4. Una curva ominosa

La mañana estaba muy fresca, entoldada por caprichosas nubes. Compadecí a los pobres carneros, que en un día como aquél tenían que darse un baño frío en líquido desinfectante, y me sentí solidario con ellos. Aunque puede que los carneros no sientan mucho el frío. Quién sabe si a lo mejor ni lo notan.

El corto otoño de Hokkaidô iba poco a poco acercándose a su fin. Llegaban densas nubes cenicientas, preñadas de presagios de nieve. Como habíamos volado desde el septiembre de Tokio al octubre de Hokkaidô, tenía la sensación de haberme perdido irremediablemente el otoño de 1978. Había vivido el principio del otoño y su final, pero no su corazón.

Me desperté a las seis, me lavé la cara y, mientras nos preparaban el desayuno, me senté en el pasillo a ver fluir el río. Su caudal había disminuido algo con respecto de la víspera, y el fango había desaparecido de sus aguas. En la ribera opuesta se extendían campos de arroz, y hasta donde alcanzaba la vista los tallos espigados dibujaban extrañas ondulaciones al antojo del viento matinal. Un tractor atravesaba el puente de cemento con dirección a la montaña. El estrepitoso traqueteo de su motor se oía sin parar, por más que se iba atenuando con la distancia. Tres cuervos pasaron volando por entre un bosque enrojecido de abedules blancos y, tras describir un círculo sobre el río, se posaron en el pretil del puente. Posados allí tenían cierto aire de comparsas en una obra teatral de vanguardia. Pero cansados, al parecer, de representar ese papel, fueron abandonando uno tras otro el pretil para desaparecer en el cielo río arriba.

Justo a las ocho, el viejo jeep del pastor se detuvo ante la fonda. El jeep tenía una capota que se cerraba en forma de caja. Se notaba que era material de desecho del ejército, pues en los flancos de su carrocería aún podía leerse, no sin dificultad, el nombre de la unidad a la que había pertenecido.

—¡Qué cosa más rara! —exclamó el pastor en cuanto me vio—. Ayer traté de llamar a la casa, para cerciorarme, simplemente; pero me fue imposible comunicar.

Mi amiga y yo nos montamos en los asientos de atrás. El jeep olía a gasolina.

—¿Cuándo llamó por última vez? —le pregunté.

—Pues sería… el mes pasado. Sobre el día veinte del mes pasado. Después no he tenido contacto. Como me suelen llamar desde allí si necesitan algo…, comida o lo que sea…

—De modo que el teléfono no da ninguna señal.

—Así es. Ni siquiera la de que esté comunicando. Puede que se haya cortado la línea. Pero eso suele ocurrir cuando caen grandes nevadas.

—Todavía no ha nevado.

El pastor miró al techo y giró la cabeza con un crujido de sus vértebras cervicales.

—De todos modos, iremos y echaremos un vistazo. Sólo sabremos lo que pasa si vamos allí.

Asentí en silencio; tenía la cabeza embotada por el olor a gasolina.

El coche cruzó el puente de cemento y, siguiendo la misma ruta del día anterior, se internó en la montaña. Al pasar ante la granja municipal, los tres miramos hacia los dos postes de la entrada y el letrero que sustentaban. La granja se hallaba envuelta en quietud. Los carneros estarían mirando con sus ojos azules el silencioso espacio que se abría ante ellos.

—¿La desinfección la hará a partir de mediodía?

—Seguramente. Aunque no es que sea cosa de vida o muerte. Basta con tenerla hecha cuando empiece a nevar.

—¿Cuándo suele empezar a nevar?

—No tendría nada de raro que nevara ya la semana que viene —dijo el pastor. Y sin dejar de sujetar el volante con ambas manos, inclinó hacia adelante la cabeza y estornudó—. Pero la nieve no empieza a acumularse hasta bien entrado noviembre. ¿Conoce usted el invierno de esta región?

—No —le respondí.

—Una vez que la nieve empieza a acumularse, no para; es como si se hubiera roto un dique. Cuando esto ocurre, ya no hay riada que hacer. Sólo cabe encerrarse en casa, y esperar. Esta tierra es muy poco hospitalaria, ésa es la verdad.

—Con todo, usted vive siempre aquí.

—Porque me gustan los carneros, ¿sabe? Los carneros son animales de buen natural, e incluso su cara recuerda la de las personas. ¡Bueno! Cuando cuidas de ellos, los años pasan en un santiamén. Y el caso es que se trata de un ciclo que se repite una y otra vez. En otoño, el apareamiento; en invierno, esperar que pase; en primavera, la cría; y en verano, el pastoreo. Las crías van creciendo, y en otoño ya se aparean. Todo se repite. Cada año se renuevan los carneros, pero yo soy cada vez más viejo. Y a medida que se cumplen años, va dando más pereza cambiar de costumbres.

—¿Qué hacen los carneros en invierno? —preguntó mi amiga.

El pastor, sin soltar el volante, se volvió hacia nosotros y la miró a la cara, como si en aquel momento se percatara de su presencia. Por más que estuviéramos en un tramo recto de carretera, y sin que viniera ningún coche en sentido contrario, me resbaló un sudor frío por la espalda.

—Durante el invierno, los carneros se están quietos, recogidos en el corral —dijo el pastor mientras volvía por fin la vista al frente.

—¿Y no se aburren allí? —insistió mi amiga.

—¿Considera usted que su propia vida es aburrida?

—No sé qué decirle —respondió mi amiga.

—Algo así les pasa a los carneros —prosiguió el hombre—. No piensan en esas cosas, y aunque las pensaran, no las sabrían expresar. Comen su heno, hacen sus necesidades, tienen sus grescas, piensan en los carneritos que les van a nacer, y así pasan el invierno.

La pendiente de la montaña se fue haciendo más escarpada, al tiempo que el trazado de la carretera empezaba a describir grandes eses. Las huertas y plantaciones iban desapareciendo gradualmente de la vista, sustituidas por densos bosques, que se enseñoreaban de ambos lados de la carretera. De vez en cuando, por entre los claros del bosque se dejaban ver tierras llanas.

—En cuanto la nieve se acumule, no habrá quien circule por esta zona —dijo el pastor—. Aunque, la verdad, tampoco hay necesidad de hacerlo.

—¿No hay pistas de esquí, cursillos de montañismo, etcétera? —pregunté, a ver qué me decía.

—Nada. Absolutamente nada, ¿sabe? Por eso no vienen turistas. Y por eso también la ciudad va decayendo. Hasta alrededor de 1960, tenía una actividad apreciable, y se la consideraba ciudad modelo por su productividad agrícola en zona fría; pero desde que empezó a haber sobreproducción de arroz, a nadie le da por seguir cultivándolo en el interior de un frigorífico. Bueno, es lógico.

—¿Y qué ha pasado con las serrerías?

—Como faltaba mano de obra, se trasladaron a sitios más céntricos. Aún quedan varias serrerías en la ciudad, pero de pequeñas dimensiones. Los troncos talados en la montaña cruzan la ciudad para ir a parar a Nayori o a Asahikawa. Por eso, mientras la carretera se mantiene en excelentes condiciones, la ciudad se va anquilosando. Un gran camión que lleve enormes neumáticos claveteados no suele tener problemas en una carretera cubierta de nieve.

Inconscientemente, me llevé un cigarrillo a la boca; aunque, preocupado por el olor a gasolina, lo devolví a su cajetilla. Como remedio, me puse a chupar un caramelo de limón que encontré en uno de mis bolsillos. Dentro de mi boca se mezclaron el aroma del limón y el olor de la gasolina.

—¿Se pelean los carneros? —preguntó mi amiga.

—Suelen pelearse bastante —le respondió el pastor—. Les pasa a todos los animales gregarios. También en una sociedad de carneros hay un delicado orden jerárquico. En un rebaño compuesto de cincuenta carneros, hay desde un número uno hasta un número cincuenta. Y ninguno deja de tener presente su lugar en la jerarquía.

—Impresionante, ¿verdad? —comentó mi amiga.

—Gracias a eso también resulta mucho más fácil conducirlos. Cuando se consigue que eche a andar el carnero más importante, el resto lo sigue dócilmente, sin hacerse preguntas.

—Pero, si la jerarquía está definida tan estrictamente, ¿por qué se pelean?

—Porque si un carnero resulta herido y le flaquean las fuerzas, la jerarquía se vuelve inestable. Entonces, un carnero inferior presenta su reto, con ánimo de trepar en la escala social. Por causas así pueden tener combates que duran hasta tres días.

—¡Pobrecillos!

—Bueno, cada uno suele tener lo que se merece. Porque el carnero que ha recibido la patada, cuando era más joven seguramente se la dio a su vez a otro, ¿sabe? Y, por otra parte, a la hora de pasar por el matadero ya no hay número uno ni número cincuenta que valga. En las barbacoas todos los carneros son iguales.

—¡Vaya! —exclamó mi amiga.

—Con todo, el más digno de lástima, si bien se mira, es el macho semental. ¿Saben lo que les ocurre a los machos que señorean un harén?

—No —le respondimos al unísono.

—Cuando se crían carneros, es muy importante supervisar el apareamiento. Por eso se separan los machos de las hembras y se echa un solo carnero al cercado de estas últimas. Suele ser el más fuerte, el número uno. Es natural, porque se supone que es el que tendrá mejor descendencia. Cuando ha cumplido su misión, al cabo de un mes, más o menos, el semental es devuelto al cercado de los machos. Pero en ese intervalo, ya se ha impuesto allí otro orden jerárquico. Como el semental, de tanto aparearse, ha perdido a veces hasta la mitad de su peso, por muy valiente que sea, lleva las de perder. A pesar de ello, tiene que luchar, uno por uno, contra todos sus compañeros. Da pena.

—¿Y cómo luchan los carneros? —preguntó mi amiga.

—Dándose cabezazos mutuamente. Tienen la frente dura como el hierro, con una cavidad hueca en su interior.

Mi amiga se calló, absorta en sus pensamientos. Tal vez se estaba imaginando la estampa de dos carneros dándose cabezazos.

Pasada media hora de viaje, la capa de asfalto desapareció bruscamente de la carretera, cuya anchura se redujo a la mitad. Los oscuros bosques que se alzaban a ambos lados parecieron precipitarse de repente sobre el coche, acosándolo. La temperatura ambiente dio un bajón de unos cuantos grados.

El camino era horrible, y el coche daba tales botes en los baches que parecía la aguja de un sismógrafo. Un bidón de plástico colocado junto a mis pies, que contenía gasolina, empezó a hacer un ruido siniestro; era como si la materia gris de un cerebro reventara y se esparciera por todo el cráneo. Aquel ruido me causaba dolor de cabeza.

No sé si el trayecto que hicimos en estas condiciones duró veinte minutos o media hora. Ni siquiera podía ver con precisión la hora en mi reloj de pulsera. Mientras duró, nadie habló ni palabra. Me agarré firmemente al cinturón de seguridad adherido al respaldo del asiento, mientras que mi amiga se aferraba a mi brazo derecho, y el pastor concentraba toda su atención en el volante.

—¡A la izquierda! —chilló lacónicamente el hombre rompiendo el silencio.

Sorprendido, dirigí la vista al flanco izquierdo del camino. La pared verdinegra formada por aquel bosque desaparecía de repente, como si la hubieran arrancado, en tanto que el terreno se hundía formando un abismo. Ante nosotros se abría un inmenso valle. El panorama era despejado y espléndido, pero tremendamente triste. En las paredes rocosas, cortada a picos, no había la menor señal de vida, y por si fuera poco, sobre el paisaje circundante flotaba una especie de halo fatídico.

Camino adelante, en el extremo del valle, se alzaba un monte cónico, extrañamente calvo de toda vegetación. Su cima parecía haber sido distorsionada con violencia por una fuerza colosal.

El pastor, agarrando con fuerza entre sus manos el volante, señaló con su barbilla hacia aquel monte, en un gesto de posesión.

—Tenemos que rodearlo, hasta verle la espalda —dijo.

Un recio vendaval, que subía del fondo del valle, acariciaba desde su raíz, pendiente arriba, el herbazal que brotaba en la ladera derecha. En los cristales del jeep repiqueteaba la arenilla levantada por el viento.

Tras salvar una serie de arriesgadas curvas, el jeep se fue acercando a la cima; a medida que el camino ascendía, la ladera de la derecha fue disminuyendo de altura hasta convertirse en un precipicio cortado a pico. Pronto rodamos por una estrecha cornisa, excavada en una colosal e inexpresiva pared de roca.

El tiempo cambió de repente. El cielo hasta entonces de un sutil color ceniciento, ligeramente teñido de azul, como hastiado de tan volubles matizaciones, acentuó su tinte grisáceo y se ensombreció cada vez más con sucesivas oleadas de negrura. Las montañas circundantes se fueron cubriendo de sombras en un movimiento paralelo.

Alrededor de la montaña el viento se encrespaba en remolinos y alzaba su siniestro ulular, como un resoplido que alguien lanzara acanalando la lengua. Me sequé la frente con el dorso de la mano. A pesar del jersey, mi cuerpo estaba empapado de sudor frío.

El pastor iba tomando una curva que parecía interminable mientras apretaba con fuerza los labios; a la derecha, siempre a la derecha. De pronto, como si hubiera oído un ruido, se echó hacia delante y en esa postura fue aminorando la velocidad del jeep hasta que, en una zona donde la carretera se ensanchaba ligeramente, pisó el freno. Al pararse el motor, nos envolvió un helado silencio. Solamente se oía el viento ululando sobre la tierra.

El pastor, con las manos aún en el volante, se sumió en un largo silencio. Luego bajó del jeep, y pateó repetidas veces el terreno con la suela de sus botas. También yo me apeé del jeep y avancé hasta llegar a su lado. Miré el piso de la carretera.

—Malo, malo, ¡ya lo decía yo! —murmuró el pastor—. Ha llovido mucho más de lo que me imaginaba.

—No me pareció que la carretera estuviera mojada, —la verdad—. Más bien hubiera dicho que estaba dura y relativamente seca.

—Por dentro está húmeda —me explicó—. Son muchos los que se llaman a engaño, juzgando por las apariencias. Esta zona, aunque no lo parezca, es realmente peligrosa.

—¿Peligrosa?

Sin responderme, sacó un cigarrillo del bolsillo de su chaquetón. Acto seguido, encendió una cerilla.

—Bueno, vamos a ver cómo están las cosas por aquí.

Fuimos andando hasta la siguiente curva, unos doscientos metros más allá. El frío se nos enroscaba al cuerpo. Me subí hasta la nuez la cremallera del anorak, y le volví el cuello hacia arriba. Aun así, tiritaba.

En el punto donde se iniciaba la curva, el pastor se detuvo y, con el cigarrillo pendiente de la comisura de los labios, se quedó mirando fijamente el paredón que se empinaba a nuestra derecha. En su zona central borbollaba un chorro de agua, el cual al caer se convertía en un regato, que cruzaba la carretera. El agua arrastraba barro. Al tocar la parte húmeda de la roca, comprobé que ésta era mucho más frágil de lo que aparentaba, pues se desmenuzó entre mis dedos.

—¡Maldita curva! —exclamó el pastor—. La tierra está reblandecida por todas partes. ¡Y si sólo fuera eso! Hay algo ominoso en esta curva. Hasta los carneros, cuando llegan aquí, se asustan.

El pastor, tras unas cuantas toses, tiró el cigarrillo al suelo.

—Tendrán que disculparme, pero pasar con el jeep sería una locura.

Asentí en silencio.

—¿Podrán hacer el resto a pie?

—El problema no es andar. Lo que me preocupa es si el terreno aguantará nuestro peso.

El pastor dio otro decidido golpe de bota contra el piso de la carretera. Con un levísimo desfase temporal, se dejó oír cierto ruidito sordo, como un quejido del suelo.

—No creo que se los trague.

Dimos media vuelta hacia el jeep.

—Desde aquí hay unos cuatro kilómetros —dijo el pastor mientras caminaba a mi lado—. Aun yendo acompañado por una mujer, en hora y media estará allí. El camino es todo seguido, sin bifurcaciones ni grandes cuestas que subir. Dispénsenme por no llevarlos hasta el final.

—No se preocupe. Gracias por todo.

—¿Van a quedarse mucho tiempo allá arriba?

—¡Quién sabe! Lo mismo podemos volver mañana que quedarnos una semana. Depende de cómo vayan las cosas.

El hombre se puso otro cigarrillo entre los labios, aunque esta vez tosió antes de encenderlo.

—Más vale que se anden con cuidado. Por el ambiente, diría que este año la nieve llegará pronto. En cuanto empieza a acumularse, no hay modo de escapar de allí.

—No nos arriesgaremos —le dije.

—La llave de la casa está oculta en un saliente de la parte baja del buzón que se levanta junto a la entrada. Si no hubiera nadie, pueden usarla.

Bajo un cielo nublado y sombrío, sacamos nuestros equipajes del jeep. Me quité el anorak y me enfundé en una gruesa parka. Aun así, no pude desterrar aquel frío que se agarraba a mi piel.

El pastor, tras dar varios golpes con el jeep en el paredón, consiguió hacerlo girar sobre la estrecha carretera. Cada vez que chocaba, la pared se desmoronaba un poco y caía en forma de tierra. Terminada la maniobra de giro, tocó el claxon y agitó la mano. También nosotros lo despedimos agitando la mano. El jeep cogió la curva y desapareció. Nos quedamos solos. Tuve, ni más ni menos, la sensación de que nos habían dejado abandonados en el fin del mundo.

Dejamos las mochilas en el suelo y, en silencio, contemplamos el paisaje En el fondo del valle que dominaba nuestra vista, un río describía suaves curvas, como una delgada cinta de plata, entre dos riberas cubiertas por el denso verdor de los bosques. Frente al valle, en la lejanía, serpenteaba una cadena de colinas, que mostraba todos los colores del otoño. Y más allá de sus cimas se dejaba ver borrosamente una remota planicie. Varias columnillas de humo se elevaban desde allí; estaban quemando la paja tras cosechar el arroz. El panorama era soberbio, pero, por mucho que lo mirara, no conseguía sentirme a gusto. Todo me resultaba allí frío y ajeno, en cierto modo, como si no perteneciera a mi mundo.

El cielo estaba tapado hasta el horizonte por cenicientas nubes, grávidas de agua, que formaban como un velo inconsútil. Bajo este velo se deslizaban, a escasa altura, grumos de nubes negras. Daba la impresión de que, con sólo alargar el brazo, hubiéramos podido tocarlas con la punta de los dedos. Las nubes se precipitaban hacia el este a una velocidad increíble. Procedentes del continente, sobrevolaban el mar del Japón, atravesaban la isla de Hokkaidô y se perdían volando hacia el mar de Ojotsk. Mientras contemplaba inmóvil aquella masa de nubes que iba y venía sin parar, se me hizo evidente lo arriesgado de la situación en que nos encontrábamos. Bastaría con un soplo caprichoso de los elementos para que aquella frágil cornisa pegada al paredón —y nosotros con ella, por supuesto— se precipitara en el vacío del valle que yacía a nuestros pies.

—¡Andando! —dije, y me eché a la espalda la pesada mochila.

Era conveniente salir de aquellos parajes antes de que nos sorprendiera la lluvia o el aguanieve, y, por otra parte, deseaba encontrarme lo más cerca posible de un lugar techado. No resulta agradable quedar empapado en un ambiente tan frío. Con paso rápido, dejamos atrás la siniestra curva. Tal como nos había dicho el pastor, aquella curva tenía algo que daba mal agüero. Mi cuerpo lo advirtió al principio vagamente, pero esa sensación ominosa acabó por repiquetear en algún lugar de mi cerebro como una señal de aviso. Una sensación semejante a la que se siente cuando, al vadear un río, se mete la pierna en un lugar donde el agua tiene una temperatura distinta de la del resto.

Mientras recorríamos aquel medio kilómetro aproximado de curvas, el ruido de nuestras pisadas sobre la tierra despertó muy diversos ecos. Varios regatos de bullente agua fresca cortaron culebreando nuestro camino.

Después de pasada la curva continuamos avanzando a paso rápido, con el fin de distanciarnos todo lo posible de aquel lugar. Por fin, tras una media hora de marcha, la verticalidad de la pared rocosa se fue suavizando, y empezaron a verse algunos árboles. Respiramos aliviados y sentimos relajarse la tensión acumulada en nuestros cuerpos.

Lo más duro había pasado. El camino era cada vez más llano, la aspereza que antes nos rodeaba se fue suavizando y poco a poco nos adentramos en un típico paisaje de meseta. Los pájaros comenzaron a dejarse ver.

Después de otra media hora de marcha, perdimos de vista el extraño monte de figura cónica y nos internamos en una vasta llanura, monótona como una mesa. La llanura estaba rodeada por una cadena montañosa que cortaba el horizonte. Daba la impresión de que la cima de un volcán se hubiera hundido enteramente en el cráter, calmándolo. Un mar de abedules blancos, dorados por el otoño, se extendía sin fin. Entre los abedules crecían arbustos de vivos colores, así como finas hierbas en el sotobosque. De vez en cuando encontrábamos un abedul derribado por el viento, que al pudrirse iba tomando el color de la tierra.

Ahora que habíamos dejado atrás aquella curva ominosa, las cosas parecían tomar mucho mejor cariz.

Un solo camino cruzaba el mar de abedules blancos. Era un camino por el que el jeep hubiera podido circular sin dificultad, y de un trazado tan recto, que llegaba a marear. Sin curvas, sin pendientes abruptas. Al mirar hacia adelante todo confluía en un punto de fuga. Negros nubarrones surcaban el espacio sobre ese punto.

Reinaba un profundo silencio. Incluso el rumor del viento era absorbido por el inmenso interior del bosque. De vez en cuando aparecía un pájaro negro, rechoncho, que sacaba su roja lengua mientras rasgaba el aire con un grito agudo; pero así que el pájaro se ocultaba, el silencio restañaba la herida. Las hojas caídas que sepultaban el camino estaban empapadas de humedad por la lluvia de la víspera. Aparte de los pájaros, nada quebraba el silencio. El bosque de abedules parecía no tener fin, y tampoco parecía tenerlo el rectilíneo camino que lo atravesaba. Incluso aquellas nubes bajas que momentos antes nos habían oprimido tanto, vistas a través del ramaje parecían irreales.

Al cabo de quince minutos de marcha dimos con un riachuelo de agua muy clara, sobre el cual habían tendido un sólido puente ensamblando troncos de abedules blancos; incluso tenía barandas. Al final del puente había un claro en el bosque, y decidimos tomarnos un descanso. Nos quitamos las mochilas y descendimos hasta el riachuelo para beber. Nunca había bebido antes agua tan deliciosa; de sabor un poco dulzón, despedía un agradable olor a tierra y estaba fresquísima, tanto, que nuestras manos enrojecieron al tocarla.

Las nubes seguían pasando imperturbables; sin embargo, no parecía que fuera a llover. Mi amiga rehizo los lazos de los cordones de sus botas de montaña. Sentado en la baranda del puente, me fumé un cigarrillo. Del curso inferior del río nos llegaba el sonido de una cascada. Una caprichosa ráfaga de brisa, procedente del flanco izquierdo del camino, hizo ondular aquel mar de hojas caídas y se desvaneció por el lado derecho. Cuando, fumado ya mi cigarrillo, lo tiré al suelo para apagarlo de un pisotón, vi otra colilla al lado de la mía. La cogí entre mis dedos y la examiné despacio. Era de un Seven Stars. Como estaba seca, deduje que la había fumado después de la lluvia, probablemente aquel mismo día.

Traté de recordar la marca de cigarrillos que fumaba el Ratón. Pero fue en vano. Ni siquiera estaba seguro de que fumara. Como no saqué nada en claro, tiré la colilla al río. Sus aguas la hicieron desaparecer corriente abajo en un santiamén.

—¿Qué era eso? —me preguntó mi amiga.

—Encontré una colilla reciente —le contesté—. Así que, hace muy poco tiempo, alguien estuvo sentado aquí fumándose un cigarrillo, como yo.

—¿Tu amigo, tal vez?

—¿Quién sabe?

Se sentó a mi lado y se recogió el pelo con ambas manos; hacía mucho tiempo que no me había enseñado las orejas. El murmullo de la cascada se amortiguó en mi conciencia, y después regresó con más fuerza.

—¿Todavía te gustan mis orejas? —me preguntó.

Sonreí, mientras alargaba levemente la mano, y le toqué el lóbulo con la punta de los dedos.

—Sabes muy bien que sí —le contesté.

Al cabo de quince minutos más de marcha, el camino terminaba bruscamente. El mar de abedules, igual que si lo hubieran cortado de un tajo, también se acababa allí. Ante nosotros se extendía una pradera, vasta como un lago.

Alrededor de la pradera habían hincado estacas cada cinco metros, las cuales sustentaban un cercado de alambre. Era una alambrada vieja y mohosa. Al parecer, habíamos llegado por fin a la finca. Empujé la barrera de madera, muy desgastada, que cerraba el recinto, la abrí y entramos. La hierba se veía tierna, y la tierra estaba ennegrecida por la humedad.

Sobre la pradera, surcaban el cielo nubes negras. En la dirección a la que apuntaba el curso de las nubes se alzaba una alta línea de montañas, de perfil dentado. Aunque el ángulo de visión no era el mismo, se trataba sin lugar a dudas de las montañas que mostraba la fotografía del Ratón. Ni siquiera tuve que mirarla para asegurarme.

Sin embargo, resulta la mar de sorprendente eso de tener ante los ojos un paisaje que has visto mil veces en fotografía. La perspectiva en profundidad me pareció francamente artificial. Mi impresión fue que aquel paisaje no acababa de ser real, que alguien lo había montado aprisa y corriendo para que estuviera de acuerdo con la fotografía.

Me apoyé sobre la barrera y suspiré. Al fin y al cabo, habíamos dado con lo que buscábamos. Dejando aparte la cuestión de las consecuencias que pudiera tener aquel hallazgo, el hecho en sí no tenía vuelta de hoja.

—¡Hemos llegado! —exclamó mi amiga, apretándome el brazo.

—¡Sí, hemos llegado! —exclamé yo. Cualquier otro comentario estaba fuera de lugar.

Enfrente de nosotros, al otro extremo de la pradera, vimos una vieja casa de madera de dos plantas, al estilo de las casas rurales americanas. Un edificio construido cuarenta años antes por el profesor Ovino, que había comprado luego el padre del Ratón. Al no tener a mano un punto de comparación, el tamaño de la casa, vista de lejos, no podía calcularse con exactitud, aunque era ciertamente una construcción achaparrada e inexpresiva. La pintura blanca de su fachada, bajo aquel cielo nublado, tenía un brillo mate y siniestro. Del centro de la techumbre abuhardillada, de un color mostaza casi herrumbroso, arrancaba una chimenea cuadrada de ladrillo que apuntaba al cielo. La casa no estaba vallada; en cambio, la circundaban numerosos árboles de hoja perenne que extendían su ramaje para protegerla de lluvias racheadas y de ventiscas. La casa daba la sensación, sorprendente hasta cierto punto, de no estar habitada. Una casa extraña, desde todos los puntos de vista. Tal sensación no se debía a que la casa fuera inhóspita o fría, ni a que su arquitectura se saliera de lo común, ni a que estuviera a punto de hundirse. Era, sin más, una casa extraña. Parecía un enorme ser vivo que hubiese envejecido sin poder expresar sus emociones. No porque no supiera cómo expresarse, sino porque no tuviera nada que decir.

El aire olía a lluvia. Parecía prudente darse prisa. Atravesamos el prado en línea recta hacia la casa. Desde el oeste se nos acercaban gruesas nubes cargadas de lluvia, que ya no tenían nada que ver con los jirones desflecados de unos momentos antes.

La pradera era tan amplia, que llegaba a cansar. Por mucho que apresuráramos el paso, no parecía que avanzáramos lo más mínimo. Se diría que habíamos perdido el sentido de la distancia.

Se me ocurrió que era la primera vez en mi vida que atravesaba a pie una llanura tan extensa. Incluso el ulular del viento en la lejanía parecía estar al alcance de mi mano. Una bandada de pájaros, cruzándose con el flujo de las nubes, cortó el aire sobre nuestras cabezas en dirección al norte.

Cuando, al cabo de un buen rato, llegamos a la casa, ya había empezado a llover. El edificio parecía mucho mayor que visto de lejos, y mucho más viejo. La pintura blanca había saltado en muchos lugares, provocando desconchones, y las porciones desconchadas desde tiempo atrás se habían ido ennegreciendo a causa de la lluvia y la humedad. Tal como estaba aquella casa, para volver a pintarla sería necesario rascar primero la pintura vieja y tapar los desconchones. Sólo de pensar en la magnitud de aquella reparación —y eso que no era asunto mío—, me sentí anonadado. Una casa deshabitada tiende indefectiblemente a desmoronarse. Y la casa de campo que teníamos delante parecía haber rebasado el punto en que hubiera sido posible restaurarla.

En contraste con el envejecimiento de la casa, los árboles que la circundaban se habían desarrollado a placer, y, como ocurría con la cabaña de troncos descrita en Los Robinsones suizos, la envolvían por completo. Debido a la prolongada ausencia de poda, las ramas de los árboles crecían sin orden ni concierto.

Considerando lo escarpado y tortuoso de aquella carretera de montaña, no pude por menos que pensar cómo se las arregló el profesor Ovino, hacía ya la friolera de cuarenta años, para transportar hasta aquel lugar los materiales que requería la construcción de semejante casa. No creo errado suponer que allí enterró, literalmente, el resto de sus energías y su fortuna. El recuerdo del profesor Ovino, a quien habíamos visto recluido en aquella oscura habitación de la segunda planta del hotel, en Sapporo, me oprimía el corazón. Si tuviera que proponer un ejemplo de vida humana no recompensada como se merecía, propondría la del profesor Ovino. Alcé los ojos para contemplar el edificio, a pesar de la fría lluvia.

De cerca, al igual que cuando la veíamos de lejos, aquella casa daba la impresión de estar deshabitada. En las contraventanas que protegían las amplias ventanas dobles se habían acumulado sucesivas capas de tierra. La lluvia había dado a ese polvillo formas caprichosas, sobre las cuales se habían adherido nuevas capas de tierra, que a su vez se habían consolidado por obra de lluvias más recientes, en un proceso siempre renovado.

En la puerta de entrada, y a la altura de la vista, había un ventanillo cuadrado de unos diez centímetros, con un cristal. Por dentro pendía una cortina, que impedía ver el interior de la casa. En los resquicios del pomo también se había acumulado tierra en abundancia, que se desmoronaba y caía al contacto de mi mano. El pomo bailaba como una muela a punto de ser arrancada, pero la puerta no se abría. Aquella vieja puerta, formada por tres gruesos tablones de roble ensamblados, era bastante más resistente de lo que a primera vista se hubiera pensado. A modo de prueba, la aporreé reiteradamente con los puños, pero no obtuve respuesta. Lo único que conseguí fue hacerme daño en las manos. Las ramas de un gigantesco roble se balanceaban agitadas por el viento por encima de nuestras cabezas, y hacían el mismo estruendo que una duna al derrumbarse.

Tanteé la parte baja del buzón, tal como me dijo el pastor. La llave descansaba en un saliente metálico. Era una llave antigua de latón, muy desgastada por el uso.

—¡Qué falta de precaución! ¡Mira que dejar la llave en un sitio así! —exclamó mi amiga.

—Muy tonto sería el ladrón que se perdiera por aquí —le contesté.

La llave entró en el ojo de la cerradura sin dificultad. Giró, accionada por mi mano, con un grato ruido metálico, y la puerta se abrió.

Como las contraventanas estaban cerradas, en el interior de la casa reinaba una suave penumbra, un tanto inquietante. Hasta que nuestros ojos se habituaron a ella, transcurrió un buen rato. La penumbra desdibujaba los contornos del salón.

Era un salón amplio: espacioso, tranquilo, con el olor de un viejo granero. Un olor que recordaba de mi infancia. El olor exhalado por muebles viejos u olvidadas esteras. Un olor de viejos tiempos. Cerré la puerta tras de mí, y el ruido del viento se extinguió al punto.

—¡Buenos días! —grité—. ¿Hay alguien aquí?

Naturalmente, estaban de más los gritos. Era obvio que no había nadie. Sólo un reloj de pesas, situado junto a la chimenea, desmenuzaba el tiempo con su tictac.

Por unos pocos segundos, la cabeza me dio vueltas. Allí, en la penumbra, el tiempo pareció correr a la inversa, y muchos recuerdos se agolparon en mi mente. Recuerdos de sensaciones penosas que se desmoronaron como arena reseca. Sin embargo, fue cosa de un momento. Cuando abrí los ojos, las cosas habían vuelto a su sitio. Ante mí se extendía un monótono espacio gris, eso era todo.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó mi amiga, preocupada.

—No es nada —le dije—. Entremos.

Mientras ella buscaba el interruptor de la luz, traté de examinar en la penumbra el reloj. Tenía tres pesas pendientes de cadenas, que había que subir para darle cuerda. Aunque las tres pesas ya habían tocado fondo, el reloj marchaba aún, apurando sus postreros impulsos. A juzgar por la longitud de las cadenas, el tiempo que tardarían las pesas en bajar del todo debía de ser una semana. Así pues, alguien habían estado allí hacía una semana, alguien que dio cuerda al reloj. Era evidente.

Subí las tres pesas hasta arriba. Luego, me senté en el sofá y estiré las piernas. Era un viejo sofá que parecía datar de antes de la guerra, pero aún resultaba cómodo. Ni demasiado blando, ni demasiado duro; justo lo que pedía el cuerpo. Despedía un leve olor corporal a ser humano.

Tras unos momentos, se oyó un tenue clic y se encendió la luz. Entró mi amiga, procedente de la cocina. Tras escudriñar todos los rincones del salón con curiosidad, se sentó junto a mí y encendió un cigarrillo mentolado. Yo me fumé otro. Desde que empecé a salir con ella, le había ido cogiendo el gusto al tabaco mentolado.

—Tu amigo, por lo que se ve, tenía intención de pasarse aquí el invierno. He echado un vistazo a la cocina, y cuenta con una provisión de combustible y alimentos más que suficiente para sobrevivir un invierno. Un supermercado, ni más ni menos.

—Sí, pero falta él.

—Busquemos en el piso de arriba.

Subimos por una escalera contigua a la cocina. A medio camino, se doblaba en un ángulo extraño. Una vez arriba, la atmósfera parecía completamente distinta de la del salón.

—Me siento un poco mareada —dijo mi amiga.

—¿Te encuentras mal?

—¡Bah! No es nada. No te preocupes. Me pasa a veces.

Había tres dormitorios en el piso alto. A la izquierda del pasillo había una habitación grande, y a la izquierda, dos más pequeñas. Fui abriendo por orden las puertas. Las tres habitaciones contenían muy poco mobiliario y estaban desiertas y penumbrosas. En la habitación grande había dos camas gemelas y un tocador. Los lechos carecían de colchones y ropa. Allí el tiempo parecía haber muerto hacía mucho.

Sólo en la habitación pequeña quedaba alguna presencia humana. La cama estaba hecha y a punto; la almohada mostraba una leve depresión en el centro, y junto a ella reposaba un pijama de color azul cuidadosamente doblado. En la mesilla de noche había una lámpara antigua y un libro. Era una novela de Joseph Conrad.

Junto a la cama había una sólida cómoda de roble, que guardaba prendas de vestir masculinas: jerséis, camisas, pantalones, calcetines, ropa interior… todo muy bien ordenado. Los jerséis y camisas eran viejos, y estaban rozados y deshilachados, pero eran de buena calidad. Recordé haber visto algunas de aquellas prendas. Eran del Ratón, desde luego. Su talla de camisas y de pantalones coincidía: 37 las camisas, 40 los pantalones. No cabía duda alguna.

Junto a la ventana había una mesa y una silla de diseño sencillo y antiguo, muebles que no se fabricaban desde hacía mucho tiempo. En el primer cajón encontré una estilográfica barata junto a tres cajas de cartuchos de tinta, así como papel de cartas. El papel de cartas estaba por estrenar. En el segundo cajón había un bote de pastillas contra la tos, lleno hasta la mitad, y varias zarandajas. El tercer cajón estaba vacío. No había ni un diario, ni un cuaderno, ni un bloc de notas: nada. Por lo visto, se había desechado toda la morralla para dejar sólo lo indispensable. Era la máxima «Un sitio para cada cosa, y cada cosa en su sitio», llevada hasta sus últimas consecuencias. Al pasar el dedo por lo alto de la mesa, la yema me quedó blanca de polvo. Nada del otro mundo, ciertamente. El polvo de una semana.

Haciendo un poco de fuerza, abrí la doble ventana, que daba a la pradera, y abrí luego las contraventanas. El viento soplaba con fuerza agitando el prado, y las negras nubes volaban más bajas. El pastizal se revolvía en surcos zigzagueantes a merced del viento, como un animal inquieto. Más allá, el bosque de abedules blancos; y aún más allá, las montañas. El mismo paisaje de la fotografía excepto por un detalle. Faltaban los carneros.

Volvimos a la planta baja y nos sentamos de nuevo en el sofá. El reloj de pesas dejó sonar unas campanadas de aviso y dio las doce. Permanecimos en silencio hasta que el último eco de las campanas se extinguió en el aire.

—¿Qué piensas hacer? —me preguntó mi amiga.

—Parece que no queda otro remedio que esperar —le respondí—. Hasta hace una semana, el Ratón estuvo aquí. No se ha llevado su equipaje. Por lo tanto, piensa volver.

—Pero si caen grandes nevadas antes de que vuelva, tendremos que pasar aquí el invierno, y tu plazo de un mes expirará sin remedio.

Efectivamente, así era.

—¿No captan tus orejas nada especial?

—No. Cuando las alzo, me duele la cabeza.

—Bueno, pues ¡a esperar tranquilamente la vuelta del Ratón! —exclamé.

Y es que no teníamos otra solución.

Mientras mi amiga hacía café en la cocina, me dediqué a recorrer el amplio salón, sin dejar rincón alguno por examinar. En medio de una de las paredes había una amplia chimenea, y aunque, por las trazas, no se había usado recientemente, estaba a punto para ser encendida. Varias hojas de roble se habían colado chimenea abajo. En previsión de días no tan fríos como para quemar leña, había también una gran estufa de petróleo. La aguja indicadora mostraba que el depósito estaba lleno.

Junto a la estufa había una librería empotrada, con puertas de cristal, atestada de libros viejos. Pasé revista a los títulos y hojeé unos cuantos volúmenes; todos eran libros de antes de la guerra, sin interés alguno en su gran mayoría. Geografía, ciencias, historia, ensayo…, bastantes libros de política. Aquello no servía para nada, excepto, tal vez, para investigar el bagaje cultural de una persona instruida de hacía cuarenta años. Por lo que respecta a libros publicados en la posguerra, había algunos, pero en cuanto a interés, estaban al mismo nivel que los otros. Sólo las Vidas paralelas de Plutarco, una antología de teatro clásico griego y algunos pocos libros más, sobre todo novelas, habían sobrevivido al paso del tiempo. Tener aquella biblioteca a mano, a pesar de su evidente mediocridad, no vendría nada mal para pasar el invierno. Aunque, para ser sincero, nunca había visto reunido tal conjunto de mamotretos sin valor.

Al lado de la librería había una vitrina, también empotrada, que contenía uno de esos equipos musicales característicos de mediados de los años sesenta: tocadiscos, amplificador y altavoces. También había unos doscientos discos, los cuales, aunque viejos y rayados, no carecían de valor. La música no sufre la erosión del tiempo tanto como las ideas. Accioné el interruptor del amplificador de válvulas y, eligiendo al tuntún un disco, lo puse en el plato del tocadiscos y posé sobre él la aguja. Era Nat King Cole cantando «South of the Border». Parecía que el ambiente de la habitación hubiera regresado a la década de los años cincuenta.

En la pared de enfrente había cuatro ventanas dobles de casi dos metros de altas, repartidas a intervalos regulares. Desde las ventanas se podía ver la lluvia cenicienta cayendo sobre la pradera. Los chaparrones eran cada vez más intensos y la cadena de montañas del fondo se había diluido en la oscuridad.

El suelo de la habitación era de madera, y en su zona central estaba cubierto por una alfombra de unos tres metros de ancho por cuatro de largo. Sobre la alfombra había un tresillo y una lámpara de pie. Una sólida mesa de comedor, a la que rodeaban media docena de sillas, se alzaba en un rincón de la habitación; el polvo la había cubierto de una pátina blanca.

Era, verdaderamente, una estancia desierta.

En una de sus paredes había una puerta semioculta, la cual daba paso a un cuarto trastero casi tan grande como la alfombra. Almacenaba muebles sobrantes, alfombras, vajillas, un juego de palos de golf, adornos, una guitarra, colchones, abrigos, botas de montaña, revistas viejas…, estaba abarrotado hasta el techo. Había incluso libros de texto para preparar exámenes de grado medio, y un avión guiado por radio. La mayoría de los objetos habían sido fabricados desde mediados de los años cincuenta hasta mediados de los sesenta.

En el interior de aquella casa, el tiempo fluía de un modo extraño. Hasta cierto punto, era lo mismo que ocurría con el viejo reloj de pesas del salón. La gente que visitaba la casa le daba cuerda. Mientras las pesas estaban altas, el tiempo transcurría al compás de su tictac. Sin embargo, cuando la gente se iba y las pesas acababan su recorrido, el tiempo se detenía. Y entonces los posos de un tiempo inmóvil se iban sedimentando sobre el suelo en sucesivos estratos de vida descolorida.

Cogí unas cuantas revistas viejas de cine y volví al salón, donde las fui hojeando. Una de ellas ofrecía un reportaje sobre la película El Álamo. Con ella se estrenó John Wayne como director, bajo la supervisión del mismísimo John Ford, según decía la revista. John Wayne manifestaba su deseo de hacer una espléndida película que quedara para siempre en el corazón del pueblo americano. No obstante, el gorro de piel de castor que usaba John Wayne en el filme le sentaba como un tiro.

Entró mi amiga con el café, que nos bebimos el uno al lado del otro.

Las gotas de lluvia golpeaban sin tregua las ventanas. El tiempo era cada vez más desapacible, y, mezclándose con la fría penumbra, permeaba la habitación. La luz amarilla de la lámpara se cernía por el aire, como polen.

—¿Estás cansado? —me preguntó.

—Sí y no, ¿sabes? —le respondí distraído, mientras contemplaba el paisaje del exterior—. Hemos buscado sin parar, y de repente hacemos un alto. Y me cuesta adaptarme, la verdad. Además, después de todo lo que hemos pasado para dar con el paisaje de la foto, ni está el Ratón, ni están los carneros.

—Duerme un rato. Entretanto, prepararé la cena.

Trajo una manta del piso alto y me la echó por encima. Acto seguido, puso a punto la estufa de petróleo, me colocó un cigarrillo entre los labios, y me lo encendió.

—Ánimo. Seguro que todo saldrá bien.

—Gracias —le dije.

Mi amiga se fue a la cocina.

Al quedarme solo, sentí una súbita lasitud por todo el cuerpo. Tras dar dos chupadas al cigarrillo, lo apagué. Me arrebujé en la manta hasta el cuello y cerré los ojos. Pocos segundos transcurrieron antes de que me durmiera.