2

La noche y la mañana

1

Suzanne Royce Mancius, Suzy, cogió el teléfono rogando que alguien contestara, que su premonición fuera equivocada. El pitido separado y persistente que la separaba de su esperanza ya había sonado cuatro veces. Con el quinto pitido ya estaba segura de que nadie contestaría. De todos modos insistió, apretando el auricular contra su oreja como para hacer salir la respuesta.

Era más de medianoche, y debería estar durmiendo profundamente. Pero se había despertado de repente unos minutos antes. ¿La despertó el trueno y la fina lluvia o el mensaje urgente y un poco borroso que le daba golpecitos en la cabeza? «Llama a Nancy», decía el mensaje. Suzy había dejado la cama con cuidado para no despertar a su marido, Victor. Con piernas de goma había atravesado los pasillos oscuros hasta llegar a su estudio. Buscó a tientas la lámpara de mesa, la encendió y marcó el número con dedos temblorosos.

Nancy era su hermana. Nancy estaba en peligro. Suzy lo sabía. ¿O era sólo que su embarazo le mandaba mensajes ansiosos, señales hormonales salvajes que ella estaba malinterpretando? Estaba de cuatro meses, y ése era un momento delicado. Era su primer bebé, todo resultaba nuevo e imponía un poco.

Su tío Benjamin, que era además su médico, le había advertido que podría experimentar depresiones y euforias, frío repentino y fiebre, deseos extraños y quizás alucinaciones. ¿Era esto lo que pasaba?

Suzy deseaba que alguien contestara al teléfono. Nancy. O Tom, el marido de Nancy. Incluso Tom, aquel hombre que no quería madurar, que seguía de fiestas y juergas a sus 32 años, un Ivy League incansable, un tipo de vida fácil que no daba a Nancy más que problemas.

Ocho pitidos.

«Por favor, por favor», rogaba Suzy.

Cerró los ojos antes de oír el noveno y los abrió para ver su imagen ojerosa reflejada en los paneles de cristal de la estantería que había detrás de su escritorio. «No estoy tan mal —pensó—. Soy una mujer rubia y de buen aspecto que no se parece a esa bruja preocupada del cristal».

«Por favor, que alguien coja el teléfono».

Tenía un nudo en la garganta. Ella intentaba tragarlo una y otra vez. Podía sentir el sudor de sus manos y sus pies helados. No había ninguna razón para tener miedo, pero éste era tan insistente que no era capaz de buscar un motivo.

A lo mejor Nancy y Tom habían salido, dejando al niño con Sarah o llevándoselo con ellos. A lo mejor era paranoia preparto, cambios de hormonas, temores nocturnos, tonterías. Suzy intentaba tragarse aquel nudo que seguía allí.

Abandonó con el duodécimo pitido, dejando el auricular lentamente, y sosteniéndolo todavía un rato sobre el aparato con la esperanza de que el acto de dejarlo traería una respuesta. No fue así. Dejó caer el auricular. Se apretó, temblando bajo el camisón de seda. Un dolor de inquietud le golpeaba el estómago, segura de que debería haber insistido, sabiendo que volvería a intentarlo.

2

El teléfono sacó a Tom Horton de su sueño de borracho, aunque al principio no se dio cuenta. Se despertó y sintió un líquido frío en la parte interior del muslo. Había niebla y pensó que había vaciado la vejiga durante el sueño. Recuerdos del banquetazo de Ivy en Princeton la noche anterior. El teléfono sonó otra vez, un toque insistente en algún otro lugar. Intentó ignorarlo.

Tenía la boca reseca y con un sabor asqueroso, como si hubiera tragado monedas de cobre y las hubiese vomitado después. Sonó otra vez el teléfono.

Poco a poco se fue dando cuenta de que estaba acostado de lado en el sofá del cuarto de estar, que estaba muy oscuro y que la humedad que sentía entre las piernas se debía a la bebida con que se había quedado dormido y que había derramado. Su siguiente pensamiento fue que debería ir al lavabo y echar una meada. Era urgente. Después pensó en Nancy, su mujer. ¿Por qué le había dejado durmiendo en el sofá? ¿Por qué no contestaba al teléfono?

Tom iba poniendo malas caras mientras avanzaba a trompicones hacia el cuarto de baño. Cuando meaba se preguntó dónde estaría Nancy. Las luces del baño le cegaban. El teléfono dejó de sonar. Se inclinó mirando la corriente turbulenta y brillante que salía de su pene.

Recordaba que Nancy y él habían discutido. La vieja discusión de siempre. Él había vuelto tarde a casa y había mentido, y ella no le había creído. Así que él se puso a gritar. Claro que ella podía oler el licor. Y el perfume. Pero él había mentido y gritado otra vez. Ella tenía que creerle a pesar de todo. Era su tarea llegar a conocer a los contables más jóvenes. Él no tenía la culpa de que las chicas fueran agresivas y sexys, como Terri Seltzer.

Claro que nunca le diría nada de esto a Nancy. Sólo le había dicho que tenía que trabajar hasta tarde, que ser un ejecutivo de productos farmacéuticos Royce no era un picnic. Después volvió a gritar. Y ella se fue.

Después de esto no tenía más que recuerdos borrosos. Más Wild Turkey. El niño llorando. La sirvienta saliendo de la casa de puntillas. Él tambaleándose entre los arbustos del jardín al anochecer, y algo más tarde en el bosque sólo porque le gustaba sentir la lluvia en la cara. Un espacio en blanco pero complicado. Una noche perdida.

Cuando terminó en el cuarto de baño comenzó a dar vueltas por la enorme casa de piedra buscando a su mujer. Se cercioraba primero de que las habitaciones estaban vacías antes de encender la luz, ya que no quería asustar a Nancy cuando la encontrara. De repente estaba arrepentido; le dolía la cabeza, tenía náuseas y se sentía culpable. Pensó que podría pedir disculpas a Nancy si la encontraba. Miró su reloj y vio que era poco más de medianoche. Un rato más tarde confirmó que Nancy no estaba en casa.

Se sentó en la cocina, preocupado. Tenía un techo de pesadas vigas del que colgaban ramilletes de especias. La casa se llamaba Quarry House, y ella había nacido y crecido allí hasta la muerte de sus padres. Era su gran alegría, una casa familiar, una casa con historia.

Esto molestaba a Tom. Más concretamente, lo que le molestaba era que el doctor Royce fuera el dueño de la casa, y la posición de Nancy como sobrina del doctor Royce. «Pero no son mis dueños», pensó Tom. Como mucho se puede ser gran deudor de una familia, incluso si te ha proporcionado una mejor posición social. Un hombre tiene que ser macho y no dejarse manejar. Un hombre tiene que ser un hombre.

Se sentó junto a la mesa de madera de pino cargada de varios siglos de vida, bajo las especias colgando, las vigas rudamente talladas y la luz amarilla. Fuera llovía otra vez. Intentó pensar, sosteniendo la cabeza entre las manos como si se tratara de un huevo a punto de romperse. El lento tictac del reloj de pared del pasillo le molestaba, así como los crujidos de los viejos suelos, techos y paredes.

Después de cinco minutos se levantó, se dirigió al armario que estaba al lado del fregadero y cogió la caja amarilla con bicarbonato y un vaso. Vertió unos polvos blancos en el agua, bebió, tragó, eructó y se sintió mejor. Fue hacia el telefonillo, marcó el número especial y habló con O’Hara, el guardia nocturno que se hallaba en el portalón de acceso a la finca. No, la señora Horton no había dejado el lugar. De hecho, nadie había entrado o salido desde que O’Hara había comenzado su trabajo a las ocho.

«Claro, eso es lo que ha hecho —pensó Horton—. Correr llorando a su hermana Sarah, en The Vineyard. O a uno de sus primos Trish o Flip, en una de las otras casas de la finca, la maldita Arboretum y la maldita Tsuru-Kame. Cunden como el arroz, estos Royce. Mierda, vete a la cama y que vuelva cuando les haya soltado las tripas al resto de la familia».

Tom dejó encendidas las luces de las entradas delantera y trasera y se fue a la cama totalmente vestido. En parte, tenía un poco de miedo de que Nancy no volviera a casa; y, en parte, estaba seguro de que no volvería. Le había hecho daño demasiadas veces.

3

«Los vigilantes de la noche», pensó Suzy Mancius. Volvió a mirar los dígitos azules del reloj de su mesilla de noche: las cuatro cincuenta y seis de la madrugada. Se había apretado contra el cuerpo caliente y peludo de su marido Victor durante horas, alejando sus premoniciones, cayendo en pequeños sueños intranquilos que la hacían desear la inconsciencia. «Esto no es bueno para el niño —se decía a sí misma—. Tienes que parar esto».

No recordaba haber soñado durante estas pequeñas cabezadas, pero se despertaba de repente con un shock, sabiendo que tenía que llamar a su hermana, intentarlo de nuevo. Lo había estado evitando apretándose contra Victor. ¿Para qué despertarlos por una tontería suya?

Una pálida luz comenzaba a recortar las cortinas. Amanecía. Suzy no podía dormir. Se levantó y esta vez cogió de la silla junto a la cama su albornoz malva, sintiéndose reconfortada por su suavidad. Volvió a su estudio pensando en Nancy y en Roycewood, la hacienda de la familia Royce desde 1690, donde vivían todos sus parientes y donde ella misma no había querido vivir a pesar de haber nacido y crecido allí, o quizá precisamente por eso. Suzy había rechazado la seguridad de Roycewood, pues allí no se encontraba cómoda, a pesar de que sus edificios guardaban la herencia familiar. Su seguridad siempre le había parecido falsa y amenazadora, como una prisión, un lugar que se tragaría su alma. ¿Acaso había transferido a Nancy este temor por sí misma?

Suzy se quedó dudando junto al teléfono, mordiéndose los dedos. Después marcó el número de teléfono de su hermana con el corazón en un puño.

4

Cinco de la mañana. El sol de junio todavía no había salido pero había luz en el cielo. Tom Horton se despertó cuando sonó el teléfono y miró, a través de la ventana abierta de su habitación, el tortuoso risco de la vieja cantera que daba nombre a la casa. La roca se mostraba tan desapacible como su alma. En seguida se dio cuenta de que Nancy no había llegado. ¿Se hallaba en alguna de las otras viviendas de Roycewood? ¿Era ella la que llamaba ahora? Contestó al teléfono con la esperanza de que fuera ella.

Al teléfono estaba su cuñada, Suzy Mancius. Era una Royce, como su esposa Nancy. No estaba de humor para soportar a los Royce. Suzy no le saludó, sino que simplemente preguntó:

—¿Dónde está Nancy?

Tom estaba confundido y perplejo.

—No lo sé —dijo—. Supongo que en alguna parte. —Después volvió en sí mismo y se defendió atacando—: Bonitas horas de llamar y despertar a la gente, ¿eh?

—¿Está con Tommy? —preguntó Suzy, con la tensión rasgándole la voz—. No está contigo, ¿verdad? Tengo el terrible presentimiento de que le ha ocurrido algo.

A Tom le sentó como una descarga eléctrica, porque también él tenía el mismo presentimiento.

—Te llamaré más tarde —dijo, y colgó el teléfono.

Corrió a la habitación de su hijo. El niño dormía, pero Nancy no estaba allí. Tom se apoyó temblando contra la pared hasta que tuvo fuerzas para dejar la casa.

No se sentía lo suficientemente bien para caminar, pero salió tambaleándose en la apagada mañana para buscar a su esposa. Ahora estaba seguro de que no se hallaba en ninguna de las casas de la hacienda. Sabía que solía sentarse sola en el bosque y pensar. A lo mejor se había quedado dormida. Pero había llovido mucho por la noche. Por el camino Tom sudaba y temblaba. La mañana era fría y húmeda, y la ligera lluvia de la noche pesaba todavía en las hojas de los árboles.

Tom temblaba por algo más que una simple resaca. Se acordaba de lo último que había dicho Nancy antes de irse: «A veces haces que quiera matarme».

Él había contestado: «Adelante». Y lo decía de verdad.

5

A eso de las seis de la mañana, Benjamin Royce había terminado su desayuno. Comía sus huevos poco hechos con plata Syng, en un cuenco Tucker y sobre una mesa Chippendale que había pasado de generación en generación desde su lejano antepasado Benjamin Randolph. Había lavado la plata y el cuenco él mismo, no por falta de sirvientes, sino más bien por temor a que se rompieran y por el cariño que profesaba a aquellos objetos. Le gustaba usar estas piezas de museo como habían hecho sus antepasados a lo largo de diez generaciones antes que él, aunque los juegos de porcelana y plata ya no estaban completos. Al menos una vez al día se deleitaba con sus Saverys, Syngs, Copleys, Sullys, Peales y Calders, la historia de la familia Royce en madera, plata, pintura y piedra.

Una vez comido, acicalado y vestido con su traje azul de lana y seda, el doctor Royce metió sus papeles de finanzas en un maletín. Se dirigía a la puerta trasera, que daba al jardín por el que pasaría al garaje donde se hallaba su Silver Cloud, cuando lo detuvo el timbre de la puerta de entrada.

Esperó tranquilo en el oscuro pasillo mientras el timbre sonaba una y otra vez. En la entrada resonaron los pasos de la señora Tyson, su ama de llaves. Corrió el cerrojo y abrió la puerta.

El doctor Royce se preguntó qué era más extraño: que alguien llamara de manera tan persistente a aquellas horas o que él perdiera su valioso tiempo quedándose en el pasillo para averiguar quién llamaba. Esto no ocurría nunca. Se sentía curioso y ligeramente alarmado. Oyó una voz excitada, pero no entendió lo que decía. Era una voz masculina, aunque con una frecuencia alta, histérica. Oyó que medio gritaban su nombre. Caminó por la casa hacia la puerta principal.

La sólida figura de la señora Tyson mantenía la pesada puerta de nogal medio cerrada, como para protegerse. Llevaba el pelo ya algo canoso, recogido en un moño, y su cuerpo aparecía tenso dentro de su uniforme verde claro. Detrás podía verse la cara de un hombre turbado, con los ojos grises saliéndose de una cara pálida y delgada; el pelo rojizo muy rizado totalmente desarreglado y la boca completamente abierta. Era Tom Horton. El doctor Royce pasó al lado de la señora Tyson. Pudo oler su dosis matutina de Lavoris. Sonrió.

—¿Qué pasa, Tom? —preguntó.

Tom apenas podía hablar. Agarró al doctor Royce por una de las mangas del abrigo, tirando de él como haría un perro. Sus ojos estaban muy abiertos e impresionados, y decían «¡sígueme!».

El doctor Royce se resistió, puso su mano cálida y seca sobre la fría y húmeda de Tom y volvió a preguntar:

—¿Qué pasa?

—Nancy —balbuceó Tom, repitiendo el nombre cuatro veces y añadiendo algo ininteligible. El doctor Royce se puso lívido, sintió su estómago dado la vuelta, resistió las emociones, se enderezó. Se dio cuenta de que tenía que ir a donde Tom le llevaba.

6

El miedo empujaba a Suzy en dos direcciones diferentes. Quería meterse de nuevo en cama y al mismo tiempo salir corriendo hacia Roycewood. Su cuñado Tom no la había vuelto a llamar. Ya habían pasado veinte minutos. Podía llegar a Roycewood en veinte más. No quería ir allí. Había logrado una independencia del lugar y ni siquiera le gustaba ir de visita. Pero Nancy tenía problemas.

Suzy no podía entender la fuerza de su premonición. Nunca le había ocurrido antes nada parecido. Nunca había estado especialmente unida a su hermana mayor Nancy, así que no podía ser afinidad psíquica. De todos modos, no creía en eso. Nancy era cuatro años mayor que ella y siempre había tenido otros amigos. Era todavía peor con su hermana Sarah, que tenía cuatro años más que Nancy. Ahora sus dos hermanas vivían en Roycewood, y ella se negaba a hacerlo. Más distancia. Tenía la impresión de haber visto a sus hermanas sólo en reuniones familiares.

Una reunión familiar. Eso era exactamente Roycewood, pensó Suzy. Su tío Benjamin, cabeza de la familia y señor del enclave, siempre la estaba presionando para que se fuese a vivir allí. No perdía ni una oportunidad para recordarle que tenía Mill House reservada para ella y para Victor, animándolos a trasladarse para que toda la familia Royce pudiera estar unida en el suelo sagrado de los Royce.

Mill House. Sólo el pensamiento la molestaba. Otra de las reliquias familiares, igual que todas las casas de Roycewood, todos los muebles y toda la gente. No se podía imaginar viviendo allí con Victor de la misma manera que su hermana Nancy vivía en Quarry House o Sarah en The Vineyard, o sus primos Trish y Flip en el Arboretum y Tsuru-Kame.

Mill House. Había cosas en aquel lugar abandonado que Suzy quería olvidar, que no podía recordar. Cosas terribles. Cosas arrastrándose, deslizándose. Cosas que habían ocurrido hacía mucho tiempo.

Caminaba de un lado a otro de la cocina sin ser capaz ni de hacerse un café para distraerse. Llevaba el teléfono en brazos, arrastrando el cordón. Estaba lista para descolgarlo tan pronto como sonara. Pero no sonaba.

Finalmente estuvo segura. Dejó el teléfono en el suelo, salió de casa en camisón y albornoz sin dejar ni una nota a su marido y cogió el coche hacia Roycewood.

7

Al doctor Royce no le resultaba fácil bajar por la ladera rocosa y llena de raíces. Su forma física no era mala, pero conocía las limitaciones de una persona de 68 años y avanzaba con cuidado. Estaba alarmado pero se comportaba de manera estoica, temiendo lo que iba a encontrar pero controlando su miedo. El mundo a su alrededor se había quedado silencioso, y tenía un pitido en los oídos. Sus piernas resultaban inestables por la excitación. A cada paso se agarraba a laureles bajos y en flor, buscando cuidadosamente un apoyo firme para la bajada.

Tom estaba ya junto al río, y su figura agachada ocultaba algo. Cuando paraba, el doctor Royce lo oía balbuceando. Sintió que iban a brotarle las lágrimas, pero las retuvo.

El doctor Royce se detuvo al lado de Tom, respirando de manera pesada. No quería mirar aquello. Había visto muchos muertos, pero ésta era su nieta. La había querido. De repente sintió que sus músculos se debilitaban, como si no fueran a sostenerle.

Las piernas de la mujer estaban estiradas en dirección a la ladera, arañadas y blancas allí donde no aparecían untadas de sangre y lodo. El doctor Royce apartó a Tom con suavidad y se inclinó para examinar el resto del cuerpo de la mujer. Se obligó a pensar en ella como “la mujer”, olvidar que la que ahora yacía muerta ante él había sido una niña que había tenido en sus rodillas, una mujer a la que prácticamente había educado, a la que había entregado en matrimonio, a la que había ayudado durante su embarazo. Vio su falda enrollada y subida, su cabeza bajo el agua, sus ojos y boca, abiertos, pero sin vida, los arañazos y los rastros de sangre en los muslos. Entre las piernas vio una protuberancia de coágulos pesados, morados, como riñones.

El doctor Royce no quería llamar a la policía pero sabía que tenía que hacerlo. No quería contener las lágrimas pero sabía que lo haría. No quería admitir su miedo, su derrota y el fin de su sueño, así que dejó todos esos sentimientos de lado.

8

Las oficinas centrales de la policía de Merion se hallaban medio dormidas a aquellas horas de la mañana. Formaban parte del edificio con los servicios municipales, pero ninguna de estas oficinas abría antes de las ocho. De vez en cuando funcionaba una máquina de escribir, a veces sonaban los teléfonos y la radio crujía y hablaba a intervalos. Los crímenes no eran frecuentes: el municipio era rico y estaba bien protegido.

El sargento Frank Viele cogió la llamada del doctor Benjamin Royce a las 6:48. Frank tenía un turno de medianoche a ocho de la mañana que constituía un sacrificio de una semana al mes y en ese momento estaba luchando por no quedarse dormido, hojeando el periódico de la mañana y sorbiendo café en una taza astillada que decía: «Que tengas un buen día».

Frank Viele dejó el periódico a un lado cuando se enteró de quién llamaba. Nunca había hablado con el doctor Royce, pero sí había oído hablar de él. Sabía que era uno de los más ricos entre los ricos, jefe de una familia que poseía bancos, compañías jurídicas, casas de corretaje, compañías de acero, hospitales, firmas de productos farmacéuticos, además de su recinto privado donde vivían miembros de la familia, un lugar llamado Roycewood.

Sabiendo esto, Frank se puso alerta, se volvió más brillante y mucho más preciso.

—Ha habido un accidente —dijo el doctor Royce—. Una mujer ha muerto. Haga que el jefe Delancey venga a Roycewood tan pronto como le sea posible; sin sirenas.

No se le ocurrió dudar ni pedir explicaciones.

—¡Sí, señor! —contestó el sargento.

Sabía lo que tenía que hacer. El doctor Royce ya había colgado el teléfono.

Frank Viele atusaba nerviosamente el bigote mientras marcaba el número. Era un hombre de 32 años, moreno y de ojos azules, cuerpo musculoso de 1,85 metros de estatura y 90 kilos de peso. Tenía una cicatriz apenas perceptible en la mejilla derecha, que le iba del ojo a la barbilla: era el recuerdo sombrío de una explosión de mortero en Vietnam en la que los dos hombres que tenía a su lado habían saltado por los aires y caído al suelo hechos pedazos. También le habían quedado cicatrices internas.

Frank no cogió al jefe en casa pero lo localizó por radio minutos más tarde.

El jefe de policía Thomas Aquinas Delancey se hallaba entonces a menos de tres minutos del cuartel, de camino, para cumplir su turno de día que duraba de las ocho de la mañana a las cinco de la tarde.

—¿Qué pasa, Frank? —preguntó.

La voz del jefe sonaba de manera sorda entre las ondas de parásitos. Frank habló excitado por la radio.

—¡No hay tiempo que perder! —gritó—. Nos encontraremos en la puerta principal y entonces se lo contaré. ¡No aparque!

Le gustaban estas oportunidades ocasionales de manejar a su jefe, al que consideraba un bufón, de buenas intenciones pero un poco duro de mollera. «Diez-cuatro», dijo sonriendo para sus adentros. Cerró la radio sin dar tiempo a su jefe a contestar.

Frank le pidió al cabo Lacey que se sentara en su lugar y salió corriendo por el viejo edificio hacia la entrada de la avenida Lancaster, estirándose el uniforme mientras corría por el oscuro pasillo con la quincalla resonando. Llegó a la acera dos minutos antes de que apareciera el jefe y se quedó esperando nervioso en la luz de la mañana.

El jefe Delancey frenó con un chirrido y las luces intermitentes encendidas, sin hacer caso de la tranquilidad de la mañana (le encantaba usar la sirena).

El sargento Viele se subió al coche y sólo entonces habló al jefe, que le miraba con rostro interrogante.

—Hay problemas en la hacienda del doctor Royce. Quiere que vayamos pero guardando discreción.

Apenas pudo reprimir una sonrisa cuando Delancey apagó la sirena y las luces muy a su pesar antes de iniciar la marcha.

9

La mañana llegaba suavemente a Roycewood. Rodeada por altas murallas de piedra, la niebla a ras de suelo quedaba aprisionada en este terreno de 440 hectáreas con árboles, césped, jardines, arroyos, estanques y granjas. Roycewood, que había sido fundada en 1696, se hallaba separada y protegida del mundo exterior. Había seis casas que se amparaban en la seguridad del lugar, todas únicas y sólo una de ellas sin habitar: Mill House. Parte de Manor House databa de 1696 y el terreno originario había sido concedido por William Penn. La casa llamada Arboretum estaba rodeada de distintas especies de árboles y matorrales que habían sido plantados por un antepasado Royce que había muerto hacía 150 años. Tsuru-Kame, la casa de fantasía de inspiración japonesa, había sido construida por un antepasado después de la Exposición de 1876. Quarry House se hallaba en la cantera, de donde procedía la mayor parte de la piedra para todo Roycewood. La casa más nueva era The Vineyard, que tenía unos 80 años.

Además de estas seis casas habitadas por la familia había también unas dos docenas de edificios como corrales, establos, pabellones de verano, casas para los carruajes, que eran reliquias de la historia de la familia Royce en aquella tierra.

Filadelfia se hallaba a sólo 12 kilómetros de pequeñas colinas, cementerios y urbanizaciones en crecimiento, pero ni la ciudad ni sus afueras habían amenazado nunca el recinto. Roycewood era un municipio dentro del término municipal de Merion que había sido incorporado por las leyes de la mancomunidad de Pennsylvania en 1885. Roycewood disponía de alcalde, equipo de consejeros, plantilla de escuela y policía. La escuela no estaba en funcionamiento, pero sí la iglesia: una casa de reuniones cuáquera que databa de 1742 y que estaba catalogada también como escuela.

Roycewood tenía un consejero de impuestos, un recaudador e impuestos municipales. Todos sus cargos públicos estaban en manos de residentes en Roycewood, pero ninguno era propietario. No era coincidencia que todos los adultos residentes fueran miembros de la familia Royce por sangre o matrimonio. También formaban parte del monopolio Roycewood, que poseía la tierra.

De hecho, Roycewood era un pueblo privado legalizado con su pequeño gobierno. Había dinero y poder suficientes para que siguiera siéndolo, mantenido por las propiedades de la familia Royce, concentrado en el monopolio Roycewood y administrado exclusivamente por el doctor Benjamin Royce, el último descendiente en la línea de los cabezas de familia de los Royce.

Además, el doctor Benjamin Royce podría ser el último Royce varón gobernando Roycewood. Era el único hombre superviviente en la línea de sangre. Su único hijo era adoptado. Y su mujer, de 45 años, sobre la que ya nadie se preocupaba, no le había dado hijos vivos.

Sólo había una entrada al recinto. Tres turnos de guardia se ocupaban día y noche de la vigilancia junto al portalón de acero pintado de oro y negro. Aunque sonreían a todo el mundo de manera educada, los guardias no permitían el paso a personas ajenas a la familia que no dispusieran de invitación, ni aunque fueran la policía de Merion. Los guardas iban armados.

10

Los vigilantes conocían bien a Suzy y su maltrecho Peugeot, a pesar de que no iba mucho por allí. El portalón comenzó a abrirse cuando ella se acercaba; pasó sin ni siquiera saludar con la mano con la única idea de localizar a su hermana.

Suzy hervía en sentimientos y pensamientos contradictorios. La sensación de que debería haberse quedado en casa esperando a que Tom la llamara no la dejaba en paz. Se sentía culpable por no haber despertado a Victor y contarle adonde iba. Estaba preocupada por Nancy. Insegura de sus temores. Y en el fondo se encontraba incómoda en Roycewood, como si el lugar se fuera enroscando para agarrarla, sorberla y tragársela.

Tenía los sobacos empapados de un sudor frío, y las gotas le corrían por los costados como lágrimas de hielo tras la suavidad del camisón de seda. Casi no podía mantener fija la vista. Se lanzó por el camino que llevaba a Quarry House. Dio un frenazo brusco, apagó el motor y se quedó temblando mientras el metal caliente crujía. Al final salió del coche y se dirigió, tambaleándose, hacia la casa, que permanecía en silencio. El mundo le daba vueltas y tenía un pitido en el interior de sus oídos. Dentro de la casa lloraba un bebé.

Era su sobrino Tommy, Suzy lo sabía. Se puso firme, respiró hondo y entró en la casa sin llamar, empujando la pesada puerta de nogal.

Todo lo que había en el interior le resultaba familiar. Había sido la casa de sus padres, la suya hasta la edad de 14 años. Ese año sus padres habían muerto en un accidente de coche en New Jersey, junto con los padres de sus primos Trish y Flip. Después había quedado bajo la tutela de su tío Benjamin y Manor House pasó a ser su casa, aunque nunca llegó a sentirse en casa allí.

Nancy no había cambiado nada en Quarry House. Nadie cambiaba nunca nada en las casas de Roycewood. Estaban llenas con muebles del pasado, todos herencia familiar, y permanecían como siempre habían estado. La mesa del pasillo; el lavamanos, el aparador y la conejera del comedor; todo había sido utilizado durante generaciones de Royces, pertenecían a la familia, uno podía moverlas de sitio pero no quitarlas o poner otras. Eran las reglas.

Suzy temblaba como si atravesara corrientes de aire frío. El bebé seguía llorando en alguna parte. Bueno, no en alguna parte, ella sabía dónde: en la habitación que había sido la suya hasta los catorce años. Se dirigió hacia allí a través del umbrío pasillo, subiendo por la oscura escalera y dando la vuelta a una esquina en penumbra. Las piernas le temblaban.

El niño abandonado; la casa abandonada: le hacían oír y sentir cosas de las que en otras circunstancias no se hubiera percatado. El canto de los pájaros en el exterior, un canto apagado y triste. No hacía viento, el aire no se movía, como si la atmósfera hubiera muerto. Nada más que el llanto del niño para confirmar que la casa estaba vacía.

¿Dónde estaba Nancy? ¿Dónde estaba Tom?

El llanto del niño interrumpió sus pensamientos. Corrió a donde se hallaba, lo cogió de la cuna, apretó su carita enrojecida contra su mejilla y estrechó su cuerpo húmedo, que olía mal. Estaba tan confusa que iba a echarse a llorar.

Suzy cambió al niño, temblando de arriba abajo mientras le hablaba, diciendo: «Venga, venga, pequeñín, mamá volverá pronto, te cogerá y te besará, pequeño Tommy, claro que sí». Lo lavó y le echó polvos de talco, entre sollozos, y al final lo cogió y se dio cuenta de que tenía que llevárselo con ella, dejar Quarry House y buscar a sus padres desaparecidos antes de que fuera demasiado tarde.

11

El jefe Delancey y el sargento Viele pasaron por el enorme portalón de Roycewood en su coche patrulla blanco y azul con el visto bueno de los guardias y muy poco después de Suzy. Los dos se sentían intimidados, como si entraran en una catedral de árboles gigantescos en la que Dios comenzaría a hablar de un momento a otro con tonos de órgano. Condujeron despacio por una carretera que subía como un río negro bordeado con laureles y rododendros en flor. Se preguntaban qué iban a encontrarse al final de la misma.

Junto a un desvío había dos hombres en pie. El jefe Delancey frenó nervioso ante ellos. El más anciano y alto era evidentemente el doctor Royce. Tenía el pelo ondulado y espeso, en otro tiempo rubio y ahora gris, y la nariz pronunciada que por su apariencia debía haberse roto en alguna ocasión jugando al fútbol o boxeando, pues el doctor era de configuración atlética. Mantenía la barbilla alta y firme. Sus ojos eran límpidos y de un azul intenso.

Los dos policías habían visto al doctor Royce en el edificio del municipio, en su palco, en las exhibiciones de caballos en beneficio de la policía y en el hospital Royce Memorial. El jefe había llegado a conocerlo personalmente, aunque de manera fortuita.

Cuando los policías salieron del coche, el doctor Royce se adelantó hacia ellos. Frank Viele se percató de que el jefe se había quitado la gorra y la sostenía en la mano, pero él no siguió su ejemplo. Aquel aura de autoridad que rodeaba al doctor Royce le causaba curiosidad; Frank podía ver dolor pero también un rígido control. «Hay que nacer Royce para eso», pensó.

El otro hombre estaba pálido y hundido. Fue presentado como el señor Horton, marido de la mujer que yacía muerta en el fondo de un barranco a unos 200 metros. Tom Horton no pudo saludar a los policías. Musitó algo. Sus ojos estaban helados.

Los cuatro hombres tomaron un sendero que cruzaba el bosque y les llevó a un punto desde el que podían ver, a unos 30 metros al fondo del barranco, el chocante cuerpo blanco. El jefe Delancey se volvió al sargento y le ordenó:

—Vuelva al coche y llame a un médico y a un fotógrafo, Frank.

El doctor Royce explicó que ya había llamado a un inspector médico y una ambulancia. Delancey intentó recuperar el mando que se le iba de las manos y dijo al sargento:

—Bajemos y echemos un vistazo. Señor Horton, Doctor Royce, no es necesario que nos acompañen.

Delancey miró al Doctor Royce como buscando su aprobación. Esperaba que el sargento Viele no se percatara de su comportamiento servil, pero no fue así.

No estaba mal que Tom Horton pudiera dejar el lugar. De nuevo sollozaba y balbuceaba. El doctor le pasó el brazo derecho por el hombro y lo condujo por el sendero a través de los árboles. Frank Viele observaba la escena.

El jefe Delancey no pareció muy afectado al ver el cuerpo. Gruñó un poco y dijo:

—Parece un accidente, pero haríamos mejor fotografiándola in situ; eso significa «tal como está» en francés, Frank. Tráete a ese fotógrafo. Dile al doctor Royce que viene y a él que se porte bien.

Frank Viele aguantó la ignorancia y el tono condescendiente de su jefe mirando hacia las copas de los árboles que se alzaban tras su cara fofa y rojiza. A Frank se le había cortado la respiración al ver a la mujer muerta. Le chocó su extremada dejadez. Pero tras la primera impresión ya no le horrorizó más. Había visto cosas peores en accidentes de coche y peleas caseras, y él mismo había hecho cosas peores entre los nativos de Vietnam, hombres, mujeres y niños. Se arrepentía de ello, pero ya no podía hacer nada. Parecía que la insensibilidad era permanente, y los muertos no le causaban pena más que durante unos segundos.

Delancey encendió un cigarrillo mientras oía alejarse los pasos de Viele chapoteando en la corriente. Miró a la mujer y notó el abandono total de sus miembros y su boca abierta. Pensó que parecía la víctima de una violación que había perdido el conocimiento y nunca había vuelto en sí.

Moscas y avispas hacía tiempo que habían localizado el cuerpo. Zumbaban en torno a la sangre subiendo por la blancura de la piel. Delancey pensó en su hija, que tenía aproximadamente la misma edad que la mujer muerta. La quería y podía imaginársela yaciendo allí. Se dio la vuelta.

12

Suzy se dio cuenta de que no sabía adonde ir. Se quedó en pie en la luz de la mañana filtrada por los árboles, cerca del coche, sosteniendo en brazos al bebé, ya callado, y sintiendo que alguien la miraba por la espalda. Se dio la vuelta, no vio nada y maldijo sus nervios. La sensación continuaba.

¿Adonde ir? ¿Acudir a Sarah, a Trish, al tío Benjamin? ¿Coger el coche? Suzy se movía de un lado a otro sin decidirse. El miedo le hacía sentir calambres por el cuero cabelludo. Ahora ni siquiera cantaban los pájaros, el mundo estaba quieto, muerto, y ella sentía como un agujero quemándole en medio de la espalda, como si allí enfocaran aquellos ojos hostiles, como si allí fuera a clavarse la flecha. Sollozó y comenzó a correr hacia la carretera sin atreverse a mirar hacia atrás. El niño empezó a llorar.

—Shhh, pequeñín… —le dijo mientras corría. Su voz salía quebrada.

Llegó a la carretera principal y se detuvo. ¿Acaso no se oían unos pasos corriendo tras ella, pies y cuerpos que se apresuraban entre los arbustos al lado del camino? Comenzó a correr otra vez, hacia la derecha, bajando una pequeña colina y dando la vuelta a una curva delimitada por rododendros. Se dio cuenta de que se dirigía hacia la casa de su hermana Sarah. Seguía llorando, era seguro que había algo que la perseguía, que la alcanzaba, listo para abalanzarse sobre ella y tirarla. Al mismo tiempo sabía que estaba histérica y que era todo producto de su imaginación. Giró una esquina y frente a ella vio gente y un coche. Un coche blanco y azul. Un coche de policía. Su tío Benjamin. Y Tom.

Suzy lanzó un grito ahogado y corrió tambaleándose hacia los hombres. Su tío Benjamin los recibió a ella y al niño en sus brazos. Su cuñado Tom la miraba fijamente sin entender. Tenía los ojos enrojecidos y le caían las lágrimas.

—¿Dónde está Nancy? ¿Dónde está? —preguntó Suzy, y su abuelo estrechó su cuerpo tembloroso.

Nadie contestó, pero ella no necesitaba una respuesta.

—¡Dios mío, no! —dijo entre sollozos—, ¡no!

Y estalló en llanto, sin control, colgándose al bebé mientras caía de rodillas al suelo.

13

Cuando el coche blanco con el escudo del cuerpo de inspectores médicos se detuvo en la parte de atrás del hospital Royce Memorial, el doctor Benjamin Royce y el jefe de policía A. Delancey le salieron al encuentro. El doctor se quedó quieto y rígido, mientras que el policía se balanceaba sobre un pie y sobre el otro.

El inspector médico Ernest Havemeyer había acudido en persona, y solo. Vestía traje de lana marrón y sombrero, sus ojos eran brillantes y cristalinos y tenía un bigote gris. Hizo una seña con la cabeza a Delancey pero saludó al doctor Royce estrechándole la mano y sonriendo.

—¿Qué es lo que ocurre, Ben? —le preguntó.

—Una muerte en Roycewood —contestó el doctor Royce—. Me parece que ha sido un accidente.

El doctor Royce miraba al inspector con una intensidad especial mientras le hablaba. Mantuvo su apretón de manos con Havemeyer un poco más de lo necesario, de modo que éste empezó a retirar su mano, pero después se detuvo y volvió a apretarla un momento antes de que el doctor Royce la dejara.

Así se le recordaba que si no hubiese sido por el doctor Royce (que en un momento crucial era jefe del colegio de cirujanos de Filadelfia), él, Havemeyer, no sería ahora inspector médico. De hecho, ni siquiera habría ejercido como médico. Diez años atrás, los otros miembros del equipo examinador sabían que Havemeyer había actuado de manera negligente en relación con una intoxicación de fármacos (concretamente un exceso de dilaudida) en una operación en la que había muerto una mujer. No era la primera vez. Pero para el doctor Royce no había estado tan claro. El grupo había exculpado a Havemeyer pero en privado le habían recomendado que no volviese a practicar operaciones. Y no lo había hecho.

Más tarde el doctor Royce le había prestado su ayuda para el puesto de inspector médico. El doctor Havemeyer nunca supo por qué lo hizo, pero de todos modos no podía olvidarlo.

Los tres hombres se volvieron bajo la luz del sol y cruzaron las anchas puertas del hospital para dirigirse al depósito de cadáveres, donde un cadáver envuelto estaba dispuesto sobre una mesa de acero. A ambos lados de la mesa había canales por los que ya corría el agua hacia una pileta. Había también dos carritos con instrumentos quirúrgicos, unos con útiles para la autopsia y otros con relucientes bandejas. Los azulejos verdes de la habitación quedaban salpicados por los rayos de sol que entraban por las numerosas ventanas.

El doctor Havemeyer vio el micrófono de autopsia que colgaba sobre la mesa, listo para ser activado mediante un pedal que había en el suelo. Sabía que los instrumentos quirúrgicos, los guantes y el mandil de goma le esperaban. También se dio cuenta de que no había presente nadie más. Era significativo.

Al llegar a la mesa, el doctor Royce se paró y se dio la vuelta. Miró al jefe Delancey (a quien había dado su apoyo en más de una controversia) y al Dr. Havemeyer (que lo recordaba todo demasiado bien) y dijo con voz suave:

—Esta mujer es mi nieta. Me gustaría que se respetara su intimidad.

Los miró a los dos durante unos momentos, moviendo sus ojos tranquilos y apenados de uno a otro. Havemeyer comprendió. Devolvió la mirada al doctor Royce y después bajó la vista.

El doctor Royce cogió por el brazo al jefe Delancey, que se sentía al mismo tiempo aturdido y honrado, y lo condujo fuera de la habitación, dejando al doctor Havemeyer con cualquier cosa que pudiera encontrar.

14

Suzy había pensado que nunca más volvería a Roycewood, pero dos días después de haber caído de rodillas en la carretera lo hizo para asistir al entierro de Nancy. Volvió a llorar apoyada en su marido, Victor, hundiendo la mejilla en su hombro.

Todos los residentes del enclave estaban presentes, toda la familia. Su tío Benjamin, más alto que el resto, mantenía la cabeza alta; el viento ondulaba su pelo plateado, sus ojos azules estaban secos y perdidos, y de vez en cuando la miraban. Su hermana Sarah, alta y rubia, también lloraba, sin poder apoyarse en su marido, George, que estaba en viaje de negocios. El pelirrojo y pecoso Tom Horton se derrumbaba sobre uno de los hombros del robusto Harvey Butler, el marido de Trish, la prima morena de Suzy.

Flip, la hermana de Trish, se hallaba junto a su marido, Paul Royce (cirujano e hijo adoptivo del doctor Royce). Flip llamaba la atención incluso con sus ropas de luto. Era una mujer de 30 años, delgada y sensual, que con su vestido negro de Halston y la pañoleta negra en torno a su pelo oscuro parecía un pirata o un bandido.

Los chicos de los Caley y los Butler, con sus rizos rubios y sus ojos azules, contemplaban fijamente el ataúd cubierto de flores. Parecían listos a saltar sobre la lápida tan pronto como terminara el funeral.

Estaban también los sirvientes, amas de llaves, chóferes y jardineros, todos juntos, con cabezas inclinadas y caras graves. Las mujeres, y a veces los hombres, se secaban las lágrimas con un pañuelo.

Toda la familia Roycewood.

En este cementerio cuáquero detrás de la casa de encuentro de la finca Roycewood, Suzy seguía viéndose perseguida por premoniciones de desastre, y era incapaz de alejarlas de su mente. Se colgaba de Victor, lloraba, le metía las manos en el chaquetón, bajo el jersey, las ponía sobre su piel reconfortante. ¿Podría decirle a él lo que sentía, lo que temía? ¿La entendería él al menos?

Cuando el funeral terminó, su tío Benjamin se acercó a ella, la miró a los ojos y le cogió las manos.

—Te necesitamos aquí, Suzy —le dijo—. Te necesitamos más que nunca.

Mill House, pensó ella. Ahora va a volver a mencionarla. Pero no lo hizo. Continuó mirándola.

—Jamás —dijo ella, con la voz desgarrada—. Jamás, jamás, jamás.