4

Los niños dormidos

1

La niña yacía inconsciente en su cama de The Vineyard. El doctor Royce la examinaba y George y Sarah Caley miraban. Tom Horton, Trish y Pokey Butler y Flip Royce se habían ido a casa. El doctor Royce iba mirando y palpando.

—Esto está bien —decía para sí mismo una y otra vez. Cuando terminó cubrió a la niña con la sábana y se volvió hacia George y Sarah—. No hay lesiones ni semen. Está intoxicada e inconsciente, pero no encuentro más que eso.

—Quiero hablar con los empleados —dijo George.

—Yo también —dijo el doctor Royce.

—Yo quiero llamar a la policía —afirmó Sarah, temblando.

George se dio la vuelta, con los músculos de la cara en tensión. El doctor Royce bajó la vista y después miró a Sarah, que lo contemplaba con sus ojos turquesa enmarcados por un cabello largo y rubio. Siempre había sentido gran ternura hacia Sarah, pero tenía que mostrarse firme.

—Esperemos hasta que la niña vuelva en sí y podamos hablar con ella —dijo.

—Yo quiero hablar con los empleados —contestó George—. Ahora.

El doctor Royce lo miró por un momento.

—¿Puedes estarte tranquilo?

George no contestó, pero tenía las cejas fruncidas y los puños cerrados.

—¿No puedes controlarte? —volvió a preguntar el doctor Royce—. De otro modo no descubrirás nada.

George apretó los labios.

—De acuerdo —dijo.

2

Los hombres entraron en la biblioteca de paneles de cerezo de Manor House con las gorras en la mano, jugando con ellas nerviosamente.

Los dos tenían más de 70 años. Se quedaron con sus pesados zapatos de trabajo sobre la valiosa alfombra, restregando las suelas sobre el dibujo con el «Árbol de la Vida». Sus desteñidas ropas de trabajo de color verde se mezclaban con los rojos, azules y rosas pálidos del diseño. Los dos hombres llevaban largos bigotes según el viejo estilo alemán. Eran hermanos. Klaus y Dieter Richter y hablaban un inglés básico, aunque llevaban 40 años en Roycewood. De simples peones habían ascendido a jefes de los empleados de mantenimiento. George Caley pensaba que eran unos farsantes; tenía la sensación de que su aparente simplicidad era un tipo de astucia de campesinos europeos disfrazada. No creía que su inglés fuera en realidad tan pobre como ellos pretendían.

El doctor Royce se dirigió en primer lugar al mayor.

—¿Qué tal ha ido el trasiego, Klaus?

—Está hecho todo —contestó Klaus con una voz potente como la de un soldado en guardia—. El vino será bueno.

Hizo un gesto apologético con las manos y después se atusó el bigote gris amarillento.

—¿Cuándo terminasteis?

—A eso de las doce —contestó Klaus.

—No nos importaba trabajar un domingo —dijo Dieter.

Tenía los dientes ennegrecidos y estropeados.

—¿Cerrasteis la puerta al marcharos?

Los dos hombres se mostraron ofendidos por semejante pregunta. Los dos avanzaron los labios casi al unísono hasta que sus bigotes estuvieron bien altos. Dieter llegó a tocar con ellos su nariz redonda y enrojecida.

Ja —contestaron ambos.

—Nunca nos olvidamos de las puertas —añadió Klaus.

—¿Visteis a la pequeña del señor Caley mientras trabajabais?

Los dos hombres reconocieron la presencia de Caley mirando con sus ojos azules hacia el lugar donde éste estaba, apoyado en una estantería de pared.

Nein. No —contestaron.

—La encontramos en la Weinkellerai —dijo el doctor Royce mirándolos—. Hace sólo un momento. La puerta estaba cerrada con llave. Había estado bebiendo vino.

Los hombres no dijeron nada. Balanceaban todo su peso de un lado a otro de manera casi simultánea. Era evidente que ninguno sentía necesidad de exculparse. Hubo un pesado silencio. Después, al darse cuenta de lo que aquello implicaba, Klaus habló:

—Nosotros no la vimos. Cerramos la puerta cuando nos marchamos.

—¿Os ayudó alguien de las granjas? —preguntó el doctor Royce en tono amable.

Los trabajadores de las granjas de la hacienda Roycewood no podían entrar en el recinto residencial a no ser para ayudar en el mantenimiento supervisados por los Richter. La zona de granjas estaba separada del área residencial por una verja rematada por alambre de púas.

—No. Nada de cortar hierba o podar arbustos los sábados.

George Caley ya no podía esperar más. Intentó hablar con voz tranquila.

—¿Alguno de vosotros metió a mi hija en la bodega? —preguntó. Se fijó en el hermano mayor—. ¿Tú, Klaus?

—George… —dijo el doctor Royce, alzando la mano.

Klaus enderezó su cuerpo de constitución firme.

—No —dijo—. No sé nada de eso.

—¿Y tú, Dieter?

—George… —repitió el doctor Royce.

—Desde luego que no.

George no hizo caso al doctor.

—¿Dónde guardáis la llave? —preguntó.

Klaus dio unos golpecitos sobre el aro lleno de llaves que le colgaba del cinturón sobre la cadera derecha.

—Siempre aquí, hasta cuando duermo.

Estaba ya un poco enfadado y su gesto fue rápido y violento.

—¿Hay alguna otra llave? —preguntó George al doctor Royce.

Éste le miró con gesto adusto.

—La mía.

—¿Dónde la guardas?

El doctor Royce apretaba los dientes y se agarraba con sus manos blanquecinas a los brazos de la silla.

—Hay un armarito para las llaves en la habitación al lado de la cocina. La llave estaba allí cuando me llamaste, pero podría haber faltado antes. Yo no me habría dado cuenta.

George se volvió a los Richter.

—¿Tuvisteis las llaves toda la tarde?

Ja.

Los hombres se quedaron mirándole con los ojos semicerrados y las barbillas en alto.

George les dio la espalda y miró a través de la ventana de cristales de la biblioteca hacia el jardín de sombras. No tenía nada más que decir. Podía oír al doctor Royce en pie y a los dos hombres arrastrando los pies.

—Gracias, Klaus. Gracias, Dieter —dijo el doctor Royce.

Y George oyó a los dos hombres que dejaban la habitación mordiéndose los nudillos del puño derecho y mirando a la alfombra.

3

George Caley y el doctor Royce volvieron a The Vineyard en el Silver Cloud del doctor sin decir una palabra. En el piso de arriba encontraron a Sarah sentada junto a la cama de Christine. Tenía un aspecto frágil, como una mujer de época victoriana, con su delicado vestido amarillo y el pelo rubio recogido en trenzas sobre las orejas.

La niña no se había despertado todavía, y seguía durmiendo sin otro movimiento que el de la respiración. El doctor Royce volvió a palparla y le levantó los párpados para examinar sus pupilas.

—¿Está bien?

La voz de Sarah era tan suave como tensa.

Claro que una madre tenía que estar preocupada.

—Sí —contestó el doctor.

Miró a través de la ventana de la habitación y vio a los dos hijos de los Caley arrojándose una pelota de béisbol en la oscuridad creciente. De vuelta de St. Paul. Adolescentes ya. Le dio que pensar.

—No fueron los Richter —dijo George a Sarah.

—Yo no creía que hubieran sido ellos —contestó ésta—. Opino que deberíamos llamar a la policía.

—No —dijo el doctor Royce.

Sarah se percató de la afilada rapidez de su respuesta. Se dio la vuelta en dirección suya.

—¿Por qué no? —preguntó, alzando la voz—. Quiero saber por qué no.

—Eres de la familia —contestó el Dr. Royce—. No tienes que preguntar.

—¡No me importa tu valiosa intimidad! ¡Son mis hijos lo que me preocupa! —gritó ella—. ¡Si aquí está pasando algo malo, quiero ponerle fin!

El doctor Royce la miró fijamente con sus ojos azules.

—Nosotros mismos nos enteraremos de si pasa algo —dijo. Se detuvo sin pestañear—. Si es algo serio, proviene de fuera. Si proviene de fuera lo detendremos. Si procede de dentro queremos mantenerlo en secreto.

George no decía nada. Miraba a su esposa.

—No necesitamos a la policía, Sarah —dijo finalmente.

Ella no estaba convencida, pero se tranquilizó.

—Me gustaría que Chrissie se despertara —dijo.

4

Mientras Sarah permanecía junto a la cama de Chrissie con el tío Benjamin, George volvió solo al Arboretum. Aunque no estaba totalmente convencido de que los Richter fueran inocentes, veía allí un punto muerto. Pero tenía que seguir intentando algo.

Cuando se preguntaba quién más podría haber cogido a Chrissie le vino a la mente Sophie Hawkins, la sirvienta de los Butler. Ni Trish ni Harvey parecían sospechar lo más mínimo de ella, pero George quería hablarle.

A George le parecía que Sophie se comportaba de manera extraña. Siempre estaba observando. Casi no hablaba, era amenazadoramente silenciosa. Sonreía siempre. George no confiaba en la gente que no dejaba de sonreír. Y aunque Sophie llevaba diez años en Roycewood al servicio de los Butler, a sus ojos seguía siendo una extraña, una extranjera, una intrusa.

Trish salió a abrirle. La dejó expresar su alegría porque habían encontrado a Chrissie y después se dirigió a ella.

—¿Dónde está Harvey?

La expresión de Trish se tornó fría.

—Un momento —dijo—. ¿Cómo está Chrissie?

—Bien —contestó George, impaciente—. Duerme. ¿Dónde está Harvey?

Trish se sentía ofendida.

—Sé que estás disgustado —dijo—, pero no tienes por qué ser tan brusco.

George no sonrió. Nunca sonreía.

—En realidad lo que quiero es hablar con vuestra sirvienta —dijo.

Esto exasperó a Trish.

—¿Entonces por qué preguntas por Harvey?

Pero ya conocía la respuesta.

Harvey era el hombre, y George sólo concedía importancia a lo que el hombre decía.

—¿Puedo pasar? —preguntó George.

Trish le dio la espalda.

—Harvey está en cama y Sophie en la cocina —dijo con voz seca.

George ignoró su respuesta cortada y se dirigió hacia donde sabía se encontraba la cocina. Sophie estaba junto al fregadero con su uniforme negro y una banda roja atada a la cabeza como un turbante. Cortaba verduras con un largo cuchillo francés. Se volvió cuando oyó entrar a George, con el cuchillo en alto y aquella sonrisa constante que dejaba al descubierto sus dientes blancos y encías rosadas. No dijo nada, sino que inclinó la cabeza.

George no perdió ni un momento.

—¿Has visto hoy a mi hija Chrissie? —le preguntó.

El cuchillo lanzaba destellos en la mano de Sophie cuando ésta se movía ligeramente. Su sonrisa no cambiaba.

—No señor —respondió ella con voz rítmica.

—¿Dónde has estado toda la tarde?

—Justo aquí, señor —contestó ella, mirándole y retirando sus enormes ojos como si coqueteara.

Sólo tenía 28 años y seguía sola, por lo que él sabía.

—¿Has estado alguna vez en la bodega que hay cerca de mi casa?

—¡Oh, no, señor! Nunca —dijo Sophie, moviendo el cuerpo, ondulándolo.

George se quedó mirándola.

«No puedes decir nada —pensó para sus adentros—. No puedes decir nada de nada».

5

El doctor Royce y Sarah Caley se quedaron con la niña cuando George se fue. Cuando su marido partió, Sarah se dirigió a su tío.

—Llevas este lugar como un dictador —le dijo.

El doctor Royce la miró fijamente. Era algo más que su tío. La había educado en sus últimos años de adolescente, siempre había sido su médico, era el cabeza de la familia y señor del lugar. Nunca habían estado muy cerca el uno del otro, pero la quería tanto como a los demás.

—¿Qué solucionaría la policía? —le preguntó con amabilidad—. Harían las mismas preguntas que estamos haciendo George y yo. Hablarían con la misma gente, molestarían a todo el mundo y no sacarían nada en limpio. Siempre hemos sido nuestra propia policía. Lo sabes.

—Pero si tenemos aquí un maníaco sexual o algo así, al menos la policía sabría de unas cuantas personas a las que controlar.

El doctor Royce la escuchaba en silencio. Cuando hablaba utilizaba un tono sereno, blando, como una caricia.

—Por lo que yo puedo ver no hay nada de sexo por medio —dijo—. Klaus y Dieter dicen que cerraron la puerta de la Weinkellerai, pero pueden equivocarse. Son viejos y olvidadizos, aunque jamás lo admitirían. Es posible que Christine hubiera entrado. La puerta pudo cerrarse tras ella. O ella pudo cerrarla. Tiene cierre automático, se cierra con llave por sí sola.

La voz suave y llena de seguridad. La explicación razonable. Hipnótica. Así calmaba él a sus pacientes y les hacía confiar. Quería que Sarah creyera y podía ver que ella quería creer. No vería el fallo de su explicación, al menos de momento. Eso le daría tiempo para averiguar la verdad, para alisar el camino.

—Supongo que ella misma pudo haberse encerrado —dijo Sarah.

—Veremos qué recuerda cuando se despierte.

Cuando se despertó, llorando y claramente sobresaltada, Christine no tenía nada aclarador que decir. Vomitó, bebió agua pero se negó a tomar una aspirina, vomitó otra vez y volvió a quedarse dormida.

—Mañana se sentirá mejor —dijo el doctor Royce.

Un poco más tarde se fue, alejándose a grandes pasos, especialmente erguido y en apariencia imperturbable.

6

Sarah había estado pensando. Y también George. Estaban en la cocina, tomando tazas y tazas de café.

—El tío Benjamin defiende que Chrissie podría haberse metido allí porque los hombres dejaron la puerta abierta —dijo Sarah. George apretaba una servilleta en la mano derecha y no decía nada. Intentaba disimular sus sentimientos, pero tenía las cejas como un nudo—. ¿Tú crees que es posible? —insistió Sarah.

También ella dejaba ver unos pliegues en su ceño, mirando atentamente a George. Él evitaba su mirada fija y desviaba los ojos hacia arriba o hacia los lados.

—Supongo que puede haber sido así.

—Es un sitio oscuro —continuó Sarah—. Ni siquiera hay ventanas. He estado allí. ¿Dónde la encontrasteis?

—Abajo, cerca de las pilas de botellas.

George respiraba de manera profunda, intentando controlar sus palabras.

—Está oscuro allí abajo, ¿verdad? —Sarah hizo una pausa y después continuó—: ¿Estaban encendidas las luces?

George no dijo nada y apretó los labios.

—¿Cómo hace una niña de cuatro años para descorchar una botella de vino?

George seguía sin decir nada.

—¿Crees lo que dicen los empleados?

—Sí.

Sus ojos negros le lanzaron una rápida mirada y después se desviaron.

—Entonces hay algo muy extraño en todo esto, ¿no es así?

—Es verdad —dijo George—. Es verdad.

—¿Qué vas a hacer al respecto?

George arrojó la bola hecha con la servilleta encima de la mesa.

—Déjamelo a mí —dijo.

7

Mientras tocaba el piano dulcemente, cuando George ya se había retirado a la cama, Sarah no sabía si podía dejárselo a él. No era capaz de aceptar que la gente no compartiera con ella lo que sabía. Se daba cuenta de que su tío Benjamin le ocultaba algo. Y sabía que su marido no la incluiría en su plan y ni siquiera se lo contaría.

Y ella, ¿qué podía hacer? Quería llamar a la policía de Merion. Allí tendría por lo menos cierto control, obtendría alguna satisfacción y alguien se dirigiría a ella de manera inteligente. Nunca conseguiría que George o su tío Benjamin la trataran así. George creía que las mujeres no debían inmiscuirse en sus asuntos. El tío Benjamin había sido ginecólogo y su médico durante tanto tiempo que había cerrado totalmente la comunicación en dos sentidos, convencido de que él era el que sabía lo que había que revelar y ocultar en cada caso.

Y estaba Roycewood por medio, la posesión y obsesión de su tío, su razón principal para vivir, la razón que explicaba las compañías, las fundaciones, los monopolios que él controlaba.

Tenía que admitir que su tío tenía buenas intenciones: un paraíso en la tierra. ¿Y qué tipo de paraíso seria si se necesitaba ayuda del exterior? ¿Por qué iba a dejar que unos intrusos arruinaran su sueño y el trabajo de diez generaciones? Su tío Benjamin protegía Roycewood mejor que cualquier policía: los muros, el portalón, los guardas, el dinero… todo era obra suya, para preservar el pasado y el futuro de su familia.

Pero ahora había que tener en cuenta a su hija Chrissie. Sin olvidar a su hermana Nancy. Muerta. Sarah se quedaba fría y un temblor le recorría el cuerpo cada vez que pensaba en Nancy o en Chrissie. Las lágrimas le humedecían los ojos, el estómago se le retorcía y el dolor le formaba un nudo en la garganta. La embargaba el deseo de negar la muerte de Nancy y la desaparición de Chrissie. Pero ahora se forzaba a pensar en todo.

Probablemente era la muerte de Nancy lo que enturbiaba la reacción de su tío Benjamin frente a lo que le había pasado a Chrissie. Sarah quería creer que la muerte de Nancy había sido un accidente, como todo el mundo repetía. Pero había algo que tiraba de ella. Un sentimiento de duda se había abierto en su estómago como un paso inesperado en la oscuridad. ¿Qué podía hacer? ¿Simplemente olvidarlo? ¿Dejarlo de lado? ¿Volver a ser la esposa ajetreada y confiada, la imbécil de primera línea? ¿Una mujer «Royce de Roycewood», que jamás había trabajado para pagar nada, que jamás se había preocupado por nada? ¿Una grande dame antes de tiempo?

¿Por qué no había continuado con la carrera de derecho después de Mt. Holyoke, como había hecho Suzy, su hermana pequeña, después de Radcliffe? ¿Por qué no había escapado a la tradición de Roycewood? («la prisión de Roycewood», como Suzy la llamaba). George Caley había sido el porqué. La había cazado en su red física como hacía con todo el mundo. Es verdad, ella no se había resistido: era demasiado agradable.

Dos semanas después de graduarse en Mt. Holyoke y sólo tres meses después de la muerte de sus padres en el accidente de coche en New Jersey, Sarah y George se habían casado en la iglesia del Redentor en Bryn Mawr. Su tío Benjamin la había dado en matrimonio en lugar de su difunto padre. Sus hermanas Nancy y Suzy (entonces bajo la tutela del tío Benjamin) habían actuado de damas de honor.

Ella y George ni siquiera se habían atrevido a hacer el amor hasta después de la boda. Ella se había negado para mantenerlo interesado, y funcionó. Tan pasado de moda. Había sido una virgen. Había sido un anacronismo.

Después George había dominado y terminó ignorándola. Ella se sintió orgullosa y feliz al quedarse embarazada sin esperarlo la primera vez (sabía que había tenido cuidado), y el júbilo la inundó cuando fue niño (George Jr., al que llamaban Chip). Pero a partir de entonces (¿quizá porque se había entregado demasiado al niño?) George se había sentido cada vez menos excitado por ella.

El nacimiento primero de Doug y luego de Chrissie la habían sorprendido más por lo esporádicas que eran las relaciones sexuales con George que por el fallo repetido de los anticonceptivos. Ella había querido a sus hijos más intensamente a medida que su amor por George iba desapareciendo. Los llevaba con ellos a todas partes; lloró un poco cuando tuvieron que ir a la escuela y mucho cuando George y tío Benjamin insistieron en que se enviara a los niños al internado de St. Paul.

A lo largo de los 15 años de matrimonio. Sarah había ido sintiéndose resentida ante George. Y ahora, cuando pensaba cuánto le había querido y soportado antes del matrimonio, sentía que había sido una tonta. Él nunca había querido ni su cuerpo ni su alma, sino su nombre. Ella era una Provee. Y era evidente que eso podía significar mucho para él.

Suspiró. Suponía que seguiría haciendo lo de siempre. Nada. Jugar al tenis en el club de cricket. Salir a comprar bonitos vestidos estampados. Actuar como voluntaria en el hospital de Bryn Mawr y en la biblioteca. Cortarse el pelo. «Comida con las señoras». Leer sobre Jackie Kennedy Onassis. Tocar el piano. Cuidar a Chrissie. Doug y Chip tanto como lo necesitaran. Preocuparse por los baños de los chicos ahora que tenían pelo púbico y ya no la dejaban pasar, aun cuando era evidente se las arreglaban solitos cuando estaban en la escuela. Preocuparse porque Chip se estaba volviendo lejano, huidizo y desconocido (siempre que intentaba darle un beso se ponía rígido y lo evitaba encogiendo los hombros, él que todas las noches en la cama solía pedir que lo besara «hasta la muerte»). Preocuparse porque Doug llevaba el mismo camino. No preocuparse demasiado. Vegetar. Vacilar.

Eso era resignarse y no la confortaba. Sarah cerró el piano con una nota amarga, arrugó la nariz y se metió en la cama sin despertar a George. Se quedó despierta, pensando en sí misma, en su hija, sus chicos, en sí misma otra vez. Tenía que hacer algo diferente, y pronto. Se preguntaba qué diría Chrissie cuando se despertara al día siguiente.

8

Harvey Butler escuchaba las tranquilas idas y venidas de seres invisibles en su casa, con el audífono en alto a pesar de que se suponía que estaba en la cama para dormir. Ahora ya no confiaba en la noche. No había dicho ni una palabra a su mujer. Trish, ni a nadie más sobre su experiencia en el bosque. Todavía se sentía avergonzado de su miedo. Un hombre crecido. Trish dormía a su lado y era evidente que no le molestaban los sonidos que a él no le dejaban dormir. A lo mejor era sólo su imaginación. Otra vez.

Harvey salió con cuidado de la cama, abriéndose camino en la penumbra gradas a los rayos de luna que entraban a través de las cortinas Apoyando primero un pie descalzo, después otro, avanzó hasta la puerta del dormitorio, que estaba abierta. Estaba seguro de que en el pasillo vería una criatura fantasmagórica, ya que allí había oído sus pisadas y los crujidos de sus miembros. «Ha venido de Mill House para atraparme», pensó para sus adentros, inventándose una historieta para esconder su miedo.

«De momento no hay fantasma», pensó, pero seguía asustado. Adelantó su cabeza hacia el pasillo con sumo cuidado, de manera que con un ojo podía verlo en toda su extensión. Miró primero a la derecha, de donde parecían proceder la mayoría de los ruidos.

La alfombra oriental, una maraña de formas entretejidas en escorzo, las paredes desnudas, la ventana de cortinas diáfanas al fondo, que brillaba con la luna, pero nada más.

Las cortinas deberían moverse, atrayentes. Permanecían inmóviles. Nada más. La otra dirección estaba también vacía. Hacia las escaleras. Mirar arriba, mirar abajo. Una corriente fría por sus pies desnudos. Nada más.

Harvey se quedó en pie todo el tiempo que aguantó, rígido y escuchando al borde de la escalera. Los sonidos continuaban en el primer piso como ecos apresurados, pero ya no en la segunda planta. Al igual que había sucedido en el camino de Mill House, no los alcanzaba nunca. Siempre iban por delante suyo. Estaban siempre donde él no estaba. Un pequeño pájaro los conducirá. No volverían a tomarle el pelo. Volvió a la habitación. A la porra con ellos.

Pero no se metió en la cama. Se dirigió a la ventana y miró a través del hueco que dejaban las cortinas en dirección al jardín que rodeaba la piscina. Allí: una forma oscura saltando de arbusto en arbusto.

Una corriente helada le recorrió las piernas y la espina dorsal.

Otra sombra, tan rápida que cuando desapareció ya no estaba seguro de haberla visto.

Los pelos de la nuca se le pusieron de punta. Intentó combatir el pánico tragando saliva, y sintió que empezaba a jadear.

Harvey se quedó cinco minutos contemplando las formas que se lanzaban de un lado a otro. Poco a poco se fue tranquilizando. No le estaban haciendo daño. Otro hombre bajaría y se enteraría de lo que pasaba. George Caley lo haría.

«Bueno —pensó Harvey—, que lo haga George. Que meta su bigote negro en lo que quiera que sea». Se quitó el audífono, lo dejó en la mesilla de noche y se metió en la cama, agradeciendo el silencio.

9

En Berwyn, Suzy Mandas pensaba en Roycewood y Mill House. Se había levantado de la cama y bajado sigilosamente hacia la cocina por el pasillo levemente iluminado por los rayos de luna que entraban por las ventanas.

Puso a hervir agua para prepararse una infusión para dormir y se dio cuenta de que le temblaban las manos. Mill House. Recordaba que solía jugar allí cuando era niña, aunque le estaba prohibido. Se colaba en aquel lugar vacío y fantasmagórico abriéndose paso entre las telarañas, rodeada por el olor a moho, decadencia y polvo y los crujidos de la rueda del molino y la madera vieja. Se acordaba, pero no del todo… Tenía la sensación de que había ocurrido algo que no podía, que no quería recordar.

Después la sorprendió el miedo, que le hormigueaba en el cuello y en el vientre. Recordó la sensación de unos ojos penetrantes clavados en su espalda cuando se llevaba a Tommy de Quarry House el día que Nancy murió, y la impresión de que la estaban siguiendo. Volvió en sí y se apretó, balanceándose de un lado a otro junto a la cocina, esperando a que el agua hirviera.

No sabía qué estaba pasando, pero quería que alguien le pusiera fin. Pensó en su tío Benjamin, retrayéndose a aquellos años de adolescente, más seguros. No había nada que tío Benjamin no pudiera hacer.

Eso era una tontería. Ya estaba pensando otra vez como una niña. Apagó el fuego y levantó la tetera por encima de la taza con la bolsita de té. El chorro de agua saltó en el borde de la taza como si tuviera vida propia, incontrolable. El agua se derramó. Suzy volvió a dejar la tetera en la cocina con todo el cuidado posible, pero seguía haciendo ruido. Se apretó las manos contra los muslos, intentando tranquilizarse.

No sirvió de nada. Suzy dejó la cocina con las manos vacías, sin haber probado el té, y volvió a su habitación. Victor dormía sobre un costado, respirando pausadamente. Ella se metió en cama a su lado, buscando su espalda a tientas pero sin querer despertarle. No le había contado nada de sus premoniciones y temores. Le gustaría poder contárselo y que él la ayudara, pero no quería inquietarlo. Tenía la esperanza de que su locura desapareciera antes de tener que hacerla pública. Esperaba que no fuera más que las hormonas. Quería reírse de todo aquello, volver a disfrutar de su yo habitual, alegre y bromista, mordaz y divertido, inocente y burlón. No le gustaba aquella criatura miedosa que se acurrucaba en la cama, intentando ignorar el terror que la invadía noche tras noche.

Suzy se apretó contra la espalda de Victor y él murmuró en sueños. Se quedó así un momento hasta sentir que el cansancio la vencía como con descargas eléctricas. Se quedó dormida y empezó a soñar.

10

El doctor Benjamin Royce tuvo una emergencia aquella misma noche. Cuando sonó el teléfono miró al reloj y vio que eran las 3:46 de la madrugada. No le importaba. Podía haber reducido su trabajo a las horas de oficina, como hacían otros ginecólogos, y evitarse así estas emergencias nocturnas, pero nunca se permitiría a sí mismo tal abandono, ni siquiera a pesar de su horario apretado y sus numerosos intereses y responsabilidades. Los medicamentos para inducir al trabajo eran para él algo prohibido excepto como último recurso, para ayudar en una tarea difícil que ya había sido comenzada. Incluso entonces era reacio a utilizarlos, y cuando lo hacía era con gran cuidado.

Quien llamaba era el marido de una de sus nuevas pacientes, una joven que nunca antes había concebido, una primeriza. Era una de las pocas pacientes fuera de la familia de las que se permitía todavía encargarse, nieta de un senador amigo suyo. La joven contaba 22 años y tenía una desproporción cefalopélvica que prometía problemas. Él planeaba ya una cesárea. Dijo al marido que la llevara al hospital y telefoneó al hospital y al anestesista, el doctor Gold, para avisarles de la llegada de la joven. Después se vistió y bajó al garaje. A medida que se iba despertando iba estudiando el caso de su paciente. Recordó también lo que le había ocurrido a la pequeña Christine Caley.

¿Quién lo había hecho? Era evidente que alguien lo había hecho, que no había sido la niña sola. Era imposible que la pequeña pudiera haberse metido en la Weinkellerai y hacer el resto por sí misma.

Había otras cosas no del todo imposibles. Podía haber entrado algún extraño. La otra alternativa casi no tenía cabida. «Nada ha fallado dentro de Roycewood», pensó. Tenía un cuidado meticuloso en todo lo que hacía. Ya había dejado las llaves de repuesto en un cajón de la caja fuerte, llaves para cada puerta y edificio del lugar.

Los focos del Silver Cloud barrieron la salida del garaje y avanzaron carretera abajo, brillando mortecinas a la luz de la luna. Por el rabillo del ojo el doctor Royce vio que algo se movía entre los árboles. Frenó, ladeó un poco el coche, se inclinó hacia adelante y agudizó la vista. El motor zumbaba suavemente. Nada se movía.

El doctor Royce se quedó mirando un momento, a la espera de algún movimiento que finalmente no se produjo. Después siguió conduciendo, extrañado y asustado, para salir del enclave, que era suyo y adoraba, y dirigirse al hospital, que también le pertenecía.

11

En su sueño Suzy no sentía que estaba soñando. Era como si hubieran trasladado su cuerpo, todavía despierto, a otro lugar y a otro tiempo reales. Seguía siendo de noche, pero la cama no era ya su cama, y la habitación era otra habitación, con paredes enyesadas que mostraban grietas como cicatrices de heridas de guerra, pesados dinteles y sólidas vigas de madera vieja que se abría con la edad, revelando su interior fibroso.

En este sueño estaba extrañamente despierta, acurrucándose bajo el edredón de retazos multicolores: el mismo que la había cubierto cada noche cuando era niña que dormía sobre la incómoda cama de cuerdas, usada al menos por seis generaciones de antepasados. Bajo la nariz tenía la misma tela que había tenido durante años, una áspera muselina en la que se había sonado los mocos en muchos catarros y gripes. Era como si volviera a ser otra vez aquella niña durmiendo.

Se percataba de que también ahora tenía un catarro, o una gripe. Temblaba por los escalofríos y la fiebre, como tantas veces antes. Pero esta vez no era como las anteriores. El mismo edredón pero no la misma cama, ni la misma habitación. Las contraventanas estaban cerradas y la luz de la luna penetraba sólo en bandas horizontales por unos resquicios que eran como rejas en una jaula o prisión.

Poco a poco Suzy se fue dando cuenta de que se encontraba en Mill House, la casa de Roycewood que le reservaba su tío Benjamin, adonde éste le pedía constantemente que se trasladara para mantener a la familia unida. Ella no quería estar allí, pero se encontraba tan mal, temblaba tanto y tenía tales náuseas que no podía moverse de la cama. Y sabía que de todos modos no podría moverse, que estaba en la casa para un propósito determinado, para un sueño. Sabía que iba a ocurrir algo que no podría evitar. Se acurrucó y escondió la cabeza bajo el edredón.

Los mensajeros vienen en los sueños, pensó en el sueño. Se preguntaba si su sueño era un sueño, porque se quedó dormida en el sueño de la misma manera que en la realidad. Se despertó de repente en la habitación de Mill House al oír el sonido de unas enormes alas batiendo las paredes en el exterior y de grandes picos destrozando las contraventanas. Alrededor del colchón se alzaban unas manos que la agarraban por los tobillos, las muñecas y el cuello. Eran dedos quebradizos y huesudos que la cogían mientras ella yacía estirada en la cama. De repente el edredón salió volando y quedó enrollado en una esquina, dejando al descubierto su cuerpo desnudo con las marcas del bronceado, su pelo púbico dorado y los pezones rosas en alto.

Ni siquiera podía llorar. Los dedos huesudos le apretaban la garganta y todo lo que le salía era un grito ahogado, no podía luchar y tenía que escuchar cómo los picos, las alas y las garras golpeaban y destrozaban las contraventanas. También tenía que escuchar lo que había empezado a moverse desde la planta baja de Mill House, avanzando inevitablemente hacia ella.

Se escabullía y apretaba como si no pudiera caminar, arrastrarse o deslizarse, sino que tuviera que encorvarse sobre piernas rotas o aletas sin huesos, sorbiendo y resollando mientras luchaba escalón a escalón hacia el lugar en donde ella yacía como prendida por alfileres.

No sólo estaba inmovilizada por dedos huesudos, sino que además se hallaba paralizada y era incapaz de cerrar los ojos o gritar. Ya no se daba cuenta de que estaba soñando, como suele suceder en los sueños, sino que estaba convencida de que lo que ocurría era real.

Le resultaban extrañamente claros cada jadeo, cada gangueo, cada ruido, y a cada sonido sus músculos saltaban involuntariamente como en los espasmos de un ataque. Las alas, los picos y las garras destrozaban las contraventanas, pero tenía el presentimiento de que la criatura de fuera esperaba a que la de dentro terminara su matanza para lanzarse sobre los despojos. Sobre ella.

La cosa que subía por la escalera era enorme y floja, sus lados se arrastraban por las paredes y su peso hacía que toda la casa se estremeciera como si avanzara haciendo presión sobre el pasillo, husmeándola, jadeando, con una respiración húmeda.

Parecía que se quedaría parada al otro lado de la puerta para siempre. Suzy vio cómo la puerta se curvaba hacia adentro por su peso; oyó cómo crujía, vio las jambas cediendo poco a poco y las uñas torciéndose al salir por la pared. Oyó a la criatura gimoteando y lloriqueando como un niño que sufre o un gatito dando arañazos para entrar.

La puerta cayó sin hacer ruido, moviéndose en el aire como si no pesara.

Se levantaron nubes de polvo frente a la entrada. Suzy podía ver el polvo plateado cubriéndola, sintió cómo se le metía por la nariz y en los ojos.

En la puerta había una forma oscura y torva. Estaba suspendida en el aire, lloriqueando y gorgoteando. Podía notar su olor. Apestaba a orina, queso agrio y zapatos malolientes. Ella apretó la boca. Sabía que iba a vomitar.

Pero no lo hizo. Observó cómo la cosa se acercaba hacia ella, oyó su respiración pesada, oyó cómo los maderos del suelo se astillaban bajo su peso, sintió y olió su respiración lamiéndole los muslos abiertos.

Con la lentitud imposible del que sueña, Suzy intentaba moverse, gritar, pero no podía hacer ninguna de las dos cosas. Se dio cuenta de que no veía la cosa en sí misma, sino lo que la cubría, una gasa o harpilla blanca untada de sangre coagulada y trozos de hierba seca bajo la cual algo se movía ondulándose como un gusano, encorvándose como las cresas de una herida o del esperma vistas bajo el microscopio.

Poco a poco la cubierta se fue levantando, y Suzy no quería ver, quería ver, no quería ver, se moriría si pudiera ver y también si viera. De repente cuatro caras muertas la miraban fijamente. Estaban manchadas con moho verduzco y marcadas con bandas de sangre y tierra; rezumaban burbujas de un fluido amarillo por encima de los ojos hundidos y la carne rugosa.

Eran los rostros de sus hermanas Nancy y Sarah y sus primas Trish y Flip, muertas. Sus cuerpos estaban mezclados, apretados o modelados en uno y se ondulaban como durante el acto sexual, pero sus rostros de destrucción aparecían separados y nítidos, dirigiéndose a ella con labios trémulos e intentando decirle algo.

Tras ellas estaban las caras de sus hijos, que se esforzaban por alzarse desde el espacio donde debían estar sus ijadas. Las bocas de los niños se abrían en auténticos vagidos, la carne desgarrada les colgaba de sus brazos extendidos y las cuencas de sus ojos aparecían luminosas y vacías.

Y detrás asomaba otra figura, sombría y estática, con una luz blanca a sus espaldas y ramas rotas en los brazos ajados. Avanzaba con lentitud infinita hacia sus muslos abiertos.

Suzy no se despertó gritando, sino en tranquilidad, de manera deliberada, queriéndolo. Sabía que pronto tendría que ir a Roycewood, porque las premoniciones no la dejarían descansar. Y sabía que iría, aunque estaba asustada, porque era la única manera de detener la pesadilla que acababa de comenzar.

12

Tom Horton yacía en cama despierto, con un tremendo dolor de cabeza, mientras oía los gritos de reclamo de su hijo en la habitación al otro lado del pasillo. Debería haber pedido a la señora Robins que se quedara por la noche durante las primeras semanas. Era estúpido no haberlo hecho. Ella se había ofrecido. Lo haría al día siguiente.

Se obligó a salir de la cama, combatiendo el dolor y las náuseas. Encendió la luz de la mesilla y se quedó sentado un momento al borde del colchón, con la cabeza entre las piernas. Después decidió que esta posición le hacía sentirse peor y se levantó, falto de equilibrio y sosteniéndose con dificultad. «Se acabó con la bebida», se dijo para sus adentros. Intentó respirar profundamente y avanzó tambaleándose hacia la habitación de su hijo.

El niño estaba boca arriba, gritando y pataleando en la oscuridad. Tom se dio cuenta de que la ventana estaba abierta y que un aire frío y húmedo entraba en la habitación. No recordaba que nadie la hubiera abierto. La cerró, encendió la luz, se inclinó sobre la cuna y palpó los pañales del niño. Mojados, claro. Y además, unos bultitos duros.

Cogió al niño, lo puso boca arriba sobre la mesa y le quitó el pañal. Iba a tirarlo sin prestarle mucha atención cuando se le ocurrió mirar y no encontró las heces que se esperaba, sino dos huevos grisáceos con motas marrones, dos huevos de pájaro.

«Brujas —pensó Tom—. Gente vudú. Aquí, en Roycewood. Sophie Hawkins».

13

Sarah Caley estaba junto a la cama de su hija desde mucho antes de que ésta se despertara, sentada en la oscuridad y mirándola. De vez en cuando se inclinaba sobre la cama hasta rozar el pelo dorado de la niña para oír su respiración. Poco después de las seis de la mañana entró George, desarreglado y sin afeitar, anudando el cinto de su bata de seda roja. Ella siempre había pensado que era un rasgo de afectación femenina en un hombre tan masculino como él. Había traído el kimono de Japón y se suponía que era una buena excusa.

Chrissie se despertó cuando su padre entró en la habitación, como si se tratara de una señal. Bostezó y se quedó mirando a sus padres.

—Buenos días, cariño —dijo Sarah, arrullándola.

—Tengo sed —dijo Chrissie.

—Ahora mismo traigo algo de beber —saltó su padre.

Y salió a por un vaso de agua al cuarto de baño. Cuando volvió, Sarah ya había empezado con el interrogatorio.

—¿Te lo pasaste bien ayer?

—Sí.

—¿Qué hiciste?

—Jugar.

—¿Dónde jugaste?

El sonsonete de preguntas y respuestas crispaba a George, pero se mantuvo en calma, sin perder su sonrisa paternal.

—Aquí tienes el agua, Chrissie.

La pequeña cogió el vaso y bebió, haciendo ruido y derramando agua. Su madre le secó el agua que le caía por la barbilla y el cuello con la sábana.

—¿Dónde estuviste jugando ayer? —preguntó de nuevo.

—Aquí.

—¿Aquí en tu habitación?

—Sí, y fuera.

—¿Jugaste con alguien?

—Con papá.

Le miró y sonrió.

—¿Y aparte de papá?

—Chippie y Dougie.

—¿Alguien más, aparte de tus hermanos?

—Con muñecas.

—¿Fuiste a algún sitio en especial?

—No.

Grandes ojos azules sin rastro de preocupación. ¿Podía haberlo olvidado todo? ¿Haber estado inconsciente todo el tiempo? ¿Es que estaba fingiendo, a su edad?

—¿Bajaste a la bodega?

—No.

Pero allí la habían encontrado. ¿Por qué no lo sabía? ¿Quién había estado con ella?