35

A las siete de la mañana, cuando suena el teléfono, estoy profundamente dormido. Sueño que me encuentro en el fondo de una caverna, linterna en mano, agachado, buscando algo en la oscuridad. Luego oigo que me llaman desde la entrada de la cueva. Pronuncian mi nombre. En la distancia. Débilmente. Respondo a voz en grito desde donde estoy. Pero ese alguien no me oye. Continúa llamándome con insistencia. No tengo más remedio que incorporarme y dirigirme hacia la entrada. «¡Qué Lástima! Un poco más y lo habría encontrado», pienso. Pero, al mismo tiempo, en mi fuero interno me siento aliviado por no haber podido encontrar ese algo. En ese punto abro los ojos. Miro a mi alrededor, voy recogiendo despacio los fragmentos de mi conciencia. Comprendo que está sonando el teléfono. Es el aparato que hay en el pupitre de la biblioteca. La luz brillante de la mañana penetra a través de las cortinas y veo que la señora Saeki ha desaparecido. Estoy solo en la cama.

Salto de la cama en camiseta y bóxers y me dirijo al lugar donde se halla el teléfono. Tardo bastante tiempo en llegar, pero el teléfono sigue sonando incansable.

—Diga.

—¿Estabas durmiendo? —pregunta Ôshima.

—Sí —respondo.

—Siento haberte despertado tan temprano en un día de fiesta pero tenemos problemas.

—¿Problemas?

—Luego te lo explicaré todo, ahora debes marcharte de ahí por un tiempo. Recoge tus cosas deprisa, que nos vamos de ahí. En cuanto llegue al aparcamiento, ven enseguida y sube al coche sin decir nada. ¿Comprendido?

—Comprendido —digo.

Vuelvo a mi habitación y recojo todas mis cosas tal como me ha dicho. No hace falta apresurarse. Me bastan cinco minutos. Con coger la colada puesta a secar en el lavabo y embutir en la mochila el neceser, mis libros y el diario, ya tengo listo el equipaje. Me visto, arreglo la cama. Aliso las arrugas de las sábanas, ahueco la almohada, coloco bien el edredón. Borro todas las huellas de mi paso por el lugar. Luego me siento en una silla y pienso en la señora Saeki que debía de encontrarse aquí hasta hace sólo unas horas.

Veinte minutos después, antes de que el Mazda Road Star entre en el aparcamiento, ya me he tomado un ligero desayuno consistente en leche y cereales. Friego los platos y los guardo. Me lavo los dientes y la cara. Estudio mi rostro frente al espejo. Y, en aquel preciso instante, llega a mis oídos el ronroneo de un motor procedente del aparcamiento.

Pese al buen tiempo, el coche lleva bajada la capota de color tostado. Con la mochila a la espalda, me acerco al coche a paso rápido y me acomodo en el asiento junto al conductor. Ôshima ata con mano diestra la mochila al portaequipajes, igual que la otra vez. Lleva unas gafas oscuras tipo Armani, una camiseta blanca con el cuello de pico y una camisa de lino a cuadros por encima de los hombros. Unos tejanos también blancos y unas zapatillas Converse de color azul marino de corte bajo. Un atuendo informal para un día de fiesta. Me pasa una gorra de color azul marino. Lleva el logo de North Face.

—Decías que habías perdido la gorra por alguna parte, ¿verdad? Entonces, ponte ésta. Para taparte la cara cualquiera te servirá.

—Gracias —digo. Me la pongo. Ôshima estudia cómo me queda y asiente satisfecho.

—Gafas de sol sí tienes, ¿verdad?

Asiento, me saco las Revo de color azul celeste del bolsillo y me las pongo.

—Muy cool —dice Ôshima mirándome—. A ver…, sí, ponte la gorra del revés.

Me echo la visera hacia atrás, tal como me dice.

Ôshima vuelve a asentir.

—Perfecto. Pareces un cantante de rap de buena familia.

Luego pone la primera marcha, pisa despacio el acelerador, suelta el embrague.

—¿Adónde vamos? —pregunto.

—Al mismo sitio de la otra vez.

—¿A las montañas de Kôchi?

Ôshima asiente.

—Sí. Otro largo viaje en coche —dice. Conecta el equipo estéreo, suena una alegre pieza para orquesta de Mozart. Recuerdo haberla escuchado antes. ¿Será la Serenata de Posthorn, tal vez?

—¿Acabaste harto de las montañas?

—No. Aquel lugar me gusta mucho. Es tranquilo, puedo leer tanto como quiera.

—Perfecto —dice Ôshima.

—Bueno, ¿y de qué problemas hablabas?

Ôshima dirige una mirada seria al espejo retrovisor. Luego me lanza una rápida ojeada y vuelve la vista al frente.

—En primer lugar, la policía ha vuelto a ponerse en contacto conmigo. Anoche me llamaron a casa. Parece que ahora te están buscando en serio. Esta vez me dieron una impresión completamente distinta.

—Pero yo tengo una coartada. ¿No es cierto?

—Por supuesto. Tú tienes una coartada sólida. El día en que se cometió el crimen, tú estabas en Shikoku. Y ellos no tienen ninguna duda al respecto. Pero podía tratarse de un caso de confabulación. También existe esa posibilidad.

—¿Confabulación?

—Tú podrías tener un cómplice. A eso se refieren.

¿Un cómplice? Sacudo la cabeza.

—¿Y de dónde han sacado esa historia?

—Ayer, a diferencia de la otra vez, la policía no me contó gran cosa. Suelen ser muy pródigos preguntando, pero muy parcos en explicaciones. Así que me he pasado toda la noche buscando información por internet. ¿Y sabes? Incluso hay algunas website especializadas en el caso. Te has convertido en un personaje muy famoso. El príncipe vagabundo en cuyas manos está la clave del caso.

Me encojo ligeramente de hombros. ¿Príncipe vagabundo?

—Lo que es una lástima es que este tipo de información nunca sabes con seguridad hasta qué punto es cierta y dónde empiezan las simples conjeturas. Pero, en síntesis, vendría a ser lo siguiente. Ahora la policía está buscando a un hombre. Un hombre de unos sesenta y pico. Ese hombre, después del crimen, fue al puesto de policía que hay cerca del barrio comercial de Nogata y confesó que acababa de matar a alguien del vecindario. A puñaladas. Pero, por lo visto, soltó un montón de insensateces, y el joven oficial que estaba de servicio lo tomó por un viejo chiflado, no le hizo caso y, sin escucharle apenas, lo envió a casa. Cuando se descubrió el crimen, el policía se acordó del anciano, claro. Y comprendió que había cometido un error grave. Ni siquiera le había pedido el nombre o la dirección, sí sus superiores se enteraban, le caería una buena. Y se calló. Sin embargo, no sé por qué razón, no daban muchos detalles al respecto, se acabó descubriendo el pastel. Contra el policía, evidentemente, han tomado medidas disciplinarias. El pobre no volverá a levantar cabeza en toda su vida. —Ôshima cambia de marcha, adelanta a un Toyota Tercel blanco que circula delante de nosotros y vuelve, veloz, al carril—. La policía se ha empleado a fondo para descubrir la identidad del anciano. No conozco muy bien su historial, pero parece que se trata de un discapacitado mental. No es un retrasado propiamente dicho, sólo tiene algún problema de capacidad intelectual. Vive de ayuda de sus parientes y de un subsidio. Vive solo. Pero en su apartamento no hay nadie. Siguiéndole la pista, la policía ha descubierto que se ha dirigido a Shikoku haciendo autoestop. El conductor del autocar de larga distancia recuerda haberlo llevado desde Kôbe. Se acuerda de él por la manera tan peculiar que tenía de hablar y por las cosas tan extrañas que decía. Por lo visto, viajaba con un joven de unos veinticinco años. Ambos se apearon del autobús delante de la estación de Tokushima. La policía también ha conseguido descubrir en qué ryokan se alojaron. Según una empleada del ryokan, los dos cogieron un tren para Takamatsu. En definitiva, que su pista y la tuya se superponen. Tanto uno como otro habéis venido derechitos del barrio de Nogata, en Nakano, a Takamatsu. Demasiadas coincidencias. Es normal que la policía piense que hay algo más. Que sospeche, por ejemplo, que planeasteis el crimen juntos. Esta vez han venido detectives de la Jefatura Superior de Policía. Están buscando por toda la ciudad. Y es muy posible que no podamos seguir ocultándote en la biblioteca. Así que he decidido llevarte a la montaña.

—¿Y el discapacitado mental que vivía en Nakano?

—¿Te suena de algo?

Sacudo la cabeza.

—De nada.

—Por lo visto vivía bastante cerca de tu casa. A unos quince minutos a pie más o menos.

—Vamos, Ôshima. En el distrito de Nakano vive muchísima gente. Ni siquiera sé quién vive al lado de casa.

—Y la historia continúa —dice Ôshima y me lanza una rápida ojeada. Él fue quien hizo llover caballas y sardinas sobre el barrio comercial de Nakano. O, como mínimo, el día anterior le predijo al policía que lloverían una gran cantidad de peces.

—¡Increíble! —exclamo.

—¡Y que lo digas! —está de acuerdo Ôshima—. Y aquel mismo día por la noche cayeron del cielo una gran cantidad de sanguijuelas en el aparcamiento del área de servicio Fujigawa, en la autopista Tômei. ¿Lo recuerdas?

—Sí.

—La policía, por supuesto, ha relacionado ambos incidentes. Se han preguntado si habría alguna conexión entre esos extraños sucesos y el misterioso anciano. Y resulta que coinciden.

La melodía de Mozart termina, empieza otra.

Con las manos en el volante, Ôshima sacude la cabeza varias veces.

—¡Qué curso tan extraño ha tomado esta historia! Ya de buenas a primeras era rara, pero cada vez lo es más. No me atrevo a hacer ningún pronóstico. Pero hay una cosa que no se puede negar. Que todas las líneas acaban confluyendo aquí. Tu camino y el de ese enigmático anciano están a punto de cruzarse por aquí.

Cierro los ojos y me concentro en el ronroneo del motor.

—Ôshima, ¿no sería mejor que me fuera a otra ciudad? —pregunto—. Tenga que ocurrir lo que tenga que ocurrir, no quiero ocasionaros más molestias a ti y a la señora Saeki.

—¿Y adónde irías, por ejemplo?

—No lo sé. Si me llevas a la estación, lo decidiré allí. En realidad, tanto da un sitio como otro.

Ôshima exhala un suspiro.

—No creo que sea una buena idea. En primer lugar, la estación debe de estar llena de policías en busca de un chico de quince años alto y cool cargado con una mochila y un montón de obsesiones.

—Entonces, podrías llevarme más lejos, a una estación que no estuviese vigilada.

—Tanto da. Te cogerían igual.

Enmudezco.

—Mira. No ha salido ninguna orden de detención. Tú no estás bajo orden de búsqueda y captura, ¿no es verdad? —dice Ôshima.

Asiento.

—Entonces, de momento, eres libre. Y a donde te lleve yo es algo que sólo a mí me atañe. No estoy contraviniendo la ley. En realidad ni siquiera sé tú auténtico nombre, Kafka Tamura. No te preocupes por mí. Soy más precavido de lo que parece. No dejo traslucir fácilmente lo que estoy tramando.

—Ôshima —digo.

—¿Qué sucede?

—Yo no me he confabulado con nadie. Aunque hubiera tenido que matar a mi padre, yo no le habría pedido a nadie que lo hiciera.

—Lo sé perfectamente.

Ôshima se detiene ante un semáforo y ajusta el espejo retrovisor. Se mete en la boca un caramelo de limón y me ofrece otro a mí. Cojo uno y me lo llevo también a la boca.

—¿Y?

—¿Y qué? —me pregunta a su vez.

—Antes has dicho «en primer lugar» refiriéndote a las razones por las que debía esconderme en la montaña. Y, tras la razón número uno, supongo que vendrá la razón número dos.

Ôshima no aparta la vista del semáforo. Le cuesta mucho cambiar a verde.

—La segunda razón no es muy importante. Comparada con la primera, claro.

—Pero la quiero conocer.

—Tiene que ver con la señora Saeki —dice Ôshima. El semáforo finalmente cambia a verde y él pisa el acelerador—. Te estás acostando con ella, ¿verdad?

No sé qué responder.

—No hay ningún problema en ello. No te preocupes. Lo he descubierto porque tengo mucha intuición. Sólo eso. Es una persona maravillosa y, como mujer, es muy atractiva. Ella es… especial, en diferentes sentidos. Es cierto que la diferencia de edad es muy grande, pero tampoco eso tiene mucha importancia. Entiendo que te sientas atraído por la señora Saeki. Tú quieres hacer el amor con ella, pues vas y lo haces. Ella quiere hacer el amor contigo, pues va y lo hace. Es muy sencillo. Yo no tengo nada que objetar al respecto. Si eso es bueno para vosotros, también lo es para mí.

Ôshima da vueltas en el interior de su boca al pequeño caramelo de limón.

—Pero creo que es mejor que permanezcáis un tiempo alejados el uno del otro. Y no tiene nada que ver con el sangriento suceso del barrio de Nogata, en Nakano.

—¿Entonces por qué?

—Es que ella se encuentra ahora en una situación muy delicada.

—¿Una situación delicada?

—La señora Saeki… —dice Ôshima y, luego, se detiene a buscar las palabras—. Simplificando, la señora Saeki se está muriendo. Lo sé. Hace un tiempo que lo noto.

Me levanto las gafas de sol y miro a Ôshima a la cara. Ôshima conduce con la vista clavada al frente. Acabamos de entrar en la autopista que se dirige a Kôchi. Aunque no suele hacerlo, Ôshima circula a la velocidad permitida. Con un silbido que corta el aire, un Toyota Supra adelanta a nuestro Road Star.

—¿Que se está muriendo…? —pregunto—. ¿Tiene alguna enfermedad incurable: cáncer, leucemia o algo por el estilo?

Ôshima sacude la cabeza.

—Quizá sí. O quizá no. Yo no conozco su estado de salud. Es posible que padezca una enfermedad de esas. No se puede descartar la posibilidad. Pero yo, más bien, me decanto por algo psicológico. Por la voluntad de vivir… Me pregunto si no tendrá algo que ver con eso.

—¿Con que haya perdido la voluntad de vivir?

—Exactamente. Que haya perdido la voluntad de seguir viviendo.

—¿Crees que la señora Saeki se suicidará?

—Creo que no —dice Ôshima—. Ella se está dirigiendo a la muerte de una manera abierta, natural y tranquila. O quizá debería decir que la muerte se está dirigiendo a ella.

—¿Como un tren que se dirige a la estación?

—Tal vez. —Ôshima enmudece, aprieta los labios hasta que forman una línea horizontal—. Y entonces apareciste tú, Kafka Tamura. Cool como un pepino, misterioso como Kafka. Y los dos os sentisteis atraídos el uno por el otro y enseguida, para utilizar una expresión típica, entablasteis una relación.

—¿Y?

Por un instante, Ôshima aparta la mano del volante.

—Y nada más.

Sacudo lentamente la cabeza.

—Y yo soy el tren ese. O al menos eso es lo que yo diría que estás pensando.

Ôshima se sume en un largo silencio. Luego abre la boca.

—Exacto —reconoce—. Tienes razón. Eso es lo que pienso.

—¿Que estoy llevando a la señora Saeki hacia la muerte?

—Pero yo no te lo estoy reprochando —dice—. Más bien creo que eso sería lo mejor.

—¿Por qué?

Ôshima no me responde. «Eso es algo que debes pensar tú», me dice sin palabras. O tal vez: «Esto no hace falta ni pensarlo», «Es tan obvio que no hay necesidad de que pienses en ello».

Me hundo en el asiento, cierro los ojos. Dejo que me abandonen las fuerzas.

—Dime, Ôshima.

—¿Qué?

—Ya no sé qué debo hacer. No sé hacia dónde debo dirigirme. Qué es lo correcto. Qué es lo equivocado. Si debo seguir adelante. O si debo, por el contrario, retroceder.

Ôshima continúa en silencio. No me responde.

—¿Qué diablos debo hacer? —pregunto.

—No debes hacer nada —me responde de forma concisa.

—¿Absolutamente nada?

Ôshima asiente.

—Por eso te llevo a las montañas de Kôchi.

—¿Y allí qué debo hacer?

—Te bastará con escuchar el susurro del viento —responde—. Es lo que hago yo siempre.

Pienso un poco sobre ello.

Ôshima alarga el brazo y pone dulcemente una mano sobre la mía.

—Tú no tienes la culpa de todo. Tampoco la tengo yo. Tampoco es culpa de la profecía, ni de la maldición. No es culpa del ADN, ni del absurdo. No es culpa del estructuralismo, ni de la tercera revolución industrial. Que nosotros vayamos decayendo y perdiéndonos se debe a que el mecanismo del mundo, en sí mismo, se basa en la decadencia y en la pérdida. Y nuestra existencia no es más que la silueta de este principio. El viento sopla. Podrá ser un viento violento que asole los campos o una brisa agradable. Pero ambos irán perdiéndose, desapareciendo. El viento no tiene cuerpo. No es más que el término genérico del desplazamiento del aire. Tú aguzarás el oído. Entenderás la metáfora.

Yo, en respuesta, le cojo también la mano a Ôshima. Su mano es blanda y cálida. Suave, asexuada, fina y elegante.

—Ôshima —digo—. Por ahora es mejor que permanezca alejado de la señora Saeki, ¿verdad?

—Sí, Kafka Tamura. Es mejor que permanezcas un tiempo alejado de ella. Al menos eso es lo que me parece. Déjala sola. Ella es inteligente, fuerte. Ha soportado durante largos años una soledad cruel, ha vivido cargada de recuerdos penosos. Sola y tranquila será capaz de tomar las decisiones que haya de tomar.

—Total, que yo soy un chiquillo y que estorbo.

—No, no es eso —dice Ôshima con voz suave—. No es eso. Tú has hecho lo que tenías que hacer, has desempeñado tu papel. Has hecho algo que tiene sentido para ti, y que tiene sentido para ella. El resto déjaselo a ella. Mis palabras pueden parecerte frías, pero, en este momento, no hay nada que puedas hacer por ella. Adéntrate en las montañas y haz tus cosas. También para ti ha llegado el momento.

¿Mis cosas?

—Bastará con que aguces el oído, Kafka Tamura —dice Ôshima—. Aguza el oído. Estate alerta, como una almeja.