4. Fin del verano, comienzo del otoño

Cuando el coche llegó a mi destino, la ciudad ya estaba envuelta en la luz añil del crepúsculo. Una brisa que anunciaba el final del verano se deslizaba por entre los edificios y agitaba las faldas de las chicas que volvían del trabajo; el rítmico taconeo de sus sandalias resonaba sobre el pavimento de las aceras.

Subí al último piso de uno de los hoteles más altos, entré en el espacioso bar y pedí una cerveza. Pasaron diez minutos hasta que me la trajeron.

Mientras esperaba, apoyé el codo sobre el brazo de mi butaca y dejé reposar la cabeza sobre la palma de mi mano; luego entorné los ojos. No pude concentrarme en mis pensamientos. Al cerrar los ojos, percibí el ruido que hacían centenares de duendes que barrían con sus escobas el interior de mi cerebro. Barrían y barrían sin que, al parecer, tuvieran intención de parar. A ninguno de ellos se le ocurrió usar un recogedor.

Cuando me trajeron por fin la cerveza, me la bebí de un par de tragos, y engullí en un santiamén los cacahuetes que me habían servido como acompañamiento en un platito. Ya no oía el ruido de las escobas. Me metí en la cabina telefónica, situada junto a la recepción, y llamé a mi amiga, la de las maravillosas orejas. No estaba en su casa, ni en la mía. Quizá había salido a cenar. Nunca comía en casa.

A continuación marqué el número del nuevo apartamento de mi exesposa. Pero tras un par de timbrazos, lo pensé mejor y colgué el auricular. La verdad, no tenía nada importante que decirle, y no quería que me tomara por tonto. Aparte de eso, no tenía a quién llamar. En una ciudad donde pululan más de diez millones de seres humanos, sólo había dos personas a quienes pudiera llamar. Y, para colmo, estaba divorciado de una de ellas. Hastiado, volví a meterme en el bolsillo la moneda de diez yenes y salí de la cabina telefónica. A un camarero que pasaba le pedí dos cervezas más.

De este modo, el día se fue acercando a su fin. Tenía la impresión de que desde mi nacimiento no había pasado ni un solo día tan sin sentido como aquél. Para ser el último día del verano, podía haberse presentado con otro color. Sin embargo, no hice más que recibir sobresaltos e ir de un lado para otro, mientras el día se iba acercando a su fin. Más allá de la ventana se esparcían las tinieblas que preludiaban el otoño. Sobre la superficie de la ciudad se veían hileras de lucecitas amarillas, que se extendían hasta perderse de vista. Contempladas desde lo alto, parecían estar esperando que alguien les plantara el pie encima.

Por fin me trajeron las cervezas. Tras dar cuenta de una de ellas, me volqué sobre la palma de la mano los dos platitos de cacahuetes, y me los fui comiendo ordenadamente. En la mesa vecina, cuatro mujeres de mediana edad, que acababan de salir de unas clases de natación en la piscina, charloteaban de todo lo habido y por haber mientras se tomaban unos cócteles tropicales de variados colores. Un camarero aguardaba en actitud de firmes y de vez en cuando giraba el cuello para bostezar. Otro camarero explicaba el menú a un matrimonio americano. Me comí todos los cacahuetes y me bebí mi tercera cerveza hasta la última gota. Tras engullir tres cervezas, ya no me quedaba nada que hacer.

Saqué el sobre que me había dado el hombre del bolsillo trasero de mis pantalones, lo abrí y conté los billetes de diez mil yenes que había dentro. Aquel fajo de billetes nuevos, envueltos en una banda de papel, más que dinero parecía una baraja. Cuando casi había contado la mitad de los billetes, sentí punzadas de dolor en las manos. Estaba en el número noventa y seis cuando vino un camarero de cierta edad, retiró las botellas vacías y preguntó si me traía otra. Asentí en silencio, mientras seguía contando billetes. El camarero parecía del todo indiferente al hecho de que yo tuviera en mis manos tanto dinero.

Terminé de contar los billetes: había ciento cincuenta, los introduje de nuevo en el sobre y me lo metí en el bolsillo trasero del pantalón. En tanto, llegó la nueva cerveza. Una vez más, me comí el correspondiente platito de cacahuetes. Tras dar cuenta de él, me pregunté por qué comía tantos cacahuetes. No había más que una respuesta: tenía hambre, simplemente. Desde la mañana sólo había comido un trozo de tarta de frutas.

Llamé al camarero y le dije que me trajera el menú. No había tortilla, pero sí bocadillos. Le pedí uno de queso y pepinillos, y le pregunté qué tapas tenían. Me dijo que patatas fritas y variantes, y le encargué una ración doble de estos últimos. Y, a propósito, ¿no tendrían un cortaúñas? Naturalmente que sí. En los bares de los hoteles hay de todo. En cierta ocasión, en uno llegaron a prestarme un diccionario francés-japonés.

Me bebí la cerveza despacio; despacio contemplé la vista nocturna; despacio me corté las uñas sobre un cenicero. De nuevo contemplé el paisaje urbano, y apliqué la lima a mis uñas. De este modo la noche fue avanzando. En lo que respecta a matar el tiempo en la gran ciudad, soy un experto.

Unos altavoces empotrados en el techo empezaron a decir mi nombre. Así, de buenas a primeras, no sonaba como si fuera mío. Al cabo de unos segundos de terminarse la llamada, aquel nombre poco a poco fue asumiendo para mí las cualidades que lo caracterizaban como propio, y al fin, dentro de mi cabeza, aquel nombre se convirtió en mi nombre.

Levanté una mano como indicación al camarero. Éste me trajo hasta la mesa un auricular de teléfono inalámbrico.

—Hemos decidido una ligera modificación en los planes —me dijo una voz conocida—. La salud del jefe ha empeorado de pronto. No nos queda mucho tiempo. Así que se te va a adelantar la fecha tope.

—¿Cuánto, más o menos?

—Se reduce a un mes. No podemos esperar más tiempo. Si pasado un mes no aparece el carnero, todo se acabó para ti.

«Un mes»… pensé, dándole vueltas en mi cabeza. Sin embargo, había perdido por completo la noción del tiempo. Pensé que si era un mes, o si eran dos, daba exactamente lo mismo. Como, a fin de cuentas, no había nada establecido sobre el tiempo medio necesario para encontrar a un carnero, la cuestión no podía resolverse de un modo teórico.

—¡No debe haber sido fácil dar conmigo! —comenté, por decir algo.

—Aquí sabemos dar con casi todo —respondió el hombre.

—¡Menos con el paradero de un carnero! —exclamé.

—Ahí está el problema —dijo el hombre—. Así que espabílate, porque estás desperdiciando el tiempo. Más te vale considerar en qué situación te encuentras. Eres tú mismo quien se ha metido en este lío.

¡Cuánta razón tenía! Usé el primer billete del sobre para pagar la cuenta, tomé el ascensor y bajé a la calle. Allí, como siempre, había gente normal que caminaba con toda normalidad sobre los dos pies. Pero aquel espectáculo no me confortó gran cosa.