. De todos modos, no eran ellos los que le importaban.
Había una frase que se repetía una y otra vez en su cabeza: obscenos ritos vudús, obscenos ritos vudús. Se había convertido en un cántico mágico que no podía controlar y que lo hipnotizaba. Tras sus ojos cerrados saltaban las imágenes con gallinas sangrientas, cuerpos aceitosos y hogueras. Le dolían el pene y los testículos, con el escroto tenso contra su cuerpo y el pene presionándole sobre el abdomen. Su sensación de poder seguía intacta, pero ahora un sudor frío le corría por las palmas de las manos, las plantas de los pies y los sobacos.
Tom quería moverse, hacerlo ya. Abrió los ojos y tuvo la sensación de que nunca se haría de noche. No podía esperar más. Se levanto y comenzó a moverse con cautela ladera abajo, manteniéndose al abrigo de los muros de las terrazas. Volvió a detenerse a unos 30 metros de la casa, apoyándose en un muro y respirando de manera poco profunda. Las sombras iban cubriéndolo todo, y entre ellas, allá al lado de la casa, le pareció ver una figura que se movía.
Victor Mancius dejó el cementerio y se dirigió hacia donde le había parecido ver movimiento tras el muro. Iba examinando la tierra entre los árboles y estaba seguro de reconocer huellas recientes: los bordes de hojas secas recién quebradas, los pequeños hoyos dejados por las pisadas en el suelo blando del bosque… Pero ni un sonido delante de él.
Avanzó colina abajo trazando una diagonal en relación a la ruta que había seguido para subir, con mayor cautela que nunca. Pensaba en lo que había encontrado sobre la tumba de Nancy Horton y ya no rechazaba la posibilidad de que alguien lo hubiera colocado allí deliberadamente. También era probable que quienquiera que fuese caminara ahora delante, burlándose de él o echándose al suelo a esperar.
Después de cinco minutos más siguiendo pistas, Victor se detuvo. Le parecía que había caminado en círculo, y la oscuridad era cada vez mayor. Había llegado a la cima de una pequeña colina. Unas avenidas curvadas que se abrían entre los árboles le permitían cierta visibilidad en tres direcciones. Había perdido las pistas que seguía. Ya no había más marcas, el débil rastro había desaparecido en algún lugar tras él. Pero se hallaba en el sitio a donde alguien había querido conducirle. Lo sabía. A la izquierda pudo ver una extensión de césped a unos 50 metros. Tras él, una casa. A la derecha, a unos 40 metros colina abajo, había un saliente rocoso sobre el que se sentaba una figura de color caqui. Reconoció el pelo oscuro y el bigote de George Caley y caminó en dirección hacia él.
Victor se reservó su terrible preocupación.
—Si alguien quiere entrar y salir, es posible hacerlo —dijo.
Era evidente que George estaba descontento.
—Probablemente ya no importa —dijo. Tenía mala cara—. Dentro de un rato el lugar estará plagado de policías.
Victor se calló sus hallazgos y se quedó mirando a George.
—¿Cómo es eso? —le preguntó.
—Sarah los llamó.