2. Donde entra en escena el profesor Ovino

Al día siguiente nos despertamos a las ocho de la mañana, nos enfundamos en nuestra ropa, bajamos en el ascensor y nos metimos en una cafetería cercana para tomar el desayuno. En el Hotel del Delfín no había restaurante ni cafetería.

—Como te decía ayer, vamos a dividirnos para actuar mejor —le dije a mi amiga mientras le entregaba una fotocopia de la foto del carnero—. Yo tomaré como base las montañas que forman el paisaje de fondo en esta foto, para tratar de encontrar el lugar. En cuanto a ti, te agradeceré que organices la búsqueda centrándote en las fincas donde se críen carneros. ¿Está claro el método? Cualquier atisbo, por pequeño que sea, puede servirnos. Siempre será más ventajoso que lanzarnos a recorrer Hokkaidô dando palos de ciego.

—Quédate tranquilo por lo que a mí me toca. Déjalo de mi cuenta.

—Vale. Esta tarde nos reuniremos en el hotel.

—No te preocupes —me dijo, mientras se ponía las gafas de sol—. Seguro que será fácil encontrar esa pista.

—¡Ojalá! —exclamé.

No obstante, y como era de prever, la búsqueda no resultó tan sencilla. Me dirigí al Departamento de Turismo del gobierno regional de Hokkaidô, pregunté en varios centros de información turística y agencias de viajes, hice pesquisas en la Asociación de Montañeros y puede decirse que no dejé por recorrer ningún lugar que tuviera el más mínimo asomo de relación con el turismo y la montaña. Sin embargo, no di con una sola persona que recordase el paisaje representado en la fotografía.

—Es un paisaje de lo más vulgar, ¿sabe? —solían decirme—. Y encima, lo que aparece en la foto es sólo un fragmento.

Ésa fue la conclusión que saqué tras un día entero de indagaciones: resultaba muy difícil identificar una montaña que no tenía ningún rasgo distintivo, y más aún si toda la orientación de que se disponía era una fotografía parcial.

Hice un alto en mis caminatas y entré en una librería para comprar un atlas de Hokkaidô y un libro titulado Las montañas de Hokkaidô. Luego me metí en una cafetería y, mientras me bebía un par de cervezas, hojeé los libros. En Hokkaidô había, por lo visto, una increíble cantidad de montañas, y todas compartían una coloración y una forma semejantes. Traté de comparar una a una las montañas fotografiadas en el libro con la que aparecía en la foto del Ratón, pero al cabo de diez minutos empezó a dolerme la cabeza. Y para colmo, había que partir de la base de que el número de montañas recogidas en el libro no era más que una parte muy pequeña de las que había en Hokkaidô. Aparte de que, aunque diera con aquella montaña, bastaría —obviamente— con cambiar el ángulo de visión para que el panorama que ofrecía fuese del todo diferente. «La montaña es un ser vivo», decía el escritor en el prólogo de su libro; «la montaña cambia considerablemente de forma según el ángulo de visión adoptado, la estación del año, la hora del día e, incluso, según los sentimientos de quien la contempla. Hay que convenir, por tanto, que nunca podremos captar más que un fragmento, una ínfima parte, de la montaña».

—¡Estupendo! —exclamé a media voz.

Una vez más, me veía obligado a realizar una tarea que podía considerarse casi imposible. Cuando oí dar las cinco, me senté en un banco del parque y, a una con las palomas, me dediqué a masticar maíz.

En cuanto a las indagaciones efectuadas por mi amiga, habían discurrido por mejores cauces que las mías, pero, por lo que hacía a resultados prácticos fueron igual de inútiles. En un pequeño restaurante, situado a espaldas del Hotel del Delfín, tomamos una cena ligera mientras intercambiábamos comentarios sobre nuestras respectivas experiencias del día.

—En el Departamento de Ganadería del gobierno regional de Hokkaidô no me aclararon gran cosa —me explicó mi amiga—. Me dijeron que los carneros ya no están controlados. No compensa criarlos al menos a gran escala, y en campo abierto.

—Se diría que eso puede facilitar un poquito la labor de búsqueda —comenté.

—Nada de eso, ¿sabes? Cuando la cría de carneros era próspera, se formaron asociaciones de ganaderos muy activas, de modo que la Administración podría haber llevado un registro riguroso, que hubiera permitido seguir nuestra pista. Pero en la situación actual de cría a pequeña y mediana escala, no hay manera de conocer el estado real de los rebaños. Según parece, los ganaderos tienen un número reducido de cabezas, como si criaran perros o gatos. Me he traído una treintena de direcciones de criadores de carneros, las de todos los que, en principio, se tiene constancia. Con todo, son datos de cuatro años atrás, y en cuatro años la situación puede haberse modificado mucho. La política agropecuaria del Japón cambia cada tres años, más o menos.

—¡Vaya! —dije para mí, suspirando, entre sorbo y sorbo de cerveza—. Un callejón sin salida: en Hokkaidô hay cientos de montañas que se parecen, y resulta que no hay quien conozca la situación actual de los criadores de carneros.

—Es el primer día de búsqueda, recuérdalo. No hemos hecho más que empezar.

—¿No han captado ningún mensaje tus oídos?

—No hay mensajes por ahora —dijo mi amiga al tiempo que cortaba un bocado de pescado hervido; luego se llevó a la boca su tazón de puré de alubias—. Y algo me dice que no los habrá en un futuro cercano. Resulta que sólo suelo recibir mensajes si estoy desconcertada por algo, o bien cuando mi espíritu se siente vacío. Y como ahora me ocurre todo lo contrario…

—¿De verdad que sólo te lanzan la cuerda salvadora cuando estás con el agua al cuello?

—Sí. Ahora reboso de satisfacción por estar aquí, contigo, y por eso no me llegan mensajes. Así que sólo debemos contar con nosotros mismos para emprender la búsqueda del carnero.

—¡No hay derecho! —exclamé—. Realmente, nos aprietan los tornillos sin piedad. Si no aparece el carnero, nos habremos caído con todo el equipo. No se me alcanza la magnitud de la tragedia, pero si esa gente nos hace la zancadilla, saldremos perjudicados de verdad. Son profesionales, no hay que olvidarlo. Aun en el caso de que el jefe muera, la organización seguirá en pie, y, al igual que una red de cloacas, se extiende por todo Japón, de modo que no estaremos seguros en ninguna parte. Parece inconcebible, pero así es.

—Eso me recuerda aquella serie de televisión que se llamaba Los invasores, ¿te acuerdas?

—En lo que tiene de absurdo, sí. Bien, lo único cierto es que los dos estamos atrapados en el ojo del huracán. Al principio era sólo yo, pero tú decidiste subirte al tren. Dadas las circunstancias, ¿no dirías que estamos con el agua al cuello?

—¡Qué va, si a mí lo que me gusta es esto! Es mucho mejor que tener que acostarme con desconocidos, mostrar mis orejas para que salgan en anuncios anónimos o corregir las pruebas de imprenta de un diccionario biográfico. ¡Esto es vida!

—O sea, que ni te sientes con el agua al cuello ni tienes la más remota esperanza de que te echen un cable.

—Justamente. Buscaremos al carnero con nuestros propios medios. Seguro que saldremos adelante.

¡Ojalá estuviera en lo cierto!

Volvimos al hotel, y nos dedicamos a copular. Me encanta el vocablo copular. Encarna una serie determinada y concreta de posibilidades, que conducen directamente al fin deseado.

Sea como fuere, nuestro tercer día de estancia en Sapporo, así como el cuarto, pasaron sin pena ni gloria. Nos levantábamos a las ocho, desayunábamos, andábamos todo el día de un sitio a otro, cada uno por su lado, y a la tarde, mientras cenábamos, nos informábamos mutuamente; luego volvíamos al hotel, copulábamos, y a dormir.

Tiré mis viejas zapatillas de tenis, y me compré calzado más sólido para hacer mis rondas, en las que enseñé la foto a centenares de personas. Mi amiga, por su parte, basándose en datos sacados de oficinas estatales y de la biblioteca pública, confeccionó una larga lista de criadores de carneros, lista que tomó como base para ir llamándolos uno por uno. No obstante, no consiguió nada. Nadie recordaba haber visto tal montaña, y ninguno de los criadores tenía la menor idea acerca de aquel carnero que llevaba una estrella en su lomo. Un anciano dijo que recordaba haber visto aquella montaña en Sajalín meridional, antes de la guerra, pero no me parecía posible que el Ratón hubiera llegado hasta Sajalín en sus vagabundeos. Y no hay medio humano de enviar una carta urgente desde Sajalín hasta Tokio.

Así nos pasamos el quinto día, y el sexto. Octubre se asentó pesadamente sobre la ciudad. Los días eran aún algo calurosos, pero por la tarde el viento refrescaba sensiblemente, y a la hora del crepúsculo tenía que enfundarme en un grueso jersey. La ciudad de Sapporo resultó ser grande y fastidiosamente rectilínea. Nunca me había dado cuenta, hasta entonces, de lo agotador que resulta andar por una ciudad construida a base de rectas.

Cada vez estaba más cansado, ciertamente. Y para colmo, al cuarto día, el sentido de la orientación me abandonó. Como empezaba a sentir que el punto cardinal opuesto al este era el sur, me compré una brújula en una papelería. Al recorrer a pie, brújula en mano, la ciudad, ésta se me volvía cada vez más irreal. Los edificios empezaron a recordarme el escenario de un estudio fotográfico, y por las calles la gente me parecía cada vez más plana, como siluetas móviles de cartón. El sol se alzaba en un extremo de aquel anodino territorio, para ir a hundirse en el extremo opuesto, describiendo en su trayectoria un arco comparable al de una bala de cañón.

Me bebía siete tazas de café al día, y orinaba cada hora. Poco a poco, fui perdiendo el apetito.

—¿Y si pusieras un anuncio en el periódico? —me sugirió mi amiga—. Un aviso pidiendo a tu amigo que se ponga en contacto contigo.

—No es mala idea —le dije.

Aparte que diera o no resultado, sería mucho mejor que perder el tiempo de aquella manera.

Recorrí las oficinas de cuatro periódicos, donde encargué que en la edición matinal del día siguiente incluyeran el siguiente aviso de tres líneas:

AL RATÓN. URGENTE.

PÓNGASE EN CONTACTO CON

HOTEL DEL DELFÍN, HABITACIÓN 406.

Durante los dos días siguientes, me recluí en la habitación del hotel, a esperar junto al teléfono. Éste sonó tres veces el día que apareció el aviso. La primera llamada provenía de alguien de la ciudad, que me preguntó:

—¿Qué quiere decir eso del Ratón?

—Es el apodo familiar de un amigo —le contesté.

El ciudadano, satisfecho, colgó.

La segunda llamada era de un bromista.

—¡jii, jii, jii! —decía una voz—; ¡jii, jii, jii!

Colgué. En este condenado mundo, no hay paraje más extraño que una ciudad.

La tercera llamada la hizo una mujer, que tenía una voz terriblemente fina.

—Todo el mundo me llama Ratoncito —dijo. En su voz creí sentir los embates del viento sacudiendo a lo lejos el hilo telefónico.

—Le agradezco mucho que se haya molestado en llamar expresamente —le contesté—. Pero la persona que busco es un hombre.

—¡Ya me lo imaginaba! —exclamó—. Sin embargo, como mi apodo es tan parecido, pensé que no estaría de más llamar.

—Muchísimas gracias.

—No hay de qué. Y ¿ha encontrado a esa persona?

—Todavía no, por desgracia —respondí.

—¡Con lo bien que habría estado que se tratara de mí…! Pero no hay que darle más vueltas, no es así.

—Efectivamente. Lástima.

Se calló. Entretanto, me rasqué el dorso de la oreja con el dedo meñique.

—En realidad —prosiguió—, tenía interés en hablar con usted.

—¿Conmigo?

—No sé cómo explicarlo, pero esta mañana, al ver el aviso en el periódico, me quedé perpleja. No sabía si llamarle o no. Temía ser inoportuna…

—Entonces, lo de que la llaman Ratoncito no debe de ser verdad.

—En efecto —dijo—, nadie me llama así. No tengo amigos, para ser sincera. Por eso me entraron ganas de hablar con alguien.

Suspiré.

—Bueno. Gracias de todos modos.

—Perdóneme, pero… ¿es usted de Hokkaidô?

—Soy de Tokio —le dije.

—Ha venido de Tokio buscando a un amigo, ¿no?

—Así es.

—¿Qué edad tiene él, aproximadamente?

—Acaba de cumplir los treinta.

—¿Y usted?

—Dentro de dos meses cumpliré los treinta.

—¿Soltero?

—Sí.

—Yo tengo veintidós. ¿Van mejor las cosas a medida que se cumplen años?

—Verá —le contesté—, eso depende. Unas cosas mejoran y otras no.

—Sería estupendo que pudiéramos seguir esta conversación tranquilamente, tomando algo en un bar, digamos.

—Tendrá que perdonarme, pero debo estar todo el tiempo junto al teléfono.

—Claro —dijo—. Discúlpeme por molestarle.

—De todos modos, gracias por su llamada.

Y así terminé la conversación.

Bien mirado, aquello tenía visos de sutilísima invitación a copular, por parte de una profesional. O tal vez no había que buscar doble sentido a sus palabras: simplemente, una chica solitaria tuvo ganas de hablar con alguien. En cualquier caso, me daba igual. A fin de cuentas, seguía sin hallar la deseada pista.

Al día siguiente sólo hubo una llamada, procedente esta vez de un hombre que parecía majareta.

—Déjenme las ratas, que aquí está el exterminador —me soltó. Y por un buen cuarto de hora me habló de que, durante una estancia en un campo de concentración de Siberia, tuvo que luchar con ratas y ratones. Era curioso escucharle, pero, lo que es como pista, no me servía en absoluto.

Me senté junto a la ventana en un sillón desvencijado, y mientras esperaba el timbrazo del teléfono, me puse a observar la actividad laboral desarrollada en la oficina del edificio de enfrente, planta tercera. Aunque estuve mirando todo el día, no logré adivinar cuál era la índole de aquella empresa. Había una docena de empleados, los cuales, como en un reñido partido de baloncesto, no hacían más que entrar y salir. Uno le pasaba a otro unos papeles, el de al lado les estampaba un sello, el de más allá los metía en un sobre y salía de estampida. A la hora del descanso de mediodía, una oficinista tetuda les sirvió una taza de té. Más tarde, algunos tomaron café, que se hacían traer de un bar. Al verlo, también me entraron ganas de tomar un café, y, tras pedir al recepcionista que ocupara mi lugar a la espera de mensajes, me acerqué a la cafetería vecina a tomarme uno; además, aproveché la salida para comprar un par de latas de cerveza. De nuevo en mi habitación, pude ver que en la oficina sólo quedaban cuatro personas. La oficinista tetuda bromeaba con un joven empleado. Por mi parte, mientras me bebía una cerveza contemplando la actividad que tenía lugar en aquella oficina, mi atención se centró en la mujer.

Se me ocurrió que, cuanto más miraba sus tetas, tanto más descomunales las encontraba. Seguro que usaba un sostén hecho con algo parecido a los cables de acero del Golden Gate, el puente colgante de San Francisco. Tuve la impresión de que más de un joven empleado desearía acostarse con ella. El apetito sexual de aquellos oficinistas se me comunicó a través de una calle y los cristales de dos ventanas. Es una sensación increíble, eso de sentir el apetito sexual de otro. Vas cayendo insensiblemente en la alucinación de que esas ganas de copular son tuyas.

Al dar las cinco, la mujer se cambió de ropa, poniéndose un vestido rojo, y se fue a su casa. Eché las cortinas de la ventana y me puse a ver una película de Bugs Bunny que daban por televisión. El octavo día pasado en el Hotel del Delfín llegó así a su ocaso.

—¡Estupendo! —exclamé. Esta frasecita se me ha convertido en una muletilla—. Ha pasado ya una tercera parte del mes, y no hemos encontrado nada.

—Verdad —me dijo ella—. ¿Cómo le irá a Boquerón?

Estábamos los dos sentados, descansando después de la cena, en aquel mal sofá de color naranja que se hallaba situado en el salón del hotel. Aparte de nosotros dos, no había nadie más que el recepcionista de la mano mutilada, quien tan pronto se ocupaba en cambiar bombillas, sirviéndose de una escalera de mano, como en limpiar los cristales de las ventanas o en doblar cuidadosamente los periódicos. Debía de haber otros huéspedes en el hotel, además de nosotros, pero todos parecían estar recluidos en sus habitaciones sin hacer el menor ruido, como momias guardadas en una pirámide.

—¿Qué tal van los asuntos de los señores? —nos preguntó respetuosamente el recepcionista, mientras regaba las macetas.

—Así así —le contesté.

—Al parecer, el señor puso un anuncio en el periódico.

—Efectivamente —respondí—. Busco a cierta persona relacionada con una herencia de terrenos.

—¿Herencia de terrenos?

—Sí. Como resulta que el heredero desapareció sin dejar rastro…

—Ya veo —asintió—. Un trabajo interesante, el suyo.

—No crea…

—Sin embargo, tiene algo del atractivo de Moby Dick.

—¿De Moby Dick? —pregunté.

—¡Claro! Buscar algo oculto resulta apasionante.

—¿Como buscar un mamut, por ejemplo? —preguntó mi amiga.

—Efectivamente. Da igual lo que se busque —dijo el recepcionista—. Le puse a este establecimiento Hotel del Delfín porque en Moby Dick, la novela de Melville, hay una escena de delfines.

—¡Vaya! —exclamé—. Pero, siendo así, ¿no habría quedado mejor ponerle Hotel de la Ballena?

—Es que las ballenas no tienen tan buena imagen —dijo, con expresión de pesar.

—Hotel del Delfín es un nombre precioso —terció mi amiga.

—Muchas gracias —dijo el recepcionista, con una sonrisa—. Y, a propósito, esta larga estancia con que los señores nos honran en el hotel, es sin duda una feliz circunstancia. Y en prueba de reconocimiento por mi parte, permítanme que los obsequie con una copa de vino.

—¡Me encanta! —exclamó mi amiga.

—Muchas gracias —dije.

Entró en una habitación interior y al poco rato volvió con una botella bien fría de vino blanco, y tres vasos.

—Bien, brindemos pues; aunque, como estoy de servicio, sólo participaré simbólicamente.

—Por favor, acompáñenos —le dijimos.

Así fue como bebimos juntos. El vino no era ninguna maravilla, pero estaba fresco y pasaba la mar de bien. Incluso los vasos, decorados con racimos de uvas, tenían cierto toque de distinción.

—Por lo visto, le gusta Moby Dick —me decidí a preguntarle.

—Sí, por cierto. Desde que era niño deseé ser marinero.

—Y ¿cómo vino a parar a este hotel? —preguntó mi amiga.

—Cuando perdí los dedos tuve que cambiar de oficio —respondió—. Me los pillé en una polea mientras descargaba mercancías de un carguero.

—¡Debió de ser terrible! —exclamó mi amiga.

—Por aquella época lo veía todo negro. Pero, al fin y al cabo, la vida es una caja de sorpresas. Por ejemplo, he llegado a tener este hotel. No es que sea un hotel de primera, pero me permite ir tirando. Con éste, son ya diez los años que hace que lo tengo.

Así pues, aquel hombre no era sólo el recepcionista, sino también el dueño.

—Es un hotel espléndido, fenomenal —exclamó mi amiga, llevada de su buen corazón.

—Muchísimas gracias —dijo el hombre; y nos llenó por segunda vez los vasos.

—En estos diez años, ¿cómo se lo diría?, el hotel ha llegado a adquirir carácter propio, ¿verdad? —afirmé, sin que se me cayera la cara de vergüenza.

—Ciertamente. Fue edificado justo después de la guerra. Tuve un poco de ayuda, pero he de reconocer que hice una buena compra.

—Y antes de ser hotel, ¿a qué estaba destinado?

—Era la sede del Centro de Criadores de Ganado Ovino de Hokkaidô. Todo tipo de trámites, operaciones de compraventa, etcétera, concernientes al ganado ovino, se realizaban aquí.

—¿Ovino? —le pregunté.

—La cría de carneros —me aclaró.

—Este edificio perteneció a la Asociación de Criadores de Ganado Ovino de Hokkaidô hasta 1967. Pero el bajón que experimentó la cría de carneros en Hokkaidô provocó el cierre de la asociación —nos explicó el hombre, que hizo una pausa para beberse un trago de vino—. Por aquel entonces, ocupaba la presidencia de la asociación mi padre, que no paraba de despotricar contra el hecho de que se cerrara así como así la Asociación de Criadores de Ganado Ovino, por la cual sentía tanto cariño; de modo que, con la expresa condición de que se siguiera conservando aquí la documentación concerniente al ganado ovino, medió para que se vendiera este edificio y el terreno anejo, por parte de la asociación, a un precio bastante razonable. En consecuencia el segundo piso de este edificio está ocupado en su totalidad por el archivo documental del ganado ovino. Aunque, como todo lo que hay allí es material vetusto, no puede decirse que esos documentos sirvan para nada. De todos modos, mi padre está contento y tiene con qué distraerse. El resto del edificio, lo utilizo como hotel. Y así voy tirando.

—¡Qué casualidad! —exclamé.

—¿Casualidad, dice el señor?

—Verá, la persona que busco tiene cierta relación con la cría de carneros. Y mi única pista para encontrarla es la fotografía de un rebaño que me entregaron.

—¡Ah! —exclamó el hombre—. Si no tiene inconveniente, me gustaría verla.

Saqué del bolsillo la foto, que guardaba entre las páginas de mi agenda, y se la pasé al hombre. Éste fue al mostrador de recepción a buscar sus gafas y, tras volver a nuestro lado, miró la foto detenidamente.

—Este paisaje lo he visto antes —dijo.

—¿Recuerda dónde?

—Desde luego que sí —y tras estas palabras, el hombre tomó la escalera de mano, que estaba debajo de una lámpara, y la apoyó contra la pared opuesta.

Se subió, cogió un cuadro enmarcado que colgaba muy cerca del techo, y lo bajó. Tras quitarle el polvo con un paño, lo puso en nuestras manos.

—¿No es este paisaje?

El marco era muy viejo, y la fotografía todavía más, hasta el punto que se había vuelto de color sepia. Era la foto de un rebaño de carneros. Habría unos sesenta. Había una valla, había un bosque de abedules blancos, había montañas. El bosque de abedules era muy diferente del que aparecía en la fotografía del Ratón, pero las montañas del fondo eran sin duda alguna las mismas. Incluso la composición de la fotografía coincidía por entero.

—¡Estupendo! —dije, dirigiéndome a mi amiga—. Hemos estado paseándonos todos los días bajo esta foto.

—Por algo te decía yo que debíamos alojarnos en el Hotel del Delfín —me respondió, como quien no quiere la cosa.

—Entonces, concretemos. —Y, tras retomar el aliento, le pregunté al hombre—: ¿Dónde está el lugar retratado en esta foto?

—No lo sé —me respondió—. Esta foto lleva colgada en ese mismo sitio muchísimo tiempo, desde que este edificio era la sede de la Asociación de Criadores de Ganado Ovino.

—¡Vaya! —murmuré.

—Sin embargo, hay un medio de saberlo.

—Y ¿cuál es?

—Pregúnteselo a mi padre. Vive en una habitación de la segunda planta, de donde no sale nunca. Permanece recluido en ella, enfrascado en la lectura de todo lo que se refiera a los carneros. Hace ya casi un mes que no le he visto, pero como le pongo la comida ante la puerta, y a la media hora los platos están vacíos, deduzco que sigue vivo.

—Y si le pregunto a su padre, ¿cree que me podrá aclarar el lugar donde fue hecha la fotografía?

—Creo que sí. Como dije antes al señor, mi padre desempeñaba el cargo de presidente de la Asociación de Criadores de Ganado Ovino, y es opinión general que sabe prácticamente todo lo referente a carneros. ¡Figúrese que la gente le conoce por el profesor Ovino!

—¡El profesor Ovino! —exclamé, como un eco.