No obstante, el momento en que ella se mostraría en todo su esplendor aún no había llegado. Durante los dos o tres días siguientes, se limitó a mostrarme sus orejas de forma intermitente, y acto seguido volvía a sepultar bajo su cabellera aquel rutilante prodigio sensorial, lo que le devolvía su aspecto de chica del montón. Era, ni más ni menos, la actitud de quien a principios de marzo de vez en cuando sale a la calle sin abrigo, a ver qué pasa.
—Creo que aún no ha llegado la hora de que me deje las orejas al aire —me dijo—. No estoy segura de poder dominar la situación.
—¿Qué más da? —comenté.
Y es que, aun con las orejas tapadas, no estaba nada mal.
Ella me enseñaba sus orejas de vez en cuando, sobre todo cuando estábamos en la cama. Tenía un extraño atractivo hacer el amor con ella cuando llevaba las orejas al aire. Si entonces estaba lloviendo, el aroma a lluvia nos envolvía. Si los pájaros trinaban, sus trinos nos arrullaban. No encuentro las palabras adecuadas, pero, en resumen, eso era lo que ocurría.
—Cuando te acuestas con otros hombres, ¿lo haces sin enseñar las orejas? —me atreví por fin a preguntarle.
—¡Pues claro! —me respondió—. Es más: no sé si se imaginarán que las tengo.
—¿A qué sabe el amor cuando se hace sin mostrar las orejas?
—A pura obligación. No siento nada, es como si estuviera mascando papel de periódico. Pero hay que pasar por ello. No hay nada de malo en cumplir con las obligaciones.
—Así que es mucho más agradable hacerlo con las orejas descubiertas, ¿no?
—Por supuesto.
—Pues con llevarlas al aire, asunto arreglado —le dije—. No conduce a nada el pasar un mal trago porque sí, digo yo.
Me miró a la cara sin pestañear y dejó escapar un suspiro:
—¡Señor, Señor, no entiendes nada de nada!
Ciertamente, también yo opino que se me escapaban muchas cosas.
Ante todo, no acababa de entender las razones de su diferencia hacia mi persona. No veía claro que hubiera en mí nada que me hiciera superior al resto de los mortales.
Al comentárselo, se echó a reír.
—Es algo sencillísimo —me dijo—. Todo estriba en que me has buscado. Eso es lo que importa.
—¿Y si te busca alguien más?
—De momento, quien me ha buscado eres tú. Y, por otra parte, vales mucho más de lo que piensas.
—¿Por qué crees que me subestimo? —le pregunté.
—Pues porque sólo vives la mitad de tu vida —me respondió llanamente—. La otra mitad permanece inactiva, quién sabe dónde.
—Ya —respondí.
—En ese sentido, nos parecemos bastante. Yo bloqueo mis orejas, y tú vives solamente la mitad de tu vida. ¿No crees que es así?
—Pero bueno, aun suponiendo que estés en lo cierto, esa otra mitad restante de mi vida no es, ni mucho menos, tan esplendorosa como tus orejas.
—Tal vez —respondió, con una sonrisa—. Sigues sin entender nada de nada, como siempre.
Con la sonrisa a flor de labios, se alzó la cabellera y empezó a desabrocharse los botones de la blusa.
Aquella tarde de septiembre, en las postrimerías del verano, decidí no ir a trabajar y, metido con ella en la cama, acariciaba sus cabellos; no se me iba de la cabeza el recuerdo del pene de ballena. El mar era de un denso color plomizo, y un viento tempestuoso azotaba el ventanal acristalado. El techo era alto, y en la sala de exposiciones no había nadie, aparte de mí. El pene de ballena macho, separado de su dueño para siempre jamás, había perdido por completo su significado como pene de ballena.
Tras ello, mis pensamientos se concentraron en las combinaciones de mi mujer. Sin embargo, ya casi ni lograba recordar cómo eran, si es que de verdad tenía alguna.
Sólo la vaga y borrosa imagen de una combinación colgada de la silla de la cocina se aferraba a un rincón de mi mente. No lograba comprender qué diablos podía significar aquello. Tenía la sensación de haber estado viviendo durante mucho tiempo una vida que no era la mía.
—Oye, no llevas nunca combinación, ¿verdad? —le pregunté a mi amiga, aunque la pregunta era realmente ociosa.
Ella alzó la cara, que tenía apoyada sobre mi hombro, y me miró con ojos ausentes.
—No tengo ninguna.
—Ya —respondí.
—Con todo, si crees que, llevando combinación, la cosa iría mejor…
—No, nada de eso —me apresuré a contestar—. No te lo he preguntado con esa intención.
—De verdad, no te avergüences ni te prives por mí. Yo estoy acostumbrada a todo por razones profesionales, y no me importa en absoluto.
—No echo de menos nada —le respondí—. Contigo y con tus orejas ya tengo bastante, de verdad. No necesito nada más.
Con ademán de aburrimiento, meneó la cabeza y abatió su rostro contra mi hombro. Sin embargo, al cabo de unos pocos segundos levantó de nuevo la cara.
—¿Sabes una cosa? Dentro de diez minutos sonará el teléfono; es algo importante.
—¿El teléfono? —pregunté, y lancé una mirada al negro aparato, que estaba al lado de la cama.
—Sí, hombre. El timbre del teléfono va a sonar.
—¿Estás segura?
—Sí.
Con la cabeza reclinada sobre mi pecho desnudo, fumaba un cigarrillo mentolado. Instantes después, la ceniza cayó al lado de mi ombligo y ella, abocinando los labios, sopló para dispersarla fuera de la cama. Cogí entre mis dedos una de sus orejas. Una sensación maravillosa me invadió. Mi cabeza vagaba por el vacío, un vacío en el que flotaban suspendidas imágenes inefables que se borraban inmediatamente.
—Es un asunto de carneros —explicó mi amiga—. De muchos carneros, y de uno en particular.
—¿Carneros, dices?
—Ajajá —asintió, y me pasó el cigarrillo a medio fumar. Yo, tras darle una calada, lo apagué aplastándolo contra el cenicero—. Así que la aventura está en marcha —añadió.
Poco después, sonó el teléfono juntó a la cabecera de la cama. La miré, pero se había quedado dormida sobre mi pecho. Tras dejar que el teléfono sonara cuatro veces, descolgué el auricular.
—¿Podrías venir enseguida? —me dijo mi socio desde el otro lado del hilo. Su voz era apremiante—. Se trata de algo muy importante.
—¿Qué es eso tan importante?
—Si vienes, lo sabrás —me respondió.
—¿Se trata de algo relacionado con carneros? —le pregunté, para ver cómo reaccionaba.
No tenía que haberlo dicho. El auricular pareció enfriarse como un glaciar.
—¿Cómo es que lo sabes? —me preguntó mi socio.
De este modo tan sencillo comenzó la aventura de dar caza al carnero.