A las diez de la mañana, aquel monstruoso coche con aspecto de submarino se detuvo ante la entrada de mi bloque. Desde la ventana de mi apartamento, en el tercer piso, el vehículo, más que un submarino parecía una tarta de metal que hubiese ido a estrellarse contra el suelo. Una gigantesca tarta que trescientos niños hambrientos tardarían unas dos semanas en comerse.
Mi amiga y yo nos apoyamos en el alféizar de la ventana y contemplamos el coche, allá abajo.
El cielo estaba tan claro, que hasta resultaba chocante: era un cielo de película expresionista de antes de la guerra. Un helicóptero que sobrevolaba la ciudad se veía pequeñísimo, hasta parecer irreal. El espacio celeste, limpio de nubes, semejaba un ojo ciclópeo al que se le hubiera extirpado el párpado.
Cerré y aseguré todas las ventanas de mi apartamento. Dejé apagado el frigorífico y comprobé que la llave de paso del gas quedaba cerrada. La ropa tendida había sido recogida, las camas estaban hechas, los ceniceros relucían y la inacabable serie de productos de belleza estaba en perfecto orden. El alquiler del apartamento estaba pagado durante dos meses, y se había dado aviso para que no me trajeran el periódico. Mirando el interior deshabitado del apartamento desde la puerta, me impresionó por su raro silencio. Mientras lo contemplaba, pensé en mis cuatro años de vida matrimonial pasados allí, y en los niños que podía haber tenido. Se abrió la puerta del ascensor, y mi amiga me llamó. Cerré la puerta metálica.
Para hacer tiempo, el chófer estaba absorto en la limpieza del parabrisas, valiéndose de un paño seco. El coche relucía, como siempre, sin una mancha, y destellaba cegadoramente bajo el sol hasta el punto de provocar extrañeza.
Daba la impresión de ir a causar quién sabe qué efecto en la mano que se atreviera a tocarlo.
—Buenos días —saludó el conductor. Era aquel mismo chófer tan religioso del otro día.
—Buenos días —le respondí.
—Buenos días —le respondió a su vez mi amiga.
Ella llevaba en brazos al gato, en tanto que yo acarreaba en una bolsa de papel la comida del gato y la arena para su orinal.
—Hace un día espléndido —dijo el chófer, mirando al cielo—. Es, ¿cómo diríamos…?, de una transparencia cristalina.
Nos mostramos de acuerdo.
—Estando el día tan claro, los mensajes de Dios llegarán mejor, ¿no? —le dije, a ver con qué me salía.
—Nada de eso —respondió con una sonrisa—. Los mensajes están ya de antemano en todas las cosas: en las flores, en las piedras, en las nubes…
—¿Y en los coches? —pregunté.
—También en los coches.
—Pero los coches se hacen en las fábricas —le dije, para comprobar su reacción.
—Con todo, los haga quien los haga, la voluntad de Dios está en el fondo de todas las cosas.
—¿Cómo el cerumen en las orejas? —le preguntó mi amiga, con aire retozón.
—O como el aire a nuestro alrededor —contestó el chófer, muy serio.
—Bueno, pero en los coches fabricados en Arabia Saudita estará Alá, ¿no?
—En Arabia Saudita no se fabrican coches.
—¿De verdad? —le dije, para seguir la broma.
—De verdad.
—Bien, pues en los coches americanos exportados a Arabia Saudita, ¿qué dios habrá? —preguntó mi amiga.
Difícil pregunta. Decidí tenderle un cable.
—Vamos al grano: tenemos que darle las instrucciones sobre el gato.
—¡Qué bonito gato! —exclamó el chófer, visiblemente aliviado.
El gato no tenía ni pizca de bonito, la verdad. Estaba, por mejor decirlo, gravitando en el platillo opuesto a la balanza. Su pelaje era ralo, como de alfombra desgastada; la punta del rabo le caía en un ángulo de sesenta grados; tenía los dientes amarillos, y su ojo derecho tenía una infección crónica desde que se lo lesionó, tres años atrás, de modo que veía cada vez menos. ¡Quién sabía si aún podía distinguir unos zapatos deportivos de una patata! Las plantas de sus patas parecían de corcho a causa de los callos. Tenía las orejas infestadas de garrapatas; y, de puro viejo, no podía aguantarse los pedos: soltaba docenas de cuescos al día, realmente apestosos. Era un joven macho cuando mi mujer lo recogió de debajo de un banco del parque y se lo trajo a casa; pero últimamente su ruina se precipitaba, del mismo modo que una bola en una bolera, y el pobre animal rodaba cuesta abajo como cualquier anciano octogenario. Y, para colmo, no tenía ni nombre. No tengo idea de si esa falta de nombre contribuía a disminuir la tragedia del gato, o más bien la reforzaba.
—Minino, minino —le musitó el chófer al gato, si bien no adelantó sus brazos en gesto acogedor—. ¿Cómo se llama?
—No tiene nombre.
—Bien, y ¿cómo hacen para llamarlo?
—Nadie le llama —le contesté—. Va y viene, sin más.
—Pero no es un objeto, tiene voluntad para moverse. Y como la tiene, resulta raro que un ser que se mueve a su voluntad no tenga nombre propio.
—Los boquerones, por ejemplo, se mueven a su voluntad, pero nadie les pone nombre propio.
—Pero, para empezar, entre los boquerones y las personas no media la misma corriente de simpatía. Y, sobre todo, aunque los llamaran por su nombre, los boquerones no se enterarían. Así que ya puede ponerle a cada boquerón el nombre que se le antoje, que…
—Eso viene a decir que los animales que no sólo se mueven a su voluntad, sino que además comparten una corriente de simpatía con las personas y poseen el sentido del oído, merecen tener nombre propio, ¿verdad?
—Así es, ¿no es cierto? —exclamó el chófer, asintiendo reiteradamente, como autoconvencido—. ¿Qué tal si le pongo un nombre a mi antojo? ¿Vale?
—Me importa un bledo. Pero ¿qué nombre?
—¿Qué tal Boquerón? Ya que hasta ahora lo ha estado equiparando a los boquerones.
—No está mal —le dije.
—No está nada mal —recalcó el chófer, con cierto aire de suficiencia.
—¿Qué te parece? —le pregunté a mi amiga.
—No está mal —confirmó ella—. Parece que asistiéramos a la creación del universo.
—¡Hágase el Boquerón! —exclamé.
—Ven, Boquerón, ven —dijo el chófer, y tomó al gato en sus brazos.
El gato, asustado, mordió al chófer en el dedo pulgar y acto seguido se tiró un pedo.
El chófer nos llevó al aeropuerto. El gato se sentó tranquilamente a su lado. De vez en cuando soltaba un cuesco. Lo sabíamos por la actitud del chófer, que no paraba de abrir la ventanilla. Aproveché el viaje para darle instrucciones acerca del gato: cómo limpiarle las orejas, dónde podía comprar desodorante para su orinal, qué cantidad de comida debía darle, y cosas por el estilo.
—No se preocupe —me aseguró el chófer—. Le cuidaré bien. Ya que, en cierto modo, lo he prohijado, al darle nombre.
La carretera estaba poco concurrida, de suerte que el coche iba hacia el aeropuerto como un salmón que se remontara río arriba en la época del desove.
—¿Por qué será que, teniendo nombre los barcos, no lo tienen los aviones? —pregunté al conductor—. ¿Por qué a éstos se les llama ocasionalmente vuelo 971, o vuelo 326, en lugar de darles un nombre propio, como Lirio del Valle o Margarita?
—Sin duda porque, en comparación con los barcos, los aviones son mucho más numerosos. Es la producción en masa, y…
—¿Qué quiere decir? Los barcos también son producidos en masa, y en cuanto a su número supera al de los aviones.
—No obstante… —empezó el chófer, pero se quedó en silencio por unos segundos—. De hecho, ¿a quién se le ocurriría poner nombre a cada uno de los autobuses urbanos, por ejemplo?
—Pues sería maravilloso que los autobuses urbanos tuvieran cada uno su nombre, me parece a mí —dijo mi amiga.
—Sin embargo, de ser así, ¿no tendrían los viajeros el capricho de preferir éste o el otro? Para ir del barrio de Shinjuku al de Sendagaya, por ejemplo, dirían «yo me montaría en el Gacela, pero no en el Penco…» —añadió el chófer.
—¿Qué te parece? —le pregunté con un guiño a mi amiga.
—Seguramente, en el Penco no habría quien se montara —respondió.
—Y además, el conductor del Penco sería digno de lástima —manifestó el chófer, muy imbuido de su profesión—. Y no tendría ninguna culpa.
—Ciertamente —asentí.
—Desde luego —corroboró mi amiga—. Pero en el Gacela sí que me montaría.
—¡Pues ahí está! —exclamó el chófer—: ¡Precisamente ése es el punto! Lo de poner nombres a los barcos nos viene de estar familiarizados con tal costumbre desde antes de su producción en masa. Básicamente, es lo mismo que lo de poner nombres a los caballos. Por eso, a los aviones que se usan como si fuesen caballos, se les impone un nombre; así tenemos, por ejemplo, el Spirit of Saint Louis, o el Enola Gay. Todo depende de que exista esa corriente de conciencia compartida.
—Lo cual viene a decir que en esta cuestión la vida es un concepto fundamental.
—Así es.
—Y que la utilidad no pasa de ser un elemento de segunda categoría.
—Así es. A efectos de utilidad, con usar números está todo arreglado. Como se hizo con los judíos en Auschwitz, ¿no?
—Eso no admite duda —le dije— en tanto que se mantenga el principio de que para dar un nombre se requiere el acto de compartir cierto interflujo de conciencia en torno a la vida. ¿A qué viene, entonces, que las estaciones del tren, los parques, los estadios de béisbol, etcétera, tengan todos un nombre? No son seres vivientes, desde luego.
—Pues porque de no tener nombre las estaciones, nos fastidiaríamos todos —dijo.
—Pero es que no se trata ahora de argumentar por la utilidad. Le agradecería que me lo explicara basándose en principios.
El chófer se sumió en graves pensamientos, de suerte que se saltó un semáforo rojo. Un cochazo que venía tras nosotros tirando de una caravana hizo sonar su discordante claxon parodiando la obertura de Los siete magníficos.
—¿No será porque no hay posibilidad alguna de intercambio? Estación de Shinjuku, por ejemplo, no hay más que una, y no hay modo de cambiarla por la estación de Shibuya. La falta de posible intercambio coincide con el hecho de no ser objetos de producción en masa. ¿Qué tal estos dos puntos básicos? —sugirió el chófer.
—Es que si la estación de Shinjuku estuviera en Ekoda, vaya cachondeo —dijo mi amiga.
—Si la estación de Shinjuku estuviera en Ekoda, sería la estación de Ekoda —rebatió el chófer.
—Pero seguiría estando en la línea de Odakyu —replicó ella.
—No nos salgamos del tema —propuse—. Si hubiera posibilidad de intercambiar las estaciones…, si la hubiera, digo, y las estaciones de la red nacional fueran todas módulos plegables producidos en masa, y la estación de Shinjuku y la de Tokio fueran enteramente reemplazables una por otra…, ¿qué pasaría?
—Facilísimo: si estaba en Shinjuku, sería la estación de Shinjuku; y si estaba en el centro de Tokio, sería la de Tokio.
—Bien, y eso no sería un nombre asignado a un objeto, sino un nombre asignado a una función. ¿No es eso utilidad?
El chófer se calló. Su silencio, sin embargo, no duró mucho.
—Se me ocurre ahora mismo —dijo— que no estaría mal que miráramos ese tipo de cuestiones con un poco más de afecto.
—¿A saber?
—Que, en resumidas cuentas, ya sea la ciudad, o el parque, o la calle, o la estación, o el estadio de béisbol, o el cine…, todas esas cosas tienen su nombre; y que por estar fijas sobre la tierra, se les ha asignado ese nombre.
Era una buena teoría.
—Bien —dije—; si, por ejemplo, renuncio por completo a la vida humana y me quedo para siempre en algún sitio, ¿también me darían un nombre, como a las estaciones o los parques?
El conductor me miró por el rabillo del ojo, a través del espejo retrovisor. Su mirada reflejaba la sospecha de que le estuviera tendiendo una trampa.
—¿Qué quiere decir con eso de quedarse para siempre? —inquirió.
—En una palabra, que me petrifique, o algo así, al estilo de la Bella Durmiente del bosque.
—Pero es que usted ya tiene su nombre desde que nació.
—Tiene razón —le respondí—. Casi lo había olvidado.
Recogimos las tarjetas de embarque en el mostrador correspondiente del aeropuerto y nos despedimos del chófer, que nos acompañó. Parecía deseoso de permanecer junto a nosotros para decirnos adiós, pero, como aún quedaba nada menos que hora y media hasta nuestra partida, desistió de su propósito y se marchó.
—¡Qué tipo más extraño! —comentó mi amiga.
—Hay un país donde sólo vive gente así —le expliqué—. Un país donde las vacas lecheras van como locas buscando unas pinzas.
—Suena a algo así como La casa de la pradera.
—Más o menos —asentí.
Nos metimos en el restaurante del aeropuerto para almorzar, aunque era un poco temprano. Pedí gambas gratinadas, y mi amiga comió espaguetis. A través de la ventana se veía evolucionar a los 747, así como a los Tristars y demás, hacia arriba y hacia abajo, con una solemnidad tal que hacía pensar en alguna suerte de destino fatal. Entretanto, ella inspeccionaba con aire suspicaz cada uno de los espaguetis de su plato, antes de comérselo.
—Supongo que en el avión nos servirán la comida —comentó, con aire de disgusto.
—Qué va —dije, dando vueltas dentro de la boca a una porción de mi gratinado con intención de enfriarlo, para engullirlo luego. Acto seguido, bebí agua fría. Aquello, de tan caliente, no sabía a nada—. Sólo dan comidas en los vuelos internacionales. En los nacionales, según la distancia, pueden servirte un ligero almuerzo. Pero no es nada del otro mundo, desde luego.
—¿Y películas?
—No hay cine en el avión. ¡Si en poco más de una hora nos plantaremos en Sapporo!
—Así que no hay nada de nada, ¿eh?
—Nada de nada. Te sientas en tu butaca, te pones a leer un libro, y llegas a tu destino. Es como el autobús.
—Sólo que sin semáforos.
—Ajajá. Sin semáforos.
—Buena cosa —dijo ella con un suspiro. Soltó el tenedor, apartó el plato de espaguetis, que estaba a la mitad, y se limpió la comisura de los labios con una servilleta de papel—. Ni falta que hace ponerles nombre a los aviones, ¿verdad? —añadió.
—Efectivamente. ¡Qué cosa más aburrida! Sólo sirven para acortar vertiginosamente el tiempo. Porque si fuéramos en tren, nos llevaría doce horas el viaje.
—Oye, y el tiempo sobrante, ¿adónde se va? —preguntó mi amiga.
Yo también me cansé del gratinado antes de acabarlo, así que encargué un par de cafés.
—¿El tiempo sobrante? —le pregunté.
—Como gracias al avión resulta que nos ahorramos más de diez horas, me pregunto adónde irá a parar ese espacio de tiempo.
—El tiempo no va a parar a ningún sitio. Simplemente, se va sumando. Esas diez horas podemos emplearlas a nuestro antojo en Tokio o en Sapporo. En diez horas se pueden ver cuatro películas y hacer dos comidas. ¿No es así?
—¿Y si no quiero ver películas ni comer?
—Eso es cosa tuya, rica. No le eches la culpa al tiempo.
Mi amiga se mordió el labio y se quedó mirando los orondos fuselajes de los 747. Yo también los miraba, junto a ella. Los 747 siempre me traen a la memoria la imagen de una señora gorda y fea que hace tiempo vivía en mi barrio: senos flácidos y enormes, piernas hinchadas, cogote reseco. El aeropuerto parecía un centro de reunión destinado a tales señoras: venían por docenas, en grupos que entraban y salían, relevándose sin cesar. Los pilotos y azafatas que iban y venían por la gran sala de espera del aeropuerto con los cuellos erguidos, parecían haber sido despojados de sus sombras por dichas señoras, lo que les daba un raro aspecto de siluetas. Tuve la impresión de que aquello no ocurría en tiempos de los DC 7 y los Friendship, pero, en realidad, de verdad no tenía la menor idea de lo que sucedía por aquel entonces. Seguramente, a raíz de que un 747 me recordó a una señora gorda y fea, me vino a la cabeza aquella idea.
—Oye, ¿el tiempo se expande? —me preguntó mi amiga.
—¡Qué va! El tiempo no se expande —le respondí. Estas palabras las dije yo, por descontado, pero no me sonaron como si fuera yo quien las dijera. Carraspeé, y bebí un sorbo de café—. El tiempo no se expande —insistí.
—Pero en realidad el tiempo aumenta, ¿no? Como tú mismo has dicho, se va sumando.
—Se trata sólo de que disminuye el tiempo requerido para desplazarse. El volumen total del tiempo no cambia. Quiere decir, en suma, que puedes ver un montón de películas.
—Con tal de tener ganas de verlas, ¿no? —dijo ella.
Verdaderamente, en cuanto llegamos a Sapporo, tuvimos programa doble.