El secretario vestido de negro tomó asiento en una silla y se quedó mirándome en silencio. No era la suya una mirada escrutadora, ni de perdonavidas, ni de esas tan agudas que te traspasan de parte a parte. No era ni fría ni cálida; es más, ni siquiera tenía una cualidad intermedia entre esas dos. Una mirada que no traslucía ninguna emoción que me resultara conocida. Aquel hombre, simplemente, estaba mirándome. Tal vez estuviera mirando a la pared situada detrás de mí, pero, como yo estaba delante, por fuerza tenía que mirarme.
El hombre tomó en sus manos la tabaquera que había sobre la mesa, la destapó, cogió un cigarrillo sin filtro, golpeó con la uña ambos extremos para que no se desmenuzara el tabaco y, tras encenderlo, lanzó una bocanada de humo en sentido oblicuo. Acto seguido, devolvió el encendedor a la mesa y cruzó las piernas. Entretanto, su mirada no se movió ni un milímetro.
El hombre era tal como mi socio me lo había descrito. Correctísimo en su indumentaria, hasta rozar la exageración; de cara demasiado proporcionada, y de dedos excesivamente suaves. De no ser por la aguda línea de sus párpados y por sus gélidas pupilas, que sugerían la frialdad del cristal, sin ninguna duda habría pasado por un perfecto homosexual. No obstante, gracias a aquellos ojos, el hombre no parecía homosexual. Bueno, realmente no parecía posible clasificarlo. No me fue posible asociarlo mentalmente con nada ni con nadie.
Sus pupilas, miradas con atención, revelaban un sorprendente color. Un color pardo negruzco, con leves matices azulados, cuya intensidad, sin embargo, no era igual en ambos ojos. Cada pupila, por cierto, parecía estar pensando en una cosa distinta.
Sus dedos se movían sutilmente sobre sus rodillas. Por unos momentos me dominó la alucinación de que aquellos diez dedos se separaban de las manos para dirigirse hacia mí. Extraños dedos, los suyos. Unos dedos que se alargaron sin prisas sobre la mesa y apagaron el cigarrillo, del que aún quedaban dos tercios, contra el cenicero. Dentro de mi vaso se iba deshaciendo el hielo y el agua transparente entraba en combinación con el mosto. Una combinación desproporcionada.
En la habitación reinaba un enigmático silencio, ese silencio que se advierte cuando se entra en una gran mansión como aquélla, y que brota del contraste entre la amplitud del lugar y el escaso número de personas que lo habitan. Sin embargo, la índole del silencio que se enseñoreaba de aquella habitación era diferente. Era un silencio preñado de amenazas, inefablemente opresivo. Me bailaba por la memoria que ya había pasado antes por una experiencia semejante. Sin embargo, me llevó un buen rato recordar con precisión dónde la había tenido. Como el que revisa las páginas de un viejo álbum, me puse a tirar del hilo de la memoria hasta que di con aquel recuerdo.
Era el silencio que rodea a un enfermo desahuciado. Un silencio henchido del presentimiento ineluctable de la muerte. En el aire flotaba algo fatídico, ominoso.
—Todo el mundo muere —dijo el hombre pausadamente, mirándome a los ojos. Su modo de hablar sugería que había captado a la perfección cuanto se agitaba en mi interior—. Toda persona tiene que morir un día u otro —añadió.
Tras concluir esta breve frase, el hombre volvió a sumirse en un pesado silencio. Las cigarras continuaban cantando; como si quisieran infundir renovados bríos en la ya agonizante estación, frotaban sus cuerpos con el frenesí de la muerte.
—Me he propuesto hablarte con la mayor franqueza posible —me dijo. Su tono era el de quien traduce directamente un formulario. Su elección de vocablos y frases, así como su sintaxis, eran correctas, pero la expresividad brillaba por su ausencia—. No obstante —prosiguió—, hablar con franqueza y decir la verdad son cosas distintas. La relación que media entre franqueza y verdad se asemeja a la existente entre la proa y la popa de un barco. La franqueza asoma en primer lugar, para acabar mostrándose la verdad. Esa diferencia temporal está en proporción directa con la envergadura del barco. La verdad, cuando concierne a cosas grandes, es reacia a aparecer. Ocurre a veces que no hace acto de presencia hasta después de la muerte. Por lo tanto, si se da el caso de que no llegue a mostrarte la verdad, no será culpa mía, ni tampoco tuya.
Como no supe qué responder a aquel exordio, me quedé callado. El hombre, al ver que no hacía ningún comentario, siguió hablando.
—La razón por la que te he hecho venir expresamente, es mi deseo de que el barco avance. Hablaremos con toda franqueza, y así conseguiremos acercarnos a la verdad, por lo menos un paso.
Al llegar aquí, el hombre tosió y lanzó una mirada de refilón a mi mano, que descansaba sobre el brazo del sofá.
—Sin embargo, esta manera de hablar es excesivamente abstracta. Por ello, para empezar trataremos asuntos reales. El primero será el boletín informativo del que eres responsable. Ya estás al corriente, ¿no?
—Así es.
El hombre asintió con la cabeza. Y tras hacer una pausa, reanudó su charla:
—Supongo que, al igual que tu socio, estarás sorprendido. A nadie le agrada que el fruto de sus esfuerzos se vaya a pique. Y menos aún si eso supone perder una fuente importante de ingresos. La pérdida es considerable, si no me equivoco.
—Así es.
—Me gustaría conocer tu punto de vista sobre las pérdidas que os puede ocasionar esta situación.
—En un trabajo como el nuestro, las pérdidas son algo con lo que hay que contar. Puede darse el caso de que un cliente nos rechace un trabajo ya realizado. Para una empresa como la nuestra, de pequeña escala, eso sería fatal. Por tanto, para evitar equívocos, seguimos los deseos del cliente al pie de la letra. En casos extremos, eso supone revisar con él la tarea encomendada, línea por línea. De este modo logramos sortear el peligro. No es, francamente, un trabajo grato, pero es que, dada nuestra penuria de medios, debemos obrar como lobos solitarios para sobrevivir.
—Todo el mundo tiene que abrirse camino partiendo de esa premisa —me consoló el hombre—. Pero bueno, sea como fuere, la cuestión es que, por lo que me acabas de decir, ¿debo suponer que, al haber suprimido la publicación de ese boletín, tu empresa ha sufrido un revés económico considerable?
—Bueno, pues… así es. Al estar ya impreso y encuadernado el boletín, hay que pagar dentro del mes los gastos del papel y de la impresión. También debemos satisfacer los honorarios de las personas a quienes encargamos artículos. En números redondos, eso equivale a cinco millones de yenes, y, para colmo de males, hay que añadir los intereses del crédito que deberemos solicitar para pagar esa cantidad. Y, encima, el año pasado invertimos una buena cantidad en modernizar nuestras oficinas.
—Lo sé —dijo el hombre.
—Y no hay que olvidar nuestro contrato con ese cliente, sobre todo pensando en el futuro. Nuestra posición es débil, y los clientes tienden a prescindir de las agencias de publicidad que causan problemas. Tenemos un contrato con la compañía de seguros de vida para publicar durante un año su boletín informativo, y si se rescinde a causa de este problema, nos iremos materialmente a pique. Nuestra empresa es pequeña y tiene pocas relaciones; si goza de buena reputación en su trabajo, es por los comentarios transmitidos de boca en boca, de modo que una vez empiece a tener mala fama, estamos acabados.
Cuando terminé de hablar, el hombre se quedó mirándome, sin decir nada. Al cabo de unos momentos reanudó la conversación:
—Has hablado con toda franqueza. Y, además, lo que has dicho coincide con mis informes. Así que valoro positivamente tus palabras. ¿Qué tal si cubro la totalidad de los gastos que habéis tenido y de los perjuicios causados a la compañía de seguros por el incumplimiento del contrato de edición de su boletín, y además le indico que continúe dándoos trabajo?
—Entonces, no hay más que hablar. Todo quedaría en que continuaríamos nuestra actividad habitual, un poco confundidos por lo ocurrido.
—Y no estará de más añadir un premio de propina. Sólo con que yo escriba unas letras en el dorso de una tarjeta, tu empresa tendrá trabajo asegurado para diez años; y no esos miserables encargos de repartir octavillas, por cierto.
—En resumen: un trato.
—Un intercambio amigable, diría yo. He informado amigablemente a tu socio de que ese boletín informativo ha dejado de editarse. Si me das muestras de buena voluntad, te corresponderé con la misma moneda. ¿No podrías hacerme el favor de considerar así las cosas? Mi amistad puede serte útil. No vas a pasarte toda la vida colaborando con un borracho de espíritu obtuso, ¿verdad?
—Somos amigos —le dije.
Durante unos instantes nos envolvió el típico silencio que acompaña la caída de una piedra lanzada a un pozo insondable. La piedra tardó treinta segundos en tocar fondo.
—¡Bueno, dejémoslo estar! —exclamó el hombre—. Tú mismo. He investigado a fondo tu historial, y resulta la mar de interesante. Haciendo una clasificación a grandes rasgos de la gente, se dividiría en dos grupos: el de los mediocres realistas y el de los mediocres no realistas. Tú perteneces claramente al segundo. Deberías tenerlo presente. El destino que te aguarda es el propio de los mediocres no realistas.
—Lo tendré presente —le dije.
El hombre asintió. Me bebí la mitad del mosto, bastante aguado porque el hielo se había diluido del todo.
—Entonces, vamos a hablar de algo concreto —me dijo—: Vamos a hablar del carnero.
El hombre hizo una serie de movimientos y sacó de un sobre una fotografía grande en blanco y negro. La puso sobre la mesa, orientándola hacia mí. Daba la impresión de que simultáneamente entraba en la habitación un soplo de aire, impregnado de realidad.
—Ésta es la foto de un rebaño de carneros que salió en tu revista.
Para ser una ampliación sacada directamente de la página de una revista, era una fotografía muy clara. Era probable que hubieran empleado alguna técnica especial.
—Según mis datos, esa fotografía te fue proporcionada por alguna relación personal, y la usaste para esa revista. ¿Es cierto lo que digo?
—Efectivamente.
—De acuerdo con nuestras investigaciones, esa fotografía ha sido hecha dentro de los seis últimos meses, por un aficionado, en toda la extensión de esta palabra. Usó una máquina barata, de bolsillo. El fotógrafo no eres tú. Tienes una Nikon reflex y, por otra parte, eres más hábil. Además, en estos últimos cinco años no has ido a Hokkaidô. ¿Es así, o no?
—¿Qué más puedo decirle? —respondí.
—¡Ejem! —susurró el hombre, y se quedó momentáneamente callado.
Era un modo de callar que podía servir como medida ideal del silencio.
—Bueno está —prosiguió—. Lo que queremos, se concreta en información sobre tres cuestiones, a saber: dónde recibiste esa foto, quién te la mandó, y con qué intención usaste una fotografía tan mala para ilustrar la revista. Es todo.
—No puedo decirlo —respondí con audacia, con tanta audacia que yo mismo me sorprendí—. A los periodistas les asiste el derecho a guardar el secreto sobre sus fuentes de información.
El hombre se quedó mirándome fijamente, mientras se reseguía el labio con la yema del dedo medio de su mano derecha. Tras reiterar varias veces ese gesto, dejó reposar sus manos de nuevo sobre las rodillas.
También a esto siguió una pausa silenciosa. «¡Qué buena ocasión para que un cuco, por ejemplo, se pusiera a cantar en algún rincón!», pensé. Sin embargo, ni que decir tiene que ningún cuco se puso a cantar. Los cucos no cantan en el crepúsculo vespertino.
—Eres, ciertamente, un hombre extraño —me dijo—. Con una palabra puedo hacer que os quedéis sin trabajo para siempre. Y ya ni siquiera podrías llamarte periodista. Eso suponiendo que redactar insignificantes folletos, octavillas y cosas así merezca el nombre de periodismo.
Volví a pensar en el cuco. ¿Por qué no cantarán los cucos entrada la tarde?
—Y hay más. Sé cómo hacer hablar a la gente.
—No lo dudo —le respondí—. Sin embargo, necesitará tiempo, y hasta el final no hablaré. Y aunque hable, tal vez no lo diga todo. Usted no puede saber si me callo algo. ¿No es verdad?
Era un puro farol por mi parte, pero coherente con el curso de la conversación. Y, además, la incertidumbre que manifestaba el silencio que siguió a mis palabras era una prueba de que había dado en el blanco.
—Es interesante hablar contigo —dijo el hombre—. Tu falta de realismo resulta patética. Pero bueno, dejémoslo así. Hablemos de otra cosa.
Sacó una lupa del bolsillo y la puso sobre la mesa.
—Con esto puedes examinar la fotografía cuanto te plazca.
Sostuve la foto con la mano izquierda y, empuñando la lupa con la derecha, me puse a examinarla. Unos cuantos carneros estaban orientados en mi dirección, otros miraban hacia diferentes lugares y los restantes pastaban despreocupadamente. Recordaba una de esas instantáneas que reflejan el ambiente más bien aburrido de las típicas reuniones de antiguos alumnos. Fui localizando uno por uno a los carneros, observé el estado de la hierba, vi el bosque de abedules blancos del fondo, así como la cadena montañosa tras los árboles, y contemplé las nubes que flotaban a modo de mechones por el cielo. No había ni un solo detalle que se saliera de lo normal. Levantando mis ojos de la foto y de la lupa, miré al hombre.
—¿Has notado alguna cosa extraña? —me preguntó.
—Nada —le dije.
El hombre no dio muestras de desánimo.
—Creo que estudiaste biología en la universidad, ¿no es así? —inquirió el hombre—. ¿Qué es lo que sabes sobre carneros?
—Es como si no supiera nada. Aprendí cuatro conceptos tan especializados como inútiles.
—Dime lo que sepas.
—Son los machos de las ovejas, pertenecen al orden de los artiodáctilos, son herbívoros y gregarios. Seguramente, las ovejas fueron introducidas en Japón en los comienzos del período Meiji. Es apreciado por su lana y su carne. Eso es todo.
—Exactamente —dijo el hombre—. Sólo que, para ser exactos, las ovejas no fueron introducidas en Japón a principios del período Meiji, sino durante el período Ansei, es decir, entre 1854 y 1860. Así pues, con anterioridad a esa fecha, tal como has dicho, los carneros eran desconocidos en Japón. Según una teoría, en la Edad Media, durante el período Heian, fueron traídas ovejas de China; pero, aun suponiendo que eso fuera cierto, posteriormente se extinguió la raza. Por lo tanto, hasta el período Meiji, la mayoría de los japoneses nunca habían visto un carnero, y ni siquiera podían comprender de qué se trataba. A pesar de la relativa popularidad que debía de tener este animal por ser uno de los doce signos zodiacales del antiguo calendario chino, aquí nadie sabía qué aspecto tenía. En resumidas cuentas, puede asegurarse que se le relegaba al mismo orden de animales imaginarios representado entonces por el dragón o el tapir, por ejemplo. En realidad, los dibujos de carneros realizados por japoneses antes del período Meiji representan a seres monstruosos. Podría incluso decirse que denotan tanto conocimiento del tema como el que H. G. Wells tenía de los marcianos.
»Incluso hoy día, el conocimiento que tienen los japoneses de los carneros resulta sorprendentemente vago. Considerando el tema desde el punto de vista histórico, este animal nunca ha tenido importancia para la vida económica del pueblo japonés. Por decisión gubernamental, fueron importados de Estados Unidos, se reprodujeron y al fin cayeron en el olvido. Ésa es su historia. Cuando, después de la guerra, se liberalizó el comercio de lana y carne de ovino con Australia y Nueva Zelanda, la cría de estos animales perdió todo interés en Japón. ¿No te parece un animal digno de compasión? Bien, pues hasta cierto punto es la personificación del Japón moderno.
»Sin embargo, ahora no voy a hacer una disertación sobre la vacuidad de la modernización del Japón. Sólo deseo que tengas claras dos cosas: en primer lugar, que antes del fin del período feudal, en Japón no existía, seguramente, ni un solo carnero; y, en segundo lugar, que los ejemplares de ganado ovino importados desde entonces lo fueron bajo la estricta supervisión del gobierno. ¿Qué quieren decir estas dos cosas?
Era una pregunta dirigida a mí.
—Que todas las razas de carneros existentes en Japón son bien conocidas y están censadas —respondí.
—Ni más ni menos. Puede añadirse que en el caso de los carneros, igual que en el de los caballos de carreras, el apareamiento es un punto esencial; por eso, los ejemplares que hay en Japón tienen bien documentada su ascendencia. En resumidas cuentas, se trata de un animal supervisado al máximo. En cuanto al cruce entre diversas razas, también está sujeto a control. No existe importación clandestina, pues no es un buen negocio. Puestos a enumerar las razas, tenemos el Southdown, el merino español, el Cotswold, el carnero chino, el Shropshire, el Corriedale, el Cheviot, el Romanovsky, el Ostofresian, el Border Leicester, el Romney Marsh, el Lincoln, el Dorset Horn, el Suffolk…, y creo que no hay más. Ahora que sabes todo esto —dijo el hombre—, me gustaría que echases otra mirada a la fotografía.
Tomé de nuevo en mis manos la fotografía y la lupa.
—Y ahora, me gustaría que te fijaras en el tercer carnero por la derecha de la fila delantera.
Llevé la lupa al tercer carnero por la derecha de la fila delantera. Luego miré al que tenía a su lado, y volví de nuevo al tercero por la derecha.
—Esta vez habrás apreciado algo, ¿no?
—Es de una raza diferente, ¿verdad? —le respondí.
—Efectivamente. Exceptuando el tercer carnero por la derecha, todos son ejemplares corrientes de la raza Suffolk. Únicamente ése es distinto. Es bastante más rechoncho que los Suffolk, el color de su lana también es diferente, y no tiene la cara negra. Cómo te lo diría…, da impresión de fortaleza. He enseñado esta fotografía a varios especialistas en ganado ovino, y lo que he sacado en conclusión es que esta raza no existe en Japón. Ni tampoco, seguramente, en el resto del mundo. Así que tienes delante un carnero inexistente.
Lupa en mano, examiné una vez más el tercer carnero por la derecha. Al mirarlo con atención, descubrí en medio de su lomo una mancha tenue, como si le hubieran tirado café. Era una mancha tan vaga, que no podía definirla: unas veces se me antojaba una imperfección de la película, y otras una ligera alucinación de los ojos. Aunque tal vez alguien hubiera derramado una taza de café sobre el lomo del carnero. ¿Por qué no?
—En el lomo se ve una mancha tenue, ¿eh?
—No es una mancha —dijo el hombre—. Es un lunar en forma de estrella. Compáralo con esto.
Sacó una fotocopia de un sobre y la puso en mi mano. Reproducía el dibujo de un carnero, realizado, al parecer, con un lápiz grueso; en los espacios en blanco del papel se advertían huellas negruzcas de dedos. En conjunto, denotaba ingenuidad, y, sin embargo, era un dibujo que no dejaba indiferente. Todos los detalles habían sido trazados con una minuciosidad rayana en lo insólito. Traté de comparar con la mirada el carnero de la foto y el del dibujo, alternativamente. A ojos vistas, eran el mismo animal. El carnero dibujado tenía en el lomo un lunar en forma de estrella, el cual correspondía a la mancha del carnero fotografiado.
—Y ahora, mira esto.
Acompañando las palabras con el gesto, el hombre sacó un encendedor del bolsillo de su pantalón y me lo entregó. Era un Dupont muy pesado, de plata, seguramente un modelo hecho por encargo. Llevaba grabado el mismo emblema del carnero que había visto en el interior del coche. Sobre el lomo del carnero se distinguía con claridad meridiana el lunar en forma de estrella.
Empezó a dolerme un poco la cabeza.