Hay montones de razones para que un ser humano se entregue a la bebida. Las razones forman legión, pero el resultado siempre acaba siendo el mismo.
En 1973 mi socio era un borrachín feliz. En 1976 era un borrachín huraño. Y por fin, en el verano de 1978, andaba tanteando torpemente el pomo de la puerta que conduce al alcoholismo. Cuando estaba sobrio, no es que destacara por su agudeza, pero sí por su rectitud humana y su sensibilidad. Y todo el mundo lo conceptuaba como una persona recta y sensible, aunque no especialmente aguda. También él se tenía en este concepto. Y por ello seguía bebiendo. Porque le parecía que, mientras el alcohol entrase en su cuerpo, podría encarnar a las mil maravillas el ideal de persona recta y sensible.
La verdad es que, al principio, la cosa marchaba bien. Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba y la cantidad de alcohol que ingería se incrementaba, empezó a cometer sutiles errores que lo condujeron a hundirse en un profundo abismo de la noche a la mañana. Su consabida rectitud y su sensibilidad le tomaron de tal modo la delantera, que ya no podía darles alcance. Es una situación muy corriente. Sin embargo, la mayoría de las personas tienden a considerar que ellas no pueden verse afectadas por esa situación tan corriente. Y a las personas que no destacan por su agudeza les ocurre con más frecuencia. Con el fin de reencontrar todo cuanto había perdido de vista, mi socio se lanzó a deambular por esa niebla, cada vez más densa, del alcohol. Y, como no podía menos que ocurrir, su estado empeoró gravemente.
Sin embargo, en la época en que ocurrieron los hechos que relato, aún solía conservar su rectitud y su sensibilidad proverbiales hasta la puesta del sol. Como yo había adquirido —conscientemente— desde hacía varios años la costumbre de no encontrarme con él tras el ocaso, puedo decir que, por lo que a mí respecta, se comportaba correctamente. Con todo, yo sabía muy bien hasta dónde llegaba su falta de rectitud y de sensibilidad a partir de la puesta del sol, y él también lo sabía. Y aunque cuando estábamos juntos evitábamos hablar de ese tema, los dos sabíamos que el otro estaba al tanto de la situación. En apariencia, nuestras relaciones no habían cambiado, pero lo cierto es que habíamos dejado de ser el amigo que fuimos el uno para el otro, tiempo atrás.
Si bien no se podía decir que entonces nos entendíamos al ciento por ciento —y probablemente ni siquiera al setenta por ciento—, lo cierto es que en nuestra época universitaria él había sido mi único amigo; y el observar de cerca cómo una persona así iba perdiendo su personalidad me resultaba una experiencia penosa. Aunque, si bien se mira, eso es lo que suele llevar aparejado el envejecer.
Cuando yo llegaba a la oficina, él ya se había tomado un buen vaso de whisky. Mientras no pasara de ese vaso, seguiría siendo una persona recta y sensible; pero aun así, no cabe duda de que aquello era un mal presagio. En cualquier momento podía dar el paso hacia el segundo vaso. Y hacia el tercero. En el caso de que esto ocurriera, no iba a tener más remedio que romper nuestra sociedad y buscarme otro trabajo.
Yo estaba de pie ante la rejilla del aire acondicionado, tratando de secarme el sudor, y bebía un té frío que me había traído una de nuestras empleadas. Él no abría la boca, y yo tampoco decía nada. El sol de la tarde vertía sus firmes rayos sobre el suelo de linóleo, como una lluvia fantasmal. Ante nuestra vista se extendía a lo lejos el verde panorama del parque, sobre cuyo césped se divisaban las minúsculas formas de las personas tendidas despreocupadamente para tostarse al sol. Mi socio se surcaba la palma de la mano izquierda con la punta de un bolígrafo.
—Según me han dicho, te has divorciado —dijo, rompiendo el silencio.
—Eso ocurrió hace ya dos meses —le respondí, sin dejar de mirar por la ventana. Al quitarme las gafas de sol, los ojos me dolieron.
—¿Por qué te divorciaste?
—Es un asunto personal.
—Y bien que lo sé —dijo con aire paternal—. Nunca he oído hablar de ningún divorcio que no sea un asunto personal.
Permanecí callado. Durante años habíamos mantenido de un modo tácito la convención de respetar mutuamente nuestra intimidad, de no comentar asuntos de la vida privada.
—No es que quiera meter las narices en tu vida —se excusó—. Pero como también soy amigo de tu mujer, la cosa me ha sorprendido. Y además, parecía que os llevábais bien, sin problemas.
—Nos llevábamos bien, sin problemas, es verdad. Y no tuvimos ninguna pelea.
Mi socio puso cara de preocupación y se quedó en silencio. Seguía recorriéndose la palma de la mano con la punta del bolígrafo. Llevaba una corbata negra sobre su nueva camisa azul marino, y su cabello estaba cuidadosamente peinado. El aroma de su colonia hacía juego con el de su loción facial. Yo, por mi parte, vestía una camiseta que llevaba estampada la figura de Snoopy acarreando una tabla de surfing; mis pantalones eran unos viejos Levi’s, con tantos lavados encima que estaban blanquecinos, y calzaba unas enlodadas zapatillas de tenis. Para cualquiera que nos viese, él sería el más respetable de los dos.
—¿Recuerdas —me preguntó— aquella época en que los tres trabajábamos juntos?
—Claro que la recuerdo —respondí.
—Entonces nos lo pasábamos bien —añadió.
Me alejé del aire acondicionado y dejé caer mis posaderas sobre un mullido sofá sueco de color celeste, situado hacia el centro de la habitación. De una tabaquera que teníamos como atención hacia los visitantes, saqué un Pall Mall emboquillado y usando el pesado encendedor de sobremesa, lo encendí.
—¿Y…? —le insinué.
—Que, a fin de cuentas, me pregunto si no habremos ido demasiado lejos.
—¿Te refieres a la publicidad, las revistas y todo lo demás? —pregunté.
Mi socio asintió. Al percatarme de lo mal que —seguramente— lo habría pasado para llegar a expresarse así, sentí cierta compasión por él. Sopesé en mi mano el encendedor y giré el tornillo graduable para ajustar la longitud de su llama.
—Me hago cargo de lo que quieres decir —dije mientras devolvía a la mesa el encendedor—. Pero deberías recordar que cargarse de trabajo no fue idea mía, para empezar, ni fui yo quien dijo: «¡Manos a la obra!». Fuiste tú quien lo dijo y quien propuso ampliar el negocio. ¿O no?
—Por un lado, las circunstancias eran muy favorables, y, además, entonces no nos sobraba el trabajo…
—Y ganamos mucho dinero.
—Mucho dinero —asintió—. Gracias al cual pudimos mudarnos a una oficina más amplia y ampliar la plantilla. Yo cambié de coche, me compré una buena vivienda y llevo a mis dos hijos a un costoso colegio privado. No todo el mundo tiene tanto dinero a los treinta años.
—Te lo ganaste. No hay nada de qué avergonzarse.
—No me avergüenzo, ni mucho menos —dijo mi socio. Acto seguido, recogió el bolígrafo, que había dejado caer sobre su mesa de trabajo, y volvió a rascarse la palma de la mano, por el centro—. Sin embargo, ¿sabes?, cuando pienso en el pasado, no sé cómo decirlo, me da la impresión de que todo es cuento. Recuerdo cuando andábamos por ahí cargados de deudas y tratando de hacernos con alguna traducción, o bien repartiendo octavillas delante de la estación…
—Si lo que quieres es repartir octavillas, por mí encantado.
Mi socio alzó la cabeza para mirarme.
—¡Oye, que no es ninguna broma lo que te digo! —exclamó.
—Yo tampoco bromeo —le respondí.
Durante un rato nos quedamos mudos los dos.
—Muchas cosas han cambiado por completo —dijo al reanudar la charla—. Cosas como el ritmo de vida, la manera de pensar… Para empezar, ni nosotros mismos tenemos una idea clara de lo que ganamos. Cuando viene el asesor fiscal, nos da la lata con el rollo de las deducciones, las amortizaciones, las medidas fiscales… todo para rellenar papelotes que no entiende ni él.
—Pero es que así son las leyes.
—De sobra lo sé. Ya sé que es así como hay que hacerlo, y así lo hacemos. Pero en aquellos tiempos todo era más agradable. Mi respuesta sonó así:
He aquí que las sombras de la prisión en torno
a nuestro día crecen desbordando el azar…
Versos de un antiguo poema, que recité casi para mí.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nada en particular —le respondí—. Y tú, ¿qué ibas a decir?
—Pues que me da la impresión de que nos están explotando.
—¡Que nos explotan! —exclamé mientras levantaba la cabeza, sorprendido.
Entre nosotros mediaba una distancia de unos dos metros y, dada la altura de la silla que él ocupaba, su cabeza se erguía sobre la mía unos veinte centímetros. Por detrás de su cabeza, una litografía colgaba de la pared. Era una litografía nueva, al menos yo no la había visto antes; representaba a un pez al que le habían crecido alas. No parecía muy feliz aquel pez ante el apéndice que había brotado en su dorso. Tal vez no supiera aún cómo usarlo.
—¡Que nos explotan! —volví a exclamar, esta vez en voz baja, como si me dirigiera a mí mismo.
—Sí, puedes estar seguro.
—¿Y quién demonios nos explota?
—Nos explotan de muchas maneras y poco a poco.
Yo descansaba con las piernas cruzadas en el sofá celeste, y me quedé mirando fijamente sus manos, que estaban precisamente a la altura de mi mirada, así como el movimiento del bolígrafo que sostenían.
—De todos modos, ¿no piensas que hemos cambiado? —preguntó mi socio.
—Somos los mismos. No hemos cambiado. Nada ha cambiado.
—¿De veras lo crees?
—Sí. Eso de la explotación y demás zarandajas no tiene ninguna base. Son cuentos de hadas. No creerás que las trompetas del Ejército de Salvación van a salvar al mundo de verdad, ¿eh? Es que cavilas demasiado.
—Bueno, dejémoslo estar. Seguramente, cavilo demasiado —dijo mi socio—. La semana pasada tú…, es decir, nosotros, elaboramos aquella campaña publicitaria de la margarina. La verdad es que fue un buen trabajo. Tuvo, además, excelente acogida. Sin embargo, ¿cuántos años hace que no has comido margarina?
—Muchísimos. No puedo ni verla —le dije.
—Tampoco yo. Y ahí es adónde quería ir a parar. En otros tiempos, tú y yo sólo aceptábamos trabajos que nos convencían al ciento por ciento, y en ellos poníamos nuestro orgullo. Eso es lo que nos falta ahora. Estamos, sencillamente, sembrando al aire farfolla sin sentido.
—La margarina —dije— es buena para la salud. Es grasa vegetal, baja en colesterol. No causa ningún perjuicio a las personas mayores, e incluso su sabor ha mejorado últimamente. La margarina es barata, y se conserva mucho tiempo.
—Pues toda para ti. ¡Come margarina!
Me repantigué en el sofá desperezando calmosamente brazos y piernas.
Le respondí:
—Bueno, pero ¿qué más da? Comamos margarina o no, al fin y a la postre viene a ser igual. En el fondo, es lo mismo un prosaico trabajo de traducción que una hábil campaña publicitaria ensalzando la margarina. Sin duda, estamos sembrando al aire farfolla sin sentido. Ahora bien, ¿adónde hay que ir para encontrar algo que tenga sentido? ¿Adónde? No queda nadie que trabaje con honestidad, no nos hagamos ilusiones, del mismo modo que ya nadie respira ni mea con honestidad. Son actitudes que se extinguieron.
—Antes no eras tan cínico —me espetó.
—Es muy posible —dije, y aplasté mi cigarrillo contra el cenicero para apagarlo—. En algún sitio ha de haber por fuerza una ciudad que desconozca el cinismo, donde un carnicero honesto esté cortando un solomillo sin trampa ni cartón. Si crees que beber whisky desde que sale el sol es el colmo de la honestidad, bebe alegremente cuanto gustes.
El ruidito acompasado del bolígrafo golpeando en la mesa resonó durante un buen rato en solitario a lo largo y lo ancho de la habitación.
—Perdóname —me disculpé—. No debí hablarte así.
—Nada, hombre, no te preocupes —dijo él—. Tal vez sea eso la causa de mis cavilaciones.
El termostato del aire acondicionado lanzó un pitido. Era una tarde terriblemente bochornosa.
—Ten más confianza en ti mismo —le aconsejé—. ¿No hemos salido adelante hasta ahora por nuestro propio esfuerzo? Sin pedirle nada prestado a nadie y sin prestar nada. Y sin tener nada que ver con toda esa gente que te mira por encima del hombro y sólo sabe vanagloriarse de sus títulos y sus estudios.
—¡Antes éramos tan buenos amigos…! —suspiró mi socio.
—Y seguimos siéndolo —le aseguré—. Sumando nuestros esfuerzos, mira hasta dónde hemos llegado.
—Sentí que te divorciaras.
—Lo sé —respondí—. Pero ¿no me ibas a hablar de carneros?
Asintió. Devolvió el bolígrafo a la bandejita portaplumas y se restregó los ojos con las yemas de los dedos.
—Esta mañana, a eso de las once, vino a verme un hombre.