En la mañana del décimo día, me resolvía a olvidarlo todo. Ya había perdido con creces todo lo que tenía que perder.
Aquella mañana, en plena carrerita por el campo, empezó a caer la segunda nevada. Una pegajosa aguanieve, que se tomó decididamente en granizo; y una nieve opaca, por fin. Lejos de la ligereza de la nieve anterior, esta de ahora se apelmazaba desagradablemente en torno al cuerpo. Desistí de la carrera, volví a la casa, y calenté agua para el baño japonés. Y mientras se iba calentando, permanecí sentado ante la estufa; pero no se me atemperaba el cuerpo. Una húmeda gelidez se me había infiltrado hasta la médula. Aun quitándome los guantes, no podía doblar las últimas articulaciones de mis dedos, y mis oídos parecían ir a estallar de un momento a otro en jirones ardientes de dolor. Por todo el cuerpo sentía una aspereza comparable a la del papel de estraza.
Después de pasarme media hora metido en el baño, y de beberme un té con su buena copa de coñac disuelta, el cuerpo se me puso por fin en condiciones, aunque durante dos horas todavía me sobrevenían de vez en cuando tiritones intermitentes. Había llegado pues, el invierno a la montaña.
La nieve siguió cayendo hasta el anochecer, y la pradera se vio cubierta por un manto blanco. Cuando las tinieblas de la noche envolvían el panorama, la nevada cesó, y acudió de nuevo, como neblina, un profundo silencio. Un silencio que no estaba en mi mano frenar. Puse el tocadiscos en funcionamiento, con el dispositivo de repetición automática, y escuché las «Navidades blancas» de Bing Crosby veintiséis veces.
Naturalmente, la nieve amontonada duró mucho tiempo. Tal y como había predicho el hombre carnero, todavía había una tregua hasta que la tierra se helase. Al día siguiente el horizonte estaba claro, y el sol se dejó ver tras su larga ausencia para ir derritiendo, lentamente y sin prisa alguna, la nieve. La nieve se hizo escasa sobre la pradera, y los rimeros que allí quedaban reverberaban cegadores bajo la luz solar. En la techumbre la nieve formaba grandes cúmulos, que resbalaban por la pendiente para venir a romperse sobre la tierra con estruendo. El agua proveniente de la nieve derretida caía en goterones más allá de las ventanas. Todo brillaba distintamente. Los robles resplandecían, como atesorando en la punta de cada una de sus hojas una gota de agua.
Metí las manos en los bolsillos y, de pie ante una de las ventanas del salón, me quedé contemplando fijamente aquel paisaje. Todo en él se desarrolla con plena indiferencia hacia mi persona; sin tener nada que ver con mi existencia; sin tener que ver con la existencia de nadie. Todo fluye, simplemente. La nieve cae, la nieve se derrite.
Mientras oía la nieve derretirse y desplomarse, me puse a hacer la limpieza de la casa. Pues, por un lado, me sentía el cuerpo embotado y falto de ejercicio a causa de la nieve; y por otro lado, desde el punto de vista de la cortesía, yo no era más que un huésped que me había colado en casa ajena, y no estaba de más que me empleara en algo tan trivial como la limpieza. No soy yo persona, además, que haga ascos a meterse en la cocina y a limpiar suelos.
Sin embargo, esto de dar una buena limpieza a todo un caserón era una faena más pesada de lo que me pareciera al principio. Una carrera de diez kilómetros sería más llevadera. Tras dar una intensa batida, desempolvando a golpes de sacudidor todos y cada uno de los rincones, fui pasando la gran aspiradora eléctrica para erradicar el polvo. Di un agua al piso de madera y, una vez limpio, le fui dando cera, todo el tiempo inclinado sobre el suelo. Mediada esta faena, me faltó el aliento. No obstante, como había dejado el tabaco, tampoco este sofoco era como para rendirme; ni, por supuesto, me trajo aquella ingrata carraspera de antes. En la cocina tomé mosto frío, y, una vez recuperado el aliento, abordé de un tirón el resto de aquella tarea, que quedó acabada para mediodía. Abrí de par en par las ventanas y las contraventanas, y, gracias a la cera, los suelos se veían resplandecientes. Un entrañable olor a tierra mojada se mezcló agradablemente con el aroma de la cera.
Lavé los seis trapos que había usado para encerar el suelo, y los puse a secar al sol. Luego, herví agua en la olla para cocer espaguetis. Huevas de bacalao con abundante mantequilla, vino blanco y salsa de soja completaron el menú. Fue un almuerzo relajado y placentero, como no había tenido ocasión de tomar en mucho tiempo. Desde el bosque próximo llegaba el reclamo de los pájaros carpinteros.
Me zampé los espaguetis y demás. Lavé los platos, y retomé la labor de la limpieza doméstica. Limpié la bañera y el lavabo, así como la taza del excusado, y saqué brillo a los muebles. Gracias a que el Ratón también se había preocupado por todo esto, la suciedad no era tan terrible. Así que con un aerosol limpiamuebles todo quedó enseguida primoroso. Luego saqué una larga manguera por el exterior de la casa, y dejé limpias de polvo las ventanas con sus contraventanas. Con eso, la casa quedó, de arriba abajo, como la patena. Volviendo a entrar, fregué y enjuagué los cristales de las ventanas por dentro, con lo que se concluyó la limpieza. Las dos horas aproximadas que quedaban hasta el crepúsculo, las pasé escuchando discos.
Cuando, ya anocheciendo, me dirigía a la habitación del Ratón para tomar un nuevo libro en préstamo, me percaté de lo sucio que estaba un espejo de cuerpo entero que colgaba al pie de la escalera. Lo froté con un trapo y un aerosol limpiacristales, aunque por mucho que frotara, la mugre no se le iba. ¿Por qué diablos el Ratón había dejado sin limpiar aquel espejo? Ni idea. Traje un cubo de agua tibia, y con un cepillo fregué el espejo; tras quitarle la grasa que tenía acumulada, lo volví a frotar con un trapo limpio. El espejo estaba tan sucio, que dejó negra el agua del cubo.
Al fijarme en su elaborada moldura, vi que se trataba de un espejo antiguo, de innegable valor. Cuando di por terminada su limpieza, no le quedaba ni rastro de mugre. Sin un mal rasguño ni irregularidad alguna en su superficie, el espejo reflejaba fielmente la imagen del cuerpo entero, desde la coronilla hasta la punta de los pies. Plantado ante él, me dediqué un rato a mirar mi figura de cuerpo entero. No había nada especialmente nuevo en ella. Allí estaba yo, con esa expresión más bien boba que suelo llevar encima. Sólo que la imagen del espejo era aún más nítida de lo deseable. Le faltaba la típica monotonía bidimensional que caracteriza a las imágenes de los espejos. Más que estar yo allí contemplando mi imagen reflejada en el espejo, era cabalmente como si yo fuera esa imagen misma reflejada y ese yo del espejo estuviera contemplando a este yo de la realidad convertido a su vez en imagen reflejada de dos dimensiones. Levanté la mano derecha y me la puse ante la cara, y probé a limpiarme los labios con el dorso de la mano. El yo de dentro del espejo hizo el mismo gesto. Sin embargo, tal vez había sido un gesto propio de ese yo del espejo, que yo a mi vez había repetido. A estas alturas, no podía estar seguro de si aún me quedaba verdadera libertad de elección para limpiarme los labios con el dorso de la mano.
Tras archivar dentro de mi cabeza la palabra «libertad», me cogí una oreja con el índice y el pulgar de mi mano izquierda. El yo del espejo realizó la misma acción. A juzgar por las apariencias, también él estaba archivando, como yo, la palabra «libertad» dentro de su cabeza.
Cansado de mirarme, me aparté del espejo. También él se apartó de mí.
A los doce días, cayó la tercera nevada. Cuando me desperté, ya estaba nevando. Era una nieve tremendamente callada. Sin nada de dureza, ni de humedad pegajosa. Bajaba danzando despaciosa del cielo, y se derretía antes de llegar a amontonarse. Esa nieve reposada, que invitaba a cerrar los ojos.
Del cuarto trastero saqué una vieja guitarra, que logré afinar no sin esfuerzo. Probé unos rasgueos, interpretando viejas melodías. Luego me puse a practicar a los sones de «Air Mail Special», de Benny Goodman; y en éstas, se hizo mediodía. Así que eché mano al pan de producción casera, duro ya como una piedra, y cortando una gruesa loncha de jamón, me hice un bocadillo, que me tomé con una lata de cerveza.
Tras media hora más de rasguear la guitarra, se presentó el hombre carnero. La nieve seguía cayendo mansamente.
—Si molesto, me voy, y ya vendré en otro momento —dijo ante la puerta de entrada, que acababa de abrir.
—Nada de eso. Puedes pasar. Me estaba aburriendo —dije mientras ponía la guitarra en el suelo.
El hombre carnero, conforme a su proceder de la otra vez, golpeó las botas para quitarles el barro, y subió los escalones de la entrada, a fin de penetrar en la casa. En medio de la nieve, su gruesa indumentaria debía de irle a las mil maravillas. Se sentó frente a mí en el sofá, donde posó sus manos en el apoyabrazos, y movió su cuerpo unas cuantas veces para acomodarse.
—¿Aún no cuaja la nieve? —le pregunté.
—Aún no —me respondió—. En cuestión de nieve, la hay que cuaja, y la hay que no cuaja. Ésta es de la que no cuaja.
—Ya.
—La que cuaja caerá la semana que viene.
—¿Qué tal una cerveza?
—Gracias. Pero, si puede ser, prefiero coñac.
Fui a la cocina a buscar el coñac y la cerveza, que llevé al salón junto con bocadillos de queso.
—Estabas tocando la guitarra, ¿verdad? —dijo con admiración—. La música me gusta mucho. Pero no sé tocar ningún instrumento.
—No es que yo sepa mucho. No he tocado nada desde hace casi diez años.
—No importa. ¿No querrías tocar algo para mí?
Por no disgustarle, toqué de corrido la melodía de «Air Mail Special», y luego la emprendí con un canto coral y una especie de improvisación. Al final me equivoqué de ritmo y de compás, y opté por abandonar.
—Fenomenal —me alabó el hombre carnero con expresión muy sincera—. Debe de ser divertido eso de saber tocar, ¿no?
—Si se sabe tocar bien, desde luego. Pero para llegar a hacerlo bien hay que educar el oído, y una vez educado el oído, tienes que practicar muchísimo.
—¡Qué cosas! —exclamó.
Se sirvió coñac y lo fue bebiendo a pequeños sorbos. Abrí la lata de cerveza, y bebí directamente de ella.
—No he podido transmitir el mensaje —me dijo.
Asentí en silencio.
—He venido expresamente a decírtelo.
Miré un calendario que pendía de la pared. Hasta la fecha límite, marcada por mí con un rotulador rojo, no quedaban más que tres días. Pero ¿qué más daba ya?
El hombre carnero callaba, con el coñac entre sus manos.
Cogí la guitarra por el clavijero y, sin pensármelo dos veces, golpeé el dorso de su caja contra los ladrillos de la chimenea. La guitarra se rompió, mientras las cuerdas chirriaban desafinadas. El hombre carnero dio tal bote, que se cayó del sofá. Le temblaban las orejas.
—También yo tengo derecho a enfadarme —exclamé.
Era como si me lo estuviera diciendo a mí mismo. Efectivamente, también a mí me asistía el derecho al enfado.
—Lo que siento de veras es no poder echarte una mano —dijo el hombre carnero—. Pero quiero que me entiendas. Te aprecio sinceramente.
Nos quedamos en silencio por unos momentos, contemplando las nubes. Caía una nieve suave, justo como si las nubes se desgarraran para caer a jirones sobre el suelo.
Me dirigí a la cocina por otra lata de cerveza. Al pasar por delante de la escalera, reparé en el espejo. También el otro yo iba de camino en busca de una cerveza. Nosotros —los dos— nos miramos entonces mutuamente a la cara, y suspiramos. Viviendo ambos en mundos diferentes, compartíamos sentimientos parejos. Cabalmente como los hermanos Marx, Groucho y Harpo, en Sopa de ganso.
Se reflejaba el salón a mi espalda. O bien, era que el salón real estaba ante el del espejo. El salón que yo tenía a mi espalda y el que él tenía ante mí, eran el mismo salón. Asimismo, el sofá, la alfombra, el reloj, los cuadros, la librería…, todas y cada una de las cosas eran las mismas. Un salón que no estaba mal en cuestión de confort, aunque no rayara a la misma altura en cuestión de gusto. No obstante, había algo distinto. O, al menos, esa impresión daba.
Saqué del frigorífico una lata de cerveza, y al pasar de nuevo ante el espejo en mi camino de vuelta, cerveza en mano, miré el salón interior del espejo, y luego miré el salón real. El hombre carnero seguía sentado en el sofá, contemplando distraídamente la nieve.
Miré de nuevo al espejo para asegurarme de que el hombre carnero estaba reflejado en él. Pero el espejo no reflejaba la imagen del hombre carnero. En el salón no había nadie, pues el tresillo estaba vacío. En el mundo interior del espejo, yo estaba solo. Un escalofrío estremeció mi espina dorsal.
—Tienes mala cara —me dijo el hombre carnero.
Me senté en el sofá y, sin decir palabra, abrí la lata de cerveza y le di un buen sorbetón.
—Seguro que te has resfriado. Este invierno es muy crudo para la gente no acostumbrada. También hay humedad en la atmósfera. Más te valdrá acostarte temprano.
—¡Quizá! —exclamé—. Hoy no me voy a acostar. Voy a quedarme aquí, esperando a mi amigo.
—¿Es que sabes que va a venir hoy?
—Lo sé —respondí—. Vendrá esta noche, a las diez.
El hombre carnero se quedó mirándome, sin decir nada. En sus ojos, que asomaban tras el antifaz, no había la más mínima expresión.
—Esta noche preparo el equipaje, y mañana me voy. Si te lo encuentras, díselo. Aunque creo que no va a hacer falta.
El hombre carnero asintió, como dando a entender que estaba de acuerdo.
—¡Qué pena que te vayas! Te echaré de menos, aunque supongo que no hay nada que hacer. A propósito, ¿puedo llevarme un bocadillo de queso?
—Claro.
El hombre carnero envolvió el bocadillo en una servilleta de papel, y se lo metió en el bolsillo. Acto seguido, se puso los guantes.
—¡Ojalá nos volvamos a ver! —me dijo al despedirse.
—Nos volveremos a ver —le dije.
El hombre carnero se marchó por la pradera, hacia el este. En un abrir y cerrar de ojos, el velo blanco de la nieve lo envolvió por entero. Luego, no hubo más que silencio.
Eché un dedo bien cumplido de whisky en el vaso del hombre carnero, y me lo bebí de un trago. Me ardió la garganta y, a poco, me ardía el estómago. Pasado medio minuto, mi cuerpo se calmó del repentino temblor. Sólo el tictac del reloj de pared, desmenuzando el tiempo, resonaba dentro de mi cabeza.
Tal vez me hacía falta dormir.
Del piso de arriba bajé mantas al salón, y me quedé dormido en el sofá. Me encontraba rendido, como un niño que durante días ha estado recorriendo bosques. Al instante de cerrar los ojos, ya estaba dormido.
Tuve un sueño desagradable. Muy desagradable. Tanto, que me resisto a recordarlo.