El niño perdido
No había transcurrido una semana desde la muerte de Nancy Horton y sólo tres días desde su funeral cuando un niño desapareció en Roycewood.
George Caley fue primero a Quarry House buscando a su hija de cuatro años, Christine. Encontró a Tom Horton sentado en un banco de piedra cerca de la vieja cantera, con la cabeza pelirroja y rizosa inclinada sobre una botella de Wild Turkey y un vaso medio vacío bailando en su regazo. Tom parecía dormido o en coma.
George no sentía ningún respeto por el dolor de Tom. Caminó hasta pararse frente a él.
—¿Has visto a mi hija Christine? —le preguntó sin sonreír.
Su voz llevaba gravilla y piedras que podían cortar el aire. Su barbilla mostraba una pequeña hendidura en medio. La alzaba por debajo de su bigote negro como un hombre que está acostumbrado a dar órdenes. Tenía los ojos marrones oscuros y una mirada furtiva y aguda. Fruncía el ceño y parecía que sus espesas cejas se juntaban.
Tom movió la boca.
—No la he visto.
A George le tranquilizó que Tom pudiera hacer observaciones a pesar de la bebida.
—Sarah dice que no la ha visto desde las tres —explicó.
Eran las cinco de la tarde.
—Por aquí no ha pasado —contestó Tom con el vaso ya en los labios.
George iba a proseguir su camino cuando recordó que todavía no le había dado el pésame. No había estado en el funeral de Nancy porque tenía unos negocios urgentes en la ciudad. En realidad era una excusa que él había usado porque no soportaba los funerales. No iría a ninguno ni aunque fuera el de la hermana de su esposa. No había visto a Tom desde la muerte de Nancy. Durante un momento estuvo tentado a no decir nada, pero después cedió.
—Siento un montón lo de Nancy.
Tom levantó la vista hacia George y vio un hombre de 38 años, musculoso, enérgico y falto de humor que no le gustaba: George Caley no era el tipo de persona con el que Tom Horton había sido educado. Cierto, procedía de una buena familia cuáquera. Pero era una familia sin distinción, al contrario que la de Tom o los Royce. Y George tenía seis años más que él. Eso podía ser una diferencia.
—Gracias, George —dijo Tom—. ¿Quieres beber algo?
—Tengo que buscar a Christine —contestó George, dándose la vuelta y alejándose de repente—. Hasta pronto.
Tom se quedó mirando las anchas espaldas durante un momento, y después tuvo una idea. Se levantó, dejó el vaso pero no la botella y salió tras el otro, que avanzaba a grandes zancadas.
—Te ayudaré a buscar —le gritó.
George se detuvo y esperó.
La carretera que salía de Quarry House hacia la derecha se dirigía a The Vineyard, donde vivían George y Sarah Caley. La de la izquierda giraba a través de enormes árboles hacia el Arboretum, que estaba ocupada por los Butler. La carretera de asfalto era lisa como terciopelo negro, brillante gracias a los cuidados, la barrida y la supervisión diaria de los encargados de mantenimiento del terreno, los Ritchers. George avanzaba hacia el Arboretum y Tom le seguía con esfuerzo.
—¿Ha hecho esto antes? —preguntó Tom, pensando vagamente en Nancy.
—No —contestó George—. Pero ya sabes, uno se preocupa con esos barrancos escarpados del bosque.
Fue un comentario sin mala intención y así lo vio Tom. Pero había algo que tenía que contar a alguien.
—Creo que Nancy saltó —reveló—. Tuvimos una discusión, y no era la primera.
—Tonterías —dijo George—. Las mujeres no se suicidan por una discusión.
Rehusó mirar a Tom.
Eso era exactamente lo que Tom deseaba oír, y se sintió agradecido aunque de mala gana, pero no cambió de parecer. Echó un trago y George lo vio.
—Tomaré un poco yo también. —Tom le tendió la botella de whisky, ahora ya totalmente agradecido—. La encontraremos —dijo, sintiéndose cálido y necesitado.
En su rostro pálido y pecoso se dibujó una sonrisa que le hizo volver aparecer un niño, un chico de un cuadro de Norman Rockwell.
Era una calurosa tarde de domingo. Detrás del Arboretum había una piscina. Era probable que una pequeña de cuatro años andara por allí. La colina al lado de la casa estaba plantada con todo tipo de árboles que iban desde un cedro del Líbano de 30 metros hasta un acebo enano de China, legados todavía vivos de un Royce que había muerto hacía ya siglo y medio. Los árboles daban a la piscina y servían a ésta de marco. Tom Horton y George Caley oyeron chapoteos y risas incluso antes de dar la vuelta a aquella extraña casa de piedra con su techo de cedro cubierto de musgo.
Todos los Butler estaban en el agua. George empujó la puerta de hierro con el pie y entró con Tom pisándole los talones. Se aseguró de quién había antes de hablar.
—¿Alguien ha visto a Christine? —preguntó.
Harvey Butler subió con su cuerpo pesado y goteando al borde de la piscina y sonrió. Su cara risueña de labios gruesos y mejillas regordetas le brillaba bajo la calva. Solía hacerse la raya sobre la oreja derecha y peinar su pelo hacia abajo para ocultar su audífono y hacia arriba para cubrir su cabeza desnuda. Harvey estaba casi totalmente sordo de una enfermedad incurable, pero hacía tiempo que había aprendido a leer el movimiento de los labios. Ahora había leído los de George.
—No creo que la hayamos visto —contestó Harvey, volviéndose para ver qué respondían su mujer Trish, sus dos hijos y su hija adolescentes.
Todos pataleaban en el agua, con los cuellos y las caras lisos y brillantes. Ninguno había visto a la niña. Harvey se colocó el audífono detrás de la oreja y se volvió hacia George.
—No la hemos visto desde hace dos horas. Se ha ido —dijo George, fijando sus ojos en Harvey de manera que éste tuvo que bajarlos—. ¿Puedo usar el teléfono?
—Allí está —indicó Harvey con un movimiento de mano.
George se dirigió hacia el aparato blanco: estaba colocado sobre una mesa de hierro forjado pintada en blanco y con intrincados motivos de árboles y hojas; complemento muy propio de la casa. Marcó el número de Flip y Paul Royce, que vivían en Tsuru-Kame. Mientras el teléfono sonaba George tamborileaba con los dedos sobre la mesa.
—Qué mala suerte lo de Nancy —le dijo Harvey a Tom, agitando los pies y frunciendo el ceño—. ¿Cómo te sientes?
Tom levantó la botella.
—Bien —contestó.
—Espero que la pequeña Christine no se encuentre en un apuro —añadió Harvey neciamente. Después respiró de manera profunda y se dio la vuelta—. Harve, Billy, salid de ahí, secaos y ayudad a buscar a Christine.
Trish Butler había salido finalmente de la piscina y se estaba secando pasando la toalla sobre su piel bronceada y dándose pequeñas palmaditas en el pelo. Normalmente lo tenía muy rizado, pero ahora le colgaba en tirabuzones. Tenía 35 años, 6 menos que su marido, y era una mujer suntuosa. Tom sintió deseo cuando se la acercó. Las gotas de agua que le brillaban todavía como diamantes sobre su piel dorada eran profundamente patéticas, como lágrimas tranquilas.
—Tienes a alguien que se ocupe de Tommy, ¿verdad? —preguntó a Tom, mirándole fijamente con los ojos muy abiertos—. ¿Quieres que te mande a Sophie?
Sophie era Sophie Hawkins, el ama de llaves jamaicana de los Butler, que en aquel momento permanecía inmóvil en la puerta de acceso a la cocina; el blanco de sus ojos resultaba más visible que su piel escondida entre las sombras. Tom sabía que les estaba mirando.
Tom asintió con la cabeza y dijo que la señora Robbins, su ama de llaves, había accedido a quedarse todo el día durante una temporada. Después se preguntó si la mirada de pena y preocupación que despedían los ojos castaños de Trish sería por Nancy, por Tommy o por él. Trish le tocó el brazo, lo rodeó con los suyos y lo apretó contra su traje de baño mojado y sus elegantes pechos.
—No deberías beber directamente de la botella —dijo.
Tom miró hacia otro lado, sintiéndose embarazado. Luchaba por no echarse a llorar cuando de repente sintió los magnéticos ojos de Sophie sobre él. ¿Acaso practicaba Sophie Hawkins el vudú y estaba centrando en él sus poderes?
El sonido del teléfono sobresaltó a Phillipa Norris Royce, Flip. Había entrado casi totalmente en trance para consultar su péndulo, y la ventana de su consciencia se abría al exterior sólo una pequeña grieta, lo suficiente para dejar entrar un susurro pero no para darle significado.
Flip sostenía la cadena de oro de la que colgaba el péndulo con su mano derecha, larga y de uñas muy rojas, y estaba concentrando todo su ser en ello. Había solicitado al péndulo un «muéstrame tu aprobación» más veces de las que podía contar, repitiendo las palabras como un canto hasta que aquél respondía, balanceándose ligeramente a derecha e izquierda. Después repetía «muéstrame tu no» hasta que contestaba moviéndose hacia delante y hacia atrás, mandando destellos con los rayos de sol que entraban por la ventana abierta.
Flip estaba desnuda, sentada en posición de loto sobre la alfombra de su estudio en Tsaru-Kame, con su esbelta espalda bien erguida y el pelo negro cayendo hasta el suelo. Sus ojos verdes y de rasgos árabes no se habían movido durante cinco minutos, y no parpadeó tampoco ni siquiera mientras el teléfono seguía sonando.
Como las llamadas persistían fue saliendo poco a poco de su estado de trance hasta darse cuenta de qué era lo que la molestaba. Se preguntó por qué no contestaban su marido Paul o Kyoko, el ama de llaves. Después recordó que Paul estaba jugando al golf y que era el domingo libre de Kyoko.
El hormigueo que en sus dedos era señal de un poder especial había desaparecido, y sabía que era mejor que su trance hubiera acabado. Se sentía desinflada, como en letargo; nuevamente había querido preguntar a los espíritus si tendría un hijo, y cuándo, y le molestaba que la respuesta tuviera que esperar: no se podía usar a los espíritus demasiado a menudo pues podían rebelarse, y además no les gustaba ser interrumpidos.
Flip dejó el péndulo de oro sobre la alfombra de paja con gran cuidado, enrollando la cadena alrededor. Se levantó con agilidad y fue hacia el teléfono. Ni una arruga, ni un pliegue de grasa en su cuerpo bronceado.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó Flip, en vez de saludar.
—Soy George —contestó la voz al teléfono.
Por un momento se quedó confundida. ¿Conocía a algún George? Esperaba que no fuese alguien que hubiese conocido en una de sus «locuras».
—¿Sí?
—¿Habéis visto tú o Paul a Christine?
Las cosas volvieron a su lugar. George Caley.
—¡Ah! —dijo ella—. No, ¿pasa algo?
—La estamos buscando —contestó George—. Desapareció hace un par de horas.
El primer pensamiento de Flip fue que no tenía importancia. Pero claro que la tenía.
—Aquí no ha estado —dijo. De repente se sintió preocupada—. ¿Puedo ayudar?
—Mantén los ojos abiertos —respondió él.
Después nada más, y la brusquedad con que colgó el teléfono hirió el oído de Flip.
Ella dejó el teléfono pensativa. La gente convencional suele ayudarse en situaciones apuradas como ésta, pero ella no era convencional. Estudió el caso durante un rato. Una niña perdida. Pariente suya. Claro que ayudaría. Volvió a su péndulo, esperando que no la rechazara.
Después de llamar a Flip, George se quedó inmóvil, intentando decidir qué hacer. Por el rabillo del ojo podía ver al ama de llaves de los Butler, Sophie Hawkins, que seguía en la puerta. Levantó los ojos hacia Trish y Harvey para ver si le atendían, y así era. Hizo un ligero movimiento de cabeza señalando a Sophie.
—¿Ha estado aquí toda la tarde? —preguntó.
—Creo que sí —dijo Harvey.
—Claro que sí —dijo Trish.
George no estaba muy convencido pero lo dejó estar. Entonces aparecieron los dos hermanos Butler y se quedaron en pie esperando órdenes. Eran dos chicos de trece y catorce años que parecían casi gemelos, delgados, cabello color miel y ojos azules. Vestían vaqueros cortos y zapatillas deportivas Adidas ya bastante gastadas. George elaboró rápidamente un plan.
—Chicos, vosotros iréis por el bosque en torno al riachuelo de la Tortuga. Tom, tú vienes conmigo. Volveremos a mi casa y buscaremos en la otra dirección.
Los chicos desaparecieron. Harvey Butler, regordete y calvo, permaneció esperando en tensión.
—¿No deberíamos llamar a la policía? —preguntó Trish.
—Nada de policía —dijo Harvey al instante. Conocía las preferencias del doctor Royce mejor que ella, a pesar de que ella era la Royce—. Yo bajaré hasta Mill House y echaré una ojeada por allí —continuó, inspirado de repente—. Es posible que Christine fuera allí porque está vacío.
Harvey parecía decir esto en tono ligeramente apologético. No se le había escapado que George no había solicitado directamente su ayuda. Estaba acostumbrado a que le ignorara, pero no se dejaba molestar por el hecho.
—De acuerdo —concedió Caley sin dar las gracias.
George Caley se ganaba la vida en una de las empresas propiedad de la familia Royce, al igual que Tom Horton, Harvey Butler, Paul Royce y el doctor Benjamin Royce, o sea, como todos los hombres que vivían en Roycewood. George era presidente de la compañía de acero Royce.
Esa compañía constaba en realidad de cuatro firmas diferentes; había sido fundada hacía 250 años, remontándonos a sus orígenes en la fundición de hierro. En la actualidad, la Royce Custom Structural (los diseñadores), Royce Custom Steel Manufacturing (la fábrica), Royce Custom Steel (el subcontratista) y Royce Custom Erectors (los constructores) tenían 12.000 empleados desde Filadelfia a Bahrain o Camberra. Era un trabajo duro que a George se le daba bien: era bueno en las ofertas y las compras, bueno en la dirección y el manejo de la empresa, lo suficientemente bueno como para obtener contratos por encima de los que se interponían en su camino, gracias al poder y las influencias de la familia Royce.
Eso tenía su mérito y él lo sabía. Si se es un hombre «Royce de Roycewood» hay que trabajar, y el que se ha casado con una Royce y ha sido aceptado por el doctor Royce pasa a ser un Royce aunque no lleve su apellido. George Caley estaba casado con Sarah Royce, la sobrina del doctor.
Pero entre los demás hombres de Roycewood seguían siendo un extraño, y lo sabía. Él no se había educado en internados exclusivos (St. Paul, St. Mark, etc.) como los otros. No había pasado por Yale o Princeton con el «aprobado de los caballeros», haciéndose un futuro mediante contactos en Fly, Fence o Ivy. Él se había abierto camino en las escuelas públicas del municipio de Radnor. De ahí que gente como Tom Horton pudiera mirarle por encima del hombro. No era «su tipo». Pero no importaba. Sabía cómo usar «su tipo» para hacer las cosas.
Ahora que buscaba a su hija estaba más nervioso que nunca.
—Vamos, muévete —dijo a Tom Horton.
Y éste se movió.
Detrás de la casa de los Caley, The Vineyard, había una colina que daba al sureste y se levantaba sobre el río Schuylkill. Era una colina de pizarra escarpada como las del Mosel en Berncastle. Como aquéllas estaba plantada casi exclusivamente con uva de Riesling. Los hombres del doctor Royce elaboraban con ella vinos dulces y de mesa en una Weinkellerai de piedra que se hallaba a unos 50 metros de la casa de piedra. Antes George había pasado por allí y sólo había gritado el nombre de Christine. Como no obtuvo respuesta pensó que no estaría allí. Ahora él y Tom registrarían el lugar más detenidamente.
Las viñas subían la colina en líneas diagonales plantadas de norte a sur y separadas por senderos cubiertos de pizarra. Las viñas estaban en flor y los insectos zumbaban en torno a los racimos. Los mejores renuevos estaban atados a estacas de casi dos metros y rociados de sulfuro para prevenir el vidium. Tom podía olerlo, como si se tratara de monedas sudorosas, mientras iba subiendo por la colina detrás de George. De vez en cuando gritaba «¡Chrissie!» y echaba un trago.
Desde la cresta en la que George se detuvo era posible contemplar la próxima cañada. Escondida entre los árboles se entreveía Tsuru-Kame, la casa donde vivían Paul y Flip Royce. Mientras subían a la cresta podían mirar hacia abajo y contemplar el viñedo, en el que los rayos del sol lanzaban destellos en la pizarra rota. No vieron a Christine.
Bajo el viñedo, el risco caía 10 metros hasta el veloz río Schuylkill, que mostraba plumas blancas ocasionadas por los cantos rodados hundidos. Al otro lado había unas vías de tren y unos peñascos con vegetación que parecían desiertos. Hacia la derecha se veían los tejados de The Vineyard y la Weinkellerai. Al verla, George tuvo una idea. Se puso en movimiento solo, y después se acordó de que Tom estaba con él. Le fastidió su respiración pesada.
—No he buscado en la bodega. Los hombres del doctor Royce la usaron esta mañana temprano y a lo mejor Chrissie se ha metido allí.
—Vayamos a ver —dijo Tom, deseando ponerse a prueba a los ojos de George, que parecía irritado.
Tom comenzó a bajar por la ladera con paso poco firme, con la botella de Wild Turkey todavía en la mano.
A Patricia Norris Butler, esposa de Harvey Butler y hermana de Flip Royce, todo el mundo que la conocía bien la llamaba Trish. Era una Royce de sangre. Su difunta madre era hermana del doctor Benjamin Royce; su difunto padre era el distinguido abogado Phillip Horatio Norris, pariente lejano de la familia Royce. Sus padres habían muerto en un accidente de coche en la autopista de Nueva Jersey, cerca de Newark. En ese mismo accidente habían muerto también sus tíos, el senador y la señora Harrison Royce, padres de Sarah, Nancy y Suzy.
Cuando los hombres se fueron, Trish se volvió a su hija Elizabeth, a la que todos conocían por Pokey.
—Ponte una toalla encima y vamos a buscar a tía Sarah. También nosotros podemos ayudar a buscar a Chrissie.
Pokey tenía trece años y era hermana gemela de Billy, el más joven de los dos hijos de los Butler.
—Oh, mierda, espero que encuentren a la nena. Menudo mogollón.
A Trish no le gustaba este lenguaje, fría corriente subterránea de una cultura secreta y orientada a la droga a la que estaba segura que sus hijos no pertenecían. Tampoco creía que tuvieran intención de dejarla de lado. Sabía que para los chicos el slang constituía el inglés de todos los días, pero lo consideraba una señal de que Pokey y sus hermanos recibían más influencias fuera de casa que dentro. Eso era triste.
Trish seguía llamando a sus hijos «querido» o «encanto», se refería a ellos llamándoles «monos» o «glotones» y quería sentir que seguían siendo pequeños, mimosos y vulnerables. Pero a ellos ya no les gustaba que los abrazara, los besara o ni siquiera los tocara. Sabía que era algo natural, pero le preocupaba: ella nunca dejaría de ser su madre, pero la vida exigía que ellos dejaran de ser sus pequeños.
Era consciente de que en otoño Pokey tendría que ir a un internado; Foxcroft, desde luego. Hacía tiempo que los chicos deberían haber dejado el hogar para ir a la escuela, pero ella no había querido mandarlos fuera tan pronto. Le parecía que otro año en Episcopal no les haría ningún daño.
Pero ¿todos a la de St. Paul? ¿Todos los chicos del dorado Roycewood? Allí se los solía mandar en aquel entonces. Suponía que estaba bien. Quizá se resistía a la idea sólo por la necesidad de conservar a sus hijos. Después de todo, a ella la habían mandado a Foxcroft, y aunque lo había detestado entonces (y echaba mucho de menos su casa) ahora le parecía que había estado bien hecho.
¿O era algo más lo que le causaba aquel rechazo? Cuando se trataba de sus hijos siempre imaginaba de todo. Homosexualidad. Drogas. Inmundicia. La semana pasada había sorprendido a sus hijos y a los chicos de los Caley fumando marihuana y hojeando una revista pornográfica justo una semana después de que los hijos de los Caley volvieran de St. Paul para las vacaciones.
Había sido una escena extraña: los cuatro chicos encerrados en la habitación, el aire lleno de humo que olía a paja quemada y la revista abierta mostrando la foto de unos genitales femeninos totalmente abiertos, húmedos y levantados bajo el rostro en orgasmo, boca abierta, lengua colgando, de la que de otra manera sería una encantadora muchacha.
Trish les había confiscado la revista sin decir ni palabra, poniendo cuidado en no calibrar el estado de los genitales de los chicos. Pero había gritado desaforadamente por la marihuana (ella nunca gritaba. Sus hijos bajaban la cabeza y se retorcían molestos, y también Doug, el más pequeño de los Caley. Pero Chip, el mayor, no parecía afectado ni intranquilo, y la miraba fijamente con sus enormes ojos azules que no traslucían ni hostilidad ni temor. Eso le había chocado. Estaba segura de que aquello era fruto del internado, para bien o para mal. Lo recordaba como un niño sonriente de rizos dorados (¡hacía tan poco tiempo!) y ahora ella se sentía vieja y abandonada.
Pokey se colocó una toalla de playa sobre los hombros sin molestarse en secar las gotas de agua que caían de sus rizos. Sin embargo, puso cuidado en no tapar el emblema de los Rolling Stones del niqui que llevaba puesto en vez de la parte de arriba del traje de baño. Trish se sentía ofendida por la lasciva lengua roja sobre los pechos en desarrollo de su hija, claramente visibles, pero no dijo nada. Se puso una toalla por los hombros, calzó sus chancletas y le pasó el brazo por los hombros a Pokey mientras dejaban el recinto de la piscina a través de la puerta blanca de hierro.
—¿Crees que la habrán violado y asesinado? —preguntó Pokey cuando caminaban por el césped en dirección a la carretera—. ¿Crees que la encontrarán despedazada y hecha polvo?
Trish estaba perpleja. ¿Cuándo aprendería Pokey a controlar sus pensamientos?
—No, querida —dijo tranquila, apretándole el hombro—. No creo.
Pero ahora que Pokey lo había planteado, esa idea terrible se aferraba firmemente a ella. De repente ya no le preocupaba sólo Chrissie, sino también Pokey. Era ahora una adolescente. Se pasaba horas al teléfono. Sus pequeños pechos destacando en su cuerpo todavía gordito. Más tentadora para experimentar. Más tentadora para violar.
Trish temblaba a pesar de caminar a la cálida luz del sol por aquella tranquila carretera y con Pokey bajo el brazo. Pensaba en la muerte de Nancy. No había visto su cuerpo en el barranco, pero no podía dejar de pensarlo. ¿Había sido realmente un suicidio, como todo el mundo pensaba? ¿O habría suelto algún maníaco?
Trish no podía soportar la idea de que esto pasara en Roycewood.
La hacienda había sido siempre un lugar tan seguro, feliz y tranquilo. Su tío Benjamin lo había conservado así, queriéndolo y protegiéndolo. A lo mejor esa seguridad se estaba viniendo abajo, de la misma manera que el tejido del mundo exterior parecía deteriorarse día a día, minuto a minuto.
Trish notó que las hojas de los árboles que crecían al lado de la carretera estaban inmóviles y fláccidas. De repente le pareció que el tiempo había retrocedido a la jungla primitiva, cuando las bestias o los salvajes permanecían al acecho escondidos en la maleza, mirando, esperando. Quería atraer a Pokey todavía más cerca de sí, pero la muchacha empezó a desembarazarse de su brazo con suavidad y de repente dio un grito.
—¡Allí hay alguien!
Y salió corriendo.
George Caley y Tom Horton se quedaron parados frente a las robustas puertas de roble que cerraban el arco gótico de entrada a la Weinkellerai. Ésta había sido construida por el doctor Royce en la época de la ley seca. Se levantaba sólo medio piso sobre paredes oscuras y sólidas de serpentina extraída de la vieja cantera. Tenía un pesado techo de pizarra de tres centímetros de grosor y carecía de ventanas. Tom y George se quedaron contemplando fijamente las puertas en medio del silencio, ni viento ni canto de pájaros, que sólo quebraba la respiración de Tom. Eran de madera recién barnizada y tenían cercos y cerrojo de hierro negro.
George intentó abrir la puerta. Estaba bien cerrada. Después la golpeó, gritando: «¡Chrissie!», y colocaba la oreja sobre la madera para percibir una posible contestación. Tom estudiaba su ceño decidido, las cejas que casi se tocaban, sus ojos oscuros y enojados que eran hendiduras de concentración.
George se retiró del lado de la puerta.
—No oigo nada —dijo, y su voz afilada sonaba como lascas de piedra—. Pero busquemos al doctor Royce para que abra.
En la oscuridad verduzca del bosque que se extendía tras el Arboretum, donde él vivía con su familia, Harvey Butler estaba perdido. Se había encaminado a Mill House a través del bosque pensando que ganaría tiempo. Aunque vivía entre árboles y plantas etiquetadas no era un hombre de campo. Era un tipo de St. Paul y de Yale, y presidente del banco Royce. Entendía de bonos y valores, pero no de árboles y arbustos.
¿Por qué diablos se había ofrecido para buscar en Mill House? ¿Sólo porque estaba vacía? No. Era un presentimiento. Una idea. Una intuición. Ya había visitado el lugar en otra ocasión, y sabía que el doctor Royce lo reservaba para su sobrina Suzanne, que se negaba a vivir allí. Harvey no podía sino entenderla. Fantasmal. Misterioso. Aquel lugar vacío y tenebroso al lado del tétrico riachuelo parecía adaptarse a su imagen del lugar donde podría encontrarse a un niño perdido.
Un niño perdido. Ahora también Harvey estaba perdido.
Se sentó en un tronco medio podrido y buscó algún proverbio que sirviera para la situación.
—Para un tonto a pie, 400 metros cuadrados de árboles constituyen un bosque —dijo en voz alta.
Podía escucharse claramente a sí mismo gracias al audífono. Su voz sonaba amplificada y distorsionada. Repitió la frase en su interior una y otra vez. Era un regalo del cielo poder hacer bromas con los propios defectos. O quizá fuera sabiduría. ¿Acaso no era lo mismo? Pequeño regordete y divertido Harvey. Un filósofo. El perdido buscando al perdido. Un niño pequeño los conducirá por el mal camino. El perdido guiando al perdido. Jefes perdidos como nuevo concepto de mercado.
Harvey pensó finalmente que su cerebro intentaba evadirse de la realidad buscando malos juegos de palabras. Era un antídoto contra la sordera, oírlo todo como si se tratara de una voz metálica y sin modulación procedente del altavoz de una computadora. Era tan fácil hacer chistes cuando parecía que la vida misma lo era. Le gustaban sus propias debilidades: podían ser también grandes fuerzas.
Harvey se levantó y caminó un poco entre los árboles, adentrándose entre los hermosos manzanos de mayo que ya no estaban en flor. Los pájaros cantaban, pero no podía reconocerlos. Tampoco le importaba lo que fueran. Masas con plumas. Masas de piel. Gente dando vueltas siempre con los anteojos. Cerebros aireados. Un pequeño pájaro los guiará: si al menos fuera cierto; era ridículo que un adulto estuviera totalmente perdido en medio de un puñado de árboles.
—¡Christine! —gritó Harvey, esperando que alguien le oyera, le encontrara y sacara de aquel lugar salvaje.
Aunque fuera una masa de plumas con anteojos. Aunque fuera Trish, su esposa. O sus hijos. Sus hijos le llamarían. Demasiado, de veras.
—¡Yuhuuu… Christine!
Después de dar veinte pasos decidió que todos sus intentos eran en vano. Apoyó su espalda contra la lisa corteza gris de un haya, suspiró, cerró los ojos, subió el volumen de su audífono, ladeó la cabeza aquí y allá y escuchó intentando localizar los sonidos que le conducirían a la salvación: un motor, risas, otra voz llamando a Christine. No se oía ningún sonido humano a no ser su respiración apagada resonando en el vacío de la amplificación.
«Ven y sálvame, querida esposa mía», pensó Harvey. Aceptaría ser rescatado hasta por su hija Pokey. O por el temible George Caley.
Harvey tenía que ponerse serio. Era una situación difícil. Abrió sus ojos a la masa verde que le rodeaba, moteada aquí y allá por la luz del sol. Vio que algo se movía a su derecha. Estaba seguro de que era un brazo lo que había desaparecido tras un árbol.
—¡Christine! —gritó.
No obtuvo respuesta. De hecho no oyó ningún ruido. ¿Se había imaginado el brazo?
—¿Quién anda ahí? —gritó.
Percibió otro movimiento por el rabillo del ojo. Le pareció una pierna que desaparecía tras otro árbol.
—¡Eh! ¡Te he visto!
Esta vez Harvey oyó algo: chasquidos de ramas, pero a sus espaldas. Sintió un escalofrío por la espina dorsal, como con un relámpago que cae demasiado cerca. Se dio la vuelta para ver las hojas de unos arbustos que se movían a unos seis metros. Estaba aterrorizado. Sentía el electo de la adrenalina en todo el cuerpo, y comenzó a sudar por todas partes.
—¡Venga! —chilló—. ¡Ya vale!
Intentó que su voz sonara potente, pero sabía que estaba chillando.
No hubo respuesta. Ningún sonido. Harvey se dio cuenta de que ni siquiera se oía el canto de los pájaros. Se preguntó si también su audífono se habría vuelto sordo. No podía respirar. Mi asma, pensó. Mi asma. De repente se encontró corriendo. Su cuerpo pesado quebraba la maleza y las ramas eran como latigazos sobre los brazos, la cara y la cabeza calva. Iba jadeando y resollando.
Con un esfuerzo de voluntad logró detenerse. Casi no podía respirar y tenía la boca seca. Le faltaba el aire. Sentía puntos de luz en el cerebro, pero sus ojos seguían alerta para localizar figuras entre los arbustos. Le pareció ver ante sí una mano y un brazo haciéndole señas. ¿Era un truco de luz y sombra? Le picaba la piel. Tenía que recuperar el aliento y mantenerse íntegro, de lo contrario terminaría dejándose caer a tierra, golpeando el suelo con los puños y encogiéndose como una pelota.
—De acuerdo, hijos de perra —resolló, lanzándose hacia el lugar donde creía ver movimiento, sintiéndose tontamente valiente y enfadado.
Se abrió camino entre salientes rocosos de granito y troncos caídos, rasguñándose manos y pantorrillas. Pasó el lugar donde le parecía haber visto el gesto y siguió adelante. Las telas de araña se le pegaban a la cara y las ramas le marcaban los brazos.
Volvió a detenerse al lado de una pared de piedra medio caída, con gotas de sudor cayéndole sobre los ojos. Luchaba por respirar, por combatir el asma que siempre le apretaba la garganta cuando estaba estresado. Se frotó la cara con las manos para hacer desaparecer la rigidez, asustado de cerrar los ojos incluso por un segundo, para aclararlos. Volvió a ver el brazo y la mano haciéndole señales en medio del verdor moteado de oro, y gritó en aquella dirección casi sin respirar, un aullido silencioso de terror y frustración.
A unos seis metros pudo distinguir entre los árboles la carretera vacía por la que había caminado diez minutos antes. Era un milagro. Se apresuró a salir del bosque, aliviado pero con las piernas temblando. Sintió que podría caerse. Quería caer y besar el suelo, pero no lo hizo. Iba recuperando el aliento. Pensó que alguien se reía a sus espaldas, pero no se oía nada. Echó a correr, bamboleándose. Se iba a casa. Tendrían que encontrar a Christine sin su ayuda. Se sentía cobarde, ridículo y avergonzado. Quería meterse en cama y taparse con la sábana hasta la cabeza. Un adulto con el miedo de un niño pequeño. Mortificado.
Cuando su hija Pokey se alejó de ella corriendo y gritando «¡Allí hay alguien!». Trish Butler sintió que la tierra se abría bajo sus pies, por un momento las cosas le bailaron alrededor y el corazón le subió a la garganta. Logró chillar el nombre de su hija, temiendo lo que la niña hubiera podido encontrar incluso antes de verlo. Pero Pokey no se detuvo. Después Trish vio que su hija corría hacia una mancha dorada y blanca que se convirtió en una mujer alta y rubia, Sarah Caley, prima de Trish y madre de la desaparecida, Chrissie. Trish se apresuró hacia ellas, temblando todavía pero controlándose.
La ancha frente de Sarah presentaba un pliegue de desasosiego. Sus ojos turquesa aparecían oscurecidos y preocupados. Su esbelto cuerpo se mostraba tenso. Llevaba una blusa de seda blanca y corte masculino, y una falda de flores. Iba descalza. Cuando Trish llegó Pokey la estaba abrazando. Trish se dio cuenta de que Sarah estaba a punto de llorar.
—¿Han encontrado a Chrissie? —preguntó Sarah, aunque sus ojos empapados sabían ya la respuesta—. Estoy tan asustada, después de lo que le pasó a Nancy.
Trish pasó sus brazos en torno a Sarah y Pokey. Había dejado de temblar pero el miedo de Sarah la asustaba. Nancy Horton era la hermana menor de Sarah. En el funeral Sarah se había hundido por completo, y era evidente que aún no lo había superado.
—¡Dios mío, no sé qué hacer! —sollozó Sarah en brazos de Trish y Pokey.
—No llores, tía —dijo Pokey con voz quebrada—. No estará muerta, seguro que no.
Otra vez Pokey tan inoportuna. A Trish se le hizo un nudo en la garganta y no pudo hablar. Después las tres se echaron a llorar, incapaces de ir al encuentro de lo que les esperara cuando se encontrara a la niña.
El doctor Royce acudió él mismo a la Weinkellerai con la llave. Fue con su Silver Cloud hasta The Vineyard y se bajó sonriendo. En sus largos dedos sostenía un aro de hierro del que colgaba la enorme llave de la puerta. Era media cabeza más alto que George Caley y Tom Horton, de espalda firme, barbilla alta y ojos azules y misteriosos como las profundas aguas del océano.
—¿Desde qué hora falta la niña? —preguntó sonriendo todavía.
—Desde las tres.
—Creo que los empleados terminaron aquí a eso de las doce.
—A lo mejor se dejaron la puerta abierta.
El doctor Royce no parecía muy convencido. Su gesto se tornó algo más serio.
—Echemos una ojeada.
Mientras descendían por el camino de losas que conducía a la Weinkellerai, Tom se preguntaba dónde estaba Sarah, la mujer de George. Este había dicho que no se hallaba en casa, y aunque a George parecía no importarle, Tom estaba preocupado. Era normal que estuviera en algún otro lugar buscando a Christine, pero él no podía pensar de manera razonable. Hasta eso le parecía peligroso. Recordó de nuevo lo que le había pasado a Nancy y sacudió la cabeza para olvidarlo. La imagen de su cuerpo destrozado. De repente se acordó también de que George no había ido al funeral, y por primera vez le dolió. Definitivamente, George no era su tipo. Echó otro trago mientras el doctor Royce introducía la llave en la enorme cerradura y la giraba.
—¿Dónde está Sarah? —preguntó Tom a George, mostrando de repente su ira.
George se volvió y le miró fríamente.
—Buscando a Chrissie —contestó, y se dio de nuevo la vuelta.
Para Tom aquel hombre era demasiado simple, demasiado imperturbable, demasiado inhumano. ¿Es que no estaba preocupado por el resto de su familia? Tom esperaba que no se hubieran metido por el bosque.
El doctor Royce empujó la puerta de roble de la Weinkellerai. El olor a fermentación añeja, amargo y con esencia de gruta, cubrió a los hombres como una oleada húmeda y fría. El doctor Royce y George entraron y encendieron las luces, que colgaban bajo las vigas trabajadas a mano que se extendían por todo el edificio.
Justo a la derecha había una prensa en forma de tolva, una pileta y una bomba conectada a unos tubos que terminaban en un par de tinajas de fermentación. El suelo era de pizarra, barnizada y brillante bajo las luces amarillas, hermoso como una terraza. En el fondo del edificio había varios barriles apilados conteniendo el vino nuevo de la última cosecha.
—¡Christine! —gritó George, pero sólo le contestó el eco.
Tom comenzó a buscar tras las tinajas y entre las espirales de tubos a un lado de la sala mientras George hacía lo mismo al otro lado. El doctor Royce caminó a lo largo del edificio, mirando a ambos lados y buscando entre los barriles. Los tres hombres se encontraron al fondo de la Weinkellerai.
—No está aquí —afirmó Tom.
—Hay un sótano, las bodegas —dijo el doctor Royce—. Los empleados estuvieron allí trasegando el vino esta mañana.
Flip Royce encontró a Sarah, Trish y Pokey colgadas unas de otras como árboles caídos, en medio de la carretera y no lejos de su casa.
Su péndulo de oro la había rechazado, moviéndose simplemente en círculos erráticos. No había sido capaz de entenderlo. Se había levantado y puesto un kimono rojo de seda atado a la cintura con un pañuelo de seda negro. Rodeó su frente con un fular de seda rojo, se puso unas bailarinas de terciopelo negras, cogió las gafas de sol y dejó la casa en dirección a la de Sarah. No sabía en qué podía ayudar, pero por el momento quería estar con Sarah.
Corrió hacia las tres mujeres que sollozaban en la carretera y se unió a ellas rodeándolas con sus brazos. En seguida comenzaron a saltarle las lágrimas, aunque no sabía por qué.
—¿La han encontrado? —preguntó Flip—. ¿Por qué estamos llorando?
—No —dijo Pokey—. Todavía no. Tenemos miedo de que esté muerta, como tía Nancy.
—Shhh —dijo Trish—. Estará bien.
—Me gustaría que Nancy estuviera viva —dijo Sarah—. Me gustaría que Suzy viviera aquí con nosotros. La quiero aquí. La necesito.
Flip fue la primera en recomponerse. Todavía tenía lágrimas en las mejillas, que arrastraban secretos oscuros de rímel. Sintió los rayos del sol en el rostro y lo alzó hacia él, cubriendo todavía a las otras con sus brazos.
—Basta de llorar —dijo—. Confiemos en nosotras mismas y en los espíritus que llevamos dentro.
Las otras la miraron de manera extraña. Todavía podían sorprenderse por sus curiosas creencias. Bastaba ya. Se soltaron, buscando paquetes de Kleenex y sorbiendo por la nariz, resistiéndose a moverse. Al final lo hicieron, todas las mujeres Royce, y comenzaron a caminar por la carretera llamando a Chrissie.
«Espíritus —pensaba Flip—. Tengo que comunicarme con los espíritus».
En el fondo de la Weinkellerai había una puerta de madera. Ocho escalones de piedra conducían a una cueva excavada en el corazón de la colina. A cada lado de la cavidad había cuatro barriles de 2,40 metros cada uno de ellos etiquetado con un trozo de pizarra en el que había garabateada cierta información. La bodega descendía unos 20 metros. Era húmeda, mohosa y olía a frutas pasadas. Detrás de los barriles había una máquina embotelladora, un espacio para trabajar y cajas con botellas vacías. Tras las cajas se veían pilas de vino añejo guardado en botellas acostadas y con su etiqueta. La débil iluminación procedía de una fila de bombillas que se extendía por el pasadizo y producía reflejos mortecinos sobre el cristal verde. Estaba más húmedo y frío que arriba.
—¡Christine! —gritó George, pero tampoco esta vez obtuvo respuesta.
Los tres hombres avanzaron por la bodega hasta la zona de embotellado, buscando en los espacios negros entre los barriles. Entre las pilas de cajas de cartón con botellas vacías encontraron a la niña. Yacía de lado sobre el suelo de piedra, con el pelo extendido sobre un pegajoso charco de vino dulce. A su alrededor había cuatro botellas con los cuellos apuntando hacia ella, como las cuatro puntas de una brújula. Estaba desnuda y las ropas blancas y rosas podían verse apiladas sobre las cajas. Respiraba. Del ano le salía un tallo verde de dos centímetros que mostraba una rosa roja medio abierta.