Llegar a un acuerdo con el pastor fue la mar de sencillo en cuanto le puse dinero en la mano. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, pasaría por la fonda a recogernos y nos subiría en jeep hasta la finca.
—Si empiezo a mediodía la desinfección de los carneros, antes que anochezca habré acabado —comentó el pastor, hombre dotado, sin duda, de gran sentido práctico—. Con todo, hay una cosa que me preocupa —añadió—. La lluvia de ayer debe de haber reblandecido el terreno, y puede que lleguemos a una zona intransitable para el jeep. Si es así, tendrán que andar un trecho. Pues en ese caso no podré hacer nada.
—De acuerdo —dije.
Mientras hacía andando el camino de vuelta, recordé de pronto que el padre del Ratón tenía una casa de campo en Hokkaidô. El Ratón me había hablado de ella más de una vez: en lo alto de la montaña, grandes prados, una antigua casa de dos plantas…
Siempre me acuerdo de las cosas importantes a destiempo. Tenía que haberme acordado al principio, nada más recibir la carta del Ratón. De haberlo recordado entonces, mis indagaciones habrían sido mucho más fáciles.
Mientras desahogaba mi resentimiento contra mí mismo, fui recorriendo en una fatigosa marcha a pie aquel camino de montañas, en medio de una oscuridad que iba creciendo por instantes. En el espacio de hora y media, sólo me encontré con tres vehículos. Dos de ellos eran camiones de gran tonelaje que transportaban madera, y el tercero, un tractor. Los tres iban a la ciudad, pero ninguno se detuvo para invitarme a subir. Ni que decir tiene, que no me sorprendió en absoluto.
Cuando llegué al hotel, eran la siete pasadas y la más cerrada oscuridad se cernía ya sobre la ciudad. Tenía frío. El pequeño perro pastor se asomó a la puerta de su caseta y me dedicó unos cuantos ladridos amistosos.
Mi amiga se había puesto unos pantalones vaqueros azules, y un jersey mío de cuello alto. Me esperaba en la sala de recreo, junto al vestíbulo, absorta en un juego electrónico. La sala de recreo tenía toda la pinta de ser un antiguo recibidor debidamente adaptado, pues conservaba aún una espléndida chimenea con su repisa. Una verdadera chimenea donde se podía encender un fuego de leña.
En la sala había cuatro máquinas de juegos programados y dos para jugar al «millón». Estas últimas, fabricadas en España, eran verdaderas piezas de museo.
—Me muero de hambre —dijo mi amiga, cansada por la espera.
Encargamos la cena y me metí en el baño japonés. Al salir del baño, me pesé, cosa que no había hecho desde hacía muchísimo tiempo. Setenta kilos. Lo mismo que diez años atrás. Toda la sobrecarga que había acumulado en la cintura se volatilizó durante la última semana, más o menos.
Al volver a la habitación, la cena estaba servida. Mientras iba picoteando los platos entre sorbo y sorbo de cerveza, le conté a mi amiga lo ocurrido en la granja y el acuerdo al que había llegado con el pastor exsargento. Mi amiga se lamentó de haberse perdido la visita a los carneros.
—Pero bueno, como quien dice, ya estamos pisando la meta.
—¡Ojalá sea verdad! —exclamé.
Después de ver por televisión una película de Hitchcock, nos embutimos en el edredón y apagamos la luz. El reloj del piso bajo dio once campanadas.
—Mañana tenemos que madrugar… —comenté.
No hubo respuesta. Mi amiga había cogido ya el ritmo de respiración de quien está en el séptimo sueño. Puse en hora la alarma del despertador, y a la luz de la luna me fumé un cigarrillo. Aparte del rumor del río, no se oía nada. Toda la ciudad parecía estar sumida en el sueño.
Como no había parado en todo el día, me sentía corporalmente rendido; pero la inquietud que embargaba mi ánimo no me dejaba dormir. El recuerdo de los últimos acontecimientos daba vueltas en mi cabeza.
En la oscuridad silenciosa de la noche, traté de contener el aliento, en tanto que a mi alrededor la ciudad se disolvía en el paisaje. Las casas se derruían una tras otra, la vía del ferrocarril se oxidaba hasta no ser ni sombra de lo que fue y en los campos de labranza brotaban a placer las malezas. La ciudad cerraba el breve ciclo de sus cien años de historia volviendo a sepultarse en la madre tierra. Como una película que se proyectara marcha atrás, el tiempo retrocedía. Alces, osos, lobos… se dejaban ver sobre la faz de la tierra. Enjambres gigantescos de langostas oscurecían el cielo. Un mar verde de matorrales de bambú se encrespaba agitado por el viento de otoño. Y el lujuriante bosque de hoja perenne ocultaba al sol.
Así que, después de borrarse la huella dejada por los hombres, solamente los carneros permanecían allí. En las tinieblas les brillaban los ojos, aquellos ojos que me contemplaban fijamente. Nada decían. Nada pensaban. Solamente me miraban. Carneros a millares. Con el monótono masca que mascarás de sus mandíbulas cubrían de ruido la faz de la tierra.
Al sonar las dos en el reloj de pared, se esfumaron los carneros.
Y me quedé dormido.