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Al lado del letrero donde podía leerse BIBLIOTECA CONMEMORATIVA KÔMURA había un cartel que indicaba que el lunes era el día de descanso de la biblioteca, que estaba abierta de once de la mañana a cinco de la tarde, que la entrada era gratuita y que, si alguien así lo deseaba, todos los martes solía efectuarse una visita guiada por el interior del edificio. Hoshino se lo leyó a Nakata.

—Hoy es lunes, justo el día de fiesta —dijo el joven. Luego consultó su reloj de pulsera—. Claro que tanto da. A esta hora siempre está cerrada.

—Señor Hoshino.

—¿Qué?

—Esta biblioteca es muy distinta a la que fuimos el otro día, ¿verdad? —dijo Nakata.

—Sí. Aquélla era una gran biblioteca pública y ésta es una biblioteca privada. La envergadura es muy distinta.

—Nakata no lo acaba de entender. ¿Qué es una biblioteca privada?

—Pues que un hombre con patrimonio a quien le gustan los libros se busca un lugar y allí expone al público todos los libros que él tenía. Como si le dijera a la gente: «Leed, leed. Leed tanto como queráis», ¿entiendes? ¡Caramba! ¡Qué sitio! ¿Has visto el portal?

—¿Qué es un hombre con patrimonio?

—Un hombre rico.

—¿Y qué diferencia hay entre un hombre rico y un hombre con patrimonio?

Hoshino se quedó desconcertado.

—Pues… ¡Uff! Yo tampoco lo tengo muy claro, pero, no sé, un hombre con patrimonio da más la impresión de tener cultura. Y un rico no tanto.

—¿Cultura?

—O sea, que cualquiera que tenga dinero puede ser rico. Tú o yo, sin ir más lejos. Sólo con que tuviéramos dinero, ya seríamos ricos Pero no podríamos convertirnos en hombres con patrimonio de la noche a la mañana. Para eso hace falta un poco más de tiempo.

—¡Ah! Es muy difícil serlo.

—Pues sí. Claro que ni una cosa ni la otra tienen nada que ver conmigo. Yo ni siquiera tengo esperanzas de llegar a ser sólo rico.

—Señor Hoshino.

—¿Qué?

—El día de cierre es el lunes, ¿no? Pues, entonces, si mañana venimos a las once, la biblioteca estará abierta, ¿verdad? —dijo Nakata.

—Pues eso parece. Mañana es martes.

—¿Nakata también podrá entrar en la biblioteca?

—¿Y por qué no? En este cartel pone que cualquiera puede entrar. Así que tú también puedes, claro.

—O sea, que podré entrar aunque no sepa leer.

—Claro, hombre. En la entrada no te van preguntando si sabes leer u otras chorradas por el estilo —dijo el joven.

—En ese caso, a Nakata le gustaría entrar.

—Muy bien. Pues, entonces, mañana venimos a primera hora, entramos y en paz —dijo el joven—. Y, escucha, abuelo. Es sólo para aclararme. Éste es el lugar que estábamos buscando, ¿no? Y dentro de esta biblioteca hay algo, está la cosa esa tan importante que andamos buscando, ¿correcto?

Nakata se quitó la gorra de alpinista y se frotó repetidamente los cortos cabellos con la palma de la mano.

—Sí, tiene que estar.

—O sea, que no tendremos que seguir buscando, ¿no?

—Sí. No tendremos que buscar más.

—¡Jo! ¡Qué bien! —dijo el joven Hoshino aliviado—. Ya me veía buscando hasta el otoño.

Volvieron a casa del Colonel Sanders, durmieron a pierna suelta y, al día siguiente, a las once de la mañana, salieron para la biblioteca. Estaba a unos veinte minutos a pie del apartamento, así que decidieron ir andando. Por la mañana, el joven había ido a devolver el Mazda Familia a la agencia de alquiler de coches que había delante de la estación.

Cuando llegaron a la biblioteca, el portal ya estaba abierto de par en par. Parecía que fuera a hacer un calor bochornoso. Alguien había regado el suelo de los alrededores. Al otro lado del portal se veía un jardín bien cuidado.

—¡Eh, abuelo! —dijo Hoshino delante del portal.

—¿Sí? ¿De qué se trata?

—¿Qué debemos hacer una vez dentro de la biblioteca? Me da miedo que me vengas con la primera cosa absurda que se te pase por la cabeza, así que he preferido preguntártelo antes. Es que yo, primero, tengo que hacerme a la idea de las cosas.

Nakata reflexionó.

—Lo que haremos, una vez estemos dentro, eso Nakata tampoco lo sabe. Pero ya que es una biblioteca, por lo pronto podríamos leer. Nakata cogerá un libro de fotografías y usted, señor Hoshino, elija algún libro y léalo.

—De acuerdo. Ya que se trata de una biblioteca, por lo pronto leeremos. Lógico.

—Y luego ya iré pensando, poco a poco, lo que tenemos que hacer después.

—¡Vale! Lo que viene después ya lo irás pensando poco a poco. Otra idea sensata —dijo el joven.

Cruzaron el bello jardín cuidado con esmero y entraron en el antiguo vestíbulo. Justo a la entrada estaba el mostrador de recepción con un guapo y esbelto joven sentado detrás. Camisa blanca de algodón. Gafas pequeñas. Largo y elegante flequillo cayéndole sobre la frente. «El tío parece salido de una película en blanco y negro de François Truffaut», se dijo Hoshino. El guapo joven les sonrió al verlos.

—¡Hola! —saludó Hoshino con voz alegre.

—Buenos días —respondió su interlocutor—. Bienvenidos.

—Pues…, querríamos leer.

—Por supuesto —convino Ôshima—. Por supuesto. Aquí ustedes pueden leer tanto como quieran. Esta biblioteca está abierta al público en general. Pueden coger libremente los libros que deseen de las estanterías. Para efectuar consultas bibliográficas pueden optar por un fichero manual, o bien utilizar el sistema informático. Para cualquier duda que tengan, no duden en consultarme. Les ayudaré con mucho gusto.

—Gracias.

—¿Les interesa algún tema específico o están buscando, quizás, algún libro en especial?

Hoshino sacudió la cabeza.

—No, de momento no. Es decir, que a nosotros, más que los libros, lo que nos interesa es la biblioteca en sí. Hemos pasado por delante por casualidad, nos ha parecido interesante y hemos decidido echarle un vistazo. Es un edificio muy bonito.

Ôshima esboza una graciosa sonrisa, coge un largo lápiz de punta bien afilada.

—A muchas personas les sucede lo mismo.

—¡Ah! ¡Qué bien! —exclama Hoshino.

—Si disponen ustedes de tiempo, hoy a partir de las dos efectuaremos una pequeña visita guiada por el edificio. Siempre que haya alguien que lo desee. Las realizamos todos los martes. La directora de la biblioteca explica, entre otras cosas, los orígenes de esta biblioteca. Y hoy, casualmente, estamos a martes.

—¡Anda! Pues la cosa parece interesante. ¿Qué, Nakata? ¿Nos apuntamos?

Mientras el joven y Ôshima hablaban, mostrador de por medio, Nakata miraba distraídamente a su alrededor agarrando con fuerza la gorra de alpinista, pero cuando oyó que Hoshino lo llamaba, volvió en sí.

—¿Sí? ¿Qué sucede?

—Pues que, por lo visto, a partir de las dos hay una visita guiada por la biblioteca, ¿qué?, ¿quieres verla?

—Sí, señor Hoshino. Muchas gracias. A Nakata le gustaría visitar la biblioteca —dijo Nakata.

Ôshima escuchó el diálogo entre ambos con profundo interés. Nakata y Hoshino… ¿Qué diantre de relación los unía? No parecían parientes. Formaban una pareja extraña, tanto por la diferencia de edad como por su aspecto. No logró adivinar qué podían tener en común aquellos dos individuos. Además, el de mayor edad, el tal Nakata, hablaba de una manera rara. Había algo en él que le producía una impresión extraña. Pero no era nada desagradable.

—¿Han venido ustedes de muy lejos? —les preguntó Ôshima.

—Sí. Venimos de Nagoya —respondió el joven precipitadamente antes de que Nakata pudiera abrir la boca. Si Nakata soltara lo de «vengo del distrito de Nakano» o algo similar, podían complicárseles las cosas. Ya había salido por televisión que un anciano parecido a Nakata estaba involucrado en el crimen del distrito de Nakano. Por suerte, todavía no habían publicado la fotografía de Nakata, al menos que él supiera.

—Muy lejos, ¿verdad? —dijo Ôshima.

—Sí. Hemos venido cruzando un puente. Un puente muy grande y bonito —dijo Nakata.

—Cierto. Es un puente enorme, ¿verdad? Yo todavía no lo he cruzado nunca —dijo Ôshima.

—Nakata no había visto nunca un puente tan grande.

—En construir el puente —explicó Ôshima— se invirtieron grandes cantidades de tiempo y de dinero. Según el periódico, el organismo semigubernamental encargado de la construcción del puente y de la autopista arrojó unas pérdidas anuales por valor de cien mil millones de yenes. Y la mayor parte se cubrió con nuestros impuestos.

—Nakata no acaba de entender lo que son cien mil millones.

—A decir verdad, yo tampoco —dijo Ôshima—. Cuando una cosa, se trate de lo que se trate, sobrepasa cierta cantidad, deja de parecer real. En resumen, es muchísimo dinero.

—Muchas gracias —dijo Hoshino, al lado de Nakata, intentando zanjar el tema. A Nakata, si se lo dejaba hablar, vete a saber lo que acabaría diciendo—. Así que para la visita tenemos que estar aquí a las dos, ¿verdad?

—Exacto. Estén aquí a las dos. Y la directora de la biblioteca les mostrará el edificio —confirmó Ôshima.

—Hasta entonces, estaremos allí leyendo —dijo el joven Hoshino.

Ôshima, dándole vueltas al lápiz con la mano, los siguió con la mirada mientras se alejaban. Luego volvió a su trabajo.

Cogieron los libros que más les gustaron de las estanterías. Hoshino eligió La vida de Beethoven y su época. Nakata prefirió varios volúmenes de recopilaciones fotográficas de muebles tradicionales y los dejó sobre la mesa. Luego, como un perro cauteloso, inspeccionó minuciosamente el interior de la sala, tocando esto y lo otro, husmeando, quedándose quieto en algunos lugares concretos. Hasta pasadas las doce no apareció ningún otro lector y Nakata pudo obrar a sus anchas.

—¡Eh, abuelo! —dijo Hoshino en voz baja.

—¿Sí? ¿Qué sucede?

—Te lo pido así, de repente, pero no quiero que digas que vienes de Nakano.

—¿Por qué?

—Es un poco largo de explicar. Mira, en resumen, porque yo creo que es mejor así. Si los demás saben que vienes de Nakano, pueden sentirse molestos.

—Comprendo —dijo Nakata asintiendo con vigorosos movimientos de cabeza—. Molestar a los demás no es nada bueno. Nakata obrará como usted le dice y no le dirá a nadie que viene de Nakano.

—Te lo agradeceré —dijo el joven—. Por cierto, ¿has encontrado esa cosa tan importante que andas buscando?

—No, señor Hoshino. Todavía no he encontrado nada.

—Pero seguro que está aquí, ¿no?

Nakata asintió.

—Sí. Anoche, antes de acostarme, estuve hablando con la piedra. No hay ninguna duda de que éste es el lugar correcto.

—¡De puta madre!

Hoshino asintió y volvió a la biografía. Beethoven era un hombre orgulloso que tenía una confianza absoluta en su talento y que jamás aduló a la nobleza. Creía que el arte, la correcta manifestación de las pasiones, era la cosa más sublime de este mundo, digna del mayor respeto, y que eran el poder político y económico los que debían estar a su servicio. Haydn, cuando vivía (más o menos) sujeto a la nobleza, comía con los criados. Los músicos, en la época en la que él vivió, eran considerados parte del servicio. (Claro que Haydn, que era un hombre franco y de buen carácter, debía de preferir comer con los criados que compartir las ceremoniosas comidas de la nobleza).

Por el contrario, Beethoven se enfurecía ante cualquier trato insultante y llegó incluso a arrojar objetos contra las paredes. También insistió en sentarse a la mesa con la nobleza y en recibir un trato de igualdad. Beethoven era muy impaciente (casi colérico) y una vez que se enfadaba se volvía intratable. Políticamente tenía ideas radicales que no se molestaba en ocultar. Al perder el oído, su carácter fue empeorando más y más. Con el paso de los años, su música fue cobrando amplitud de vuelo y, al mismo tiempo, se volvió más densa e introspectiva. Sólo él fue capaz de conjugar esas dos cosas tan encontradas. Pero el extraordinario esfuerzo que llevaba a cabo fue destrozando su vida real. El cuerpo y el espíritu de los seres humanos tienen un límite, no están hechos para soportar una labor tan ardua.

«¡Mira que los genios también lo pasan mal!», pensó Hoshino admirado, exhalando un profundo suspiro, y dejó el libro a medio leer encima de la mesa. En el aula de música de su escuela había un busto de bronce de Beethoven del que Hoshino únicamente recordaba su ceñuda expresión, pero por entonces el joven no sabía nada de la vida tan llena de sinsabores que el buen hombre había tenido que pasar. «Así se entiende que pusiera aquella cara tan seria».

«Ya sé que esto no se puede decir, pero yo no creo que pueda llegar a ser alguna vez un genio», pensó Hoshino. Luego miró hacia Nakata. Éste, mientras miraba las fotografías de los muebles tradicionales, simulaba estar esculpiendo con el cincel o estar pasando un pequeño cepillo. Al ver los muebles, la fuerza de la costumbre hacía que su cuerpo se empezara a mover a su albedrío. «Él quizá sí llegue a serlo algún día», pensó el joven. «No es algo que esté al alcance de cualquiera».

Pasadas las doce llegaron dos lectoras (dos mujeres de mediana edad), y ellos decidieron hacer un descanso y salir afuera. El joven, para comer, había traído pan. Nakata llevaba en la bolsa el pequeño termo lleno de té, como siempre. Hoshino se acercó al mostrador, le preguntó a Ôshima si podían comer por allí cerca.

—Por supuesto —respondió Ôshima—. En el corredor que da al exterior, allí podrán almorzar mirando al jardín. Después, si lo desean, pueden tomarse un café. Aquí hay café preparado. No duden en servirse.

—Muchas gracias —dijo Hoshino—. Esta biblioteca es como muy familiar, ¿verdad?

Ôshima sonrió y se echó el flequillo para atrás.

—Sí, es algo distinta a otras bibliotecas. Se la puede llamar familiar, en efecto. Nosotros no deseamos otra cosa que crear un espacio íntimo y acogedor donde se pueda leer a gusto.

«Muy simpático el chico este», pensó Hoshino. Intelectual, atildado, con pinta de ser hijo de buena familia. Y además amable. «Debe de ser marica», pensó. Pero Hoshino no tenía prejuicios contra los homosexuales. Cada uno tiene sus preferencias. Hay quien puede hablar con las piedras. No es de extrañar, pues, que haya hombres que se acuesten con otros hombres.

Después de comer, Hoshino se levantó, se desperezó y luego se dirigió al mostrador a buscar un café caliente. Nakata, que no tomaba café, se quedó sentado en la galería tomando té y contemplando los pájaros que se acercaban al jardín.

—¿Qué tal? ¿Ha encontrado algún libro interesante? —le preguntó Ôshima a Hoshino.

—Sí. Me he pasado todo el rato leyendo una biografía de Beethoven —dijo Hoshino—. Muy interesante el libro. La vida de Beethoven te da mucho que pensar.

Ôshima asintió.

—Me atrevería a decir que la vida de Beethoven fue muy dura.

—¡Pero que muy dura! —exclamó Hoshino—. Claro que a mí me parece que la culpa era en parte suya. Para empezar, Beethoven no era en absoluto una persona conciliadora. El hombre no pensaba más que en sí mismo. No tenía en la cabeza más que sus cosas y su música. Y no le importaba sacrificarlo todo a eso. Debía de ser insoportable tenerlo cerca, al pobre. Yo habría acabado diciéndole: «Oye, Ludwig, si me disculpas…». No es de extrañar que su sobrino terminara mal de los nervios. Pero su música es fantástica, ¿eh? Le llega a uno muy adentro. Qué raro, ¿no?

—Exacto —asintió Ôshima.

—Pero ¿por qué tuvo que llevar una vida tan dura? Me da la impresión de que hubiera podido vivir de una manera más normalita, como todo el mundo.

Ôshima hizo rodar el lápiz entre los dedos.

—Sí, pero tenga en cuenta que, en la época de Beethoven, se consideraba importante la manifestación del ego. En la época anterior, o sea, durante el absolutismo, un acto similar habría sido considerado inapropiado, una aberración social y, como tal, duramente reprimido. Pero a principios del siglo XIX, cuando la burguesía empezó a detentar el poder político, ese control desapareció. Y el ego se manifestó libremente en la mayoría de los campos. La libertad y la liberación del yo eran considerados una misma cosa. El arte, en especial la música, se hizo eco de esa nueva corriente. Los músicos posteriores a Beethoven que siguieron su legado, como Berlioz, Wagner, Liszt o Schumann, llevaron todos una vida excéntrica y accidentada. En aquella época se creía que la excentricidad era un requisito de la vida ideal. Simplemente. A esa época se la llama Romanticismo. Seguro que para ellos debía de ser muy duro, a veces, llevar ese tipo de vida —explicó Ôshima—. ¿Le gusta la música de Beethoven?

—No la conozco tanto como para decir si me gusta o no —reconoció el joven Hoshino con franqueza—. Vamos, que casi no he escuchado nada. Lo que a mí me gusta es el Trío del archiduque.

—A mí también me gusta.

—Y el que me gusta más es el del Trío del millón de dólares —manifestó el joven.

—Yo, personalmente, prefiero el trío Suk —dijo Ôshima—. Es un trío checo. Mantienen un equilibrio rebosante de belleza. Al escucharlos, te parece estar oliendo el viento que cruza a través de la maleza. Pero también he escuchado al Trío del millón de dólares. Rubinstein, Heifetz y Feuermann. La suya también es una interpretación exquisita, de las que se te quedan en el corazón.

—Oye, Ôshima —dijo el joven tras leer la cartulina con su nombre que había en el mostrador—. Tú sabes mucho de música, ¿no?

Ôshima sonrió.

—No es que sepa mucho, pero me gusta y, cuando estoy solo, suelo escuchar música a menudo.

—Entonces me gustaría preguntarte una cosa. ¿Crees que la música posee el poder de cambiar a la gente? Es decir, que si, en un momento determinado, escuchas una música determinada, ésta puede hacer que se produzcan grandes cambios dentro de ti.

Ôshima asintió.

—Por supuesto —dijo—. Eso sucede. Experimentamos algo y, como resultado, ocurre algo. Es una especie de reacción química. Luego nos examinamos a nosotros mismos y descubrimos que la gradación de todo lo que nos rodea ha ascendido un punto. Y que, a nuestro alrededor, el mundo se expande. Yo lo he experimentado. No sucede muy a menudo, pero a veces ocurre. Es como el amor.

Hoshino no se había enamorado nunca hasta ese punto, pero optó por asentir.

—Y algo así es muy importante, ¿no? Para nuestras vidas, quiero decir.

—Sí, eso creo —respondió Ôshima—. Si no existiera, nuestras vidas serían más vacías, más áridas. Berlioz lo dice. Si terminas tu vida sin haber leído a Hamlet, es como si la hubieses pasado dentro de una mina de carbón.

—¿Dentro de una mina de carbón?

—Sí, es una hipérbole del siglo XIX.

—Gracias por el café —dijo Hoshino—. Me ha gustado mucho hablar contigo.

Ôshima sonrió afablemente.

Nakata y Hoshino leyeron hasta las dos. Nakata estuvo devorando con la mirada la compilación de fotografías de muebles, y las fue subrayando con gestos. Aparte de las dos señoras, por la tarde acudieron tres lectores más. Pero Nakata y Hoshino eran los únicos que deseaban visitar el interior de la biblioteca.

—¿No importa que seamos sólo dos? Me sabe mal que se tenga que tomar tanto trabajo sólo por nosotros —le dijo Hoshino a Ôshima.

—No se preocupe. Aunque sólo hubiera una persona, la directora de la biblioteca se la mostraría encantada —dijo Ôshima.

A las dos, una hermosa mujer de mediana edad descendió las escaleras. Andaba con la espalda erguida, con elegancia. Llevaba un traje azul marino de corte severo y zapatos negros de tacón. El pelo se lo había recogido atrás y en el amplio escote lucía un fino collar de plata. Muy refinada, de buen gusto, sin nada superfluo.

—Buenas tardes. Me llamo Saeki. Soy la directora de la biblioteca —dijo. Y sonrió plácidamente—. Aunque lo cierto es que sólo trabajamos en ella Ôshima y yo.

—Yo me llamo Hoshino —se presentó el joven.

—Nakata ha venido del distrito de Nakano —dijo Nakata agarrando con fuerza la gorra de alpinista.

—Bienvenido. Gracias por visitarnos desde tan lejos —dijo la señora Saeki.

Al oír a Nakata, Hoshino sintió cómo un escalofrío le recorría la espina dorsal, pero la señora Saeki no pareció concederle la menor importancia. Y Nakata tampoco.

—Sí. Nakata ha venido cruzando un gran puente.

—¡Qué hermoso edificio! —A su lado, Hoshino metió baza con precipitación. Si empezaba con lo de los puentes, la historia podía alargarse de manera indefinida.

—Sí. El edificio fue construido a principios de la época Meiji por la familia Kômura con el fin de albergar la biblioteca y las habitaciones destinadas a los huéspedes. Muchos artistas y hombres de letras visitaron en aquellos tiempos el lugar y se alojaron en él largas temporadas. El edificio ha pasado a formar parte del patrimonio cultural de la ciudad de Takamatsu.

—¿Artistas y hombres de letras? —preguntó Nakata.

La señora Saeki sonrió.

—Personas que se dedican a las artes y a la literatura. Personas que escriben, recitan poesías, escriben novelas. Antes, los hombres de patrimonio de la región amparaban a los artistas. Porque los artistas, a diferencia de ahora, no podían vivir de su arte. Los Kômura fueron unos de esos hombres de patrimonio que protegieron la cultura en la región a lo largo de los años. Esta biblioteca se construyó como legado de la historia para las generaciones venideras.

—Nakata sabe lo que es un hombre de patrimonio —dijo Nakata—. Se tarda mucho tiempo en serlo.

La señora Saeki asintió con una sonrisa en los labios.

—Sí, se tarda mucho tiempo. Por más dinero que tengas, lo que no puedes comprar es el tiempo. Voy a mostrarles, en primer lugar, el primer piso.

Recorrieron por orden las estancias del primer piso. La señora Saeki les iba explicando, como de costumbre, cosas sobre los artistas y hombres de letras que se habían alojado en cada una de aquellas habitaciones, les mostraba los escritos y las obras que habían dejado. Encima del escritorio del estudio que la señora Saeki utilizaba como despacho se encontraba, como de costumbre, su pluma estilográfica. Durante la visita, Nakata inspeccionó con gran interés todos y cada uno de los objetos que se encontraban allí. No parecía estar enterándose de nada de lo que le decían. Hoshino era el único que iba asintiendo ante las explicaciones de la señora Saeki. Mientras tanto, aterrado, miraba con el rabillo del ojo a Nakata, temiéndose que empezara a hacer alguna de las suyas. Sin embargo, Nakata se limitó a ir inspeccionando detalladamente todo lo que veía. Por su parte, la señora Saeki apenas prestaba atención a las evoluciones de Nakata. Los fue guiando con habilidad por el interior del edificio. «¡Qué persona tan serena!», se admiró Hoshino.

La visita duró unos veinte minutos. Los dos le dieron las gracias a la señora Saeki. Mientras los conducía de una habitación a otra, la señora Saeki no había dejado de sonreír ni un instante. Sin embargo, cuanto más la observaba, más extraña le había ido pareciendo a Hoshino. «Nos mira sonriente», se había dicho, «pero, al mismo tiempo, no nos mira. O sea, que ella nos está mirando a nosotros, pero, al mismo tiempo, está mirando otra cosa distinta. Mientras habla, piensa en otra cosa distinta. Es muy educada y muy amable. Si le preguntas algo, te responde de una manera amable y fácil de entender. Pero parece que su cabeza se halle en otro lugar. No es que lo haga con desgana. En parte, parece incluso contenta al desempeñar su trabajo con tanta meticulosidad. Sólo que su mente se halla en otro lugar».

Los dos regresaron a la sala de lectura, se sentaron en el sofá y se sumergieron cada uno, en silencio, en las páginas de sus respectivos libros. Mientras volvía las páginas del suyo, Hoshino no podía quitarse de la cabeza a la señora Saeki. Aquella hermosa mujer poseía algo extraño. Pero él no sabía traducir en palabras de qué se trataba. El joven desistió y volvió a la lectura.

A las tres, Nakata, sin previo aviso, se levantó. Con una resolución y una energía infrecuentes en él. Agarrando con firmeza la gorra de alpinista.

—¡Eh, abuelo! ¿Adónde vas ahora? —le preguntó Hoshino en voz baja. Pero Nakata no respondió. Con los labios tan firmemente cerrados que formaban una línea horizontal, se dirigió a paso rápido hacia el vestíbulo, tras dejar la bolsa a los pies del sofá. Hoshino cerró el libro, se puso en pie. Aquello era muy extraño—. ¡Eh! ¡Espera! —le llamó. Y al ver que Nakata no se detenía, lo siguió precipitadamente. Los otros lectores levantaron la vista y los miraron.

Poco antes de llegar al vestíbulo, Nakata giró hacia la izquierda, empezó a subir las escaleras sin titubear ni un instante. Al pie de las escaleras había un cartel donde se leía: PRIVADO, pero Nakata lo ignoró —de hecho, no sabía leer—. La gastada suela de goma de sus zapatillas de tenis rechinaba sobre el entarimado.

—¡Disculpe! —alzó Ôshima la voz, inclinándose sobre el mostrador, a la espalda de Nakata—. Ahora está cerrado al público.

Pero su voz no pareció llegar a los oídos de Nakata. Hoshino subió las escaleras en pos del anciano.

—¡Abuelo! Está cerrado. No se puede entrar ahí.

Ôshima salió de detrás del mostrador y siguió a Hoshino escaleras arriba.

Nakata, sin vacilar, avanzó por el pasillo, entró en el estudio. La puerta estaba abierta, como de costumbre. La señora Saeki se encontraba de espaldas a la ventana, sentada ante el escritorio, leyendo. Al oír los pasos levantó la cabeza y miró a Nakata. Éste llegó hasta la mesa, se detuvo, miró de frente, desde su altura, a la señora Saeki. Nakata no le dijo ni una palabra a la señora Saeki, ella tampoco habló. Justo después entró el joven Hoshino. Ôshima apareció detrás.

—¡Abuelo! —exclamó Hoshino. Y, por la espalda, le puso a Nakata una mano en el hombro—. No se puede entrar aquí por las buenas. Son las normas. Volvámonos abajo.

—Nakata tiene algo que decir —le dijo Nakata a la señora Saeki.

—¿De qué se trata? —preguntó la señora Saeki con voz calmada.

—Tengo que hablarle de la piedra. Tengo que hablarle de la piedra de la entrada.

La señora Saeki se quedó mirando unos instantes a Nakata, sin decir palabra. En sus ojos brillaba una luz neutra. Luego parpadeó varias veces, cerró el libro que estaba leyendo. Depositó una mano sobre la otra encima de la mesa, levantó de nuevo la vista hacia Nakata. Parecía estar dudando qué debía hacer, pero realizó un único y pequeño movimiento afirmativo con la cabeza. Miró a Hoshino y, a continuación, a Ôshima.

—¿Nos dejáis a los dos solos, por favor? —le pidió a Ôshima—. Tengo que hablar con este caballero. Cierra la puerta al salir.

Ôshima vaciló un instante, pero al final asintió. Y, tomando suavemente a Hoshino del codo, salió al pasillo y cerró la puerta.

—¿No hay problema? —preguntó Hoshino.

—La señora Saeki siempre sabe qué hay que hacer —le tranquilizó Ôshima conduciéndolo escaleras abajo—. Si ella dice que está bien, es que está bien. Por lo que respecta a la señora Saeki, no hay nada de qué preocuparse. Vayamos abajo a tomar un café.

—Pues por lo que respecta a Nakata, preocuparse no sirve de nada. Te lo aseguro yo —dijo el joven Hoshino sacudiendo la cabeza.