El silbido de los compresores que movían la puerta del ascensor me aseguró que ésta se había cerrado. Esperé hasta oír ese ruido a mi espalda y cerré calmosamente los ojos. Luego, tras reunir los fragmentos dispersos de mi conciencia, eché a andar a lo largo del corredor el trayecto —dieciséis pasos— que llevaba a la puerta de mi apartamento. Con los ojos cerrados, eran exactamente eso: dieciséis pasos, ni uno más ni uno menos. Sentía que mi cabeza giraba sin parar como un tornillo pasado de rosca, y mi boca parecía embreada a causa de lo mucho que había fumado.
Con todo, por muy borracho que esté, con los ojos cerrados soy capaz de caminar los dieciséis pasos en una línea tan recta como si hubiera sido trazada con regla. Es el fruto de una autodisciplina absurda mantenida durante años y años. Todo estriba en empinar de un respingo la columna vertebral, alzar la cabeza y llenar resueltamente los pulmones aspirando el aire de la mañana y los olores del corredor de cemento. Y luego, tras cerrar los ojos, recorrer en línea recta los dieciséis pasos en medio de la nebulosa del whisky.
Dentro de ese pequeño universo de los dieciséis pasos, me tengo ganado el título de «el borracho más educado». Se trata de algo bien simple. Basta con aceptar la borrachera como un hecho consumado.
No valen «peros», «sin-embargos», «aunques», «aun-asíes»… Es que me he emborrachado, y se acabó.
De ese modo me convierto en «el borracho más educado». O en «el estornino más madrugador». O en «el último vagón de mercancías que cruza el puente».
Cinco, seis, siete…
Al octavo paso me detuve; abrí los ojos y respiré hondo. Me zumbaban los oídos ligeramente. Era un zumbido como el del viento marino atravesando una tela metálica espesa y oxidada. Y al pensar en el mar me invadieron los recuerdos. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que fui a la playa?
Día 24 de julio, a las seis y media de la mañana. Es la estación ideal para ver el mar, la hora ideal. La playa aún no ha sido mancillada por nadie. Orilla adelante se encuentran desparramadas huellas de aves marinas, como agujas de pino abatidas por el viento.
Conque el mar, ¿eh?
Eché a andar de nuevo. Mejor sería olvidarse del mar. Todo aquello se acabó, hace muchísimo tiempo.
Al contar dieciséis pasos, me detuve en seco y abrí los ojos. Como es habitual, me encontraba justo enfrente de mi puerta, que me ofrecía su pomo. Recogí del buzón los periódicos de los dos últimos días y un par de cartas, y me lo metí todo bajo el brazo. Acto seguido, de los recovecos de un bolsillo logré pescar el llavero y lo sostuve con la mano mientras apoyaba mi frente durante unos instantes contra la fría puerta de hierro. Tuve la impresión de haber oído un leve clic detrás de mis orejas. Mi cuerpo parecía un algodón empapado en alcohol. Lo único de él que funcionaba —más o menos— era la conciencia.
Algo es algo.
Con la puerta abierta a un tercio de su recorrido, dejé deslizar mi cuerpo en el interior y cerré. El recibidor estaba sumido en el silencio. Un silencio excesivo, de tan intenso.
Entonces advertí que en el suelo, a mis pies, había un par de zapatillas rojas. La verdad es que las tenía muy vistas. Allí estaban, entre mis enlodadas zapatillas de tenis y unas sandalias de playa baratas, dando la impresión de ser un regalo navideño equivocado de fecha. Lo envolvía todo un silencio que era como una capa de fino polvo.
Ella estaba de bruces sobre la mesa de la cocina. La frente apoyada sobre sus brazos, la negra cabellera lisa le ocultaba el perfil de la cara. Por entre las guedejas se mostraba su blanco cuello, apenas tostado por el sol. El hueco de la axila de su vestido estampado —vestido que, por cierto, no recordaba haber visto antes— dejaba entrever el delicado tirante del sostén.
Mientras me despojaba de la chaqueta, me desembarazaba de la corbata y me quitaba el reloj de pulsera, ella no se movió. Mirando su espalda, recordé cosas del pasado. Cosas ocurridas cuando aún no me había encontrado con ella.
—Oye, ¡ejem…! —le dije tímidamente para entablar conversación.
Francamente, me parecía que no era yo quien hablaba; tenía la impresión de que aquellas palabras venían de muy lejos, de algún lugar remoto.
Como era de esperar, no hubo respuesta.
Ella parecía dormir, aunque también podía estar a punto de echarse a llorar, o incluso muerta.
Tras sentarme a la mesa frente a ella, me restregué los ojos con la punta de los dedos. Unos vívidos rayos de sol dividían la mesa en dos zonas; yo estaba en la mitad iluminada, y a ella la envolvía una suave penumbra, donde los colores brillaban por su ausencia. Sobre la mesa había un tiesto con geranios marchitos. Más allá de las ventanas, alguien se puso a regar la calle. Se oía caer el agua sobre el suelo, y hasta se olía a asfalto mojado.
—¿No quieres un café, eh?
Ni una palabra de respuesta.
Convencido de que no me respondería, me levanté y fui a la cocina, donde molí café para dos tazas; de paso puse en marcha el transistor. Terminada la molienda, me di cuenta de que lo que en realidad me apetecía beber era un té con hielo. Siempre me pasa lo mismo.
El transistor iba desgranando inocuas canciones pop una tras otra, muy apropiadas, por cierto, a la temprana hora del día. Oír aquellas canciones me hizo pensar que en los últimos diez años el mundo no había cambiado mucho, sólo cambiaba que los cantantes y los títulos de las canciones eran distintos, y que yo, por mi parte, era diez años más viejo; eso era todo.
Tras comprobar que la tetera hervía, cerré la llave del gas, y durante medio minuto dejé que el agua se enfriara un poco, para proceder luego a verterla sobre la manga. El polvo de café fue empapándose del agua caliente a medida que la iba absorbiendo, y cuando por fin empezó a fluir lentamente el café, su cálido aroma se esparció por la habitación.
Fuera, un coro de cigarras se puso a cantar.
—¿Estás aquí desde anoche? —le pregunté, vacilante, sosteniendo aún la tetera.
Sobre la mesa, las finas hebras de su pelo parecieron manifestar un levísimo asentimiento.
—¿Así que has estado esperándome todo ese tiempo? Esta vez no hubo contestación por su parte.
El vapor que emanaba de la tetera y el intenso sol hicieron que el ambiente de la habitación empezara a caldearse. Cerré la ventana que había sobre el fregadero, puse en marcha el aire acondicionado y coloqué un par de tazas de café sobre la mesa.
—Anda, bebe —le dije. Mi voz iba recobrando poco a poco su tono habitual.
Ni palabra.
—Te conviene tomar algo.
Tras una larga pausa, como de medio minuto, ella levantó la cabeza de la mesa con un movimiento calmo y equilibrado. Un movimiento que la condujo a fijar sus ojos ausentes en el tiesto de geranios. Una porción de sus delicados cabellos se le había adherido desordenadamente a las húmedas mejillas. Era como si un tenue halo de humedad envolviera su figura.
—No te preocupes por mí —exclamó—. Sin querer, me he echado a llorar.
Le ofrecí una cajita de pañuelos de papel. Se sonó la nariz silenciosamente, y luego, con cara de disgusto, apartó los mechones de cabello pegados a sus mejillas.
—La verdad es que pensaba irme antes de que estuvieras de vuelta. No tenía ganas de verte.
—Pero cambiaste de idea.
—No, no es eso. Es que malditas las ganas que tenía de marcharme a ninguna parte… Pero me iré enseguida, así que no te preocupes.
—De todos modos, tómate el café.
Yo, mientras oía por la radio noticias de las incidencias del tráfico, me bebí a sorbos el café, y luego, con unas tijeras, abrí los dos sobres de mi correspondencia. El primero era un anuncio de una tienda de muebles, según el cual los clientes que se aprovecharan de un determinado período de ofertas podían adquirir cualquier mueble con un veinte por ciento de descuento. El otro sobre traía una carta que no me apetecía leer, pues provenía de cierta persona a quien no deseaba recordar. Cogí ambos sobres con sus correspondientes misivas, hice de ellos una bola, y la encesté en el cubo de la basura. Acto seguido me puse a mordisquear unas crujientes galletas de queso que encontré en un rincón. Ella rodeó con las palmas de sus manos la taza de café, como para defenderse del frío, y al tiempo que apoyaba suavemente los labios en el borde de la taza, se me quedó mirando fijamente.
—Hay ensalada en la nevera —me dijo.
—¿Ensalada? —repetí mientras levantaba la cabeza para mirarla.
—De tomate y habichuelas, no había otra cosa. La calabaza estaba pasada, así que la tiré.
—Ya.
Saqué de la nevera la honda ensaladera de cristal azul de Okinawa, y esparcí sobre su contenido lo poco que quedaba —apenas un poso en el fondo de la botella— de condimento. El tomate y las habichuelas tenían la frialdad de la tumba. Y, encima, no sabían a nada. Las galletas y el café tampoco sabían a nada. Sin duda, la causa era la luz matinal. Esa luz que disecciona en sus componentes cuanto se pone a su alcance. Dejé el café, aunque sólo me había bebido la mitad, y saqué de mi bolsillo un cigarrillo arrugado. Con cerillas de papel parafinado, de una carpetita que no recordaba haber visto antes, le prendí fuego. La punta del cigarrillo crepitaba con un ruido seco, y un humo violáceo empezó a dibujar figuras geométricas sobre el trasfondo de la luz matinal.
—Es que fui a un entierro. Y cuando se terminó me pasé por el barrio de Shinjuku para tomar unas copas.
El gato surgió como por ensalmo y, tras lanzar un prolongado bostezo, se plantó de un salto sobre sus rodillas. Ella se puso a hacerle cosquillas detrás de las orejas.
—No tienes que explicarme nada —me dijo—. Todo eso ya ni me va ni me viene.
—No es que trate de darte explicaciones. Intento sostener una conversación, nada más.
Ella se encogió levemente de hombros y se metió el tirante del sostén dentro del vestido. En su cara no había expresión alguna; tanta inmovilidad me trajo a la memoria la fotografía de una ciudad sumergida en el fondo del mar, que había visto hacía tiempo.
—Era una persona a quien traté un poco, hace años. Alguien a quien no conocías.
—¿De veras?
El gato se desperezó en su regazo y estiró las patas. Luego exhaló un prolongado suspiro.
Me quedé mirando el extremo incandescente de mi cigarrillo, aún sujeto entre mis labios cerrados.
—Y ¿cómo murió?
—Un accidente de tráfico. Se rompió trece huesos.
—¿Era una chica?
—Ajajá —asentí.
Las noticias de las siete se terminaron, y con ellas el reportaje sobre el tráfico. La radio volvió a lanzar al aire una ligera música de rock. Ella devolvió su taza de café al plato, y me miró a la cara.
—Oye, cuando yo me muera, ¿también te emborracharás así?
—El entierro no tiene nada que ver con que haya bebido. A lo sumo, pudo tener relación con las primeras copas.
Fuera, el nuevo día estaba por declararse abiertamente. Un caluroso nuevo día. Por la ventana del fregadero se divisaba una mole de altos edificios. Sus reflejos resultaban hoy más cegadores que nunca.
—¿Qué tal un vaso de algo fresco?
Ella agitó la cabeza, negando.
Saqué de la nevera una lata de Coca-Cola bien fría y, sin verterla en un vaso, la engullí de un trago.
—Era la típica chica que se acuesta con todos —le dije—. Vaya epitafio: la difunta era «de esas chicas que se acuestan con todos».
—¿Por qué me lo cuentas? —me preguntó.
Ni yo mismo entendía el porqué.
—Así que era de esas chicas que se acuestan con todos, ¿no?
—Desde luego.
—Pero contigo fue diferente, ¿no?
Al decirme esto, su voz tenía un tono especial, indefinible. Yo levanté la vista, oculta tras la ensaladera, y, a través de los geranios secos del tiesto, atisbé su cara.
—¿Es eso lo que piensas?
—No sé por qué —me respondió en voz baja—, pero me parece que das el tipo.
—¿De qué tipo hablas?
—Tienes… algo que… no sé…, encaja en el cuadro. Es como si hubiera un reloj de arena, ¿sabes? En cuanto cae el último grano, por fuerza ha de aparecer alguien como tú que le dé la vuelta al reloj.
—¿Crees que soy así?
Sus labios esbozaron una sonrisa, pero recobraron enseguida la seriedad.
—He venido a recoger lo que quedaba de mi ropa —dijo—. El gabán de invierno, sombreros y cosas así. Lo he dejado todo metido en cajas de cartón. Cuando tengas un ratito, ¿me haces el favor de llevarlas al transportista?
—Te las llevaré a tu casa.
Ella denegó suavemente con la cabeza:
—Mira, déjate de tonterías. No te quiero ver por allí. Lo entiendes, ¿no?
Claro que lo entendía. Lo que pasa es que siempre hablo de más y digo despropósitos.
—Sabes la dirección, supongo.
—La sé.
—Eso es todo, y punto. Perdóname por alargar mi estancia aquí.
—La cuestión del papeleo, ¿ya está arreglada?
—Ajá. Todo está listo.
—La cosa es más fácil de lo que parece. Pensaba que habría un montón de requisitos que cumplir.
—Mucha gente tiene esa idea. Pero en realidad es fácil. Una vez que ha terminado, desde luego.
Mientras hablaba, volvió a hacerle cosquillas al gato en la cabeza.
—Con un par de divorcios a cuestas, ya se es veterano —añadió.
El gato estiró el lomo, cerró los ojos y reclinó mimosamente la cabeza en sus brazos. Yo puse la taza de café y la ensaladera en el fregadero y, usando como escobilla un papel, barrí las migas de las galletas y las reuní para tirarlas. La luz del sol me producía un intenso escozor en los ojos, que llegaron a dolerme.
—En tu escritorio he dejado una nota con todas las cosas que me han parecido importantes: dónde están guardados los papeles, cuáles son los días de recogida de basuras, cosas así. Si hay algo que no entiendas, telefonéame.
—Gracias.
—¿Te hubiera gustado tener hijos?
—No, en absoluto —le respondí—. Los niños no me tiran.
—Yo lo he pensado muchas veces. Claro que, para acabar así, las cosas ya estaban bien como estaban. Oye, de haber tenido hijos, ¿crees que habríamos terminado mal?
—Hay montones de matrimonios que se divorcian aun teniendo hijos.
—Sí, es cierto —dijo ella, mientras se entretenía manoseando mi encendedor—. Aún te quiero. Con todo, no es ése el problema, ¿verdad? Yo lo tengo bien claro.