La primera muerte
Se deslizaban silenciosamente a través del bosque de hayas y robles, al anochecer. Las sombras eran su elemento y avanzaban entre ellas sin apenas ser visibles. No sabían por qué hacían lo que hacían, sólo que tenían que hacerlo. Él iba en cabeza y los otros le seguían, cada mente era una extensión de su mente.
Le guiaban unos sonidos frente a él, a los que seguía con cuidado. Iba partiendo las hojas nuevas y las ramas viejas que encontraba a su paso, mientras bajaba la colina pisando suavemente en el musgo esponjoso. Se daba cuenta de que los otros venían tras él, pero sólo como partes de sí mismo, eslabones unidos a su sangre y a sus huesos que debían hacer lo que él hacía.
Ahora sus sentidos estaban excitados de manera sobrenatural. Cuando se paraba, podía oler a la mujer, su piel, el perfume de su champú…, extraño cambio el que sufría, bajo su efecto, la química de su cuerpo. Las fosas nasales de él se dilataban y contraían. Fruncía los labios. Los otros se paraban tras él, olfateando. Dejaron al descubierto sus dientes. El viento hacía que las hojas y las ramas se deslizaran en torno a ellos.
Desde el fondo del barranco se oía lejano el sonido del agua corriendo sobre las tortuosas piedras. El jefe ladeó la cabeza para distinguir ese sonido de los esfuerzos de la mujer, que caminaba por el sendero dudando, parándose, moviéndose otra vez, desplazando pequeñas piedras, buscando algo. Él ya la había seguido por aquí en otras ocasiones. Sabía adonde se dirigía.
Ahora guiaba a los otros más despacio. Respiraba de manera rápida y superficial. Le temblaban ligeramente los brazos y las piernas. Los otros temblaban a su vez y le seguían.
La joven se dirigía a un lugar donde ya había estado descansando otras veces. Caminaba con cuidado, sintiendo bajo las sandalias las rocas y raíces que se levantaban del suelo. Le daban miedo los lugares resbaladizos, pues se acordaba de una vez que se había caído.
Llevaba una falda estampada de flores y un sencillo jersey color tostado. Tenía frío. Cuando se paraba se abrazaba a sí misma, cruzando los brazos sobre el pecho. Su pelo era de color castaño claro y lo llevaba corto. Podía sentir el viento en la nuca, subiéndole por el cuello. Oía el sonido del agua, el canto de un zorzal y la manera en que ramas y hojas se arañaban en lo alto de los árboles. Miró hacia arriba, hacia un cielo amenazante. En el fondo del oscuro barranco, a su derecha, podía ver partes del arroyo, a veces verde oscuro, a veces de blanca espuma, que se deslizaba entre cantos rodados, remansos y elevaciones rocosas escondidas tras los árboles caídos.
Cuando pensaba, lo hacía en su marido, Tom. Y también en el secreto que ella poseía. Lo había dejado hacía sólo unos minutos en medio de una discusión. Su discusión. La vieja discusión de siempre. Ella le había preguntado simplemente dónde había estado y él se había puesto furioso. ¿Por qué precisamente esta noche, cuando podían haber sido tan felices?
Todavía tenía en la mente la imagen de su niño pequeño, que les miraba con los ojos abiertos desde su silla, con todo el morrito sucio de puré de guisantes. Sus brillantes ojos azules pasaban de Tom a ella como si estuviera presenciando un partido de tenis fantasmagórico en que las palabras servían de pelota. Podía imaginarse al ama de llaves detrás de la puerta de la cocina, escuchando.
Siempre había odiado las discusiones, desde que era una niña. Recordaba que prefería dejar que su hermana pequeña la aplastara que defenderse. Y que en vez de gritar o poner mala cara hacía siempre lo que le decían su padre, madre o profesor. Así, muchas veces se había quedado sin muñecas, caballos, ropa, citas y mejores notas. Prefería simplemente apretar los dientes, cerrarse como una flor, seguir caminando. Y perder.
Vio frente a ella el saliente rocoso al que se había retirado ya otras veces. De vez en cuando necesitaba estar sola. Le gustaba adaptar sus pensamientos al ritmo de los chasquidos del agua. Era como meditar. La suave cadencia le entraba en el alma y la tranquilizaba. Podía tomarse un valium o fumar, como su primo, pero no era su estilo. Su marido sí lo habría hecho, estaba segura. O hubiera bebido. Él siempre bebía.
Ella no.
«Estás chapada a la antigua, Nancy —se dijo a sí misma—. Tienes que modernizarte un poco».
Llegó a la roca, lisa como un altar. Se subió a la misma alzándose la falda hasta los muslos.
Empezaron a caer unas gotas de lluvia largas y esporádicas que sonaron sobre las hojas, el suelo y la superficie de la roca. Ella aspiró el olor del polvo mojado. Vio un relámpago no muy lejano. Dobló las piernas bajo la barbilla, plegó la falda, rodeó sus pantorrillas con los brazos, inclinó un poco la cabeza y se quedó descansando con la mejilla derecha sobre las rodillas. Cerró los ojos. Durante un momento su mente también descansó. Una enorme gota le estalló sobre la mejilla izquierda.
El viento ya no agitaba las copas de los árboles. Calma entre las nubes. Dejó de llover, pero la mujer sospechó que pronto vendría más. No le molestaba. Se apretó contra las rodillas y se chupó el brazo, sintiendo con la lengua los pelillos claros: estaban de punta. De repente la golpeó la descarga de adrenalina producida al sentir que había alguien detrás de ella.
El había avanzado por la colina llena de musgo, abriéndose paso a través de la maleza que se extendía sobre la roca en que estaba sentada la mujer. Los otros se apiñaban cerca, jadeando. Sabían que cada nuevo paso tenía que ser más silencioso que el anterior. El viento había calmado. Había llegado el momento.
Se arrastraron entre los laureles y salieron a la roca, sobre la mujer. Estaban allí arriba, en fila, como las gárgolas de un tejado. Ella podría verlos sólo con volver un poco la cabeza.
Se quedaron un momento sin moverse, sintiendo que la mujer se daría la vuelta. Estaban hambrientos. Les salía saliva por la boca. Eran poderosos y no tenían miedo. Que se volviera. La abrirían y le arrancarían su deliciosa vida.
Ella sacudió violentamente la cabeza hacia la izquierda y se quedó rígida. Después se volvió rápidamente para mirar detrás de ella.
Allí en lo alto se elevaban contra el cielo gris unas siluetas oscuras, sombras que se levantaban sobre ella como olas rompiendo de repente. Por un momento pensó que veía a Tom, su marido. La sorpresa la arrolló, dejándola aturdida. Pronunció unas cuantas sílabas incoherentes, gritos y gruñidos que parecían desgarrarle la carne. Se lanzó hacia atrás, rasguñándose los hombros contra la roca. El peso del ataque la dejó sin respiración.
Los sentía arañar, hincar, empujar. No podía defenderse. Sus dedos le cubrían los ojos, la boca. Se le agarraban al pelo, las orejas, la ropa. Ella gritaba. Sentía el sonido atrapado en su garganta, no podía creerse lo que estaba ocurriendo. Se escabulló, dio unas vueltas y rodó hasta el borde de la roca, libre al fin de aquellas manos pero sin sentir nada bajo ella.
Cayó. Su cuello y su espina dorsal golpeaban primero una piedra, después otra; su cuerpo rodaba entre los arbustos antes de un nuevo choque. Sentía los sordos porrazos en su carne, y oía cómo rechinaban sus huesos rompiéndose en su interior.
Quedó desplomada junto al arroyo. Del cuello para abajo se sentía vacía, pero era consciente de sus piernas desnudas y enrolladas y la sangre corriendo; corriendo como el arroyo, que le tiraba del pelo. Veía sus brazos sacudiéndose y sus manos agarrándose, pero no podía sentir nada. Sabía que su cabeza se hundía, que tenía los ojos bajo el agua y que estaba perdiendo el control. Pensó en su pequeño, en su casa. Pensó en su secreto, el secreto que nunca llegaría a decir a su marido, ni a sus hermanas, ni a nadie. Intentó gritar. El agua y la sangre le llenaron la boca, la nariz, la garganta.
Bajaron revolviéndose entre las rocas hasta el lugar donde yacía la mujer. Tenía las piernas estiradas y la falda estampada de flores enrollada en torno a las caderas. Sus dedos se movían todavía. Sus ojos miraban hacia arriba de manera salvaje, hundidos en el agua. Por los labios y la nariz le salía sangre, que se deshacía en pequeñas ondas rojas río abajo.
Se reunieron en torno a ella, temblando, gruñendo, bailando.
Ella los vio vagamente a través del agua en movimiento. No eran más que sombras oscuras contra un cielo más claro. No podía distinguir sus rasgos pero sabía con certeza que estaban desnudos. Cuando se inclinaron hacia ella y comenzaron a lamerle la sangre de las piernas intentó cerrar los ojos, pero no pudo. Los contempló, insensible, mientras ellos iban explorando en su interior, bufando y gangueando entre sus muslos como perros.