—¡Me rindo! —repitió Hoshino.
—No tienes por qué rendirte, Hoshino —dijo el gato negro con aire fatigado. Tenía la cara grande y parecía bastante viejo—. Total, te estabas aburriendo, ¿no? Hasta el punto de pasarte el día hablando con una piedra.
—¿Puedes hablar como las personas?
—Yo no estoy hablando como las personas.
—No lo entiendo. Entonces, ¿cómo estamos charlando los dos tan ricamente? Un gato y una persona.
—Porque los dos nos hallamos en el borde del mundo, hablando una lengua común. Sólo eso.
Hoshino reflexionó.
—¿Borde del mundo? ¿Una lengua común?
—Mira, si no lo entiendes, déjalo correr. Es que es un poco largo de explicar —dijo el gato con unas cortas y displicentes oscilaciones de rabo.
—¡Eh, tú, chaval! ¿No serás el Colonel Sanders, por casualidad? —dijo el joven.
—¿El Colonel Sanders? —dijo el gato, malhumorado—. ¿Y ése quién es? Yo soy yo, y nadie más. Soy un gato normal y corriente.
—¿Tienes nombre?
—Hasta aquí llego.
—¿Y cómo te llamas?
—Toro —dijo el gato con reluctancia.
—¿Toro? —repitió el joven.
—Sí, pero el toro[52] del sushi, ¿eh? —dijo el gato—. La verdad es que mi dueño es el propietario de una sushi-ya del barrio. También tiene un perro, y al perro lo llama Tekka.[53]
—¿Y cómo sabías mi nombre?
—A estas alturas eres bastante famoso, ¿sabes? —dijo Toro, el gato negro, y sonrió durante unos instantes.
Era la primera vez que Hoshino veía sonreír a un gato. Pero la sonrisa se borró enseguida y el gato volvió a adoptar su expresión dócil de costumbre.
—Los gatos lo sabemos todo —dijo el gato—. Que el señor Nakata murió ayer, que aquí hay una piedra muy importante, todo lo que ha ocurrido por la zona, no hay nada que nosotros no sepamos. Como vivimos tantos años.
—¡Ya! —dijo el joven admirado—. Pero estamos hablando aquí de pie, ¿por qué no pasas adentro?
El gato sacudió la cabeza sin moverse de encima de la barandilla.
—No, estoy bien aquí. Dentro no me siento tranquilo y, además, hace buen tiempo. ¿Por qué no hablamos aquí?
—A mí tanto me da un sitio como otro —dijo Hoshino—. ¿Qué? ¿Tienes hambre? Algo encontraremos para comer, digo yo.
El gato sacudió la cabeza.
—Pues, aquí donde me ves, a mí la comida no me falta. Mi problema es más bien el contrario. No comer tanto. Estando en una sushi-ya, debo tener cuidado con el colesterol. Además, a la que engordo, me cuesta andar arriba y abajo.
—Dime, Toro —dijo el joven—. ¿Qué te ha traído hoy por aquí?
—Pues, mira —dijo el gato—. He pensado que quizás estarías en apuros. Te has quedado solo, con ese asunto tan complicado de la piedra aún por resolver.
—Exacto. Es tal como dices. Vamos, que me encuentro en un callejón sin salida.
—Y he venido a echarte una mano.
—Pues te lo agradecería mucho —dijo el joven—. Ya lo dicen, ¿no? «Está tan apurado que hasta le pediría ayuda a un gato».
—El problema es la piedra —dijo Toro. Luego sacudió reiteradamente la cabeza para ahuyentar a una mosca.
—Una vez devuelvas la piedra a su sitio se te habrán acabado los problemas. Podrás ir a donde quieras. ¿No es así?
—Pues sí. Una vez haya cerrado la puerta de entrada se habrá acabado la historia. Tal como dijo Nakata, lo que se ha abierto, se tiene que cerrar. Es una regla.
—¿Quieres que te diga entonces lo que debes hacer?
—¿Lo sabes? —preguntó Hoshino.
—Claro que lo sé —dijo el gato—. Te lo acabo de decir. Los gatos lo sabemos todo. A diferencia de los perros.
—Y, dime, ¿qué debo hacer?
—Matar a aquel tipo —dijo el gato dócilmente.
—¿Matar? —repitió Hoshino.
—Sí, Hoshino. Tú debes matar a aquel tipo.
—¿Y quién es?
—Cuando lo veas, lo sabrás. ¡Ah! Es él —dijo el gato negro—. Pero mientras no lo veas, no lo sabrás. Para empezar, él no tiene una forma definida. Adopta una u otra según le conviene.
—¿Es una persona?
—No. Esto sí que te lo puedo asegurar.
—¿Y qué pinta tiene?
—No lo sé —contestó Toro—. Te lo acabo de decir. En cuanto le eches una ojeada lo sabrás. Mientras no lo veas, no lo sabrás.
Hoshino suspiró.
—¿Y cuál es la verdadera identidad del tipo ese?
—Tú no necesitas saber eso —dijo el gato—. Es muy difícil de explicar y, encima, quizá sea mejor que no lo sepas. Sea como sea, el tipo ahora está agazapado, esperando. Escondido en la oscuridad, conteniendo la respiración, observando lo que sucede a su alrededor. Pero no podrá quedarse eternamente inmóvil. Tendrá que salir antes o después. Es posible que hoy mismo. Y él, entonces, se cruzará sin falta en tu camino. Es una oportunidad única.
—¿Una oportunidad única?
—Sí. Una ocasión que sólo se da una vez cada mil años —explicó—. Tú tienes que esperarlo y matarlo. Entonces se habrá acabado la historia y tú podrás irte finalmente a donde quieras.
—Y si me lo cargo, ¿no tendré luego problemas con la ley?
—Yo, de leyes, no entiendo —dijo el gato—. Al fin y al cabo soy un gato. Pero el tipo ese no es un hombre, así que no creo que tenga nada que ver con la justicia. Sea como sea, es importantísimo acabar con él. Eso lo sabe incluso un gato normal y corriente.
—Pero ¿cómo debo matarlo? Ni siquiera sé el tamaño que tiene, ni la pinta que tiene. No sé absolutamente nada. Así no se pueden hacer planes para matar a alguien, ¿no te parece?
—No importa cómo lo hagas. Puedes golpearlo con un martillo. Clavarle un cuchillo. Estrangularlo. Quemarlo. Matarlo a mordiscos. Utiliza el método que prefieras. Lo importante es que deje de respirar. Debes liquidarlo con firmeza y determinación. Tú estuviste en el Ejército de Autodefensa, ¿verdad? Aprendiste a disparar un fusil gracias al dinero de los contribuyentes, ¿no? Aprendiste a utilizar la bayoneta, ¿no? Eres un soldado, ¿no? Pues entonces debes de ser capaz de decidirlo tú solito.
—En el ejército aprendí las técnicas de combate normales —protestó Hoshino débilmente—. Pero nadie me enseñó cómo tender una emboscada y machacar con un martillo a una cosa grande que no es una persona y que ni siquiera sé qué forma tiene.
—Él intentará pasar por la «puerta de entrada» —dijo el gato ignorando las palabras del joven—. Pero no debe hacerlo. No tiene que entrar bajo ningún concepto. Hay que detenerlo antes de que acceda a la «puerta de entrada». Esto es fundamental. ¿Lo has comprendido? Si dejamos escapar esta oportunidad, no tendremos otra.
—Una ocasión que sólo se da una vez cada mil años.
—Exacto —dijo Toro—. Claro que eso es sólo una expresión.
—Pero, Toro, el tipo ese puede ser muy peligroso, ¿no? —preguntó Hoshino medrosamente—. ¿Y si es él el que acaba matándome a mí?
—Mientras se esté desplazando quizá no sea tan peligroso —dice el gato—. Pero en cuanto deje de moverse sí puede serlo. Y mucho. Por lo tanto, no dejes pasar la oportunidad de atacarlo mientras esté en movimiento. Dale entonces el golpe de gracia.
—¿Quizá? —pregunta Hoshino.
El gato negro no respondió. Con los ojos entrecerrados se desperezó sobre la barandilla y se incorporó despacio.
—Hasta luego, Hoshino. No metas la pata y mátalo. Si no, Nakata no acabará de morir del todo. No podrá descansar en paz. Y tú apreciabas mucho a Nakata, ¿verdad?
—Sí, era un buen hombre.
—Entonces, mata a ese tipo. Ya sabes, una gran determinación en el pensamiento, y luego ejecutas tu idea sin dudarlo un instante. Esto es lo que Nakata hubiera querido que hicieras. Y tú lo harás por Nakata. Los requisitos que él tenía han recaído en ti. Tú, hasta ahora, has sido un vivalavirgen, has eludido todas las responsabilidades. Ahora es el momento de pagar tu deuda. No la pifies. Cuentas con mi apoyo.
—Eso es alentador —dijo Hoshino—. Oye, se me acaba de ocurrir una cosa.
—¿Qué?
—Eso de que la puerta de entrada continúe abierta, ¿no será porque es una especie de señuelo para atraer al tipo ese?
—Es posible —dijo Toro, el gato negro, como si el hecho careciera de importancia—. Por cierto, Hoshino, me he olvidado de decirte una cosa. El tipo sólo puede moverse por la noche. Es muy posible que se ponga en movimiento a altas horas de la noche. Así que duerme bien durante el día. Que no te pille dando cabezadas y desaproveches la oportunidad.
El gato negro saltó grácilmente de la barandilla al tejado de la casa vecina y se marchó con la cola erguida. Para lo grandote que era, el gato era muy ágil. El joven siguió con los ojos la figura gatuna que se alejaba. El gato no se volvió ni una sola vez.
—¡Jo! —dijo el joven—. ¡Me rindo!
Cuando el gato desapareció, Hoshino fue a la cocina y buscó utensilios que pudieran servirle como arma. Había un cuchillo de cortar pescado con la hoja terriblemente afilada, y una pesada macheta. En la cocina no había más que los cacharros de cocina básicos, pero contaba con un extenso surtido de cuchillos. Aparte de los cuchillos encontró un martillo grande y pesado y una cuerda de nailon. Y también un punzón de picar hielo.
«¡Ojalá tuviera un fusil automático!», pensó Hoshino mientras rebuscaba en la cocina. En el Ejército de Autodefensa, el joven había aprendido a usarlo y siempre sacaba una puntuación muy alta en las prácticas de tiro. Pero no hace falta decir que en la cocina no encontró ninguno. Además, si en aquella tranquila urbanización empezaran a sonar disparos de fusil automático, podría armarse la de san Quintín.
Hoshino dejó el cuchillo, la macheta, el punzón, el martillo y la cuerda bien alineados sobre la mesita de la sala de estar. Luego se sentó al lado de la piedra y empezó a acariciarla.
—¡Joder! ¡Mira que…! —le dijo Hoshino a la piedra—. Esta historia de que tengo que luchar armado con cuchillos y mazas contra no sé qué bicho no tiene ni pies ni cabeza, ¿no te parece? Ya no te cuento lo de que me dé las instrucciones un gato negro del barrio. Ponte en mi lugar. ¡Mira que…!
Pero, por supuesto, la piedra no hizo ningún comentario.
—Toro, el gato negro ese, me ha dicho que quizá no sea peligroso, pero eso, en definitiva, es sólo un quizá. No es más que una suposición optimista. Si hay algún error y se me aparece un bicho tipo Parque Jurásico, ya me dirás qué hago. ¡Adiós, Hoshino! Pobre de mí.
Silencio.
Hoshino cogió el martillo y lo blandió en el aire.
—Pero, pensándolo bien, también esto es el destino. Desde el momento en que recogí a Nakata en la estación de servicio de Fujigawa, ya estaba escrito que acabaría sucediendo esto. Yo debía de ser el único que no lo sabía. El destino es algo muy raro —dijo Hoshino—. ¡Eh, piedrecita! ¿Y a ti qué te parece?
Silencio.
—¡Qué le vamos a hacer! Por más que me queje es el camino que he elegido. Y no me queda más remedio que seguirlo hasta el final. No tengo ni idea de la mala pinta que tendrá el bicho ese, de lo asqueroso que puede llegar a ser, pero ¡en fin!, ¡qué más da! Me dejaré la piel en el intento. Mi vida habrá sido corta, pero habré pasado muy buenos ratos. También ha habido cosas interesantes en mi vida. Según Toro, el gato negro, ésta es una ocasión que sólo se da una vez cada mil años. Algo grande, vamos. Tampoco estará tan mal que me coronen de laureles. O a mi cadáver. Todo sea por Nakata.
La piedra seguía guardando silencio.
Tal como le había dicho el gato, Hoshino echó una cabezadita sobre el sofá en previsión de la noche. Hacer la siesta por órdenes de un gato le resultaba extraño, pero, en cuanto se tendió en el sofá, durmió profundamente alrededor de una hora. A última hora de la tarde fue a la cocina, descongeló marisco al curry, lo echó por encima del arroz y se lo comió. Luego, al caer la noche, se sentó junto a la piedra con los cuchillos y el martillo al alcance de la mano.
Apagó la luz de la habitación, aunque dejó encendida una lamparilla. Le pareció que era mejor así. Se trataba de algo que sólo se movía de noche. Mejor dejárselo todo bien oscuro. Hoshino quería acabar lo antes posible. «Si tienes que salir, sal de una puta vez y zanjemos el asunto. Luego me volveré a mi apartamento de Nagoya y le daré un telefonazo a alguna tía».
El joven había dejado de hablarle a la piedra. Guardaba silencio, inmóvil, echando de vez en cuando una ojeada al reloj. Cuando se aburría, cogía los cuchillos o el martillo y los blandía en el aire. De ocurrir algo sería a medianoche, se dijo. Pero también era posible que fuese antes, no podía dejar pasar la oportunidad. «Es una ocasión que sólo se da una vez cada mil años», pensó. No podía hacer el burro. Cuando notaba un vacío en la boca, roía alguna galleta salada o bebía agua mineral.
—¡Eh, piedrecita! —le susurró Hoshino a la piedra a medianoche—. Por fin son las doce pasadas. La hora de las brujas. Tengamos los ojos bien abiertos a ver si pasa algo.
Hoshino tocó la piedra. Le dio la sensación de que la superficie de la piedra estaba un poco más caliente que de costumbre. Pero eso tal vez fueran figuraciones suyas. Para infundirse ánimos acarició la superficie de la piedra varias veces.
—Cuento con tu apoyo, ¿verdad? Es que Hoshino necesita todo el apoyo moral que pueda conseguir.
Eran poco más de las tres de la madrugada cuando, desde la habitación donde yacía Nakata, le llegó una especie de susurro amortiguado. El sonido de algo reptando por encima del tatami. Pero en el cuarto de Nakata no había tatami. El suelo estaba cubierto por una alfombra. El joven levantó la cabeza, aguzó el oído. No cabía ninguna duda. Ignoraba a qué se debía aquel ruido, pero en la habitación donde yacía Nakata estaba ocurriendo algo. El corazón empezó a latirle con fuerza. Agarró el cuchillo de cortar pescado con la mano derecha, la linterna con la izquierda. Se colgó el martillo del cinturón, se levantó del suelo.
—¡Allá voy! —gritó sin dirigirse a nadie en particular.
Hoshino se dirigió, ahogando sus pasos, hacia la puerta del cuarto de Nakata y la abrió con cuidado. Apretó el interruptor de la linterna y dirigió rápidamente el haz de luz hacia donde estaba el cadáver. Era de allí de donde procedía el susurro, no había duda. La luz de la linterna iluminó un cuerpo blanco, largo y delgado. En aquel preciso instante reptaba hacia fuera por la boca del cadáver, serpenteando y retorciéndose. Por la forma, recordaba un calabacín. El grosor sería equivalente al del brazo de un hombre robusto. La longitud total era una incógnita, pero ya debía de haber salido alrededor de la mitad. El cuerpo era viscoso, resbaladizo y despedía una luz blanca. La boca de Nakata estaba abierta de par en par, como la de una serpiente, para permitir el paso de aquel cuerpo. Incluso era posible que se le hubiese desencajado la mandíbula.
Hoshino tragó saliva ruidosamente. La mano que sostenía la linterna empezó a temblar, y con ella el haz de luz. «¡Joder! ¿Cómo voy a matar esto?», pensó. Por lo que alcanzaba a ver, no tenía brazos, ni piernas, ni ojos, ni nariz. Era tan resbaladizo que no había por donde agarrarlo. ¿Cómo podía liquidar para siempre una cosa así? Además, ¿qué tipo de criatura era aquello?
¿Habría vivido siempre, de modo similar a un insecto parásito, oculto dentro del cuerpo de Nakata? ¿O se trataba del alma de Nakata? ¡No, no podía ser! La intuición le decía que eso era imposible. Una cosa tan desagradable como aquélla no podía haber estado dentro del cuerpo de Nakata. «Si eso lo sé hasta yo», se dijo Hoshino. «Esta cosa habrá venido de vete a saber dónde y, a través de Nakata, querrá escabullirse por la puerta de entrada. Aparece cuando le da la gana y utiliza a Nakata a su antojo, como si fuera un pasadizo. No puedo permitir que le haga esto a Nakata. Tengo que matarlo, sea como sea. Tal como ha dicho Toro: tener una gran determinación en el pensamiento y luego ejecutar tu idea con decisión. Adelante».
Se acercó resueltamente a Nakata y clavó el afilado cuchillo de cortar pescado cerca de lo que parecía ser la cabeza de la cosa blanca. Lo extrajo, volvió a clavarlo. Repitió la acción una y otra vez. Pero aquel cuerpo apenas oponía resistencia a las cuchilladas. Sólo notaba como si le estuviera clavando el cuchillo a unas verduras tiernas. Debajo de la superficie blanca y resbaladiza no había carne, ni huesos, ni vísceras, ni cerebro. Tan pronto retiraba el cuchillo de la herida, aquella especie de mucosidad cerraba inmediatamente la brecha. No manaban de las heridas ni sangre ni fluido corporal alguno. «Este bicho es completamente insensible», pensó Hoshino. Por más agresiones que recibiera, la cosa seguía, como si nada, deslizándose por la boca de Nakata, reptando en su imparable avance hacia fuera.
Hoshino arrojó el cuchillo al suelo, volvió a la sala de estar, cogió la macheta que había dejado sobre la mesita y volvió al cuarto. Luego la abatió con todas sus fuerzas sobre la cosa blanca. Al primer golpe le partió la cabeza por la mitad. Tal como suponía Hoshino, dentro no había nada. Estaba rellena de la misma sustancia blanca, imprecisa, que la piel exterior. Tras asestarle varios golpes de macheta, finalmente una parte de la cabeza acabó separándose del cuerpo. La parte desprendida quedó retorciéndose en el suelo como una babosa, pero pronto dejó de moverse, como si hubiese muerto. Con todo, este hecho no logró detener el avance del resto del cuerpo. La mucosidad recubría las heridas que se cerraban en un abrir y cerrar de ojos, y por la parte que había quedado seccionada se producía un aumento de volumen y el cuerpo recobraba así su forma original. Y seguía avanzando sin tregua.
La cosa blanca salió completamente de la boca de Nakata y mostró su cuerpo en toda su longitud. Mediría, en total, alrededor de un metro, e incluso tenía cola. Gracias a la cola, Hoshino pudo estar seguro, por primera vez, de dónde se localizaba la cabeza. La cola era pequeña y gorda como la de una salamandra. En el extremo se afinaba de repente. No tenía patas. No tenía ojos, ni boca, ni nariz. Pero podía jurarse que estaba provista de voluntad. «Mejor dicho, esta cosa no tiene nada más que voluntad», pensó Hoshino. No le hacía falta la lógica para comprenderlo. «Sólo mientras se desplaza, vete a saber por qué, toma casualmente esta forma». Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. De todas formas, debía acabar con aquello.
A continuación, el joven probó con el martillo. Tampoco dio resultado. Al golpear con aquel mazacote de hierro, la parte que recibía el impacto se hundía de manera sorprendente, pero la mucosidad y la suave piel de alrededor iban recubriendo el boquete y la cosa recuperaba enseguida su aspecto original. Luego Hoshino se hizo con la mesita de la sala y, agarrándola por las patas, golpeó con ella la cosa blanca. Pero, aunque le dio con todas sus fuerzas, no logró detenerla. No se desplazaba deprisa, pero, reptando como una serpiente poco diestra, se estaba dirigiendo ya a la habitación vecina, donde estaba la piedra de la entrada.
«Este bicho es diferente a cualquier otro animal», pensó Hoshino. «A este bicho no se le puede liquidar con ninguna arma. No tiene vísceras donde clavarle el cuchillo, ni garganta que estrangular. ¿Qué puedo hacer? Si no se me ocurre nada, llegará a la “puerta de entrada”. Y eso no puedo permitirlo. Es un bicho maligno. Toro, el gato negro, ya me lo ha dicho: “Cuando lo veas, lo sabrás”. Y sí, tenía razón. En cuanto lo he visto lo he comprendido. A esto no se lo puede dejar con vida».
Hoshino fue a la sala de estar en busca de otra cosa que pudiera usar como arma. No encontró nada. Luego sus ojos toparon con la piedra, a sus pies. La piedra de la entrada. Quizá pudiera aplastar a la cosa esa con ella. Envuelta en la oscuridad, parecía estar rodeada de una aureola de un tenue color rojo. El joven se agachó e intentó levantarla, sólo para probar. La piedra se había vuelto terriblemente pesada y no la pudo mover ni un milímetro.
—¡Vaya! Conque te has vuelto la piedra de la entrada, ¿eh? —dijo el joven—. O sea, que tengo que cerrarte antes de que la cosa esa llegue hasta aquí. Para que no pueda entrar.
El joven intentó con todas sus fuerzas levantar la piedra. Pero ésta seguía sin moverse.
—No quieres moverte, ¿eh? —le dijo Hoshino a la piedra respirando hondo—. ¿Sabes, piedrecita, que pesas más que la otra vez? Lograrás que se me caigan los cojones al suelo, maja.
A sus espaldas seguía oyéndose aquel susurro. La cosa blanca se aproximaba cada vez más. Apenas quedaba tiempo.
—Voy a intentarlo de nuevo —dijo el joven y puso una mano sobre la piedra. Respiró hondo, se llenó los pulmones de aire hasta casi reventar, retuvo el aire dentro. Se concentró en un solo punto, agarró la piedra con las dos manos por un extremo. Si no lograba levantarla, no tendría una segunda oportunidad. «¡Ánimo, Hoshino!», se dijo a sí mismo. «Ha llegado la hora de la verdad, déjate aquí los huevos». Con toda la fuerza de la que fue capaz, acompañándose de un alarido, trató de levantar la piedra. La piedra se levantó sólo un poco. Volvió a tensar al máximo sus músculos para lograr que la piedra se separara del suelo.
Su mente quedó en blanco. Sintió cómo los músculos de los brazos se le hacían jirones. Sus testículos ya debían de estar por los suelos desde hacía rato. Pero la piedra no se separaba del suelo. Hoshino pensó en Nakata. Él había sacrificado los años de vida que le quedaban para cumplir la misión de abrir y cerrar la piedra. Y él debía desempeñar su papel hasta el final. Había heredado los requisitos de Nakata. Se lo había dicho el gato negro. Sus músculos necesitaban un suministro de sangre nueva. Los pulmones le pedían el aire fresco necesario para fabricar sangre. Pero él no podía respirar. Comprendió que la muerte se le estaba aproximando. Pronto, ante sus ojos, el abismo del vacío abriría sus fauces. Pero Hoshino, reuniendo las últimas fuerzas que le quedaban, atrajo de nuevo la piedra hacia sí. Logró levantarla como pudo y la piedra cayó del revés, con estrépito, al suelo. El suelo tembló por el impacto. Los cristales de las ventanas vibraron. Era un peso terrible, inmenso. Hoshino, sentado tal como había caído, aspiró una profunda bocanada de aire.
—¡Buen trabajo, Hoshino! —se dijo a sí mismo un poco después.
Una vez que estuvo cerrada la puerta de entrada, acabar con la cosa blanca le resultó a Hoshino mucho más fácil de lo que había esperado. Aquello ya no tenía ningún lugar adonde ir. Y la cosa blanca lo sabía. Dejó de avanzar hacia donde se dirigía y vagó por la habitación buscando algún lugar donde esconderse. Tal vez hubiese querido volver a meterse dentro de Nakata. Pero carecía de las fuerzas necesarias para huir. Rápido como una centella, Hoshino la persiguió y asestó varios golpes sobre ella con la macheta. Volvió a cortar los trozos seccionados en trozos más pequeños. Al principio, los trozos blancos quedaron retorciéndose sobre el suelo de madera de la estancia, pero pronto las fuerzas los abandonaron y, poco a poco, dejaron de moverse. Allí quedaron, rígidos, redondos, muertos. Debido a la mucosidad, la alfombra despedía un brillo blanco. Hoshino recogió todos los pedazos del cadáver con el recogedor, los metió en una bolsa de basura, la ató fuertemente con un cordel y, luego, metió esta primera bolsa dentro de una segunda bolsa de basura, que ató, asimismo, fuertemente con un cordel. Al final metió la bolsa de basura en una bolsa de tela gruesa que había dentro del armario empotrado.
Cuando hubo terminado, Hoshino sintió cómo las fuerzas lo abandonaban de repente, cayó de rodillas al suelo, permaneció allí respirando hasta que se le llenaron los pulmones mientras alzaba los hombros. Las dos manos le temblaban. Quiso decir algo, pero no le salían las palabras.
—¡Lo has conseguido, Hoshino! —se dijo a sí mismo poco tiempo después.
Debido a la lucha con la cosa blanca y al hecho de haberle dado la vuelta a la piedra, había ocasionado un estrépito espantoso y a Hoshino le preocupaba la posibilidad de que algún vecino se hubiera despertado y llamado a la policía. Sin embargo, por suerte, no sucedió nada. No se oyó la sirena de ninguna ambulancia, nadie llamó a la puerta. Lo último que quería Hoshino era ver a la policía irrumpiendo de pronto en el apartamento. Sabía que no había ninguna posibilidad de que la cosa blanca volviera a la vida. Ya no tenía lugar adonde ir. Sin embargo, mejor curarse en salud. En cuanto amaneciera la quemaría en la playa. La convertiría en cenizas. Y después volvería a Nagoya.
Ya casi eran las cuatro de la mañana. Pronto amanecería. Era hora de retirarse. Hoshino metió algo de ropa para cambiarse en la bolsa de viaje. Decidió guardar dentro las gafas de sol y la gorra de los Chûnichi Dragons por si acaso. Sólo faltaría que la policía lo pillara al final de todo. Cogió una botella de aceite para ensalada con el objetivo de quemar la bolsa. Se acordó del CD de El Trío del archiduque y lo metió también en la bolsa. Por último se acercó a la cama donde yacía Nakata. El aire acondicionado seguía funcionando a toda máquina y la habitación parecía un congelador.
—¡Eh, abuelo! Me voy —dijo el joven—. Me sabe mal, pero tú no te puedes quedar aquí para siempre. En cuanto llegue a la estación llamaré a la policía para que se hagan cargo de tu cadáver. Te dejaré en manos de los simpáticos guardias. O sea, que ya no nos volveremos a ver. No te olvidaré, abuelo. Nunca. Vamos, como si eso fuera posible.
El aire acondicionado se detuvo con estrépito.
—¿Sabes qué pienso, abuelo? —prosiguió el joven—. A partir de ahora, siempre que ocurra algo en mi vida, por pequeño que sea, pensaré: «Nakata, en esta situación, diría esto», «Nakata, en esta situación, haría lo otro». Al menos ésa es la sensación que tengo. Y eso, abuelo, es algo muy grande. Es decir, que significa que una parte de ti, abuelo, sigue viviendo dentro de mí. Vamos, no es que yo sea un continente muy lúcido, pero ¡en fin!, mejor eso que nada, ¿no?
Sin embargo, la persona a la que Hoshino se estaba dirigiendo no era más que la muda de Nakata. La parte más importante hacía mucho tiempo que se había ido a otra parte. Y eso también lo sabía Hoshino.
—¡Eh, piedrecita! —le dijo Hoshino a la piedra. La acarició. Volvía a ser una piedra cualquiera. Fría, áspera—. Me voy. Me vuelvo a Nagoya. Tu asunto, al igual que el del abuelo, lo dejaré en manos de la policía. Quería devolverte personalmente al santuario, pero tengo muy mala memoria y no me acuerdo de dónde está la capilla de la que te saqué. Lo siento mucho. Perdóname. No me lances ninguna maldición. Yo sólo hice lo que el Colonel Sanders me dijo. Así que, si se tiene que maldecir a alguien, que sea a él. ¡En fin! Pase lo que pase, encantado de haberte conocido. A ti, piedrecita, tampoco te olvidaré.
Luego, se calzó las Nike, con su suela gruesa, y salió de la casa. No cerró la puerta con llave. Llevaba la bolsa de viaje en la mano derecha y la bolsa con los pedazos de cadáver de la cosa blanca en la izquierda.
—Damas y caballeros, es la hora de la fogata —dijo Hoshino alzando la vista al cielo del este que empezaba a teñirse con los colores del amanecer.