—¿Puedo hablarte? —preguntó el Ratón.
—Adelante —le dije.
—Me he presentado una hora antes de lo convenido —dijo el Ratón con ánimo de disculpa.
—No importa. Como ves, me paso el tiempo sin hacer nada.
El Ratón se rió en silencio. Estaba detrás de mí. Me sentía como en esas confrontaciones en que la gente se da la espalda.
—Parece, en cierto modo, que no hubiera pasado el tiempo —dijo el Ratón.
—La verdad es que nosotros no podemos encontrarnos para hablar en serio, a menos que nos sobre tiempo —le repliqué.
—Eso parece, verdaderamente.
El Ratón sonrió. Aun dándonos la espalda en medio de una negrura como de laca, su sonrisa no se me escapó. Hay cosas que se captan sólo con un reflujo del aire ambiente. Nosotros éramos antiguos amigos; aunque de tiempo atrás, tan lejano, que ya ni me acordaba de cuándo.
—Pero alguien ha dicho que un amigo con el que se pasa el rato es un verdadero amigo, ¿no? —insinuó el Ratón.
—¿No fuiste tú quien dijo eso?
—Tú, como siempre, con tu sexto sentido a punto. Así es, precisamente.
Suspiré.
—Sin embargo, con todo este alboroto que se ha armado últimamente, mi sexto sentido está por los suelos. Es para morirse. Y con todas las pistas que habéis puesto en mi camino…
—Es inevitable. Pero te has portado bien.
Nos quedamos en silencio. Daba la impresión de que el Ratón estaba otra vez mirándose las manos.
—Te las he hecho pasar negras. De veras lo siento —se disculpó—. Pero es que no había más remedio. No había nadie en quien pudiera confiar, aparte de ti. Como te escribí en la carta, ¿eh?
—A propósito de eso, quería preguntarte algo. Porque no puedo aceptar las cosas como van viniendo.
—¡No faltaría más! —exclamó—. Aquí estoy para hablar, naturalmente. Pero ante todo, bebamos una cerveza.
Traté de incorporarme, pero el Ratón me lo impidió.
—Yo voy por ella —me dijo—. Al fin y al cabo, es mi casa, ¿no?
Mientras yo oía en plena oscuridad caminar al Ratón como por su casa hasta la cocina, donde cogió del frigorífico cuantas cervezas enlatadas podía abarcar entre sus brazos, me dediqué a cerrar y abrir intermitentemente los ojos. El matiz de las tinieblas de una habitación a oscuras no es el mismo que el de las que se forman al cerrar los ojos.
El Ratón volvió con las cervezas y puso sobre la mesa varias latas. Agarré una a tientas, y tras tirar de su anilla abrelata, me la bebí hasta la mitad.
—Como no se ve nada, tampoco parece cerveza —comenté.
—Tienes que disculparme, pero si no estamos a oscuras, la cosa me iría fatal.
Por unos momentos, bebimos cerveza sin decir nada.
—Bien —exclamó el Ratón, y carraspeó como aclarándose la garganta.
Puse mi cerveza vacía sobre la mesa de nuevo, y esperé quieto, envuelto en mi manta, que él se lanzara a hablar. Sin embargo, ninguna palabra siguió a aquel carraspeo. En plena oscuridad, lo único que se oía era el gesto del Ratón agitando a derecha e izquierda su lata de cerveza, para comprobar cuánto le quedaba. Una manía suya de siempre.
—Bien —repitió el Ratón. De un trago se acabó el resto de su cerveza, y con un golpe seco colocó la lata sobre la mesa—. Voy a empezar contándote, antes que nada, cómo vine a parar aquí. ¿Te parece bien?
No le contesté. Tras comprobar que no tenía intención de responderle, el Ratón prosiguió su charla.
—Mi padre compró este terreno en 1953, cuando yo tenía cinco años. No sé por qué se empeñó en comprar tierras en un sitio como éste. Seguramente había conseguido un buen precio aprovechando alguna relación con el ejército americano. Como tú mismo has visto, este sitio está pésimamente comunicado, y, aparte del período de verano, una vez que nieva de verdad no se puede disfrutar de esto. Las fuerzas de ocupación planeaban, al parecer, acondicionar la carretera y utilizar este lugar como estación de radares o algo así; pero, a fin de cuentas, tras calcular el trabajo y los gastos, desistieron del proyecto. La ciudad, por su parte, es pobre y no puede sufragar el arreglo de la carretera. Tampoco el arreglarla le reportaría mayores beneficios. Por todo ello, esta tierra está predestinada al abandono.
—Y el profesor Ovino, ¿no ha querido volver por aquí?
—El profesor Ovino vive enclaustrado en sus recuerdos. No quiere ir a ninguna parte.
—Sí, tienes razón —dije.
—Bébete otra cerveza —trató de animarme el Ratón.
No se la acepté. Con la estufa apagada, estaba a punto de helarme hasta el tuétano. El Ratón destapó otra cerveza, y se la fue bebiendo.
—A mi padre le gustaba cada vez más esta tierra, y arregló por su cuenta en varias ocasiones la carretera, y también la casa. Le costó un ojo de la cara, según creo. Pero gracias a eso, teniendo coche, se puede vivir aquí perfectamente, al menos en verano. Hay calefacción, agua corriente, ducha, conducción de aguas fecales, teléfono, y hasta un generador eléctrico de emergencia, ¿eh? No puedo imaginarme cómo se las arreglaría para vivir aquí antes el profesor Ovino.
El Ratón emitió un sonido que ni era un suspiro ni eructo.
—Desde 1955 hasta aproximadamente 1963 veníamos en cuanto comenzaba el verano: mis padres, mi hermana mayor y yo, con una chica de servicio. Bien pensado, esa época fue la mejor de mi vida. Como arrendamos los pastos al municipio, en cuanto empieza el verano esto se llena de carneros. Hay carneros hasta rebosar. Por eso, al hablar de mis recuerdos de verano, van siempre ligados a los carneros.
Yo no entendía bien qué era eso de tener una casa de campo. Tal vez no lo entienda en lo que me quede de vida.
—Sin embargo, desde mediados los años sesenta, mi familia dejó prácticamente de venir. En cierto modo, porque ya teníamos otra casa de campo más bien situada, y también porque mi hermana se casó, y porque yo no me llevaba bien con la familia, y porque la empresa de mi padre atravesó malas rachas y por un montón de cosas más. El caso es que con tantos avatares, esta tierra volvió al abandono. La última vez que vine fue hacia 1967, si mal no recuerdo. Entonces vine solo. Viví aquí un mes en soledad.
El Ratón se calló al llegar aquí como si tratara de recordar.
—¿Y no te sentías solo? —le pregunté.
—Nada de eso. De haber sido posible, me hubiera gustado quedarme aquí para siempre. Pero no podía ser. Al fin y al cabo, era la casa de mi padre, y no me gusta ir por la vida como hijo de papá.
—Eso también ocurre ahora, ¿no?
—Así es —respondió el Ratón—. Por eso es el último sitio al que hubiera querido venir. Pero cuando en el salón del Hotel del Delfín vi por casualidad la foto de este lugar, me entraron ganas de volver a echarle un vistazo. Digamos que fue por un motivo sentimental. También a ti te pasa de vez en cuando, ¿no?
—Sí —asentí.
Y me acordé de mi mar, ahora convertido en tierra.
—Allí fue donde oí la historia del profesor Ovino. Esa historia del carnero que se aparecía en sueños, con la marca de la estrella sobre el lomo. Sabes de qué va, ¿no?
—Sí, desde luego.
—Vamos a resumir lo que sigue —dijo el Ratón—. Al oír aquel relato, me entraron ganas de venir a pasar el invierno aquí. Era un deseo que no podía desterrar por ningún medio de mi mente. Otras cosas, como el tema de mi padre, pasaron a segundo término en aquellos momentos. De modo que hice mis preparativos y me planté aquí. Es indudable que había algo que me atraía a mi pesar.
—Y una vez aquí te encontraste con el carnero, ¿no?
—Efectivamente —confirmó el Ratón.
—Lo que ocurrió luego me resulta muy duro de contar —dijo el Ratón—. Creo que aunque te lo explique no lo acabarás de entender.
Y el Ratón hundió el dedo pulgar en su segunda lata de cerveza, ya vacía.
—Preferiría que, en lo posible, seas tú quien me vaya haciendo preguntas. Te has hecho una idea bastante clara del asunto, ¿no?
Asentí en silencio.
—El orden de las preguntas quizá sea un poco inconexo, pero si no te importa… —le dije.
—¡Qué me ha de importar!
—Estás muerto, ¿no?
La respuesta del Ratón tardó en llegar. Quizá se tratara de escasos segundos, pero para mí fue una eternidad. Tenía la boca reseca y pastosa.
—Así es —dijo con toda calma el Ratón—. Estoy muerto.