Me despierto poco antes del amanecer. Caliento agua en el hornillo eléctrico, me preparo un té y me lo bebo. Me siento en una silla junto a la ventana, miro hacia fuera. En las calles no hay nadie, no se oye nada. A mis oídos no llegan los trinos de los pájaros matutinos. Por estar rodeado de las montañas, en este lugar amanece tarde y anochece pronto. Sólo un pálido resplandor, hacia el este, corona las montañas. Para ver la hora voy al dormitorio, cojo mi reloj, que he dejado junto a la cabecera de la cama, y lo miro. No funciona. La pantalla digital está apagada. Aprieto varios botones al tuntún para probar, pero no se produce cambio alguno. Las pilas no tenían por qué agotarse todavía. Pero el tiempo, mientras dormía, vete a saber por qué, tal vez se haya detenido. Vuelvo a dejar el reloj de pulsera sobre la mesilla, me froto con la mano derecha la muñeca de la mano izquierda, donde siempre llevo el reloj. Aquí el tiempo no es un factor importante.
Mientras contemplo aquel paisaje que no incluye pájaro alguno, me entran ganas de leer algo. Cualquier libro. Con tal de que tenga letra impresa y forma de libro me conformo. Cogerlo, hojearlo, recorrer con los ojos los caracteres que se alinean en sus páginas. Pero no hay ningún libro. Aquí no parece existir la letra impresa. Recorro de nuevo la habitación con la mirada. No alcanzo a ver nada escrito.
Abro la cómoda, estudio la ropa que contiene. Está cuidadosamente doblada y guardada dentro de los cajones. No hay ninguna prenda nueva. Toda la ropa está descolorida, con la tela desgastada tras múltiples lavados. Pero parece limpísima. Camisetas de cuello redondo y ropa interior. Calcetines. Polos de algodón. Pantalones de algodón. Todo aproximadamente —aunque no exactamente— de mi talla. Ninguna prenda lleva dibujo. Todas, sin excepción, son lisas. Parece como si, en el mundo, no hubieran existido jamás las telas estampadas. Por lo que puedo apreciar de una ojeada, ninguna prenda tiene la etiqueta de la marca. Aquí no hay nada escrito. Me quito la camiseta que llevaba, que huele a sudor, y me pongo una gris que hay en uno de los cajones. La camiseta huele a jabón y a sol.
Poco después —¿cuánto tiempo debe de haber transcurrido?— viene la jovencita. Llama débilmente a la puerta y entra sin esperar respuesta. En la puerta no hay llave ni nada parecido. La niña lleva una gran bolsa de lona colgada del hombro. El cielo que aparece a sus espaldas ya ha clareado del todo.
Al igual que la víspera, la jovencita se planta en la cocina y me hace una tortilla en una pequeña sartén negra. Cuando, tras calentar el aceite, casca los huevos y los echa en la sartén, suena un agradable chisporroteo. El olor a huevos frescos llena la habitación. Tuesta pan en una tostadora de formas rechonchas que recuerda las que aparecen en las películas antiguas. La niña lleva el mismo vestido azul celeste que la noche anterior, también se ha vuelto a recoger el pelo hacia atrás con una horquilla. Tiene la piel suave y hermosa. Sus delgados brazos, parecidos a la porcelana, relucen a la luz de la mañana. Por la ventana abierta de par en par, tal vez con la finalidad de hacer este mundo un poco más completo, entra una pequeña abeja. Tras dejar la comida sobre la mesa, la niña se sienta en una silla cercana y me mira mientras como. Me tomo la tortilla de verduras, el pan untado con mantequilla fresca. Me bebo una infusión. Ella no prueba un solo alimento, no bebe nada. Todo parece repetirse igual que la noche anterior.
—Las personas que hay aquí, ¿se hacen todas ellas la comida? —le pregunto—. No sé, como tú me la preparas a mí.
—Hay personas que se la hacen ellas mismas y otras a quienes se la preparan otros —dice ella—. Pero, por lo general, aquí nadie come demasiado.
—¿Nadie come demasiado?
Ella asiente.
—Con comer a veces ya tienen bastante. A veces les entran ganas de comer y comen.
—O sea, que nadie come como estoy comiendo yo ahora.
—¿Tú podrías pasarte un día sin comer?
Sacudo la cabeza en ademán negativo.
—Pues las personas que hay aquí, aunque no coman en todo el día, no sienten hambre, y, de hecho, a veces incluso se olvidan de comer. A veces durante días.
—Pero yo todavía no me he acostumbrado a este lugar, así que, hasta cierto punto, tengo que comer.
—Es posible —dice ella—. Por eso yo te preparo la comida.
La miro a la cara.
—¿Cuánto tardaré en acostumbrarme a este lugar?
—¿Cuánto tiempo? —repite ella. Y mueve despacio la cabeza en ademán negativo—. No lo sé. No es una cuestión de tiempo. No tiene nada que ver con la cantidad de tiempo. Cuando llegue el momento, tú ya te habrás acostumbrado.
Estamos hablando sentados cada uno a un lado de la mesa. Sus dos manos descansan sobre ésta. Una junto a la otra, con las palmas hacia abajo. Veo sus diez dedos, fuertes, sin titubeos, aquí presentes como algo real. La miro de frente. Contemplo el delicado temblor de sus pestañas, cuento sus parpadeos. Observo la pequeña oscilación de su flequillo. No puedo apartar los ojos de ella.
—¿El momento?
—El momento en que tú descubras que no es necesario cortarte algo de ti mismo para arrojarlo fuera. Nosotros no lo desechamos, nosotros lo asimilamos en nuestro interior.
—¿Y yo lo asimilaré en mi interior?
—Sí.
—Entonces —pregunto—, cuando lo haya asimilado, ¿qué diablos ocurrirá?
La niña reflexiona con la cabeza algo ladeada. Un gesto muy natural. Su flequillo también se ladea al compás del movimiento de la cabeza.
—Pues, quizá, que tú seas enteramente tú —dice.
—O sea, que yo ahora no soy enteramente yo.
—Tú, ahora, eres tú más que de sobra —dice ella. Reflexiona un poco—. A lo que yo me refiero es a algo ligeramente diferente. Pero no sé explicarlo con palabras.
—¿Que no lo entenderé hasta que llegue el momento en que lo experimente en realidad?
Ella asiente.
Cuando me empieza a resultar duro mirarla, cierro los ojos. Vuelvo a abrirlos enseguida. Para asegurarme de que ella todavía sigue allí.
—¿Aquí vivís en comunidad?
Ella vuelve a reflexionar.
—Aquí todos vivimos juntos y algunas cosas son de uso común. Como, por ejemplo, las duchas, la central eléctrica o el intercambio comercial. Sobre el uso de estas cosas hay una especie de acuerdos sencillos. Nada del otro mundo. Cosas que se pueden entender sin pensar demasiado, cosas que se pueden comunicar sin tener que traducirlas en palabras. Por lo tanto, casi no hay nada sobre lo que yo pueda decirte: «Esto se hace así», o «Aquí tienes que hacer esto otro». Lo más importante es que aquí cada uno es quién es y que vamos diluyéndonos en lo que nos rodea. Si actúas de este modo, no tendrás ningún problema.
—¿Diluirse?
—Es decir, que cuando tú estás en el bosque, tú eres, sin fisuras, parte del bosque. Cuando estás bajo la lluvia, tú eres, sin fisuras, parte de la lluvia que cae. Cuando estás inmerso en la mañana, tú eres, sin fisuras, parte de la mañana. Cuando estás delante de mí, tú eres parte de mí. De eso se trata. Explicado de una manera fácil de entender.
—Cuando tú estás frente a mí, eres parte de mí.
—Sí.
—¿Y qué sensación produce eso de que siendo completamente tú pases a formar parte, sin fisuras, de otra cosa?
Ella me mira de frente. Se toca la horquilla del pelo.
—Que yo, siendo yo, pase a ser una parte sin fisuras de ti es algo muy natural cuando te acostumbras, incluso algo muy sencillo. Como volar por el cielo.
—¿Puedes volar por el cielo?
—Sólo era un ejemplo —dice ella sonriendo. Una sonrisa por el placer de sonreír. Desprovista de significados profundos o de sentidos ocultos—. Tampoco puedes entender qué es volar por el cielo hasta que vuelas de verdad. Se trata de lo mismo.
—Pero se trata de algo natural en lo que no hace falta pensar, ¿no es así?
Asiente.
—Sí. Es algo muy natural, muy plácido, muy agradable, en lo que no hace falta pensar. Algo sin fisuras.
—¿No te estaré haciendo demasiadas preguntas?
—En absoluto. Para nada —dice—. Pero me gustaría poder explicártelo mejor.
—¿Tienes recuerdos?
Ella vuelve a sacudir la cabeza. Deposita de nuevo las manos sobre la mesa. Esta vez con las palmas hacia arriba. Ella se las mira un instante. Pero en su rostro no aflora expresión alguna.
—No tengo recuerdos. Donde no es importante el tiempo, tampoco lo son los recuerdos. Por supuesto, me acuerdo de lo de ayer. Yo vine aquí y te preparé un estofado de verduras. Y tú te lo comiste todo, ¿verdad? De lo que sucedió anteayer también me acuerdo de algo. Pero ya no recuerdo lo anterior. El tiempo se va disolviendo en mí, forma un todo, no puedo distinguir una cosa de la siguiente.
—Los recuerdos aquí no son algo tan importante.
Ella sonríe.
—Sí. Los recuerdos aquí no son algo tan importante. La memoria ya la trata la biblioteca.
Cuando ella se va, me acerco a la ventana y dejo que se me calienten las manos al sol de la mañana. La sombra de mis manos se proyecta en el alféizar. Se distingue claramente la forma de los cinco dedos. La abeja deja de volar y se posa en silencio en el cristal de la ventana. También ella parece estar, al igual que yo, sumergida en serias meditaciones.
Poco después de que el sol haya alcanzado su punto más alto, ella me visita. Pero no es la señora Saeki bajo la forma de la jovencita. Llama débilmente a la puerta, abre la puerta. Por un instante me cuesta discernir entre ella y la jovencita. Las cosas pueden sufrir fácilmente una alteración a causa de sutiles cambios de la luz debidos a la forma en que sopla el viento. Me da la impresión de que ella se convertirá de un momento a otro en la jovencita, y de que, acto seguido, volverá a ser la señora Saeki. Pero esto no ocurre. Frente a mí está la señora Saeki, y nadie más.
—Buenas tardes —me saluda la señora Saeki con voz muy natural. Como cuando nos cruzábamos por el pasillo en la biblioteca. Lleva una blusa azul marino y, como es de esperar, una falda hasta las rodillas también de color azul marino. El fino collar de plata, el par de pequeñas perlas en los lóbulos de las orejas. Su aspecto habitual. Sus tacones resuenan con un ruido seco en el entarimado del porche. Este sonido contiene algo inapropiado, que no casa con el lugar.
La señora Saeki, de pie en el umbral, un poco alejada de mí, me observa con atención. Como si quisiera comprobar si soy realmente yo. Claro que soy mi yo verdadero. Al igual que ella es la auténtica señora Saeki.
—¿Quiere pasar a tomar un té? —pregunto.
—Gracias —dice la señora Saeki. Y, finalmente, como si hubiese tomado una decisión, accede a la estancia.
Voy a la cocina, enchufo el calentador eléctrico, caliento agua. Mientras tanto acompaso mi respiración. La señora Saeki toma asiento frente a la mesa. En la misma silla donde se ha sentado antes la niña.
—Parece que nos encontremos en la biblioteca.
—Sí, es cierto —asiento—. Aunque sin café y sin Ôshima.
—Y sin un solo libro —dice la señora Saeki.
Hago una infusión, la sirvo en dos tazas, las llevo a la mesa. Nos sentamos cara a cara. A través de la ventana abierta llega el trino de los pájaros. La abeja sigue durmiendo en el cristal de la ventana.
La señora Saeki es la primera en hablar.
—La verdad es que no me ha sido nada fácil llegar hasta aquí. Pero tenía que verte y hablar contigo.
Asiento.
—Gracias por venir.
Ella esboza la sonrisa de siempre.
—Tenía que decírtelo —confiesa. Su sonrisa es casi idéntica a la de la niña. Pero la de la señora Saeki posee más profundidad. Esta sutil diferencia hace que se me estremezca el corazón.
La señora Saeki sostiene la taza envolviéndola con ambas manos. Contemplo las dos pequeñas perlas blancas en los lóbulos de sus orejas. Ella reflexiona unos instantes. Tarda más que de costumbre en pensar.
—He quemado todos mis recuerdos —dice escogiendo las palabras despacio—. Todos se han convertido en humo y han desaparecido en el cielo. Así que algunas cosas no podré seguir recordándolas por mucho tiempo. Olvidaré. Algunas cosas, todas las cosas. También a ti. Por eso quería hablar contigo lo antes posible, aunque sólo fuera unos instantes. Mientras mi mente todavía pueda recordar.
Doblo el cuello y miro la abeja en el cristal de la ventana. En el alféizar, la sombra de la abeja negra se proyecta en un único punto.
—Lo más importante de todo —dice la señora Saeki en voz baja— es que tienes que salir de aquí lo antes posible. Cruza el bosque, vete y vuelve a tu vida de antes. Porque la puerta de entrada no tardará en cerrarse. Prométeme que lo harás.
Sacudo la cabeza.
—Señora Saeki, usted no lo entiende. Yo no tengo mundo al que volver. A mí nadie me ha querido, nadie me ha necesitado en toda mi vida. Aparte de mí, jamás he tenido a nadie en quien confiar. La «vida de antes» de la que usted habla para mí no tiene ningún sentido.
—A pesar de ello, debes volver.
—¿Aunque allí no tenga nada? ¿Aunque no haya nadie que desee que yo esté allí?
—No es así —dice ella—. Yo lo deseo. Yo deseo que tú estés allí.
—Pero usted no está allí. ¿No es cierto?
La señora Saeki baja la mirada hacia la taza, que rodea con ambas manos.
—Sí. Por desgracia, yo ya no estoy allí.
—Entonces, ¿qué quiere usted de mí una vez que esté yo de vuelta?
—Quiero una sola cosa —responde la señora Saeki. Alza los ojos, me mira de frente—. Quiero que te acuerdes de mí. Si tú me recuerdas, no me importará que el resto del mundo me olvide.
El silencio se abate sobre nosotros. Un silencio profundo. Dentro de mi pecho crece una pregunta. Tan enorme que me obstruye la garganta y me corta la respiración. Pero consigo tragármela.
Le pregunto otra cosa:
—¿Tan importantes son los recuerdos?
—Depende —dice ella. Cierra los ojos con desmayo—. A veces no hay nada tan importante como los recuerdos.
—Pero usted ha quemado los suyos.
—Ya no me servían para nada —dice la señora Saeki apoyando ambas manos sobre la mesa, una junto a la otra, con las palmas hacia abajo. Exactamente igual que ha hecho antes la niña—. Tamura, quiero pedirte un favor. Llévate el cuadro.
—¿El cuadro de la orilla del mar? ¿El que estaba colgado en la habitación de la biblioteca donde me alojaba yo?
—Sí. Kafka en la orilla del mar. Quiero que te lo lleves. A donde sea. A donde vayas en el futuro.
—Pero aquel cuadro debe de pertenecer a alguien.
La señora Saeki sacude la cabeza.
—Es mío. Antes de irse a Tokio, él me lo regaló. Desde entonces siempre lo he tenido junto a mí y, adondequiera que haya ido, siempre lo he colgado en mi cuarto. Cuando empecé a trabajar en la biblioteca Kômura, lo devolví a su habitación. A su lugar de origen. En el cajón de mi escritorio hay una carta dirigida a Ôshima en la que digo que te cedo el cuadro. En primer lugar, originalmente, aquel cuadro era tuyo.
—¿Mío?
Asiente.
—Sí. Tú estabas allí. Yo estaba a tu lado y te miraba. Hace mucho, muchísimo tiempo, en la orilla del mar. Soplaba el viento, unas nubes blanquísimas flotaban en el cielo y siempre era verano.
Cierro los ojos. Estoy en la playa, en verano. Estoy tendido en una tumbona. Puedo sentir el tacto áspero de la lona en la piel. Lleno mis pulmones del olor a agua marina. Aunque cierre los párpados sigue deslumbrándome la luz del sol. Se oye el rumor de las olas. El rumor se aleja y se acerca como si oscilara movido por el tiempo. Un poco más allá, alguien me está pintando. A su lado hay sentada una niña con un vestido azul celeste de manga corta. La niña mira hacia donde yo estoy. Lleva un sombrero de paja, con una cinta blanca, y deja escurrir la arena entre los dedos. Tiene el pelo liso, los dedos largos y fuertes. Dedos de pianista. Bañados por la luz del sol, sus brazos brillan, tersos como la porcelana. En las comisuras de sus labios se dibuja una sonrisa espontánea. Yo la amo. Ella me ama.
Éstos son mis recuerdos.
—Quiero que conserves siempre el cuadro —dice la señora Saeki.
Se levanta, se acerca a la ventana. Mira hacia fuera. Hace poco que el sol ha alcanzado su cénit. La abeja sigue durmiendo. La señora Saeki alza la mano derecha, se la pone en la frente formando visera y mira a lo lejos. Luego se vuelve hacia mí.
—Me tengo que ir —dice.
Me levanto, me acerco a ella. Su oreja roza mi cuello. Noto el tacto duro de la perla. Apoyo las palmas de las manos en su espalda. Como si intentara descifrar algún enigma. Su pelo acaricia mi mejilla. Sus manos me abrazan con fuerza. Las puntas de sus dedos se me clavan en la espalda. Dedos que se aferran a una pared llamada tiempo. Huele a mar. Se oye el rumor de las olas rompiendo en la playa. Alguien me está llamando. En la lejanía.
—¿Es usted mi madre? —le pregunto al fin.
—Tú ya deberías conocer la respuesta —dice la señora Saeki.
Sí. La conozco. Pero ni ella ni yo podemos formularla con palabras. Si lo hiciéramos, todo perdería su sentido.
—Hace mucho tiempo abandoné a alguien a quien no debería haber abandonado —me revela la señora Saeki—. Al ser que amaba por encima de todas las cosas. Me aterraba perderlo, así que tuve que dejarlo yo. Antes de que me lo arrebataran o de que desapareciera por cualquier circunstancia fortuita preferí abandonarlo yo. Por supuesto, también estaba presente un sentimiento de ira que no amainaba. Pero me equivoqué. Jamás tenía que haberlo abandonado.
Permanezco en silencio.
—A ti te abandonó alguien que, a su vez, nunca debió ser abandonado —dice la señora Saeki—. ¿Podrás perdonarme?
—¿Tengo derecho a hacerlo?
Inclinada sobre mi hombro, ella asiente varias veces.
—Si no te lo impiden la ira y el miedo.
—Señora Saeki, si tengo derecho a hacerlo, la perdono —digo.
Madre, dices, yo te perdono. Y algo helado que se halla dentro de tu corazón empieza a crujir.
La señora Saeki se deshace del abrazo en silencio. Se quita una horquilla del pelo y, sin titubear, se clava la afilada punta en la parte interior del brazo izquierdo. Violentamente. Y, con la mano derecha, se presiona la vena con fuerza. La sangre empieza a manar de la herida. La primera gota cae al suelo con un estrépito inesperado. Luego, sin decir nada, la señora Saeki me tiende el brazo. Vuelve a caer otra gota al suelo. Me inclino y poso los labios sobre la herida. Lamo la sangre con la lengua. Con los ojos cerrados, la saboreo. Me lleno la boca de sangre, me la bebo despacio. Recibo su sangre en el fondo de la garganta. Y la piel reseca de mi corazón la va absorbiendo en silencio. Por primera vez comprendo cuánto necesitaba yo esta sangre. Mi mente se halla en un mundo terriblemente lejano. Pero, al mismo tiempo, mi cuerpo permanece aquí. Igual que un espíritu vivo. Llego a pensar que me gustaría beber hasta la última gota de su sangre. Pero no puedo hacerlo. Aparto los labios de su brazo, la miro.
—Adiós, Kafka Tamura —se despide la señora Saeki—. Vuelve al lugar de donde has venido y continúa viviendo.
—Señora Saeki —digo.
—¿Qué?
—No le encuentro sentido a la vida.
Ella aparta las manos de mi cuerpo. Alza la vista hacia mi rostro. Alarga la mano, posa un dedo sobre mis labios.
—Mira el cuadro —me dice en voz baja—. Mira siempre el cuadro, tal como hacía yo.
La señora Saeki se va. Abre la puerta y sale sin mirar atrás. Cierra la puerta. De pie junto a la ventana, observo cómo se aleja su silueta. Desaparece a paso rápido detrás de un edificio. Con la mano apoyada en el alféizar de la ventana, me quedo contemplando indefinidamente el lugar por donde ha desaparecido. Tal vez se le haya olvidado decirme algo y regrese de nuevo. Pero la señora Saeki no vuelve. A sus espaldas sólo ha dejado un hueco, la forma que ha tomado su ausencia.
La abeja dormida se despierta y empieza a zumbar a mí alrededor. Poco después, como si de repente se acordara de algo, sale por la ventana abierta. El sol sigue brillando. Vuelvo a la mesa, me siento en una silla. En su taza aún queda un poco de infusión. No toco la taza, la dejo tal como está. Esta taza pronto será una metáfora de los recuerdos que se irán perdiendo.
Me quito la camiseta, vuelvo a vestirme con la que olía a sudor. Cojo el reloj muerto, me lo pongo en la muñeca izquierda. Me pongo la gorra de Ôshima con la visera hacia atrás, las gafas de sol azul celeste. Me pongo la camisa de manga larga. Voy a la cocina, me lleno un vaso de agua, me lo bebo de un tirón. Dejo el vaso en el fregadero, me doy la vuelta, barro la habitación con la mirada. Hay una mesa, y sillas. La silla donde estaba sentada la niña, y la señora Saeki. Encima de la mesa todavía queda una taza de infusión a medio beber. Cierro los ojos, respiro hondo una vez. «Tú ya deberías conocer la respuesta», dice la señora Saeki.
Abro la puerta, salgo. Cierro la puerta. Desciendo los escalones del porche. Mi sombra se proyecta nítidamente en el suelo. Parece adherida a mis pies. El sol todavía está alto.
En la entrada del bosque, los dos soldados me esperan apoyados en el tronco de un árbol. Al verme no me hacen una sola pregunta. Parecen saber de antemano qué estoy pensando. Llevan el fusil en bandolera, como antes. El soldado alto tiene unas briznas de hierba en las comisuras de los labios.
—La puerta de entrada sigue abierta —dice el soldado alto, todavía con las briznas en las comisuras de los labios—. Al menos lo estaba cuando la he visto hace un rato.
—¿No te importa que avancemos tan rápido como ayer? —pregunta el soldado fornido—. ¿Podrás seguirnos?
—No habrá problema. Os seguiré.
—Si cuando lleguemos allí nos encontramos la puerta cerrada, no habrá manera de regresar, ¿vale? —me dice el soldado alto.
—En ese caso, no te habrá servido de nada intentarlo, ¿sabes?
—Sí —digo.
—¿Estás seguro de que quieres marcharte? —me pregunta el soldado alto.
—Sí.
—Entonces, démonos prisa.
—Es mejor que no mires atrás —me dice el soldado fornido.
—Sí, mejor será que no lo hagas —conviene el soldado alto.
Volvemos a cruzar el bosque.
Sin embargo, mientras subo una cuesta, lanzo una rápida ojeada a mis espaldas. Los soldados me han dicho que no lo haga, pero no puedo evitarlo. Es la última oportunidad que tengo de ver el pueblo abajo, a mis pies. Una vez pasado este punto, la muralla de árboles me obstruirá la vista y ese mundo se borrará de mis ojos posiblemente para siempre.
Por las calles sigue sin verse un alma. El hermoso río que cruza la cuenca fluye a lo largo de una calle donde se alinean pequeños edificios, y los postes de la electricidad, plantados a intervalos regulares, proyectan sus oscuras sombras en el suelo. Por un instante me quedo helado en ese punto. Pienso que tengo que volver suceda lo que suceda. Al menos quiero quedarme hasta el anochecer. Cuando el sol se ponga, la niña de la bolsa de lona volverá a mi habitación. Cuando la necesite, ahí estará. Un calor inunda de repente mi pecho, un poderoso imán me atrae hacia atrás. Mis pies no pueden moverse, como si estuviesen enterrados en plomo. A la que dé un solo paso hacia delante, ya no podré volver a verla jamás. Me detengo. Pierdo de vista el paso del tiempo. Quiero llamar a los soldados que avanzan delante de mí. No quiero volver, quiero quedarme aquí. Pero no logro emitir ningún sonido. Las palabras han perdido la vida.
En este momento estoy atrapado entre el vacío y el vacío. Ya no comprendo qué es lo correcto y qué no lo es. Ni siquiera sé qué deseo. Estoy solo en medio de una espantosa tempestad de arena. Alargo el brazo y ni siquiera alcanzo a ver el extremo de la mano. No puedo moverme. Me envuelve una arena blanca y fina, como polvo de huesos. Pero la señora Saeki me habla desde algún lugar.
—A pesar de ello tienes que volver —me dice con tono resuelto—. Yo lo deseo. Yo deseo que estés allí.
El hechizo se ha roto. Vuelvo a ser uno solo. La sangre caliente vuelve a mi cuerpo. Es la sangre que ella me ha cedido. Su última sangre. Un instante después avanzo en pos de los soldados. Doblo un recodo y el pequeño mundo entre las montañas se borra de mi campo visual. Desaparece absorbido entre un sueño y otro. A partir de ahora me concentro únicamente en cruzar el bosque. En no perder el camino. En no apartarme de él. Eso es lo primordial.
La puerta de entrada todavía está abierta. Aún falta para que anochezca. Les doy las gracias a los dos soldados. Ellos se descargan los fusiles de la espalda, vuelven a tomar asiento sobre la gran roca plana. El soldado alto se lleva unas hierbas a la comisura de los labios. No tienen la respiración entrecortada.
—No olvides lo de la bayoneta —me dice el soldado alto—. Se la clavas en el estómago al enemigo y la empujas hacia un lado. Luego vas retorciéndola hasta hacerle trizas las vísceras. Si no, vas a ser tú quien acabe con la bayoneta clavada en el estómago. El mundo exterior es así.
—No sólo eso, hombre —dice el soldado fornido.
—Claro —admite el soldado alto. Y carraspea—. Me refería a la parte oscura.
—Además es muy difícil discernir entre el bien y el mal —dice el soldado fornido.
—Pero debes hacerlo —dice el soldado alto.
—Posiblemente —conviene el soldado fornido.
—Otra cosa —dice el soldado alto—. Una vez que te alejes de aquí, no puedes volver la vista atrás ni una sola vez hasta que llegues a tu destino.
—Es algo muy importante —dice el soldado fornido.
—Hace un rato, pese a todo, has logrado escabullirte —dice el soldado alto—. Pero ahora la historia va mucho más en serio. Hasta que llegues no te vuelvas ni una sola vez.
—Bajo ningún concepto —me advierte el soldado fornido.
—De acuerdo —digo yo.
Les doy las gracias de nuevo, me despido de ellos.
—Adiós —les digo.
Ellos se ponen en pie, dan un taconazo y hacen el saludo militar. Probablemente no vuelva a verlos jamás. Lo sé yo. Y lo saben ellos. Nos separamos.
Apenas recuerdo qué camino he seguido para volver a la cabaña de Ôshima después de despedirme de los soldados. Me da la sensación de que he ido pensando en otra cosa mientras atravesaba el bosque. Pero no me he extraviado. Recuerdo vagamente haber encontrado la mochila que a la ida había tirado a un lado del camino, y haberla recogido casi en un acto reflejo. Lo mismo ha sucedido con la brújula, la podadera, el aerosol. También recuerdo el momento en que han aparecido las señales amarillas con que yo había marcado los troncos de los árboles. Parecían escamas que hubiera dejado a su paso una polilla gigantesca.
De pie en el espacio abierto delante de la cabaña, alzo la vista al cielo. Me doy cuenta de lo vivos que son los sonidos de la naturaleza a mí alrededor. Los trinos de los pájaros, el murmullo del riachuelo, el susurro del viento meciendo las hojas de los árboles. Todos sonidos humildes. Pero llegan a mis oídos con una viveza y una intimidad asombrosas, como si se me hubieran destapado de repente las orejas. Todos los sonidos están ligados, entrelazados, pero se puede distinguir claramente cada uno de ellos. Lanzo una ojeada al reloj que llevo en la muñeca. En un momento u otro ha empezado a funcionar. En la pantalla verde figuran los dígitos de la hora, y los números van sucediéndose el uno al otro como si nada hubiera sucedido. Son las 4:16.
Entro en la cabaña, me acuesto en la cama vestido. Tras haber atravesado aquel bosque tan denso, mi cuerpo necesita imperiosamente descansar. Me tiendo boca arriba, cierro los ojos. Hay una abeja descansando en el cristal de la ventana. Bañados a la luz del sol, los brazos de la niña brillan como la porcelana. «Es un ejemplo», dice ella.
—Mira el cuadro —dice la señora Saeki—. Como hacía yo.
La blanquísima arena del tiempo se escurre a través de los delgados dedos de la niña. Se oye un tenue rumor de olas rompiendo en la orilla. Suben, bajan, se deshacen. Suben, bajan, se deshacen. Mi conciencia está siendo absorbida dentro de una especie de corredor oscuro.