Volví a nuestra ciudad en junio.
Inventándome un pretexto plausible, me tomé tres días seguidos de vacaciones, y un martes por la mañana emprendí el viaje yo solo en el tren de alta velocidad. Vestía una deportiva camiseta blanca de manga corta, pantalones verdes de algodón, desgastados por las rodillas, y zapatillas de tenis blancas. No llevaba equipaje. Y además, no me había afeitado. Los tacones de aquellas zapatillas de tenis, que no me ponía desde hacía mucho tiempo, estaban desgastados de un modo increíble. No tenía idea de lo patosos que llegaban a ser mis andares.
Lo de subirme a un tren de largo recorrido sin equipaje alguno resultaba algo sensacional para mí. Era como si, mientras daba un despreocupado paseo, hubiera sido transportado a un avión lanzatorpedos perdido en los recovecos del espaciotiempo, donde no hay nada, absolutamente nada. Ni citas para ir al dentista, ni trabajos pendientes dentro de un cajón de despacho. Ni esas relaciones humanas tan enrevesadas que no parecen ofrecerte ninguna salida, ni esos lazos benevolentes con que la mutua confianza impone sus obligaciones. Todas esas pejigueras las había sepultado en las fauces de un abismo provisional. Mis pertenencias se reducían a aquellas viejas zapatillas de tenis, con sus suelas de goma prodigiosamente deformadas. Unas zapatillas que se adherían a mí como para traerme el asombrado recuerdo de otro ámbito espacio-temporal; pero esto carecía de importancia. No podía enfrentarme al poder de unas latas de cerveza y un macizo bocadillo de jamón.
No había visitado mi ciudad natal desde hacía unos cuatro años. Aquella visita a mi patria chica obedeció a la necesidad de realizar los trámites burocráticos relativos a mi matrimonio. Sin embargo, cuando me acuerdo de aquel viaje, sólo puedo pensar en lo inútil que resultó a la postre. Mero papeleo, no obstante lo que pudiera pensar en aquellos momentos. Todo es según el color del cristal con que se mira. Lo que para una persona es el final de todo, para otra no representa el fin de nada. Así de sencillo. Aunque, claro está, a partir de aquí el sendero se bifurca en dos caminos que se alejan cada vez más el uno del otro.
Desde entonces, ya no hay ciudad que pueda considerar mía. No tengo lugar al que dirigirme. Cuando lo pienso, experimento cierto alivio en el fondo de mi corazón. Ya no hay nadie que ansíe verme. Ni nadie que me busque. Ni nadie que espere sacar algo de mí.
Tras beberme un par de latas de cerveza, dormité durante media hora. Al despertarme, aquel ingrávido sentimiento de liberación experimentado antes ya se había desvanecido. A medida que el tren avanzaba, el cielo se iba cubriendo vagamente de un gris propio de la estación lluviosa. Bajo él se desplegaba el mismo paisaje monótono de siempre. Por más que acelerara el tren su marcha, resultaba imposible escapar del aburrimiento. Más bien sucedía lo contrario: cuanto más corría el tren, tanto más nos adentrábamos en la médula de la monotonía. El tedio es así.
Junto a mí iba sentado un ejecutivo de unos veinticinco años, absorto en la lectura de una revista de economía. Llevaba un traje de verano azul marino, sin una arruga, y zapatos negros. Su camisa era blanca, recién salida de la lavandería. Me quedé mirando el techo del vagón, mientras fumaba un cigarrillo. Para matar el tiempo, fui recordando, uno por uno, los títulos de las diversas grabaciones realizadas por los Beatles. Tras llegar al que hacía setenta y tres, me paré, incapaz de proseguir. ¿Cuántas grabaciones de Paul McCartney podía recordar?
Después de mirar un rato por la ventanilla, de nuevo dirigí los ojos al techo del vagón.
Tenía veintinueve años, y dentro de seis meses caería el telón sobre la década de mis veinte años. Y sólo había vacío en aquella década que estaba a punto de terminar. Sólo vacío. No había conseguido nada de valor, y no había alcanzado ninguna de mis metas. Mis logros se reducían al aburrimiento, nada más.
¿Qué había sentido en otros tiempos? Ya se me había olvidado. Sin embargo, algo sentí, seguramente. Algo capaz de mover mi corazón, y de mover otros corazones al unísono con el mío. A fin de cuentas, todo aquello se había perdido. Perdido, porque estaba predestinado a perderse. ¿Qué alternativa me quedaba, sino la de aceptar que todo se me escapara de las manos?
Al menos, había sobrevivido. Por más que se diga que el indio bueno es el indio muerto, mi destino era seguir viviendo, aunque fuera a rastras.
Y ¿con qué fin?
¿Con el de contarles mi leyenda a las paredes?
¡Qué disparate!
—¿A qué viene eso de hospedarte en un hotel? —me dijo Yei, con cara de asombro, al entregarle un estuche de cerillas en cuyo dorso había escrito el teléfono del hotel en que me hospedaba—. Tienes tu casa —insistió— y podrías vivir en ella.
—Ya no es mi casa —le respondí.
Yei no dijo nada.
Tenía ante mí tres platitos de aperitivos para acompañar la cerveza, de la que me bebí la mitad. Luego saqué las cartas del Ratón y se las pasé a Yei, que se secó las manos con una toalla, echó una rápida ojeada sobre las dos cartas y acto seguido se puso a leerlas de nuevo con más calma, siguiendo los caracteres uno por uno.
—¡Vaya! —murmuró, como mostrando admiración—: ¡Conque anda por ahí vivito y coleando!
—Y bien vivo —dije, y bebí otro trago de cerveza—. Bueno, me gustaría afeitarme, si me haces el favor de prestarme una maquinilla y jabón.
—Claro —contestó Yei, y sacó de debajo del mostrador un estuche con los utensilios—. Puedes usar el lavabo, aunque no hay agua caliente.
—Me basta con el agua fría. Y espero no encontrarme con ninguna chica borracha tendida en el suelo; ¡entonces sí que me costaría afeitarme!
El bar de Yei había cambiado por completo.
El antiguo bar de Yei era un pequeño establecimiento lleno de humedad, situado en el sótano de un viejo edificio que daba a la carretera nacional. En las noches de verano, la corriente del aire acondicionado llegaba a trocarse en neblina. Si estabas mucho rato allí, salías con la camisa empapada.
Yei era chino, y su verdadero nombre consistía en una retahíla casi impronunciable de sílabas. Empezaron a llamarle Yei después de la guerra, cuando trabajaba en una base americana; los soldados le pusieron ese apodo, inspirado en la pronunciación de la letra jota en inglés. A raíz de entonces, su verdadero nombre fue cayendo insensiblemente en el olvido.
Según lo que le había oído contar a Yei, dejó de trabajar en la base en 1954 y abrió un pequeño bar muy cerca de allí. Ése fue el primer bar de Yei, el cual conoció una época de prosperidad. La mayoría de su clientela provenía de la escuela de oficiales de aviación, y había mucho ambiente. Cuando el establecimiento iba viento en popa, Yei se casó; pero cinco años más tarde falleció su mujer. Yei nunca comentó nada sobre la causa de su muerte.
En 1963, cuando se recrudeció la guerra de Vietnam, Yei vendió el bar y se vino a mi ciudad, que estaba a gran distancia de aquella en que vivía antes. Y allí abrió su segundo bar.
Eso es todo cuanto sé de Yei. Tiene un gato, fuma una cajetilla de tabaco al día, y no bebe ni gota de alcohol.
Antes de conocer al Ratón, siempre iba solo al bar de Yei. Allí bebía mi cerveza a pequeños sorbos, fumaba, echaba monedas en una gramola para escuchar mis discos favoritos… Como a aquellas horas el bar de Yei solía estar vacío, los dos, con el mostrador por medio, hablábamos incansablemente. No me acuerdo ya de los temas de nuestras conversaciones. ¿Cuáles podían ser los que interesaran por igual a un taciturno estudiante de bachillerato, de diecisiete años, y a un chino viudo?
Cuando, a los dieciocho años, me fui de la ciudad, el Ratón continuó la tradición de ir allí a beber cerveza. Al marcharse él también de la ciudad, en 1973, no había nadie que continuara la tradición. Y medio año más tarde, debido a las obras de ensanche de la carretera, el establecimiento tuvo que trasladarse de nuevo. Así es como la historia del segundo bar de Yei llegó a su punto final.
El tercer local estaba situado a orillas del río, a medio kilómetro de distancia del emplazamiento precedente. No era muy espacioso, pero ocupaba la tercera planta de un moderno edificio de cuatro pisos, y tenía ascensor. Lo de subir en ascensor al bar de Yei me resultaba extraño. Y también me causaba extrañeza contemplar la vista nocturna de la ciudad desde lo alto de mi taburete, junto al mostrador.
En el nuevo bar de Yei había grandes ventanales orientados al norte y al sur, desde los cuales podía verse el panorama de las montañas, así como los terrenos que habían sido ganados al mar. Donde antes había agua, ahora se alineaban altos y macizos edificios, como lápidas sepulcrales sobre los restos del pasado.
Me dirigí a uno de los ventanales, permanecí de pie durante unos instantes contemplando el paisaje nocturno, y volví luego al mostrador.
—Hace tiempo, desde aquí se habría visto el mar —observé.
—Desde luego —confirmó Yei.
—¡Cuántas veces nadé por allí!
—Ya —dijo Yei. Y poniéndose un cigarrillo en los labios, lo encendió con un macizo encendedor—. Te comprendo muy bien. Allanan montañas para construir casas, y llevan la tierra hasta el mar para sepultarlo, a fin de edificar más y más casas. ¡Y encima hay gente a quien todo eso le parece estupendo!
Yo bebía silenciosamente mi cerveza. Por los altavoces del techo se oía la última canción de los Boz Scaggs. La gramola había pasado a la historia. La clientela del bar estaba compuesta en su mayoría por parejas de universitarios, pulcramente vestidos, que bebían sorbo a sorbo sus cócteles o sus whiskys con soda, en un ambiente de notable corrección. No había clientes con aspecto de ir a desplomarse borrachos, ni reinaba ese agrio tumulto tan característico de los fines de semana. Seguramente, todos los presentes se irían a casa tan tranquilos, se pondrían el pijama, se limpiarían con cuidado los dientes y se irían a la cama. Nada que objetar, sin duda. La pulcritud es una virtud muy loable. En el mundo, al igual que en aquel bar, las cosas no son nunca como deberían ser.
Yei no me quitaba los ojos de encima.
—¿Qué te pasa? ¿Encuentras cambiado el bar, y te sientes extraño?
—Nada de eso —le respondí—. Lo que ocurre es que el caos ha cambiado de forma. La jirafa y el oso se han intercambiado los sombreros, y el oso, para acabarlo de arreglar, quiere cambiar su bufanda por la de cebra.
—¡Lo de siempre! —exclamó Yei, entre risotadas.
—Los tiempos han cambiado —le dije—. Y el cambio de los tiempos ha traído el de muchas otras cosas. Aunque eso, al fin y al cabo, me parece bien. Todo se renueva. Nada que objetar.
Yei permanecía callado.
Me bebí otra cerveza, mientras él se fumaba otro cigarrillo.
—¿Cómo te van las cosas? —me preguntó al fin.
—No me puedo quejar —le respondí, sin entrar en detalles.
—Y ¿qué tal va tu matrimonio?
—Así así. Cuando se han de poner de acuerdo dos personas, ya sabes… Unas veces parece que las cosas van a ir bien, y otras parece que no. Claro que el matrimonio… tal vez consista justamente en eso.
—¿Quién sabe? —dijo Yei, rascándose la nariz con el dedo meñique—. Se me ha olvidado cómo es la vida matrimonial. ¡Es algo tan lejano…!
—Y tu gato, ¿está bien?
—Se murió hace cuatro años. Creo que fue poco después de tu boda. Tuvo un dolor de tripas, y… Pero, al fin y al cabo, gozó de una larga vida: tenía doce años cumplidos, ni más ni menos. Más tiempo del que pasé con mi mujer. Doce años de vida no está mal para un gato, ¿verdad?
—Desde luego que no.
—Lo enterré en un cementerio para animales que hay en la ladera de una de las colinas. Desde allí se dominan incluso los edificios más altos. Por este barrio, vayas a donde vayas, sólo encuentras casas y más casas. Por supuesto, a un gato eso no creo que le importe, pero aun así…
—¿Te sientes triste?
—Un poco, sí. No tanto como si se me hubiera muerto un pariente, claro. Supongo que esto que digo te parecerá raro, ¿no?
Negué con la cabeza.
Yei se puso a preparar un cóctel y una ensalada de queso para otro cliente, y yo maté el rato tratando de resolver un rompecabezas escandinavo que había sobre el mostrador. Se trataba de montar un paisaje —un campo de tréboles sobre el cual revoloteaban tres mariposas— dentro de una caja de cristal. Tras unos diez minutos de tentativas, me harté y lo dejé.
—¿No pensáis tener hijos? —preguntó Yei, que se había acercado de nuevo a mí—. Ya tenéis edad.
—No queremos tener hijos.
—¿Por qué?
—Imagínate, por ejemplo, que tuviese un hijo igual que yo; la verdad es que no sabría qué hacer.
Yei emitió una extraña risita y llenó de cerveza mi vaso.
—Lo que te pasa es que te preocupas demasiado por lo que pueda ocurrir luego, y luego, y luego…
—¡Qué va! No se trata de eso. Lo que quiero decir, en resumidas cuentas, es que no sé si vale la pena engendrar una nueva vida. Los niños crecen, las generaciones se suceden. Y ¿adónde conduce todo eso? Se allanarán más montañas, y se ganará más terreno al mar. Se inventarán vehículos cada vez más veloces, y más gatos morirán atropellados. ¿No tengo razón?
—Eso no es más que el lado negro de la vida. También hay cosas buenas, y gente decente.
—Dame tres ejemplos, y te creeré —le dije.
Yei se quedó pensativo, pero enseguida se echó a reír y me dijo:
—Con todo, el tomar esas decisiones corresponderá a la generación de tus hijos, no a la tuya. En cuanto a tu generación…
—Ya está acabada, ¿no?
—Hasta cierto punto, sí —concedió Yei.
—Se acabó la canción. Sin embargo, la melodía todavía suena.
—Tú siempre haciendo frases bonitas.
—Para presumir de agudo, nada más.
Cuando el bar empezó a llenarse de gente, le di las buenas noches a Yei y me fui. Eran las nueve. Todavía sentía picor en la cara, tras aquel afeitado con agua fría. Entre otras cosas, porque, en lugar de loción para después del afeitado, me había dado una fricción con un cóctel de lima y vodka. Según Yei, venía a ser lo mismo, pero el caso es que la cara me olía a vodka.
La noche era extrañamente cálida, y el cielo, como ocurría a menudo, estaba cubierto de nubes. Soplaba una húmeda brisa del sur, algo que también era habitual. El olor del mar traía consigo un presagio de lluvia. El ambiente rezumaba una lánguida tristeza. Resonaban los cantos de los insectos entre los matorrales, a orillas del río. Empezó a llover; era una lluvia tan fina que a veces dudaba de que estuviera lloviendo, pero lo cierto es que mi ropa estaba cada vez más empapada.
Bajo las vagas luces blancas de vapor de mercurio se distinguía la corriente del río, una corriente tan somera que no cubriría más allá del tobillo. El agua seguía tan clara como antaño, pues al fluir directamente desde la montaña, no está polucionada. El lecho del río está constituido por guijarros y arena arrastrados por las aguas, y en algunos lugares lo interrumpen formaciones rocosas que originan pequeñas cascadas, donde se frena el flujo de la arena. A los pies de esas cascadas hay pozas relativamente profundas, en las que nadan innumerables pececillos.
En la época del estiaje la corriente es absorbida por el lecho poroso, y sólo queda un reguero de blanca arena, ligeramente húmedo. A veces, cuando tenía ganas de dar un paseo, remontaba el río en busca del lugar donde desaparecía, absorbido por su lecho. En ese punto los últimos hilillos de agua, como detenidos por una fuerza misteriosa, desaparecían engullidos por las oscuras entrañas de la tierra.
Seguir el camino que orilla un río ha sido siempre mi paseo preferido. Ir caminando a la par que su curso. Y sentir su aliento al caminar. Sus aguas están vivas. Son las que han dado vida a las ciudades. Durante cientos de miles de años los ríos han erosionado las montañas, acarreado tierra, rellenado el mar y dado vida a los árboles. Desde que existen las ciudades, éstas les pertenecen, y sin duda les seguirán perteneciendo en el futuro.
Como estábamos en la estación de las lluvias, la corriente fluía ininterrumpidamente hasta perderse en el mar. Los árboles plantados en sus márgenes impregnaban el aire con el aroma de sus hojas. Sobre el césped reposaban innumerables parejas, entre las cuales deambulaban numerosas personas mayores que habían sacado de paseo a sus perros. Algunos estudiantes de bachillerato, dando reposo a sus bicicletas, se fumaban un cigarrillo. Era una de esas tibias noches de comienzos de verano.
En un puesto de bebidas que me venía de paso compré dos latas de cerveza, que me despacharon en una bolsa de papel. Fui caminando hasta el mar, con la bolsa colgada del brazo. El mar se convertía allí en una pequeña ensenada, o más bien en una especie de canal semienterrado, por donde desembocaba el río. A lo largo de unos cincuenta metros, la costa conservaba su aspecto primitivo, en medio de las grandes obras de ingeniería. Había una playita, que era aún la de antaño. Se alzaban pequeñas olas, sobre las cuales se movían leños sueltos pulidos por el agua. Olía a mar. Sobre el muro de contención de cemento se distinguían aún viejas pintadas. Sólo quedaban cincuenta metros de la entrañable playa antigua, cincuenta metros de playa firmemente encajonados entre elevados muros de cemento de hasta diez metros de altura. Muros que ceñían por ambos lados aquella lengua de mar y se prolongaban sin solución de continuidad durante kilómetros, hasta perderse de vista. Más allá del muro se erguían, compactos y dominantes, los altos edificios. El mar, salvo en aquella extensión de cincuenta metros, había sido literalmente borrado del mapa.
Dejé atrás el río y caminé hacia el este por la antigua carretera costera. Cosa sorprendente, allí estaba todavía el viejo malecón. Un malecón que se ha quedado sin mar se convierte en algo indeciblemente extraño. Me detuve más o menos donde en otro tiempo solía parar mi coche para contemplar el mar; y allí, sentado en el malecón, me bebí las cervezas. En lugar del océano, se extendía ante mi vista un panorama de terrenos ganados al mar y de altos bloques de apartamentos. Aquel enjambre insulso de edificaciones cambiaba de significado para mí a medida que lo contemplaba; a veces me parecía el esqueleto de una ciudad aérea abandonada a medio construir, pero en otras ocasiones me recordaba a una caterva de niños pequeños que esperaran llorosos el regreso de su padre, que se retrasaba. Entre las viviendas serpenteaba, como pespunteado, un dédalo de carreteras asfaltadas, que conducía bien a un colosal aparcamiento, bien a una terminal de autobuses; aquí a un supermercado, allí a una gasolinera; más allá a un extenso parque, o a un espléndido auditorio. Todo era nuevo allí, pero también artificial a más no poder. La tierra acarreada desde la montaña tenía una tonalidad fría, típica de los terrenos ganados al mar; no obstante, los sectores que permanecían sin edificar estaban cubiertos de densa maleza, nacida de las semillas traídas por el viento. Los hierbajos habían arraigado en el nuevo suelo con un vigor impresionante. Proliferaban a sus anchas por todas partes, como queriendo ridiculizar a los árboles, los setos y el césped plantados artificialmente en los márgenes de las carreteras.
Un panorama desolador.
Sin embargo, ¿qué podía hacer para evitarlo? Se nos había impuesto un orden nuevo, con nuevas reglas. Nadie podía poner freno a tal engendro.
Tras acabarme las dos latas de cerveza, las tiré con todas mis fuerzas, una tras otra, hacia aquel terreno ganado al mar. Las latas vacías fueron a perderse en el océano de malezas agitado por el viento. A continuación, me fumé un cigarrillo.
Cuando mi cigarrillo tocaba a su fin, apareció por allí un hombre con una linterna, que se me acercó despacio. Rondaba los cuarenta años. Su camisa, sus pantalones y su gorra eran de color gris. Un guarda, sin duda, encargado de vigilar la zona.
—Hace un momento ha tirado algo, ¿no? —dijo el hombre al llegar a mi altura.
—Así es —le dije.
—¿Qué ha tirado?
—Objetos cilíndricos, metálicos, cerrados por los extremos —le respondí.
El guarda parecía mosqueado.
—¿Y por qué los ha tirado?
—No hay una razón especial. Desde hace unos doce años lo vengo haciendo. He llegado a tirar media docena de esos objetos a la vez, y nadie se ha quejado.
—Lo pasado, pasado está —dijo el guarda—. Pero estos terrenos son de propiedad municipal y está prohibido arrojar basura en ellos.
Me quedé un rato en silencio. Dentro de mí sentí un temblor repentino, que al poco se aquietó.
—El problema —dije al fin— es que lo que me acaba de decir resulta bastante lógico.
—Es lo que mandan las leyes —contestó el hombre.
Lancé un hondo suspiro y me saqué del bolsillo una cajetilla de tabaco.
—¿Qué debo hacer pues?
—No puedo exigirle que vaya a recoger lo que ha tirado. Está oscuro, y no tardará en llover de verdad. Por eso sólo le pido que no vuelva a tirar cosas, por favor.
—No volveré a tirar nada —le aseguré—. Buenas noches.
—Buenas noches —me contestó el guarda. Y se marchó.
Me tendí sobre el malecón para mirar al cielo. Como había dicho el guarda, al poco comenzó a caer la lluvia. Mientras me fumaba otro cigarrillo, recordé el enfrentamiento verbal que acababa de tener con aquel hombre. Diez años atrás, pensé, mi actitud hubiera sido bastante más violenta. Bueno, tal vez fuera sólo una apreciación mía. ¿Qué más daba, al fin y al cabo?
Volví a la carretera paralela al río, y cuando conseguí coger un taxi, se había desencadenado una lluvia que no dejaba ver nada.
—Al Hotel X —indiqué al taxista.
—¿Qué, haciendo turismo? —me preguntó el taxista, hombre de mediana edad.
—Ajá.
—¿Es la primera vez que visita esta ciudad?
—No, ya había estado antes —le respondí.