3. Donde el profesor Ovino come a placer y abre su corazón

Según el relato del dueño del Hotel del Delfín —hijo del profesor Ovino—, su padre había vivido una existencia nada feliz.

—Mi padre nació en Sendai en 1905, y era el hijo mayor de una familia de antiguos samuráis —empezó a explicarnos el hombre—. Voy a referirme a los años según el calendario occidental, si los señores me lo permiten.

—Desde luego, no faltaría más —le dije.

—No es que fuera una familia particularmente próspera, pero contaban con las rentas de varias fincas que tenían alquiladas; antiguamente, había merecido la confianza de un daimyô, que le confió la custodia de un castillo. Cuando cayó el shogunato, al final del período Edo, nuestra familia contaba entre sus miembros con un renombrado especialista en agronomía.

Por lo que nos explicó su hijo, desde su más tierna infancia, el profesor Ovino tuvo una cabeza privilegiada para los estudios, y en la ciudad de Sendai todos lo consideraban un niño prodigio. Pero no destacaba sólo en los estudios, sino también como violinista, hasta el punto de que, cuando estudiaba el bachillerato, interpretó para la familia imperial, que a la sazón visitaba la provincia, una sonata de Beethoven; como recompensa por su arte, recibió un reloj de oro.

La familia tenía la esperanza de que estudiara derecho y se abriera camino en la abogacía. Pero él lo rechazó de plano.

—No me interesa el derecho —dijo el joven profesor Ovino.

—Entonces, podrías dedicarte a la música —le dijo su padre—. Estaría bien que hubiera un músico en la familia.

—Tampoco me interesa la música —respondió el profesor Ovino.

Durante un rato, permanecieron callados.

—Así pues —dijo el padre rompiendo al fin el silencio—, ¿qué quieres estudiar?

—Me interesa la agricultura. Me gustaría ser perito agrónomo.

—¡Bien! —exclamó el padre tras una pausa.

En realidad, no le quedaba otra salida. El profesor Ovino era un joven dócil y de buen carácter, pero una vez que había tomado una decisión, no era de los que dan su brazo a torcer. Ni siquiera su propio padre le hubiera hecho cambiar de idea.

Así que, al año siguiente, el profesor Ovino ingresó, conforme a sus deseos, en la Facultad de Agronomía de la Universidad Imperial de Tokio. Su fama de niño prodigio no decayó en su etapa universitaria. Era el blanco de todas las miradas, incluso de las de sus profesores. En sus estudios siempre fue de los primeros, como tenía por costumbre, y además era apreciado por todos. En pocas palabras, era irreprochable, la flor y nata de la universidad. No perdía el tiempo jugando, dedicaba sus ratos libres a leer, y, cuando se cansaba de los libros, se encaminaba al jardín de la universidad, donde tocaba el violín. En el bolsillo de su uniforme de estudiante siempre llevaba aquel reloj de oro.

Se licenció a la cabeza de su clase, y enseguida ingresó en el Ministerio de Agricultura y Bosques. Su tesis de licenciatura trataba de la planificación agrícola conjunta de Japón, Corea y Formosa. Tuvo algunas críticas, pues hubo quien consideró sus propuestas excesivamente teóricas, pero en general fue bien acogida.

Tras un par de años en el ministerio, el profesor Ovino pasó a Corea, donde estudió el cultivo del arroz. Como resultado de sus estudios, publicó un informe titulado «Plan para fomentar la producción de arroz en Corea», que fue adoptado oficialmente.

En 1934 le llamaron a Tokio, donde le presentaron a un joven general del ejército de tierra. Este general, ante la inminente campaña en gran escala que se desarrollaría en el norte de China, le pidió que trazara un plan para conseguir la autosuficiencia en el suministro de lana. Así entró en contacto el profesor Ovino con los carneros. El profesor elaboró un proyecto general de desarrollo de la cría de ganado ovino, referido a Japón, Manchuria y Mongolia, y en la primavera del año siguiente pasó a Manchuria para realizar una inspección sobre el terreno. Aquí empezaron las desgracias del profesor Ovino.

La primavera de 1935 transcurrió en calma. Fue en julio cuando los acontecimientos se precipitaron. Un buen día, el profesor salió a caballo para inspeccionar los rebaños, pero no volvió, y se temió que hubiera desaparecido.

Pasaron los días, y el profesor Ovino no regresaba. Al cuarto día, una patrulla de rescate, formada en gran parte por soldados, se lanzó en su busca por aquellos parajes solitarios, pero fue imposible dar con él. Se pensó que tal vez hubiera sido atacado por los lobos, o secuestrado por nativos rebeldes. Sin embargo, transcurrida una semana, cuando ya se había abandonado toda esperanza, el profesor Ovino volvió al campamento una tarde, a la caída del sol, casi en los huesos. Tenía la cara demacrada y presentaba diversas heridas, sólo el brillo de sus ojos permanecía inalterado. Había perdido, además, el caballo y su reloj de oro. Explicó que se había extraviado por el campo, y que su caballo se lesionó y tuvo que abandonarlo. Nadie puso en duda esta explicación.

No obstante, aproximadamente un mes más tarde, empezaron a circular extraños rumores por las oficinas estatales: se decía que el profesor había mantenido «estrechas relaciones» con los carneros. Con todo, nadie sabía qué quería decir eso de «estrechas relaciones». Su jefe le llamó a su despacho, para escuchar su versión, pues no se podían desechar alegremente aquellos rumores, sobre todo en una sociedad colonial.

—¿De verdad has mantenido «estrechas relaciones» con carneros?

—Es cierto —contestó el profesor Ovino.

A continuación se detallan los términos del interrogatorio (J.: jefe; P.: profesor).

J.: Esas «estrechas relaciones», ¿implican trato carnal?

P.: No, ni mucho menos.

J.: Explícamelo, pues.

P.: Se trata de una compenetración anímica.

J.: Eso no quiere decir nada.

P.: No logro dar con la palabra exacta, pero lo más aproximado que se me ocurre es hablar de una «convivencia espiritual».

J.: ¿Has convivido «espiritualmente» con un carnero?

P.: Así es.

J.: ¿Me estás diciendo que durante la semana en que se te dio por desaparecido mantuviste una «convivencia espiritual» con un carnero?

P.: Así es.

J.: ¿Y no crees que tal conducta implica descuidar tus obligaciones profesionales?

P.: Mis obligaciones incluyen estudiar a los carneros, señor.

J.: La «convivencia espiritual» no figura entre las cuestiones que has de estudiar. Has de ser más cuidadoso en el futuro. Tienes un brillante historial por tus estudios en la Facultad de Agronomía de la Universidad Imperial de Tokio y por tu espléndida labor desde que ingresaste en el ministerio, y se puede decir que eres la persona destinada a conducir la política agraria en el Asia Oriental. Has de tomar conciencia de ello.

P.: Entiendo, señor.

J.: Y olvídate para siempre de esa «convivencia espiritual». Los carneros son meras bestias.

P.: Sería imposible olvidarlo.

J.: Dame una explicación concreta.

P.: Es que el carnero está dentro de mí.

J.: Eso no quiere decir nada.

P.: No me es posible explicarlo de otro modo.

En febrero de 1936 el profesor Ovino fue enviado de vuelta a Japón, y, tras verse sometido innumerables veces a parecidos interrogatorios, al llegar la primavera fue destinado a los archivos del ministerio, donde se ocupó en inventariar el material y organizar los legajos. En suma, lo expulsaron de aquel círculo selecto destinado a dirigir la política agraria del Asia Oriental.

—El carnero ya ha salido de mí, —le confió un buen día el profesor Ovino a un amigo intimo—. Sin embargo antes estuvo aquí, en lo más profundo de mi ser.

En 1937 el profesor Ovino se retiró del Ministerio de Agricultura y Bosques y, aprovechando un préstamo personal concedido por dicho ministerio —como parte de un plan para fomentar la cría del ganado ovino en Japón, Manchuria y Mongolia, hasta alcanzar los tres millones de cabezas, plan elaborado en su día por el propio profesor—, se trasladó a Hokkaidô, donde se hizo ganadero al adquirir un rebaño propio de 56 carneros.

1939. El profesor Ovino contrae matrimonio. Su rebaño tiene 128 carneros.

1942. Nace su primogénito (el actual dueño y gerente del Hotel del Delfín). Cuenta con 181 carneros.

1946. El ejército de ocupación americano se incauta del terreno donde pasta el rebaño del profesor Ovino, y lo convierte en campo de maniobras. Tiene 62 carneros.

1947. El profesor Ovino ingresa en la Asociación de Criadores de Ganado Ovino de Hokkaidô.

1949. Fallece su esposa, de tuberculosis pulmonar.

1950. Es nombrado presidente de la Asociación de Criadora de Ganado Ovino de Hokkaidô.

1960. Su primogénito pierde parte de dos dedos en un accidente ocurrido en el puerto de Otaru.

1967. Cierre de la Asociación de Criadores de Ganado Ovino de Hokkaidô.

1968. Apertura del Hotel del Delfín.

1978. Entrevista con un joven agente de la propiedad inmobiliaria, que desea informarse sobre cierta fotografía.

Éste era yo, claro.

—¡Estupendo! —me dije.

—Creo conveniente entrevistarme con su padre —le dije al hombre.

—Por mí, no hay inconveniente. Con todo, como mi padre no me puede ni ver, discúlpenme, pero ¿les importaría ir a visitarlo por su propia cuenta? —preguntó el hijo del profesor Ovino.

—¿Por qué no lo puede ni ver?

—Pues porque perdí parte de dos dedos y me estoy quedando calvo.

—Ya —dije—. Parece una persona extraña, su padre, quiero decir.

—No sé si debería decirlo, siendo su hijo; pero, desde luego, es una persona extraña. Mi padre no es el mismo desde que tuvo aquella relación con el carnero. Se ha convertido en un hombre difícil y, a menudo, cruel. Sin embargo, en lo más hondo de su corazón sigue siendo una persona bondadosa. Se puede apreciar sólo con oírle tocar el violín. Es que el carnero hirió a mi padre y, a través de él, también me hirió a mí.

—Su padre le inspira cariño, ¿verdad? —le preguntó mi amiga.

—Sí, es cierto, desde luego —confesó el dueño del Hotel del Delfín—; sin embargo, no me puede ni ver. Desde que nací, ni una sola vez me ha abrazado. Tampoco me ha dirigido jamás palabras cariñosas. Y desde que me mutilé los dedos y mi cabello empezó a clarear, no pierde ocasión de mortificarme.

—Estoy segura de que lo hace sin querer —apuntó mi amiga a fin de consolarlo.

—También yo lo creo así —dije a mi vez.

—Muchas gracias —respondió el dueño.

—Una cosa, ¿querrá su padre entrevistarse con nosotros? —se me ocurrió preguntarle.

—¡Quién sabe! —respondió el hotelero—. Aunque si tienen en cuenta un par de cosas, no veo por qué no los ha de recibir. La primera es que le expongan claramente que desean información acerca del ganado ovino.

—¿Y la segunda?

—Que no le digan que han hablado conmigo.

—Entendido —le dije.

Agradecidos, nos despedimos del hijo del profesor Ovino, y subimos escaleras arriba. En el rellano del segundo piso hacía frío, y el aire estaba húmedo. La iluminación era pobre, aunque dejaba ver el polvo acumulado en los rincones. Flotaba en el ambiente un hedor pútrido en el que se mezclaban los olores del papel amarillento y polvoriento y del sudor rancio. Caminamos por un pasillo y, siguiendo las instrucciones del hijo, llamamos con los nudillos a la vieja puerta que había al final. En lo alto tenía pegada una desvaída placa de plástico con las palabras: «Director de la Asociación». No obtuvimos respuesta. Volví a golpear la puerta con los nudillos. Tampoco respondió nadie. A mi tercera llamada, percibimos dentro una voz malhumorada.

—¡Dejadme en paz! —exclamó aquella voz—. ¡Largo!

—Hemos venido a hacerle unas consultas sobre el ganado ovino.

—¡Por mí, os podéis ir a la mierda! —gritó el profesor Ovino desde dentro de la habitación.

Para tener setenta y tres años, su voz era muy firme.

—No pensamos marcharnos sin que nos reciba —vociferé a través de la puerta cerrada.

—Sobre eso ya no hay nada que hablar, ¡estúpidos! —chilló el profesor.

—¡Pero es que tenemos algo que decirle! —rugí—. ¡Se trata del carnero que desapareció en 1936!

Hubo un breve silencio, y de pronto la puerta se abrió bruscamente. El profesor Ovino estaba ante nosotros.

El profesor Ovino tenía los cabellos largos, blancos como la nieve. Sus cejas eran también blancas, y le colgaban sobre los ojos como carámbanos. Medía un metro setenta y cinco, aproximadamente, y su cuerpo parecía firme y vigoroso. Era un hombre corpulento. El perfil de la nariz se le proyectaba hacia fuera en un ángulo retador, semejante al de una pista de slalon.

La habitación apestaba a sudor rancio. Ahora bien, cuando llevábamos un rato dentro, ya no te parecía que olía a sudor, sino más bien a algo que estaba en perfecta armonía con el lugar y con la persona que lo habitaba. Por la amplia habitación se apilaban sin orden ni concierto libros y legajos, hasta el punto que apenas sí se podía ver el suelo. La mayor parte de los libros eran obras eruditas redactadas en idiomas extranjeros, y todos estaban llenos de manchones. En la pared de la derecha se apoyaba una cama, indeciblemente sucia, y ante la ventana que daba a la calle había una enorme mesa de caoba y un sillón giratorio. Sobre la mesa reinaba un orden relativo, y coronaba todo aquel papelorio un pisapapeles de cristal que representaba un carnero. La iluminación se reducía a una bombilla de setenta vatios que ardía en una lámpara de sobremesa.

El profesor Ovino vestía camisa gris, jersey negro y gruesos pantalones veteados de espigas, que casi habían perdido su forma. La camisa gris y el jersey negro, según las oscilaciones de la luz, hubieran podido pasar por una camisa blanca y un jersey gris. Tal vez fueran éstos sus colores originales.

El profesor Ovino se sentó en el sillón giratorio, ante la mesa, y nos indicó con el dedo que nos sentáramos en la cama. Cruzamos la habitación sorteando los libros, al modo de quien avanza por un campo minado, hasta llegar a la cama, donde nos sentamos. Aquella cama estaba tan llena de mugre, que no pude menos que pensar si mis vaqueros se quedarían para siempre pegados a las sábanas. El profesor Ovino cruzó los dedos y, apoyándolos en la mesa, nos miró fijamente durante un rato. Sus dedos estaban cubiertos de pelos negros, incluso en las articulaciones. Esas vellosidades negras de sus dedos formaban un extraño contraste con sus deslumbradoras canas.

De repente, el profesor Ovino cogió el teléfono y gritó ante el auricular:

—Que me traigan la cena. Deprisa.

—Así pues —dijo volviéndose hacia nosotros—, habéis venido para hablar del carnero que desapareció en 1936.

—Así es —confirmé.

—¡Ejem! —exclamó, y luego se sonó la nariz con un pañuelo de papel en medio de sonoros aspavientos—. ¿Tenéis algo que decirme? ¿O que preguntarme?

—Ambas cosas.

—Bien, pues empezad a hablar.

—Respecto de aquel carnero que huyó de usted en la primavera de 1936, tenemos la pista de adónde fue a parar.

—¡Hum! —murmuró el profesor Ovino, con un resuello nasal—. ¿Me estáis diciendo que sabéis algo por cuya búsqueda he renunciado a todo durante cuarenta y dos años?

—Efectivamente, lo sabemos —dije.

—Tal vez todo sean patrañas.

Saqué de mis bolsillos el encendedor de plata y la fotografía enviada por el Ratón, y puse ambas cosas sobre la mesa. El profesor alargó sus peludas manos, tomó en ellas el encendedor y la foto, y los examinó a la luz de la lámpara durante un buen rato. El silencio flotaba en el aire, como corpúsculos en suspensión. La maciza ventana de doble cristalera amortiguaba los ruidos de la calle, en tanto que el leve crepitar de la vieja lámpara eléctrica subrayaba la pesadez del silencio.

Tan pronto como el anciano terminó de examinar el encendedor y la foto, pulsó el interruptor de la lámpara que se apagó con un clic, y se frotó los ojos con sus gruesos dedos. Era como si estuviese tratando de encajarse a presión los globos oculares en la bóveda craneana. Cuando retiró los dedos, sus ojos estaban cargados y rojizos, como los de un conejo.

—¡Disculpadme! —exclamó el profesor Ovino—. Hace tanto tiempo que estoy rodeado de gente estúpida, que desconfío de todo el mundo.

—No se preocupe —lo tranquilicé.

Mi amiga esbozó una gentil sonrisa.

—¿Podéis imaginaros lo que ocurre cuando alguien tiene en su mente un pensamiento claro y evidente para él, pero es absolutamente incapaz de formularlo con palabras? —preguntó el profesor Ovino.

—Es difícil imaginar una cosa así —le respondí.

—Es el infierno. Es un infierno donde ese pensamiento no para de girar sobre sí mismo. Un infierno en el fondo de la tierra, donde no se ve un rayo de luz ni entra un hilo de agua. Ésa ha sido mi vida durante estos cuarenta y dos años.

—Y todo por el carnero, ¿verdad?

—Así es. Todo a causa del carnero. Él me metió en esto. Ocurrió en la primavera de 1936.

—Así pues, para buscar al carnero cesó en el Ministerio de Agricultura y Bosques, ¿no es cierto?

—Los funcionarios son todos unos imbéciles. Gentes que no tienen ni idea del auténtico valor de las cosas. La importancia del carnero, por ejemplo, nunca la supieron valorar.

Sonó en la puerta la llamada de unos nudillos, seguida de una voz femenina:

—Aquí tiene su cena, señor.

—Déjala ahí —gritó el profesor Ovino.

Se dejó oír el tenue ruido de la bandeja al posarse sobre el suelo y, a continuación, el de unos pasos que se alejaban. Mi amiga abrió la puerta, cogió la bandeja y la llevó hasta la mesa, donde la colocó ante el profesor Ovino. En la bandeja había sopa, ensalada, un panecillo y albóndigas, para el profesor; y dos tazas de café, para nosotros.

—¿Vosotros habéis cenado ya? —preguntó el profesor Ovino.

—Sí, gracias —le respondimos.

—¿Qué habéis comido?

—Ternera al vino —contesté.

—Gambas a la plancha —contestó mi amiga.

—¡Hum! —gruñó el profesor Ovino. Luego empezó a tomarse la sopa y masticó un pedazo de pan—. Disculpadme por comer mientras hablo con vosotros. Pero es que tengo hambre.

—¡No faltaría más! —le dijimos.

El profesor Ovino se concentró en su sopa, mientras nosotros saboreábamos el café. Tenía la mirada fija en el tazón mientras se la iba comiendo.

—¿Conoce usted el paisaje retratado en esa fotografía? —le pregunté.

—¡Claro que lo conozco! Lo conozco muy bien —respondió.

—¿Nos puede indicar dónde está?

—Bueno, un momento —dijo el profesor Ovino, y apartó a su lado el tazón vacío de sopa—. Procedamos con orden, cada cosa su tiempo.

—Empecemos por lo que ocurrió en 1936. Primero hablaré yo, y luego vendrá tu turno.

Asentí.

—En pocas palabras —dijo el profesor Ovino—, el carnero entró en mí durante el verano de 1935. Yo andaba por las inmediaciones de la frontera entre Manchuria y Mongolia, inspeccionando los pastizales, cuando me perdí; tuve la suerte de encontrar una cueva y me metí en ella a pasar la noche. En sueños se me apareció un carnero, que me preguntó si podía entrar en mí. «¿Y por qué no?», le respondí. No le di la mayor importancia a aquel sueño porque sabía que se trataba de eso, de un sueño. —Y el anciano se rió a mandíbula batiente mientras iba dando cuenta de su ensalada—. Aquel carnero era de una raza jamás vista por mí anteriormente. Por mi profesión, tenía conocimiento de todas las razas de carneros existentes en el mundo, pero aquél me resultaba desconocido. Su cornamenta se retorcía en un ángulo insólito, tenía las patas cortas y gruesas, el color de sus ojos era transparente, como el del agua saltarina de un regato. Su lana era blanca, aunque sobre el lomo le crecían algunos vellones parduscos formando una estrella. Un carnero así no se había visto antes. Por eso precisamente le dije que podía entrar en mí si quería. Como experto en ganado ovino no podía dejarme indiferente aquel ejemplar tan curioso.

—Al entrar el carnero en el cuerpo de una persona, ¿qué sensanción experimenta ésta?

—Nada extraordinario. Es, simplemente, la sensación de que el carnero está ahí, dentro de ti. La sientes al levantarte por la mañana: «El carnero está dentro de mí». Es una sensación la mar de natural.

—¿Ha sufrido dolores de cabeza?

—Ni una sola vez en toda mi vida.

El profesor Ovino dio a sus albóndigas un baño uniforme de salsa, y ñam, ñam, se las fue zampando una tras otra.

—El que un carnero entre en el cuerpo de una persona —siguió diciendo— es raro, pero no inhabitual en el norte de China y en los confines del territorio mongol. Entre los nativos de aquellas tierras, el que una persona sea escogida como morada por un carnero se considera un especial regalo divino hacia ella. Así, por ejemplo, en un libro que fue publicado en la época de la dinastía Yuan, hacia el siglo XIII o XIV, se cuenta que «un carnero blanco con una estrella en el lomo» entró en el cuerpo de Gengis Khan. ¿Qué te parece? Interesante, ¿no?

—Mucho.

—El carnero que entra en un cuerpo humano, se vuelve inmortal. Y también se vuelve inmortal la persona que acoge al carnero. Sin embargo, si el carnero sale de ella, la inmortalidad se pierde. Todo depende del carnero: si está a gusto puede quedarse décadas y décadas en un cuerpo; y si no acaba de satisfacerle ¡zas!, lo abandona a toda prisa. Los humanos que han sido abandonados por un carnero son denominados «desheredados» por los manchúes; a ese grupo pertenezco yo.

Ñam, ñam, ñam, el profesor seguía comiendo.

—Después que el carnero entró en mí, me puse a investigar las leyendas y tradiciones populares relativas a los carneros. Me dediqué a recoger relatos orales de los indígenas, a indagar en libros antiguos, etcétera. Paralelamente, se difundió entre los nativos el rumor de que estaba poseído por un carnero, y ese rumor llegó a oídos de mi jefe, a quien aquello no le cayó nada bien. En resumidas cuentas, me colocaron la etiqueta de «trastorno mental», con lo que me enviaron de vuelta a Japón. Mi caso fue considerado un ejemplo más de «inadaptación a la vida en las colonias».

Concluidas sus tres albóndigas, el profesor Ovino decidió acabarse el panecillo. Era evidente que su apetito no flaqueaba.

—Uno de los rasgos más lamentables del Japón contemporáneo es que no hemos sido capaces de aprender nada de nuestros intercambios con los otros pueblos asiáticos. Algo semejante es lo que ha pasado con los carneros. El fracaso de la cría del ganado ovino en Japón se debe a que éste ha sido considerado únicamente una fuente autárquica de abastecimiento de lana y carne. Nuestra manera de pensar no tiene en cuenta para nada la vida diaria. El criterio es siempre obtener el máximo de beneficios inmediatos sin pensar en el futuro. Y así nos han ido las cosas. En suma, que no obramos con sensatez. No tiene nada de extraño que perdiéramos la guerra, desde luego.

—Aquel carnero pasó con usted a Japón, ¿no es cierto? —le pregunté, tratando de volver al tema que me interesaba.

—Así es —dijo el profesor Ovino—. Volví en barco desde el puerto de Pusán. Y el carnero venía conmigo.

—Y ¿qué propósito perseguía el carnero?

—¡Ni idea! —exclamó el profesor Ovino como escupiendo las palabras—. No tengo ni idea. El carnero no me lo reveló. Pero se proponía algo grande, eso sí que pude captarlo. Un proyecto colosal que habría transformado de modo radical a la humanidad y al universo entero.

—¿Un solo carnero pensaba llevar a cabo semejantes designios?

El profesor Ovino asintió, mientras sepultaba en su boca los restos del panecillo. Luego se frotó las manos para desprenderse de las migajas.

—No hay nada de extraño en ello —dijo—. Recuerda la historia de Gengis Khan.

—No le falta razón —concedí—. Sin embargo, ¿por qué resucitó en nuestra época? ¿Por qué elegiría precisamente Japón?

—Tal vez lo desperté. Es probable que el carnero durmiera en aquella cueva un sueño de siglos. Y voy yo, como un idiota, y lo despierto. ¡Qué mala suerte!

—No fue culpa suya —dije para tranquilizarlo.

—Todo lo contrario —dijo el profesor Ovino—. Fue precisamente por mi culpa. Debí haberme dado cuenta mucho antes. De haber sido así, me habría quedado una baza por jugar. Pero el caso es que tardé en comprenderlo, demasiado. Y cuando caí en la cuenta, el carnero ya había salido de mí.

El profesor Ovino permaneció silencioso mientras se restregaba con los velludos dedos aquellas cejas blancas, semejantes a carámbanos. Se diría que el peso de aquellos cuarenta y dos años oprimía como una losa hasta el último poro de su cuerpo.

—Una mañana, al despertarme, ya no había trazas del carnero. Entonces comprendí lo que significaba ser uno de los «desheredados». Es, ni más ni menos, el infierno. El carnero se va, pero deja tras de sí un recuerdo. Un recuerdo que es imposible borrar. Tal es la condición de un «desheredado».

El profesor Ovino volvió a sonarse las narices con un pañuelo de papel.

—Bueno, ahora te toca hablar a ti.

Inicié mi relato a partir del momento en que el carnero había abandonado al profesor Ovino, y le expliqué todo lo que sabía:

Cómo el carnero había entrado en el cuerpo de un joven preso político de ideología derechista. Cómo éste, al salir de la prisión, se había convertido muy pronto en una gran personalidad de la extrema derecha. Cómo pasó luego a la China, donde estableció una red de información, y ganó una fortuna, por añadidura. Cómo en el período posbélico iba a ser juzgado como criminal de guerra, pero se le dejó en libertad a cambio de su red de información en la China continental. Cómo, utilizando la fortuna que amasó en el continente chino, se había hecho con el control del mundo político, económico e informativo durante la posguerra.

—He oído hablar de ese personaje —dijo el profesor Ovino con un gesto de amargura—. ¿Por qué elegiría el carnero a un tipo así?

—Sin embargo, hace unos meses, en primavera, el carnero salió de su cuerpo. Ese hombre se encuentra actualmente en coma, a punto de morir. Mientras el carnero permaneció en su interior, actuó como freno de su tumor cerebral.

—¡Qué suerte ha tenido! Para un «desheredado» ¡cuánto mejor no es la muerte que arrastrar el recuerdo imborrable del carnero!

—¿Por qué lo abandonaría después de poner en pie esa colosal organización a lo largo de tantísimo tiempo?

El profesor Ovino dio un profundo suspiro.

—¿Aún no lo entiendes? El caso de ese hombre coincide en todo con el mío. Simplemente, dejó de serle útil. Toda persona tiene sus límites, y al carnero ya no le servirá una vez que los haya alcanzado. Me imagino que ese hombre no llegó a comprender del todo cuáles eran las pretensiones reales del carnero. La misión que le había asignado no era otra que construir una colosal organización, y una vez coronada esa cima, ya estaba de más; por eso ha quedado descartado, del mismo modo que el carnero me usó como medio de transporte.

—Ya. Y ¿qué habrá sido del carnero desde entonces?

El profesor Ovino tomó la fotografía de encima de la mesa, y dijo, golpeándola con los dedos:

—Debe de andar vagando por Japón, buscando un nuevo individuo de quien tomar posesión. Sospecho que el carnero intentará poner a esa persona al frente de la organización.

—¿Qué es lo que pretende el carnero con todo ello?

—Como ya te dije antes, lamentablemente, no puedo expresarlo con palabras. Digamos que lo que busca el carnero es una encarnación de su mente.

—¿Eso es bueno?

—Para la mente del carnero, claro que sí.

—¿Y para la persona en quien se encarna?

—¡Quién sabe! —exclamó el anciano—. ¡Quién sabe, realmente! Una vez que se marchó de mí el carnero, ya no he sabido hasta dónde llego yo, ni en qué punto empieza su sombra.

—Hace un rato, usted hablaba de «una baza por jugar». ¿A qué se refería con esas palabras?

El profesor Ovino sacudió la cabeza, y me respondió:

—No tengo intención de decírtelo.

De nuevo, el silencio se apoderó de la estancia. Más allá de la ventana, la lluvia empezó a caer con fuerza. Era la primera lluvia que veía en Sapporo.

—Por último, le ruego que me indique el lugar donde fue tomada esa fotografía.

—En los pastizales de la propiedad donde estuve viviendo durante nueve años. Inmediatamente después de la guerra, la finca fue ocupada por el ejército americano, y al serme restituida, se la vendí a un hombre riquísimo que deseaba tener una casa de campo muy tranquila. Por lo que sé, no ha cambiado de dueño.

—¿Aún se crían carneros allí?

—No lo sé. Aunque, a juzgar por la fotografía, parece que sí. En cualquier caso, es un sitio muy alejado de núcleos habitados, y en todo lo que alcanza la vista no se ve ni un solo vecino. En invierno, la finca queda incomunicada. Su dueño puede pasar en ella más allá de dos o tres meses al año. Pero es un sitio realmente tranquilo, y muy hermoso.

—Y durante el tiempo en que su dueño no vive allí, ¿hay alguien al cuidado de la finca?

—Durante la estación invernal, dudo que haya ningún empleado. Prácticamente nadie, excepto yo, querría pasarse allí todo el invierno. El cuidado de los carneros puede confiarse, pagando una módica tarifa, a los pastores que vigilan los rebaños comunales, al pie de la montaña. Las techumbres están construidas para que la nieve caiga por su propio peso al suelo, y tampoco hay que preocuparse por posibles robos. Aun cuando alguien entrara a robar, pasaría grandes apuros, en medio de aquellas montañas, para acarrear el botín hasta la ciudad. Allí las nevadas son tremendas.

—Y ahora, ¿habrá alguien allí?

—¡Vete a saber! Creo que no. La nieve está al caer, los osos merodean por el campo tratando de aprovisionarse para la hibernación… ¿Es que pretendes ir hasta allí?

—No hay más remedio, digo yo. Es la única pista que tengo.

El profesor Ovino permaneció un rato callado. En las comisuras de los labios tenía adherida salsa de tomate de las albóndigas.

—A decir verdad, antes que vosotros vino otra persona a preguntarme por esa finca. Creo que fue este año, por febrero. La edad que aparentaba sería… aproximadamente, como la tuya. Me explicó que, al ver la foto colgada en el salón del hotel, sintió vivo interés. Como me aburro bastante, le di toda clase de informaciones. Me dijo que pensaba aprovechar esas informaciones para una novela que estaba escribiendo.

Saqué del bolsillo una foto en la que estaba retratado con el Ratón, y se la mostré al profesor Ovino. Era una foto que nos había hecho Yei durante el verano de 1970, en su bar. Yo estaba de perfil, fumándome un cigarrillo. El Ratón miraba de frente al objetivo, y levantaba el dedo pulgar. Los dos éramos jóvenes, y estábamos bronceados por el sol.

—Éste eres tú —dijo el profesor Ovino, que encendió la lámpara para ver mejor la foto—. Pareces más joven.

—Es una foto de hace ocho años —le expliqué.

—Y el otro, diría que es ese de quien te estaba hablando. Tenía unos años más que en la foto y se había dejado bigote, pero casi seguro que es él.

—¿Bigote?

—Un bigotito muy fino sobre el labio superior y, en el resto de la cara, una barba de pocos días.

Traté de imaginarme al Ratón con bigote, pero no pude.

El profesor Ovino nos dibujó un plano detallado de la situación de la finca. Había que cambiar de tren en las inmediaciones de Asahikawa para tomar una línea secundaria. Al cabo de unas tres horas de viaje, se llegaba a cierta pequeña ciudad situada al pie de las montañas. Desde allí hasta la finca había tres horas en coche.

—Muchísimas gracias por todo —le dije.

—A decir verdad, creo que cuanta menos gente se relacione con el carnero, tanto mejor. Yo soy un buen ejemplo de lo que digo. Ni una sola persona que tenga tratos con él podrá seguir siendo feliz. Y todo porque, para ese carnero, el valor del individuo como tal no merece la menor consideración. Con todo, si queréis ir en su busca, supongo que tendréis vuestras razones.

—Efectivamente, así es.

—Id con cuidado —nos dijo el profesor Ovino—. Y, por favor, sacad la bandeja de la cena y dejadla ante la puerta.