Hay sueños simbólicos, y hay una realidad simbolizada por tales sueños. O bien, hay una realidad simbólica, y hay sueños simbolizados por tal realidad. El símbolo es lo que podría denominarse el alcalde honorario del universo de las lombrices. En el seno de este universo, no resulta asombroso el hecho de que una vaca ande buscando unas pinzas. Y es probable que, si las busca sin desfallecer, llegue a encontrarlas, más pronto o más tarde. Aunque éste es un problema que no me concierne.
Sin embargo, en el supuesto de que la vaca pretenda hacerse con las pinzas valiéndose de mí, la situación cambia radicalmente. Sucede entonces que me veo forzado a penetrar en un universo regido por una lógica que no tiene nada que ver con la que rige en el mío. Y una vez dentro de este universo de lógica tan diferente, lo más angustioso es que las conversaciones son diálogos inacabables e incongruentes. Le pregunto a la vaca: «¿Para qué quieres unas pinzas?». Y ella responde: «Porque no tengo nada que llevarme al estómago». Le pregunto: «Si lo que tienes es hambre, ¿para qué necesitas unas pinzas?». Ella responde: «Para sujetar la rama de un melocotonero». Le pregunto: «¿Por qué de un melocotonero?». Ella responde: «Oye, ¿acaso no te he dado mi ventilador?». Y así podríamos seguir por los siglos de los siglos. De modo que, mientras se desarrolla esta conversación insoportablemente absurda, la vaca empieza a parecerme odiosa, y yo le resulto cada vez más antipático. Así es el universo de las lombrices. Para escapar de él, no hay más camino que tener otro sueño simbólico.
El sitio adonde me transportó aquel enorme vehículo de cuatro ruedas una tarde de septiembre de 1978, era precisamente el propio centro del universo de las lombrices. Es decir, mi plegaria no había sido escuchada.
Tras echar una ojeada a mi alrededor, suspiré profundamente. La cosa se lo merecía.
El coche estaba parado en lo alto de una loma no excesivamente pronunciada. A nuestra espalda se extendía un camino de grava, por el que sin duda habíamos subido hasta allí; un camino con muchas curvas, sin duda trazado así a propósito, y que se iniciaba en una verja visible en la lejanía.
A ambos lados del camino se alineaban cipreses y lámparas de vapor de mercurio, distribuidos a intervalos irregulares, como lapiceros sostenidos por otros tanto portalápices. Caminando sin prisa, habría un paseo de unos quince minutos hasta la verja. A los troncos de los cipreses se aferraban miríadas de cigarras, que lanzaban su gemido al viento como si el fin del mundo hubiera empezado ya. A ambos lados del camino se extendía un césped cuidadosamente cortado, que bajaba siguiendo el declive del terreno. Por él se esparcían al azar hortensias, azaleas y muchas otras plantas para mí desconocidas. Una bandada de estorninos se desplazaba ondulante de derecha a izquierda sobre el césped, como una duna movida caprichosamente por el viento.
Por ambas laderas de la loma descendían escaleras de piedra, más bien estrechas. La de la derecha conducía a un jardín japonés, con su estanque y sus linternas de piedra; la de la izquierda desembocaba en un pequeño campo de golf. Al lado del terreno de golf había un cenador circular de color pardo rojizo, enfrente del cual se alzaba una estatua de piedra que representaba a uno de los dioses de la mitología griega. Más allá de la estatua pude ver un enorme garaje, donde un empleado lavaba otro coche con una manguera. No pude distinguir la marca, pero, indudablemente, no se trataba de un Volkswagen de segunda mano.
Con los brazos cruzados, eché otra ojeada al jardín, a mi alrededor. Era un jardín al que no se podía hacer ni un reproche, aunque empezaba a darme dolor de cabeza.
—¿Y dónde está el buzón de la correspondencia? —pregunté, pues me picó la curiosidad de saber adónde tenían que desplazarse cada mañana y cada tarde para recogerla.
—El buzón está en el portón de atrás.
Era una respuesta obvia. Naturalmente, había un portón trasero.
Una vez inspeccionada la panorámica del jardín, me volví y dirigí la mirada al frente; tuve que alzar la vista para contemplar el soberbio edificio que allí se erguía.
Tenía aires —¿cómo decirlo?— de inmenso caserón tristemente solitario.
Imaginemos una idea cualquiera. Muy pronto crece a su lado la excepción que se aparta levemente de la idea primigenia. Con el paso del tiempo, dicha excepción se expande como una mancha de aceite, y acaba cristalizando en una idea diferente. A continuación, y a partir de ahí, brota una nueva excepción ligeramente divergente… En resumen, aquel edificio venía a ser el paradigma de este proceso. Se asemejaba a una especie arcaica de vida que hubiese evolucionado siguiendo los caprichos de un azar inexplicable.
Por lo visto, al principio debió de haber sido una construcción de estilo occidental, siguiendo la moda imperante en el período Meiji. Un vestíbulo clásico, de techo alto, daba paso a una edificación de dos plantas pintada de color crema. Las ventanas, altas y de guillotina, de un estilo muy clásico, habían sido repintadas innumerables veces. El tejado era, por supuesto, de plantas de cobre, y sus canalones parecían tan sólidos como un acueducto romano. Un edificio que no estaba nada mal, eso es indudable. Ciertamente, tenía el encanto de transportar a quien lo contemplara a una época pretérita y en la que reinaba un gusto refinado.
Pero un arquitecto que pretendía ser gracioso, salido de quién sabe dónde, añadió al cuerpo principal del edificio, por su costado derecho, una nueva ala de idénticos estilo y colorido, con la intención de que hiciera juego con la construcción original. La intención era buena, sin duda, pero las dos construcciones no armonizaban entre sí. Era como si en una bandeja de plata se sirvieran a la vez un sorbete y unos brécoles. Así modificado, el edificio vivió unas insulsas décadas, hasta que a alguien se le ocurrió añadirle una especie de torre de piedra sobre cuyo pináculo se instaló un decorativo pararrayos. Craso error. Hubiera sido mejor que un rayo abrasara el edificio.
De la torre partía un corredor porticado, de majestuosa techumbre, que comunicaba directamente con una nueva ala, más moderna, que poseía una extraña personalidad; era evidente en ella el deseo de armonizar diversas tendencias, lo que había conducido a un resultado que podría definirse como «oposición múltiple de ideologías». La envolvía una aura patética, afín a la historia de aquel burro que, puesto entre dos pesebres igualmente llenos de heno, no sabía por cuál decidirse para comer, y acabó muriéndose de hambre.
A mano izquierda del edificio principal, y en manifiesto contraste con él, se extendía a lo largo una típica casa japonesa de un solo piso. Sus elegantes pasadizos con suelo de madera, bordeados por setos y bien podados pinos, eran rectos como las calles de una bolera.
La vista de esta serie de edificios, plantados en lo alto de la loma de un modo que recordaba aquellos programas de tres películas más anuncios que ofrecían los cines de barrio, era algo que valía la pena. Suponiendo que aquello fuera consecuencia de un plan desarrollado adrede durante años y años para despejar a los borrachos y volver insomnes a los afectados por la enfermedad del sueño, cabe decir que tal objetivo había alcanzado un éxito asombroso. Sin embargo, ese supuesto era falso, claro. Varios ingenios de segunda fila, engendrados por diversas épocas con el apoyo de personas que disponían de una fortuna colosal, fueron pergeñando el engendro que tenía ante mis ojos.
Seguramente estuve un buen rato contemplando el jardín y las edificaciones. De pronto, advertí que tenía junto a mí al chófer, que miraba su reloj. Un gesto que parecía ser connatural en él. Se diría que todo visitante al que conducía hasta allí se quedaba estático ante el paisaje en el mismo sitio donde yo estaba, y con idéntico asombro contemplaba el panorama a su alrededor.
—Si le agrada mirar, señor, tómese el tiempo que necesite —me dijo—. Todavía disponemos de ocho minutos, aproximadamente.
—¡Cuánto terreno! —comenté.
No se me ocurrió nada más brillante que decir.
—Una hectárea y siete áreas y media —me informó el chófer.
—Si me dijera que dentro hay incluso un volcán en erupción, no lo dudaría —bromeé, para tantear el terreno.
Pero mi broma no tuvo éxito, naturalmente. «Aquí, por lo visto, no están para bromas», pensé.
Mientras tanto, fueron pasando inadvertidamente los ocho minutos.
Al entrar en la casa, me condujeron a una espaciosa sala de estilo occidental, que se hallaba a mano derecha del vestíbulo. El techo era tremendamente alto, y en su línea de unión con la pared lo adornaba una moldura, decorada con relieves. Había un antiguo sofá, del que emanaba una agradable sensación de paz, así como una mesa; de la pared colgaba un bodegón enmarcado, obra eminentemente realista: manzanas, un florero y un cortaplumas. Parecía una invitación a reventar las manzanas a golpes de florero y luego mondarlas con el cortaplumas, o algo así. Las semillas y el corazón podían tirarse al florero. De las ventanas pendían gruesas cortinas dobles, de tela y de encaje, recogidas a los lados con cordones a juego. Por entre las cortinas se divisaba una de las mejores vistas del jardín. El suelo, revestido de roble japonés, brillaba con todo su espléndido color. La alfombra que cubría la mitad de suelo, a pesar de estar algo descolorida, conservaba todo su pelo.
Una habitación que no estaba nada mal. Nada mal ciertamente.
Una sirvienta ya madura, vestida con quimono, entró en la habitación, dejó sobre la mesa un vaso de zumo de uva y se retiró sin pronunciar palabra. Al salir, cerró la puerta con un chasquido. Luego, todo quedó en silencio.
Encima de la mesa había: un encendedor, una tabaquera y un cenicero, eran de plata, como el juego que había visto en el coche. Y también llevaban grabado el mismo emblema del carnero. Saqué del bolsillo uno de mis cigarrillos emboquillados, y lo encendí con el encendedor de plata. Apuntando al elevado techo, eché una bocanada de humo. Luego, me bebí el zumo de uva.
Diez minutos más tarde, la puerta volvió a abrirse, y entró un hombre alto vestido con un traje negro. No me saludó, ni me pidió disculpas por hacerme esperar. En silencio, tomó asiento frente a mí. Ladeando levemente el cuello, se quedó mirándome como si quisiera hacerse una idea de mi personalidad. Tal como me había dicho mi socio, aquel hombre carecía de expresión.
El tiempo pareció detenerse.