3. El jefe supremo

—Y eso es lo que hay —resumió mi socio.

—¡Que me aspen si lo entiendo! —exclamé, con un cigarrillo sin encender colgándome del labio—. Para empezar, no tengo idea de quién pueda ser el tipo de la tarjeta. Luego, por qué le molesta tanto la foto de unos carneros. Y, como remate, a qué viene eso de que decida cerrar una publicación nuestra. ¿Tú lo entiendes?

—El tipo de la tarjeta es un pez gordo de la extrema derecha. Como ha procurado que su nombre, y más aún su fotografía, permanecieran en la sombra, es casi un desconocido para la mayoría de la gente, aunque no lo es en nuestro ambiente, tú debes de ser uno de los poquísimos que no lo conocen.

—Soy un topo que evita la luz del día —me excusé.

—Y por más que se diga que es de extrema derecha, no pertenece a la extrema derecha tradicional; yo incluso diría que ni siquiera es de derechas.

—Cada vez lo entiendo menos.

—Hablando en plata, nadie sabe cuáles son sus ideas, pues no ha publicado nada con su firma, ni habla en público. Tampoco permite que se le entreviste o se le fotografíe. Hasta tal punto, que incluso cabe dudar de que esté vivo. Hace cinco años, un reportero que trabajaba para cierta revista mensual realizó un reportaje sensacionalista que implicaba a nuestro hombre en un asunto de malversación de fondos; pero ese reportaje no se publicó.

—Estás bien enterado, ¿eh?

—Conozco por referencias al reportero.

Eché mano al encendedor para dar fuego a mi cigarrillo.

—Y ese reportero, ¿a qué se dedica ahora?

—Lo trasladaron al departamento de administración, donde ordena facturas de la mañana a la noche. El mundo de los medios de comunicación es mucho más reducido de lo que pueda pensarse; y este ejemplo es un buen botón de muestra: como esos esqueletos que te encuentras a modo de advertencia a la entrada de algunas aldeas africanas.

—Ya —asentí.

—Sin embargo, se saben algunos datos de la biografía de nuestro personaje, al menos del período anterior a la guerra. Nació en Hokkaidô en 1913, y al terminar la escuela primaria marchó a Tokio, donde tuvo diversos empleos y se afilió a la extrema derecha. Creo que estuvo en prisión, al menos una vez. Al salir de la cárcel se fue a Manchuria, y allí trabó buenas relaciones con oficiales del ejército destacado en Kwantung, con los que colaboró para tramar una conspiración. Los detalles de esa conjura no se han divulgado, pero lo cierto es que por esas fechas se convirtió de pronto en una figura enigmática. Hubo rumores, desmentidos, que lo relacionaban con el tráfico de drogas; pero también podrían ser ciertos. Siguió al ejército por el territorio continental de China saqueando cuanto encontraba a su paso, y justo un par de semanas antes de que las tropas soviéticas iniciaran la ofensiva final se embarcó en un destructor de vuelta al Japón. No olvidó traer consigo, por cierto, una inmensa fortuna en metales nobles.

—Un prodigio de oportunidad, por decirlo de algún modo —intervine.

—Verdaderamente, es un tipo excepcional para coger las oportunidades por los pelos. Tiene un instinto especial para decidir cuándo hay que atacar o retirarse. Y, además, sabe dónde fijar el punto de mira. Aun cuando las tropas de ocupación lo arrestaron como criminal de guerra de la peor calaña, el juicio fue suspendido y ya no se reanudó. Se dio como razón una grave enfermedad, pero sobre este extremo se alzó una cortina de humo muy espesa. Me huelo que mediarían negociaciones con el ejército americano; no hay que olvidar que la atención de MacArthur ya apuntaba hacia la China continental.

Mi socio volvió a sacar el bolígrafo de la bandeja portaplumas de su escritorio y se puso a juguetear con él.

—A todo esto, cuando salió libre de la prisión de Sugamo, dividió en dos partes el tesoro que tenía escondido; con una mitad se hizo dueño de toda una facción del partido conservador, y con la otra se convirtió en el árbitro en la sombra del mundo de la publicidad. Te estoy hablando de cuando la «industria publicitaria» se reducía prácticamente a repartir octavillas.

—El don de la previsión, se llama eso. Pero ¿no hubo ninguna demanda contra él por ocultación de capital?

—¿Estás de broma? ¿No te dije que se había hecho con una facción del partido conservador?

—¡Ah! Es cierto —asentí.

—En todo caso, gracias a su dinero tenía en un puño al partido conservador, y en el otro al mundo de la publicidad, y esa situación se mantiene hasta hoy. Si no sale a la luz pública, es porque maldita la falta que le hace. Mientras tenga en sus manos los puntos clave del mundo publicitario y del poder político, no hay obstáculo alguno que se le resista. ¿Te haces cargo de lo que representa controlar la publicidad?

—Creo que no.

—Pues representa, nada más y nada menos, controlar casi todo lo que se imprime o se transmite por las ondas. No hay actividad editorial ni audiovisual que funcione sin publicidad. Sería como un acuario sin agua. El noventa y cinco por ciento de la información que te entra por los ojos ha sido previamente comprado y cuidadosamente seleccionado.

—Aún no lo veo claro —insistí—. Comprendo que nuestro hombre se haya convertido en el dueño de la industria publicitaria; sin embargo, ¿por qué le interesa controlar hasta el boletín informativo de una empresa de seguros? ¿No firmamos un contrato directo con ella, sin que interviniera ningún intermediario?

Mi socio tosió, y se bebió el resto, ahora ya tibio, del té.

—Es por la bolsa —dijo—. La bolsa es su fuente de riqueza. La especulación bursátil, el copar las compras más interesantes, los monopolios subrepticios… cosas así. La información necesaria la recogen sus amigos de la prensa, entre otros agentes, y gracias a ella selecciona, toma o deja. Así, lo que trasciende a los medios de comunicación es una parte mínima, en tanto que el resto de la información se lo reserva el jefe supremo para sí. En el fondo, ya que no en la forma, se trata de una organización mafiosa. Y cuando la coacción no surte efecto, hace que sus amigos políticos metan en cintura a los díscolos.

—Muchas empresas tienen su punto flaco, claro.

—Todas las empresas tienen algo que no quieren ver destapado ante la asamblea general de accionistas. Por eso casi todas suelen prestar oído a lo que se les dice. En resumen, el jefe supremo asienta su poder en el trípode formado por políticos, medios de comunicación y bolsa. Hasta aquí, todo está claro; y a partir de aquí, si le interesa suprimir un boletín informativo, y encima dejarnos en la calle, lo tiene más fácil que pelar un huevo duro.

—Ajá —asentí—. Con todo, ¿por qué un personaje tan importante se interesa por la foto de un paisaje de Hokkaidô?

—Buena pregunta, desde luego —dijo mi socio, sin mostrar demasiado entusiasmo—. Justamente pensaba hacértela.

Nos quedamos callados.

—Pero, a todo esto —me dijo—, ¿cómo sabías lo de los carneros? ¿Quién te lo dijo? ¿Qué ha sucedido a mis espaldas?

—Por azar del destino, unos duendes anónimos me han dejado mirar la bola mágica.

—¿No podrías hablarme más claro? —insistió.

—Es cuestión de sexto sentido.

—Buena cosa —dijo mi socio, y con un suspiro, continuó—: De todos modos, tengo para ti dos informaciones de última hora. He llamado por teléfono al reportero de esa revista mensual de que hablábamos antes, para preguntarle detalles. Lo primero que me ha dicho es que el jefe supremo ha sufrido una especie de hemorragia cerebral que lo ha dejado postrado, sin posibilidad de recuperarse. Pero eso no ha sido confirmado oficialmente. La segunda información se refiere al hombre que vino a verme. Se trata del secretario personal del jefe, es decir, su brazo derecho, en quien delega toda la gestión operativa de la organización. Es un japonés de ascendencia americana, graduado por Stanford, que desde hace doce años trabaja al lado del jefe. Es un personaje enigmático, desde luego, aunque de cabeza asombrosamente clara, por lo visto. Esto es, más o menos, lo que he podido averiguar.

—Gracias —le dije, como expresión de lo que sentía.

—No hay de qué —respondió mi socio, sin mirarme a los ojos.

Mientras no llevara encima unas copas de más, como persona era más de fiar que yo, desde todos los puntos de vista. E igualmente me aventajaba con mucho en cortesía, sinceridad y coherencia de ideas. Pero, más pronto o más tarde, acabaría por emborracharse. Era descorazonador pensar que la mayoría de las personas mejores que yo a quienes había conocido acabaron mal sin que pudiera hacer nada por evitarlo.

Cuando mi socio salió de la habitación, busqué por los cajones su botella de whisky y, cuando la encontré, me serví un buen trago.