Lo supe gracias a la llamada de un amigo, que casualmente se enteró por el periódico de que ella había muerto. Me leyó despacio el artículo —un simple párrafo en un diario matutino— por teléfono. Un articulillo de nada. Y con toda la pinta de ser un ejercicio de práctica encargado a un periodista novato, recién salido de la universidad.
En el día tal del mes tal, en cierto barrio de la ciudad, un camión, conducido por fulanito de tal, había atropellado a una mujer. El chófer, en fin, quedó a disposición judicial para aclarar sus posibles responsabilidades.
Aquello sonaba como esos resúmenes informativos tipo telegrama que aparecen en la primera plana de algunos periódicos.
—¿Y dónde será el entierro? —le pregunté a mi amigo.
—¡Qué sé yo! —me contestó—. ¿Tú crees que esa chica tenía casa y familia?
Naturalmente, las tenía.
Ese mismo día llamé a la policía para informarme del domicilio familiar de la joven y su teléfono. Acto seguido, telefoneé para preguntar a sus familiares la fecha del entierro. Como dice el refrán, el que la sigue la consigue.
Su casa estaba en uno de los arrabales de Tokio. Desplegué el plano —distribuido por distritos— de la ciudad, y con un bolígrafo rojo marqué la situación del edificio. Ciertamente, se trataba de uno de los suburbios más degradados de Tokio. Las líneas de metro, de ferrocarril y de autobús se entramaban y se superponían como una desquiciada tela de araña, e incontables albañales fluían entre un laberinto de callejas, dejando el terreno tan arrugado como la corteza de un melón. El día del entierro tomé un tranvía en la parada de la Universidad Waseda. Me apeé poco antes del final de la línea, y allí eché mano de mi plano por distritos de Tokio. Pero el tal plano me fue tan útil como un globo terráqueo. Así que para llegar a la casa opté por pararme a cada momento a comprar tabaco y preguntar de paso por el camino.
La casa era una vieja construcción de madera rodeada por una cerca de color ocre. Pasada la cancela, a mano izquierda se extendía un jardincito tan estrecho que no pude menos que preguntarme para qué diablos serviría. Allí, en un rincón, yacía abandonado un viejo e inútil brasero de arcilla, en el interior del cual había casi un palmo de agua de lluvia. La tierra del jardín era oscura y estaba sumamente húmeda.
Quizá porque ella se había marchado de casa a los dieciséis años, el entierro se celebró en la más estricta intimidad. Los allí presentes eran en su casi totalidad parientes ya mayores; el hombre que se ocupaba del ceremonial, de poco más de treinta años, debía de ser hermano o cuñado de la difunta.
Su padre era un hombre achaparrado, cincuentón, que vestía traje negro y llevaba un brazalete blanco de duelo. Permanecía de pie junto a la puerta, prácticamente inmóvil. Su figura me recordó el lustroso asfalto de una carretera tras el paso de una riada.
Al marcharme, me incliné ante él en silencio. Y él me respondió con una muda inclinación.
La conocí en el otoño de 1969. Entonces yo tenía veinte años y ella diecisiete. Cerca de la universidad había una pequeña cafetería donde solía citarme con mis amigos. No era nada del otro mundo, pero los asiduos sabíamos que allí escucharíamos rock duro mientras bebíamos un café indescriptiblemente malo.
Ella se sentaba siempre en el mismo sitio, hincaba los codos en la mesa y se quedaba absorta en la lectura de un libro. Sus gafas de montura metálica, semejantes a un aparato de ortodoncia, y sus huesudas manos le daban un indefinible atractivo que invitaba a acercársele. Su café estaba siempre frío, mientras que su cenicero se hallaba indefectiblemente rebosante de colillas. Lo único que variaba era el título del libro. Tanto leía a Mickey Spillane como a Kenzaburo Oê o al poeta Allen Ginsberg. En resumidas cuentas, parecía que con tener un libro delante se daba por satisfecha. Los estudiantes que rondaban por la cafetería siempre estaban dispuestos a prestarle libros. Ella los engullía en serie, enfrascada en su lectura igual que si comiera a dentelladas mazorcas de maíz. Y como entonces la gente disfrutaba prestando libros, creo que jamás le faltó algo que leer.
Era también la época de grupos tales como los Doors, los Rolling Stones, los Byrds, los Deep Purple y los Moody Blues. La atmósfera daba la impresión de estar insidiosamente electrizada, hasta el punto de que hubiera bastado con dar un enérgico puntapié para que todo se viniera abajo en un santiamén.
Por aquel entonces nuestra existencia transcurría bebiendo whisky barato, fornicando sin demasiado entusiasmo, charlando de temas que no nos llevaban a ninguna parte, prestándonos mutuamente libros… Entre unas cosas y otras, también sobre aquella calamitosa década de los sesenta estaba a punto de caer el telón entre crujidos ominosos.
Su nombre se ha borrado de mi memoria.
Desde luego, podría buscar su esquela, que recorté y guardé, para recordarlo, pero a estas alturas da igual cómo se llamaba. Es un nombre que se ha borrado para mí. Así de sencillo.
A veces me encuentro con amigos a quienes no he visto desde hace años y si por casualidad en nuestra conversación hablamos de ella, tampoco recuerdan su nombre. «¡Ah, entonces…! ¿Te acuerdas de aquella chica que se acostaba con todos…? ¿Cómo se llamaba…? Ni idea, oye… y eso que también yo me la follé un montón de veces… ¿Qué habrá sido de su vida? ¡Estaría bueno tropezársela por ahí…!». «Érase una vez, en algún lugar, una-chica-que-se-acostaba-con-todos». Así se llamaba para nosotros. Ése era su nombre.
Se cae de su peso que, si se precisan más los términos, no se puede decir alegremente que se acostaba con todos. Como es natural, debía atenerse a cierto sistema de valores, muy personal. Con todo, enfocando el asunto en términos prácticos, se puede decir que se iba a la cama con casi todos los hombres.
En cierta ocasión, concomido por la curiosidad, no pude contenerme y le pregunté por ese sistema de valores suyo, tan personal.
—Pues bueno… —estuvo pensándoselo casi medio minuto—: Tampoco me va eso de hacerlo con cualquier tío. A veces me da por cerrarme en banda.
Lo que me pasa, creo, es que, a fin de cuentas, me gusta conocer a la gente. O a lo mejor es que así se va aclarando mi concepción del mundo. ¿No?
—¿Llevándotelos a la cama?
—Sí.
Esta vez fui yo quien se quedó pensativo.
—Y… ¿ya ves las cosas más claras?
—Sí, un poquito —me respondió.
Desde el invierno del 69 hasta el verano del 70 apenas nos vimos. La universidad fue clausurada repetidas veces, y yo, por mi parte, me encontraba asediado por problemas personales que poco tenían que ver con los de mi entorno.
Cuando, en el otoño del 70, me di una vuelta por aquella cafetería, sólo vi caras nuevas; la única conocida era la suya. Todavía sonaba por los altavoces el rock duro, pero el ambiente electrizante de antaño se había esfumado. Lo que no había cambiado desde el año anterior eran el pésimo café y la presencia de la chica. Me senté frente a ella y, entre sorbos de café, hablamos de nuestras antiguas amistades.
La mayoría habían dejado la universidad. Uno de los habituales se suicidó, y otro puso tierra por medio y desapareció sin dejar rastro. Charlamos de cosas así.
—¿Qué has hecho durante este año? —me preguntó.
—De todo un poco —le respondí.
—Y… ¿qué? ¿Te has espabilado?
—Sí, un poquito.
Aquella noche, por primera vez me acosté con ella.
No sé gran cosa de sus años de infancia. Unas veces tengo la sensación de que alguien me lo contó, y otras veces pienso que fue ella misma quien lo hizo cuando compartíamos la cama. Cosas como que en su primer año de bachillerato, y a raíz de una bronca colosal con su padre, se marchó de casa y —consecuentemente— del colegio. Algo así. Pero de otros temas —dónde diablos vivía, cómo se las arreglaba para salir adelante— nadie sabía ni palabra.
Se pasaba el día sentada ante un velador de aquella cafetería donde ponían música de rock; allí se bebía un café tras otro, fumaba sin parar e iba pasando páginas de un libro; de ese modo aguardaba la llegada de alguien que se prestara a pagarle los cafés y el tabaco (gastos que, para nuestros bolsillos de entonces, representaban una suma nada despreciable). A continuación, por regla general, se acostaba con él.
He aquí todo lo que sabía de ella.
Desde el otoño de aquel año hasta bien entrada la primavera del siguiente, adquirió la costumbre de dejarse caer por mi apartamento, situado en uno de los arrabales extremos de Mitaka, una vez por semana, el martes por la noche. Comía la sencilla cena preparada por mí, me llenaba los ceniceros y se entregaba al juego del amor mientras oíamos por la radio, a toda potencia, un programa de rock duro que transmitía la emisora de las fuerzas de ocupación norteamericanas. Al despertarnos, el miércoles por la mañana, solíamos ir andando, dando un paseo a través de pintorescos bosquecillos, hasta el campus de la Universidad Cristiana Internacional. En el comedor del campus tomábamos un ligero almuerzo, y por la tarde bebíamos café poco cargado en la sala de descanso de los estudiantes. Y, si el tiempo era bueno, nos tumbábamos en el césped del campus a mirar el cielo. Según ella, aquello era nuestra «excursión del miércoles».
—Cada vez que venimos aquí, tengo la impresión de ir de excursión.
—¿De ir de excursión?
—¡Claro! En este espacio abierto, abierto…, con césped por todas partes, contemplando ese aire de felicidad en las caras de la gente…
Sentada en el césped, consiguió encender un cigarrillo tras apagársele unas cuantas cerillas.
—El sol se remonta, para hundirse después. La gente viene y va. El tiempo corre como el aire. ¿No es una verdadera excursión?
Por entonces yo contaba veintiún años, y dentro de pocas semanas iba a cumplir veintidós. No veía perspectivas inmediatas de llegar a graduarme en la universidad, aunque, por otra parte, tampoco tenía razones de peso para abandonar los estudios. Prisionero de una serie de desesperantes y enrevesadas circunstancias, durante muchos meses me sentí incapaz de avanzar ni un paso.
Llegué a tener la sensación de que mientras el mundo continuaba su marcha, yo permanecía atascado en el mismo lugar. En el otoño de 1970 cuanto entraba por mis ojos era una invitación a la nostalgia; todo se traducía para mí en un vertiginoso marchitarse de los colores. La luz solar y el aroma de la hierba, y hasta el tenue son de la llovizna, me llenaban de fastidio.
Muchísimas veces soñé con aquel tren nocturno. Siempre el mismo sueño: un expreso cargado de humanidad, en el que reina un ambiente infecto de humo de tabaco y hedor a orines. Tan atestado de gente va, que ni siquiera queda sitio para viajar de pie. Los asientos están cubiertos de vómitos secos. Incapaz de aguantar aquello, me levanto y me apeo en la próxima estación. Pero resulta ser un paraje desolado, donde no brilla ni una sola luz que delate la existencia de una habitación humana. No hay ni empleado del ferrocarril, ni un reloj, ni un tablón de horarios. Nada, absolutamente nada. Éste era mi sueño.
Tengo la impresión de que, durante aquellos meses, más de una vez tuve peleas desabridas con ella. ¿Qué provocaba nuestras discusiones? No lo recuerdo con claridad. ¡Quién sabe si, en realidad, lo que buscaba yo entonces no era enfrentarme conmigo mismo! Sea como fuere, ella no parecía sentirse afectada en lo más mínimo. Puede que incluso —por decirlo acentuando las tintas— llegara a pasárselo en grande con todo aquello. No entiendo por qué.
Quizá lo que esperaba de mí, al fin y al cabo, no fuera precisamente amabilidad. Cuando lo pienso, aún me siento sorprendido. Es algo así como la triste sensación que invade a quien ha tocado con la mano una extraña pared, invisible para sus ojos, suspendida en el aire.
Aún recuerdo con suma claridad aquella tarde fatídica del 25 de noviembre de 1970, el día en que Yukio Mishima se suicidó. Hojas de ginkgo, abatidas por las fuertes lluvias, alfombraban con su tinte amarillento las sendas interiores de los bosquecillos, que parecían el lecho seco de un río. Por esas sendas serpenteábamos los dos dando un paseo, las manos hundidas en los bolsillos de nuestros gabanes. No se oía ningún ruido, aparte del que hacían nuestros zapatos al pisar las hojas caídas y del agudo trinar de los pájaros.
—Oye, ¿qué es lo que te preocupa tanto de un tiempo a esta parte? —me espetó ella, inquisitiva.
—Nada de particular —le respondí.
Tras avanzar unos pasos, se sentó al borde del sendero y dio una buena calada a su cigarrillo. Entonces me senté a mi vez a su lado.
—¿Tus sueños son siempre pesadillas?
—Tengo bastantes pesadillas. Por lo general, sueño que una máquina expendedora de algo se va tragando todas las monedas que llevo encima, cosas así.
Se echó a reír y posó la palma de su mano sobre mis rodillas, aunque acto seguido la retiró.
—No tienes ganas de hablar sobre eso, ¿no?
—Es que no sé si sabría expresarme.
Tiró al suelo su cigarrillo a medio consumir y lo aplastó a conciencia con su calzado deportivo.
—O sea, que te gustaría hablar de ello pero no puedes explicarlo como es debido. ¿No es eso lo que te pasa?
—¡Y yo qué sé! —le respondí.
Con un batir acompasado de alas, se alzaron del suelo dos pájaros que desaparecieron volando, como absorbidos por aquel cielo sin nubes. Durante un rato nos quedamos silenciosos, contemplando el lugar por donde habían desaparecido los pájaros. A continuación, ella se puso a dibujar sobre el terreno algunas figuras indescifrables, valiéndose de una ramita seca.
—Cuando duermo contigo, a veces me siento muy triste.
—Discúlpame. Lo siento de veras —le respondí.
—No es tuya la culpa. Ni tampoco se trata de que, cuando me tienes en tus brazos, estés pensando en otra chica. Eso, al fin y al cabo, da igual. Yo… —enmudeció de pronto, mientras trazaba en la tierra tres líneas paralelas—, la verdad, no lo entiendo.
Permanecí silencioso un buen rato antes de responderle:
—Nunca he tenido, desde luego, la intención de dejarte al margen.
Simplemente, ni yo mismo sé qué me pasa. De veras, me gustaría comprender mi propia situación con absoluta imparcialidad, dentro de lo posible. No pretendo exagerar las cosas ni hacerlas más complicadas de lo que son. Pero eso me llevará tiempo.
—¿Cuánto tiempo? Sacudí la cabeza y contesté:
—Ni idea. Tal vez resuelva el asunto en un año, tal vez me cueste diez años resolverlo.
Ella tiró al suelo la ramita y, levantándose, se sacudió del abrigo la hojarasca seca que se le había adherido.
—¡Buenooo! ¿No te parece que diez años son una eternidad?
—¡Pues claro! —respondí.
A través del bosque, nos dirigimos caminando hacia el campus de la universidad. Una vez allí, tomamos asiento, como de costumbre, en la sala de descanso estudiantil, donde engullimos unos bocadillos. A partir de las dos de la tarde, en el televisor aparecieron sin cesar imágenes de Yukio Mishima. El mando del volumen estaba estropeado, y la voz resultaba casi inaudible, pero eso, al fin y al cabo, nos traía sin cuidado. Tras dar cuenta de nuestros bocadillos, nos tomamos un segundo café. Uno de los estudiantes se subió a una silla y se puso a manipular el botón del volumen, pero se hartó al poco rato, bajó de la silla y se fue.
—Te deseo, nena —le dije.
—¡Estupendo! —replicó con una sonrisa.
Con las manos fundidas en los bolsillos de nuestros gabanes, nos fuimos andando despacio hacia el apartamento.
Me desperté de repente. Ella sollozaba calladamente. Bajo la ropa de la cama sus hombros menudos se agitaban temblorosos. Encendí la estufa de gas y miré el reloj. Eran las dos de la madrugada. En mitad del cielo flotaba una luna blanquísima.
Tras darle un respiro para que se desahogase llorando, puse a hervir agua e hice té echando una bolsita de papel. Compartimos aquel té. Sin azúcar, ni limón, ni leche. Un té caliente, y se acabó. Acto seguido encendí dos cigarrillos y le pasé uno. Ella inhalaba ansiosa el humo para expulsarlo enseguida; lo hizo tres veces consecutivas, hasta que se atragantó y rompió a toser.
—Oye, ¿has sentido alguna vez ganas de matarme? —me preguntó.
—¿A ti?
—Ajajá.
—¿Por qué me lo preguntas?
Se restregó los ojos, con el cigarrillo todavía colgando de sus labios.
—No es por nada. Curiosidad.
—Nunca en la vida —le respondí.
—¿De veras?
—De veras.
Y, tras una pausa, añadí:
—Y ¿por qué tendría que matarte?
—Sí, claro —asintió ella, con desgana—. Bueno, es que se me ocurrió que no estaría tan mal que alguien se me cargara. Por ejemplo, cuando estuviera como un tronco.
—No soy de los que se cargan a la gente.
—¿No?
—¡Quién sabe! ¿Eh?
Ella se rió y aplastó la colilla contra el cenicero. Se bebió de un trago el té que le quedaba, y encendió a continuación un nuevo cigarrillo.
—Voy a vivir hasta los veinticinco años —dijo—. Luego, me moriré.
Murió en julio de 1978, a los veintiséis años.