1. Primera carta del Ratón
(21 de Diciembre de 1977, en el matasellos)

«¿Te encuentras bien?

»Siento como si lleváramos siglos sin vernos. ¡Cuánto tiempo ha pasado! Por cierto, ¿en qué año nos vimos por última vez?

»Cada vez más tarde para calcular el tiempo. Es como si un pajarraco negro y de anchas alas revolotease sin cesar sobre mi cabeza y me impidiese contar más allá del número tres. Dispénsame, pero preferiría que fueras tú quien lo calculara.

»Sin decírselo a nadie, me largué de la ciudad, lo que seguramente te causaría alguna preocupación. O tal vez te hayas sentido asqueado porque no te avisé. Un montón de veces pensé sincerarme contigo, aunque la cosa no me resultaba fácil. Te escribí muchas cartas, pero así como las acababa las rompía. Esto quizá podría considerarse normal, lo admito. Pero debes comprender que las cosas que no soy capaz de explicarme ni a mí mismo, difícilmente se las podré explicar a los demás.

»Así lo creo, al menos.

»Nunca se me ha dado bien el escribir cartas. Se me trabucan las ideas, confundo el significado de las palabras y siempre meto la pata. Y lo que es más, eso de escribir cartas acaba sumiéndome en la confusión mental más espantosa. Como, encima, carezco de sentido del humor, resulta que mientras voy escribiendo frases me siento cada vez más asqueado de mí mismo.

»Por lo general, las personas a quienes se les da bien escribir cartas no tienen necesidad de hacerlo. La razón está en que esas personas pueden vivir una vida plena sin salir de su propio marco de referencias. Esto, sin embargo, no pasa de ser una opinión mía. A lo mejor resulta imposible eso de vivir dentro de un marco de referencias.

»Hace un frío terrible, y tengo las manos embotadas. Es como si no fueran mías. De igual modo, la sustancia gris de mi cerebro no parece ser mía. Nieva. Es igual que si nevara la sustancia gris del cerebro de alguien y se fuera apilando cada vez más alta. (¡Qué frase tan insulsa!).

»Dejando aparte el frío, me encuentro perfectamente de salud. ¿Qué tal tú? No te voy a dar mi dirección, pero tampoco me lo tomes a mal. No es que quiera ocultarte nada. Ojalá me entiendas, aunque no sea más que en este punto. Es que se trata de una cuestión sumamente delicada para mí. Si te diera mi dirección, creo que en ese preciso momento algo cambiaría irreversiblemente dentro de mí. No sé expresarlo bien, pero espero que lo comprendas.

»Tengo la corazonada de que las cosas que no soy capaz de expresar debidamente, tú las entiendes la mar de bien. Aunque parece que cuanto más me comprendes, menos capaz soy de expresarme. Seguramente, es una tara que llevo conmigo desde que nací.

»Claro que cada cual tiene sus defectos.

»El peor de mis defectos, no obstante, es que, a medida que voy envejeciendo, mis imperfecciones aumentan. En resumidas cuentas, es como si dentro de mi cuerpo hubiera criado una gallina. La gallina puso huevos, los cuales, a su vez, se convirtieron en gallinas, y éstas, a su debido tiempo, también pusieron huevos. Así las cosas, con ese equipaje de defectos a cuestas, ¿es posible que un hombre viva? Por desgracia, sí. Ahí está el problema, precisamente.

»De todos modos, sigue en pie aquello que no te voy a dar mi dirección. Sin duda, es mejor así, tanto para mí como para ti.

»Más nos hubiera valido, ciertamente, a nosotros dos, haber nacido en la Rusia del siglo XIX. Yo habría sido el príncipe fulanito, y tú el conde menganito. Juntos iríamos de cacería, nos batiríamos en duelo, seríamos rivales en el amor, expresaríamos nuestras quejas metafísicas, contemplaríamos el crepúsculo vespertino desde la ribera del mar Negro mientras brindábamos con cerveza, y todo eso. Luego, en el ocaso de nuestras vidas, nos veríamos implicados en alguna conspiración y se nos exiliaría a Siberia, donde terminarían nuestros días. ¿No te parece fabuloso, un plan así? En mi caso, de haber nacido en el siglo XIX, creo que sería capaz de escribir novelas mucho mejores. Y aunque no hubiera llegado a ser un Dostoyevski, seguro que le habría ido a la zaga. Y tú, ¿qué habrías sido? A lo mejor te hubieras pasado toda la vida siendo simplemente el conde menganito. Aunque no tiene nada de malo ser simplemente el conde menganito. Es algo decimonónico a más no poder.

»Bueno, ya está bien de soñar con el pasado. Regresemos al siglo XX.

»Hablemos de la ciudad.

»No de la ciudad en que nacimos, sino de otras ciudades, de diferentes ciudades.

»En el mundo hay, verdaderamente, muy variadas ciudades. En cada una de ellas se encuentran numerosísimas facetas absurdas o chocantes, que son precisamente las que me atraen. De modo que desde que me marché, he conocido todas las ciudades que he podido.

»Bajo del tren donde me parece y salgo de la estación; suele haber una plaza con un quiosco de información que proporciona planos de la ciudad, y un barrio comercial. Ocurre así en todas partes. Hasta la expresión de los perros parece la misma. Lo primero que hago es darme una vuelta por la ciudad, y luego me dirijo a una agencia de la propiedad inmobiliaria, en busca de alojamiento económico. Naturalmente, como soy forastero, y en las ciudades pequeñas tienden a ser recelosos, tengo que ganarme la confianza de la gente. Pero, bien lo sabes, si me lo propongo, soy una persona muy sociable, y me basta con un cuarto de hora para meterme en el bolsillo a cualquiera. Así que bien pronto encuentro cobijo, y dispongo de diversos datos útiles sobre la ciudad.

»A continuación hay que buscar trabajo. Esto también parte de la base de meterse en el bolsillo a la gente. Una persona como tú supongo que lo tendría difícil (y te advierto que a mí también me ha ocurrido muchas veces), ya que no estará allí más de cuatro meses. Pero nada impide llevarse bien con todo el mundo; es algo que nunca está de más. Ante todo, hay que dar con el bar o cafetería donde se reúne la juventud (cosa que existe en todas las ciudades; es como su “ombligo”) y hacerte asiduo del establecimiento. Allí harás amistades que te pueden abrir las puertas de un empleo. Ni que decir tiene que el nombre y la biografía te los inventas para el caso. No te puedes hacer una idea de la de nombres y biografías que he llegado a tener, hasta el extremo de que con frecuencia estoy a punto de olvidar quién soy de verdad.

»Hablando de empleos, lo cierto es que he hecho de todo. Por lo general, he realizado tareas aburridas; pero aun así, me resulta agradable trabajar. Mi empleo más frecuente ha sido el de mozo de gasolinera, creo. Le sigue en frecuencia el de camarero. También he sido dependiente de librería, e incluso he trabajado en una emisora. Me he empleado, asimismo, como jornalero. He sido vendedor de cosméticos, y en este oficio llegué a ser la mar de conocido. Además, me he acostado con infinidad de chicas. Resulta divertido eso de acostarse con una chica mintiéndole acerca de tu nombre y tu pasado.

»Todo esto, con más o menos variaciones, se repite una y otra vez.

»Ya paso de los veintinueve años. Nueve meses más, y me pongo en los treinta.

»Aún no tengo claro si esta clase de vida es la que me conviene para el futuro. Tampoco sé si existe universalmente un supuesto “temperamento de vagabundo” o no. Como alguien dejó escrito, para una larga vida de vagabundaje se requiere tener uno de estos tres temperamentos: religioso, artístico o espiritual. Es decir, la persona que no tenga uno de esos tres temperamentos, no llegará a ser un vagabundo de verdad; y yo, francamente, no me veo encarnado en ninguno de ellos. (En todo caso, de tener que elegir alguno… ¡Bah!, más vale dejarlo).

»También puede ocurrir que haya abierto una puerta que no debía, y me encuentre abocado a un camino sin retorno. En este caso, una vez abierta la puerta, no hay otra solución que seguir adelante como se pueda. No voy a pasarme toda la vida lamentando mis errores.

»Eso es lo que hay.

»Como ya te dije al principio (¿ya te lo dije?), cuando pienso en ti me siento un poco avergonzado. Tal vez sea porque tú probablemente guardas un buen recuerdo de mí, de cuando yo era una persona más o menos seria.

»Postdata: Acompaña a esta carta una novela que he escrito. Como para mí ha perdido todo sentido, puedes disponer de ella según tu criterio. Te envío esta carta por correo urgente para que te llegue el 24 de diciembre. Espero que la recibas a tiempo.

»De todos modos, ¡feliz cumpleaños!

»Y, ¿cómo no?, ¡felices pascuas!

Encontré la carta del Ratón embutida de mala manera en mi buzón, la mar de arrugada, el día 29 de diciembre, cuando el año iba tocando su fin. Llevaba adheridas nada menos que dos etiquetas de reenvío, pues había sido dirigida a mi antiguo domicilio. Como no tenía medio alguno de darle a conocer mi nueva dirección, ¡qué le iba a hacer!

Por tres veces leí aquellas cuatro páginas de papel ligeramente verduzco, atiborradas de escritura. Luego cogí el sobre para averiguar lo que ponía en su borroso matasellos. Procedía de una ciudad cuyo nombre no había oído en mi vida. Saqué un atlas de la estantería y busqué dónde se encontraba. Por lo que decía la carta del Ratón, deduje que me había escrito desde el extremo norte de la isla de Honshû. Tal como me imaginaba, la ciudad correspondía a la prefectura de Aomori. Era una pequeña población, a una hora más o menos de tren desde la estación de Aomori. Según la guía de ferrocarriles, allí paraban cinco trenes cada día. Dos por la mañana, uno al mediodía, dos por la tarde. Volviendo al tema de Aomori en diciembre, he estado allí varias veces durante dicho mes. Hace un frío que pela. Hasta los semáforos se congelan.

Luego le enseñé la carta a mi mujer. «¡Pobre hombre!», dijo secamente, pero tal vez lo que quería decir era «¡Pobres chicas!». Naturalmente, eso poco importa ya.

En cuanto a la novela, unos doscientos folios cuadriculados, la metí en un cajón de mi escritorio sin mirar siquiera el título. No sé por qué lo hice, pero lo cierto es que no tenía la intención de leerla. Por lo que a mí tocaba, con la carta tenía ya bastante.

Me senté en el sillón, ante la estufa, y me fumé tres cigarrillos.

La segunda carta del Ratón me llegó en mayo del año siguiente.