Durante el viaje en avión mi amiga permaneció junto a la ventanilla, contemplando el panorama. Yo, sentado a su lado, leía Las aventuras de Sherlock Holmes. No había una sola nube en el cielo, y en la tierra se reflejaba claramente la sombra del avión. Hablando con propiedad, ya que nosotros íbamos embarcados en él, dentro de aquella sombra que surcaba campos y montañas tenía que ir incluida la nuestra. Así que nuestras dos sombras también se proyectaban como una caricia sobre la tierra.
—Me ha gustado ese tipo —comentó mientras se bebía un zumo de naranja.
—¿Qué tipo…?
—El chófer.
—Ya —musité—. También a mí me ha caído bien.
—Y qué nombre más acertado, el de Boquerón.
—Desde luego. Ciertamente, es un buen nombre. El gato tal vez se encuentre más a gusto allí que conmigo.
—No es el gato. Es Boquerón.
—Eso, Boquerón.
—¿Por qué no le pusiste nombre al gato cuando vivía contigo?
—Pues no sé… —dije. Y con el encendedor del emblema del carnero encendí un cigarrillo—. Supongo que porque no me gustan los nombres. Yo soy yo; y tú eres tú; y nosotros, nosotros; y ellos, ellos. ¿Y para qué más, si con eso basta?, digo yo.
—Ya —dijo ella—. Me gusta la palabra «nosotros». ¿No te evoca un ambiente como de época glacial?
—¿De época glacial?
—Sí, como cuando se dice, por ejemplo: «Nosotros hemos de dirigir nuestros pasos hacia el mediodía». O bien: «Nosotros hemos de poner todo nuestro ánimo en dar caza al mamut…».
—Ya veo —apostillé.
Cuando, tras llegar al aeropuerto de Chitose, recogimos nuestro equipaje y salimos al exterior, la temperatura resultó ser más fría de lo que esperábamos. Me encasqueté sobre la camiseta deportiva un jersey tipo chándal que llevaba enrollado al cuello, en tanto que ella cubría su blusa con una rebeca. El otoño había llegado allí con un mes justo de anticipación respecto a Tokio.
—¿No tendremos que internarnos, por casualidad, en la época glacial? —me dijo en el autobús que nos conducía a Sapporo—. Tú, a cazar; yo, a criar niños.
—Una perspectiva fantástica —le dije.
Luego, mi amiga se durmió y yo contemplé por las ventanillas del autobús la interminable sucesión de frondosos bosques a ambos lados de la carretera.
Al llegar a Sapporo, entramos en un bar a tomar un café.
—Ante todo, debemos fijarnos una estrategia de base —dije—. Nos dividiremos las tareas: yo me dedicaré a buscar el paisaje retratado en la foto, y tú podrías ir tras la pista del carnero. Así ahorraremos tiempo.
—Muy práctico.
—Sí, si tenemos suerte —puntualicé—. En todo caso, podrías ir indagando la situación de las principales fincas de Hokkaidô donde se crían carneros, así como las razas de éstos. Creo que no tendrás dificultades para averiguarlo si vas a la biblioteca pública, o a las oficinas gubernamentales.
—Prefiero la biblioteca.
—Estupendo.
—¿Empiezo ya?
Miré el reloj. Eran las tres y media.
—No, es tarde. Lo dejaremos para mañana. Hoy descansaremos, buscaremos alojamiento, y, después de cenar, nos daremos un baño caliente y nos meteremos en la cama.
—Me gustaría ir al cine —dijo mi amiga.
—¿Al cine?
—¿Acaso no hemos ahorrado tiempo expresamente viniendo en avión?
—Es verdad —concedí.
Y así fue como entramos en el primer cine que encontramos.
Vimos un programa doble: una película policiaca y otra de misterio. El local estaba casi vacío. Hacía muchos años que no había pisado un cine con tan poco público. Para pasar el rato, me puse a contar el número de espectadores. Ocho personas, incluyéndonos a nosotros. Los actores de la película nos superaban en número. Ambos filmes eran horribles bodrios, verdaderos engendros. Películas de esas que nada más aparecer el título en la pantalla, al extinguirse los rugidos del león de la Metro, te hacen entrar ganas de buscar la puerta de la sala para largarte corriendo. ¡Cómo pueden hacerse películas así!
De todos modos, mi amiga miraba la pantalla con ojos absortos, como si fuera a comérsela. No dejaba la menor oportunidad para que le hablase. Así que desistí de intentarlo y opté por ver la película.
La primera cinta era la de misterio. En la película, el Diablo quería enseñorearse de una ciudad. Para ello se instalaba en la húmeda cripta de una iglesia y se las arreglaba para utilizar al párroco, un hombre de poco carácter, como agente de sus designios. No llegué a entender por qué se empeñaba el Diablo en querer dominar aquella ciudad, pues no era más que una aldea miserable, entre campos de maíz.
Sin embargo, el Diablo no cejaba en su empeño y se sentía terriblemente encolerizado porque una muchacha se resistía a sometérsele. Cuando montaba en cólera, el cuerpo del Diablo, que era de una brillante gelatina verdosa, se estremecía furiosamente. Aquellos estremecimientos, no sé por qué, me parecieron conmovedores.
En uno de los asientos delanteros roncaba patéticamente un hombre de mediana edad; sus ronquidos recordaban el sonido de una bocina rasgando la niebla. En el rincón de la derecha había una parejita dándose un lote monumental. En las últimas filas, alguien se tiró un sonoro cuesco. Tan sonoro que detuvo por un instante los ronquidos del hombre de mediana edad. Un par de chicas, con aspecto de estudiantes de bachillerato, que iban juntas, se desternillaron de risa.
Por asociación de ideas, me acordé de Boquerón. Y al acordarme de él caí en la cuenta de que había dejado Tokio para ir a Sapporo, donde me encontraba. Dicho de otro modo, hasta que oí aquel cuesco tan sonoro, no tomé conciencia de lo lejos que estaba de Tokio.
¡Qué raro, ¿verdad?!
Mientras daba vueltas en mi cabeza a estos pensamientos, me quedé profundamente dormido. Soñé con el Diablo, pero en mi ensueño, aunque seguía siendo verde, no tenía nada de conmovedor. Me miraba, silencioso e impasible, en medio de la oscuridad.
Al terminar la película y encenderse las luces, me desperté. Los espectadores emitían bostezos como si tuvieran turnos decididos de antemano. Me fui al bar y compré un par de helados, que nos tomamos en los asientos. El helado estaba durísimo; probablemente, se trataba de restos del verano anterior.
—¿Has dormido toda la película?
—Sí —musité—. ¿Ha sido interesante?
—La mar de interesante. Al final la ciudad salta por los aires.
—¡Vaya!
La sala de cine estaba sumida en un silencio ominoso. Tan ominoso, que me dio muy mala espina.
—Oye —me dijo mi amiga—, ¿no te parece que en estos momentos tu cuerpo está, como si dijéramos, en movimiento?
Ahora que me lo decía, era cabalmente así, de verdad.
Mi amiga me asió la mano.
—Déjame que te coja la mano. Siento una sensación extraña.
—De acuerdo.
—Si no te cojo de la mano, me da la impresión de que voy a ser arrebatada de tu lado y transportada a algún lugar absurdo.
Cuando la sala se oscureció para dar paso a la continuación del programa, aparté sus cabellos y la besé en la oreja.
—No pasa nada. No tienes de qué preocuparte.
—Tenías razón —murmuró—. Deberíamos haber tomado un vehículo que tuviera nombre.
En la hora y media que duró la segunda película, los dos sentimos la sensación de estar siendo transportados al corazón de las tinieblas. Ella permaneció con la mejilla apoyada en mi hombro, en el que sentía el calor y la humedad de su aliento.
Cuando salimos del cine continué estrechándola contra mí, y de ese modo caminamos por la ciudad mientras caía la tarde. Creíamos sentir más intimidad entre nosotros que en cualquier ocasión anterior. El bullicio de los viandantes a nuestro alrededor nos reconfortaba. En el cielo brillaban tenues las estrellas.
—Oye, ¿estamos realmente en la ciudad adónde debíamos ir? —me preguntó.
Miré al cielo. La estrella polar estaba en su sitio. Con todo, tenía cierto aire de estrella polar de pacotilla: demasiado grande, demasiado brillante.
—¿Quién sabe? —le contesté.
—Siento una extraña desazón.
—Una ciudad que se visita por primera vez provoca esa sensación. Aún no te has acostumbrado a ella.
—Y ¿tardaré mucho en acostumbrarme?
—Tal vez dos o tres días.
Cansados de andar, entramos en el primer restaurante que vimos; nos tomamos un par de cervezas de barril cada uno, y un plato de salmón con patatas. La cocina de aquel restaurante resultó ser mejor de lo que hubiéramos podido esperar de un establecimiento escogido al azar. La cerveza sabía muy bien, y la salsa blanca era exquisita y sustanciosa.
—Bueno —dije mientras nos bebíamos el café—, ya va siendo hora de que busquemos alojamiento.
—Respecto al alojamiento, ya lo estoy viendo mentalmente —dijo mi amiga.
—¿Y qué tal es?
—Eso es lo de menos. Ve leyendo los nombres de los hoteles por el orden en que aparezcan en la guía.
Le pedí a un apático camarero el volumen de la guía telefónica comercial. Lo abrí por la sección de hoteles y fondas y me puse a leerla. Cuando había leído unos cuarenta nombres, mi amiga me dijo que parara.
—Ése es el nuestro.
—¿Cuál?
—El último hotel que has nombrado.
—Dolphin Hotel —leí.
—¿Qué quiere decir?
—Está en inglés; traducido, es Hotel del Delfín.
—Ahí es donde vamos a alojarnos.
—No lo conocemos de nada.
—Pues presiento que es el lugar adónde debemos ir.
Devolví la guía al camarero, y le di las gracias. Acto seguido, llamé por teléfono al Hotel del Delfín. Me contestó un hombre de hablar indeciso, quien me dijo que sólo tenían libres habitaciones dobles o sencillas. Por simple prurito de aclarar las cosas le pregunté qué clase de habitaciones podía haber además de las dobles y las sencillas. Obviamente, resultó que no había habitaciones de otras clases. Con la cabeza un poco trastornada, le pedí que nos reservara una doble, y le pregunté el precio. Costaba una tercera parte menos de lo que había calculado.
Para llegar al Hotel del Delfín desde el cine donde habíamos estado, teníamos que caminar tres manzanas hacia el oeste, y bajar luego una hacia el sur. El hotel era pequeño y vulgar. Tan vulgar, que sobrepasaba todos los niveles de vulgaridad que se puedan concebir. Su misma vulgaridad le confería cierto aire metafísico. No había allí luces de neón, ni grandes letreros, ni siquiera una entrada digna de ese nombre. Junto a una inexpresiva puerta de cristales, comparable a la entrada de servicio de un restaurante, se veía una sencilla placa de cobre en la que estaban grabadas las palabras Dolphin Hotel. Ni siquiera había dibujado un delfín.
El edificio, de cinco plantas, daba la impresión de ser una gran caja de cerillas puesta estúpidamente de pie. Al acercarse, no parecía antiguo, pero sí lo bastante viejo para llamar la atención. Seguramente, ya era viejo cuando lo edificaron.
Así era el Hotel del Delfín.
Con todo, a mi amiga le cayó bien aquel hotel desde el primer golpe de vista.
—¿No encuentras que tiene buena presencia?
—¿Buena presencia este hotel? —pregunté, como el que no ha oído bien.
—Cómodo, y sin lujos superfluos, al parecer.
—Eso de lujos superfluos… —le contesté—. Al decir «lujos superfluos», supongo que no te refieres a sábanas limpias, lavabos que funcionen, aire acondicionado con el regulador de volumen en perfecto estado, papel higiénico suave, o pastillas de jabón por estrenar o cortinas que no estén descoloridas por el sol…
—Siempre te pasas acentuando las tintas negras —dijo mi amiga con una sonrisa—. De todos modos, nosotros no hemos venido para hacer turismo.
Tras franquear la puerta, entramos en un salón más amplio de lo que nos imaginábamos. En medio había un tresillo y un televisor grande en color. Éste, por cierto, funcionaba; estaban dando un concurso. No se veía un alma.
A ambos lados de la puerta reposaban unas macetas con frondosas plantas. Sus hojas estaban amarillentas. Cerré la puerta y, de pie entre las dos macetas, me quedé contemplando un momento el salón. Al mirarlo con atención, resultaba no ser tan grande. El hecho de que nos hubiera parecido amplio se debía a su parco mobiliario: el tresillo, el televisor, un reloj de pared y un espejo de cuerpo entero. No había nada más.
Me aproximé a la pared para contemplar el reloj y el espejo. Tanto el uno como el otro parecían donativos de huéspedes agradecidos. El reloj andaba siete minutos despistado. Y mi imagen reflejada en el espejo mostraba el cuello algo desviado de su entronque natural con el tronco.
El tresillo estaba aproximadamente tan envejecido como el hotel mismo. La tapicería era de un curioso tono naranja: el que se obtiene tras larga insolación, exposición a la lluvia durante semanas, y, como remate, una temporada de abandono en un sótano húmedo y lleno de moho. Es el tono que adquieren las fotografías antiguas en color con el paso del tiempo.
Al irnos acercando al tresillo, vimos que en el diván estaba tumbado un hombre de mediana edad y calvicie avanzada, con aspecto de pescado seco. Al verlo, nos pareció muerto, pero en realidad sólo estaba dormido. Un estremecimiento sacudía de vez en cuando su nariz, en la que estaban grabadas las huellas de unas gafas; gafas que, por cierto, no se veían por ninguna parte. Por lo tanto, daba la impresión de no haberse quedado dormido mientras miraba la televisión. Tal hipótesis parecía absurda.
Me dirigí al mostrador de recepción, y eché una mirada a su interior. No había nadie. Mi amiga pulsó un timbre. Sus ecos resonaron por todo aquel salón vacío.
Esperamos medio minuto, y no obtuvimos respuesta. El hombre del diván no se despertó.
Mi amiga volvió a pulsar el timbre.
El hombre refunfuñó. Refunfuñaba como echándose a sí mismo la culpa de algo. Abrió los ojos y nos miró con aire ausente.
Mi amiga dio un tercer timbrazo, a ver si lo despertaba de una vez.
El hombre de mediana edad dio un respingo y se incorporó en el diván. Atravesar el salón, pasar a mi lado rozándome y situarse tras el mostrador, fue todo uno. Era el recepcionista.
—No tengo disculpa —se excusó el hombre—. Verdaderamente, no tengo disculpa. Mientras esperaba a los señores, me he quedado dormido.
—Sentimos haberlo despertado —le dije.
—Nada de eso, por favor —exclamó, imbuido de su papel de recepcionista.
Acto seguido, me alargó una ficha de ingreso y un bolígrafo. En la mano izquierda le faltaban la falangeta del dedo medio y la del meñique. Una vez que vi escrito mi nombre en la ficha de mi puño y letra, lo pensé mejor y, tras arrugarla hasta convertirla en una bolita, me la metí en el bolsillo. Luego, en una nueva ficha, escribí un nombre supuesto y un domicilio no menos supuesto. Era un nombre escogido al azar, e igualmente el domicilio, pero para ser fruto de la improvisación, no estaban tan mal el uno ni el otro. Como profesión, puse la de agente de la propiedad inmobiliaria.
El recepcionista se caló sus gruesas gafas con montura de plástico que había dejado junto al teléfono, y leyó atentamente mi ficha.
—Del distrito de Suginami, Tokio; veintinueve años de edad; agente inmobiliario.
Saqué del bolsillo un pañuelo de papel y me limpié la tinta de bolígrafo que se había adherido a mis dedos.
—¿Viene el señor en viaje de negocios? —me preguntó el recepcionista.
—Más o menos —le contesté.
—¿Cuántos días va a quedarse?
—Un mes —dije.
—¿Un mes? —Y me miró a la cara con la expresión de quien acaba de escuchar algo inaudito—. ¿Va a realizar una estancia de un mes entero?
—¿Hay algún inconveniente?
—No, ninguno. Pero he de advertirle que cada tres días liquidamos las cuentas.
Dejé en el suelo mi bolso de viaje, y saqué del bolsillo un sobre que contenía veinte billetes nuevos de diez mil yenes, según conté. Puse el sobre encima del mostrador.
—Cuando se acabe, avíseme, que le daré más.
El recepcionista cogió el dinero con los tres dedos de su mano izquierda, y lo contó por dos veces con la derecha. A continuación, escribió la cantidad en un recibo y me lo entregó.
—Si el señor tiene alguna preferencia en cuanto a la habitación, dígamelo, por favor.
—Si puede ser, desearía que estuviera en algún rincón alejado del ascensor.
El recepcionista, volviéndose de espaldas a mí, se quedó mirando el tablero de llaves; tras dudarlo un buen rato, tomó la que tenía el número 406. Casi todas las llaves estaban ordenadamente colgadas en el tablero. Por lo visto, no se podía decir sin faltar a la verdad que el Hotel del Delfín fuera un negocio boyante.
Como no había botones ni otros empleados, nosotros mismos tuvimos que meter nuestro equipaje en el ascensor. Ya decía mi amiga que allí no había lujos superfluos. El ascensor se cimbreaba estrepitosamente, como un perrazo aquejado de pulmonía.
—Para una larga estancia, no hay nada como un hotelito cómodo, al estilo de éste —comentó.
«Hotelito cómodo»: a fe que no estaba mal la frase, ni mucho menos. Es una de esas frases publicitarias fáciles de encontrar en la sección de viajes de cualquier revista de modas: «Para una larga estancia, nada como un hotelito cómodo, que le haga sentirse en casa».
Sin embargo, lo primero que tuve que hacer al entrar en mi habitación de aquel «hotelito cómodo» fue aplastar con una zapatilla a una oronda cucaracha que se paseaba por el marco de la ventana. Luego recogí un manojito de pelos púbicos esparcidos bajo la cama, y los eché a la papelera. ¡Era la primera cucaracha que veía en Hokkaidô! Mi amiga, entretanto, regulaba la temperatura del agua caliente para prepararse un baño. Aquel grifo hacía un ruido realmente notable.
—No hubiéramos perdido nada —le grité abriendo la puerta del cuarto de baño— alojándonos en un hotel de más categoría. Por dinero, no será.
—No es cuestión de dinero —me contestó—. Nuestra búsqueda del carnero empieza aquí. Todo lo que puedo decirte es que tenemos que partir de este hotel.
Me eché en la cama y encendí un cigarrillo. Encendí el televisor, recorrí los diversos canales, y lo apagué. La recepción de las imágenes era lo único interesante. Cesó el ruido del agua caliente. Por la puerta del cuarto de baño fue saliendo despedida la ropa de mi amiga. Se oyó el ruido de la ducha.
Tras descorrer las cortinas de la ventana, pude ver que al otro lado de la calle se alineaba una serie de edificios de oficinas tan anodinos en cada detalle como el propio Hotel del Delfín. Todos y cada uno de ellos estaban sucios, como cubiertos de ceniza, y sólo con mirarlos se olía a orines. A pesar de que eran ya casi las nueve, no pocas ventanas estaban iluminadas, y era evidente que tras ellas aún había gente que trabajaba de un modo febril. Quién sabe a qué tareas se dedicarían, pero el caso es que no se les veía muy felices. Aunque, por supuesto, si ellos me miraran sería yo, probablemente, quien no parecería feliz.
Eché las cortinas, volví a la cama y me tendí sobre aquellas sábanas, tan endurecidas por el almidón como una carretera asfaltada. Allí me puse a pensar en la que había sido mi esposa y en el hombre que vivía con ella. En cuanto a este último lo conocía bastante bien. Teniendo en cuenta que éramos viejos amigos, lo raro sería que no lo conociera, claro. Era un guitarrista de jazz no muy famoso, de veintisiete años; para ser un guitarrista de jazz no muy famoso, era un tipo bastante normal. No era mala persona. Pero le faltaba originalidad. Un año, por ejemplo, su estilo era una mezcla de Kenny Burrell y B. B. King, y a lo mejor al año siguiente sus fuentes de inspiración eran Larry Coryell y Jim Hall. ¿Por qué elegiría a ese hombre para sustituirme? Era algo que no lograba explicarme. Desde luego, de lo más íntimo de cada persona surgen eso que se llama «inclinaciones». Y no hay duda que él me superaba en todo lo que atañía a tocar la guitarra, pues por algo era músico; en cambio yo le pasaba la mano por la cara a la hora de lavar los platos. Los guitarristas no suelen lavar platos. Si se hicieran daño en las manos, no podrían tocar.
Acto seguido, me puse a repasar mis relaciones sexuales con mi exesposa. Por matar el rato, traté de calcular el número de veces que habíamos hecho el amor en nuestros cuatro años de vida matrimonial. Pero, a fin de cuentas, no era más que un cálculo aproximado, y ¿qué valor podía tener un cálculo aproximado? Carecía de sentido. Seguramente, debería haber llevado un registro escrito. O al menos podía haber hecho marcas en mi agenda. De haberlo hecho así, ahora sabría el número exacto de veces que había hecho el amor durante aquellos cuatro años. Y es que necesito esas realidades tangibles que se pueden mostrar exactamente con cifras.
Mi exmujer, sin embargo, poseía archivos exactos sobre el ejercicio del sexo. Y no es que llevara un diario. Desde que empezó a tener la regla, iba anotando con toda exactitud en cuadernos escolares el estado de sus menstruaciones, y a su debido tiempo, como material de referencia, fue incluyendo también sus experiencias sexuales. Esos cuadernos escolares llegaron a ser ocho, y los tenía guardados bajo llave en un cajón, junto con sus cartas y fotografías más queridas. Eran objetos que nunca enseñaba a nadie. No sé qué cosas escribía sobre el sexo. Y ahora que estamos divorciados, nunca podré saberlo.
—Si me muero —solía decirme—, quema esos cuadernos. Rocíalos bien de petróleo, quémalos y entierra las cenizas. Si miras una sola letra de lo escrito, no te lo perdonaré jamás.
—Soy tu marido, y conozco todos los rincones de tu cuerpo. ¿A qué vienen esos pudores?
—Las células se renuevan cada mes. Ahora mismo está ocurriendo —me respondía, poniendo ante mis ojos el delicado dorso de su mano—. Casi todo lo que crees saber de mí no pasa de ser pura rememoración de algo pasado.
Así era mi exmujer, una persona que razonaba de una manera metódica, si se exceptúa el período, aproximadamente de un mes, que precedió a nuestro divorcio. Tenía un sentido exacto de lo que suele llamarse la realidad de la vida. Con ello quiero decir que, en principio, una vez había cerrado una puerta, ya no trataría de abrirla; y tampoco era partidaria de dejar puertas abiertas.
Cuanto sé de ella, no pasa de ser simples recuerdos de su pasado. Recuerdos que, a modo de células que han sido reemplazadas, se van alejando poco a poco. Así que ni siquiera sé el número exacto de veces que hice el amor con ella.