32

Nakata se despertó a las cinco de la madrugada y descubrió la gran piedra junto a su almohada. Hoshino dormía a pierna suelta en el futón de al lado. La boca entreabierta y los cabellos revueltos. La gorra de los Chûnichi Dragons tirada por el suelo. En el rostro del joven se leía la fuerte determinación de «no me despertéis, pase lo que pase». Nakata no se sorprendió al ver la piedra, ni tampoco le extrañó demasiado. Su mente se hizo enseguida a la idea de la existencia de la piedra, la aceptó sin más, ni siquiera se preguntó por qué se encontraba allí. Reflexionar sobre la relación causal entre los hechos iba, muchas veces, más allá de sus posibilidades.

Nakata se sentó junto a su almohada con mucha corrección, la espalda recta, las piernas dobladas bajo el cuerpo, y se quedó mirando la piedra con profundo interés. Luego alargó la mano, la tocó con suavidad, como si estuviera acariciando un gran gato dormido. Al principio la palpó medrosamente, con la punta de los dedos, pero una vez que comprendió que no había ningún peligro empezó a acariciar, con osadía, toda la superficie de la piedra con la palma de la mano. Mientras, no paró de reflexionar. O al menos en su rostro se pintaba una expresión meditabunda. Su mano iba memorizando, centímetro a centímetro, el áspero tacto de la piedra, igual que si estuviera leyendo un mapa, grabando en su mente a través de los sentidos cada una de sus cavidades y protuberancias. Luego, como si se le hubiera ocurrido de repente, se llevó la mano a la cabeza y se frotó los cortos cabellos. Como si estuviera buscando la correlación que tenía que existir entre la piedra y su propio cráneo.

Después exhaló una especie de suspiro, se levantó, abrió la ventana, se asomó. Desde allí no se veía más que la parte trasera de la casa vecina. Un edificio miserable en grado sumo. Un edificio mísero habitado por personas míseras que tenían un trabajo mísero y llevaban una vida mísera. En cualquier ciudad hay un edificio así, olvidado por la fortuna. Charles Dickens hubiera podido extenderse diez páginas en su descripción. Las nubes que flotaban por encima parecían la borra polvorienta de una aspiradora que no se hubiera vaciado en años. O, quizá, las múltiples contradicciones sociales surgidas de la tercera revolución industrial condensadas en formas diversas que flotaran en el cielo. En cualquier caso, estaba a punto de llover. Nakata miró hacia abajo y descubrió un gato, negro y flaco, que rondaba con el rabo erguido por encima de una estrecha tapia que separaba dos edificios.

—Hoy vendrán los truenos y relámpagos —le dijo Nakata al gato. Pero sus palabras, por lo visto, no llegaron a oídos del animal. Y el gato, sin detenerse ni volverse siquiera, siguió avanzando con elegancia y desapareció tras un edificio.

Nakata cogió la bolsa de plástico con sus artículos de aseo, fue al cuarto de baño comunitario que estaba al fondo del pasillo y se lavó la cara con jabón, se lavó los dientes y se afeitó con una maquinilla de seguridad. Tardó su tiempo. Se lavó minuciosamente la cara, invirtiendo en ello mucho tiempo; se lavó minuciosamente los dientes, invirtiendo en ello mucho tiempo; se afeitó minuciosamente la barba, invirtiendo en ello mucho tiempo. Se cortó los pelos de la nariz con unas tijeritas, se arregló las cejas, se limpió las orejas. Ya de por sí, era una persona que solía tardar mucho tiempo en realizar cualquier acción, pero hoy obraba con una lentitud deliberada. A aquellas horas de la mañana no había nadie más que quisiera lavarse la cara y aún faltaba mucho para que el desayuno estuviese preparado. Tampoco parecía que Hoshino estuviera en disposición de levantarse. Y, de ese modo, mientras Nakata se acicalaba frente al espejo, a su aire, con calma y sin molestar a nadie, iba recordando las diferentes fisonomías de los gatos que había visto dos días antes en el libro de la biblioteca. Como no sabía leer, no conocía las razas. Pero recordaba a la perfección el rostro de cada uno de los gatos que figuraban en el libro.

«¡Y pensar que en este mundo hay tantos gatos distintos!», se dijo limpiándose las orejas con un bastoncito. Haber ido a la biblioteca por primera vez en su vida le había hecho adquirir una viva conciencia de las cosas que ignoraba. El número de cosas que desconocía era ilimitado. Sin embargo, pensar en el infinito le produjo a Nakata un ligero dolor de cabeza. No deja de ser lógico, pues el infinito no tiene límite. Por eso mismo dejó de pensar en el infinito y volvió a recordar los gatos que salían en el álbum Gatos del mundo. «¡Ojalá pudiera hablar con cada uno de ellos!», pensó Nakata. Había muchísimos gatos en el mundo, cada uno con su propia manera de pensar, su manera de hablar. «Claro que los gatos extranjeros deben de hablar algún idioma extranjero», se hizo notar a sí mismo. Había dado con otra cuestión problemática y a Nakata volvió a dolerle la cabeza.

Cuando acabó de acicalarse, se dirigió al retrete e hizo sus necesidades, como siempre. En este quehacer no empleó tanto tiempo. Luego cogió la bolsa con sus enseres y volvió a la habitación. Hoshino seguía durmiendo a pierna suelta, exactamente en la misma postura. Nakata recogió del suelo la camisa hawaiana y los tejanos, los dobló con cuidado, pliegue con pliegue. Luego apiló las prendas de ropa junto a la almohada del joven y, como si resumiera en un título una gran diversidad de conceptos, depositó, encima de todo, la gorra de los Chûnichi Dragons. Se quitó el yukata, se puso los pantalones y la camisa de siempre, se frotó las dos manos con fuerza y respiró hondo.

Después volvió a sentarse de forma ceremoniosa junto a la piedra, la contempló unos instantes, alargó medrosamente la mano y palpó por encima.

—Hoy vendrán los truenos y relámpagos —dijo Nakata al vacío. O quizá se dirigiera a la piedra. Y se dedicó a sí mismo varios gestos afirmativos con la cabeza.

Cuando Hoshino se despertó por fin, Nakata se encontraba haciendo gimnasia junto a la ventana. Nakata se movía al ritmo de la melodía del programa de gimnasia de la radio mientras la tarareaba en voz baja. El joven Hoshino entreabrió los ojos y miró su reloj de pulsera. Eran alrededor de las ocho de la mañana. Luego irguió el cuello y se cercioró de que la piedra seguía junto a la almohada del futón de Nakata. La piedra le pareció mucho más grande y rugosa que cuando la vio envuelta por la oscuridad.

—Así que no lo he soñado —dijo el joven.

—¿A qué se refiere? —preguntó Nakata.

—A la piedra —respondió el joven—. La piedra sigue aquí. No ha sido un sueño.

—La piedra está aquí —dijo Nakata lacónicamente mientras proseguía con la gimnasia radiofónica. Sus palabras sonaron a una valiosa proposición de algún filósofo alemán del siglo XIX.

—Oye, abuelo, ¿sabes que la historia que explica por qué la piedra está aquí es una historia muy larga?

—Sí. A Nakata también le ha dado la impresión de que debía de tratarse de una historia muy larga.

—En fin, dejémoslo —dijo el joven incorporando la parte superior del cuerpo y lanzando un profundo suspiro—. Es igual. Resulta que la piedra está aquí, y así se resume la larga historia.

—La piedra está aquí —dijo Nakata—. Y eso es lo importante.

Hoshino quiso añadir algo, pero se dio cuenta de que tenía un hambre feroz.

—¡Eh, abuelo! Lo primero, ¡desayunar!

—Sí. Nakata también tiene apetito.

Después del desayuno, mientras tomaban té, el joven le preguntó a Nakata:

—¿Y qué tenemos que hacer ahora con la piedra?

—Sí. Me pregunto qué deberíamos hacer.

—¡Eh, eh! ¡No te embales! —dijo el joven Hoshino sacudiendo la cabeza—. Tú decías que teníamos que encontrar la piedra, ¿no? Pues yo, anoche, fui y te la traje. Así que ahora no me vengas con que «me pregunto qué deberíamos hacer», ¿vale?

—Sí. Tiene usted razón, señor Hoshino. Pero, a decir verdad, Nakata todavía no sabe lo que hay que hacer.

—Pues, no es por nada, pero tenemos un problema.

—Sí. Tenemos un problema —dijo Nakata, aunque, a juzgar por la expresión de su rostro, nadie hubiera dicho que lo tuviera.

—Pero si te tomas tu tiempo y piensas, lo irás viendo cada vez más claro, ¿no?

—Sí. Nakata también es de la misma opinión. Es que Nakata tarda más tiempo que la otra gente en hacer las cosas.

—Pero, Nakata…

—¿Sí, señor Hoshino?

—No sé quién coño le pondría ese nombre, pero la piedra se llama «piedra de la entrada», ¿no? Pues digo yo que debe de ser porque, hace tiempo, la piedra era la entrada de algún sitio, ¿no? Entonces, seguro que debe de haber algún tipo de leyenda o de ditirambo de ésos.

—Sí. Nakata también es de la misma opinión.

—Pero tú no sabes qué entrada es, ¿no?

—No. Nakata todavía no lo sabe. Con los gatos hablaba mucho, pero con las piedras no he hablado nunca.

—¡Jo! Pues no parece fácil eso de hablar con las piedras, ¿eh?

—Sí. Es muy diferente a hablar con los gatos.

—Ya, pero ¿sabes?, lo que pasa es que yo esta piedra tan importante la he cogido con toda la jeta de una capilla de un santuario, y ahora, la verdad, me pregunto si no me caerá encima alguna maldición. Cada vez estoy más acojonado, en serio. Ya sé que la traje, pero ahora me da miedo todo lo que viene detrás. El Colonel Sanders me dijo que no me pasaría nada, pero yo de ese tío no me acabo de fiar.

—¿Colonel Sanders?

—Sí, hay un viejo que se llama así. Es el abuelo que sale en los carteles que ponen delante de los Kentucky Fried Chicken. Un tipo con un traje blanco, perilla, unas gafas sosainas… ¿No te suena?

—Lo siento mucho, pero Nakata no lo conoce.

—¿No conoces el Kentucky Fried Chicken? ¡No me lo puedo creer! En fin, dejémoslo. En primer lugar, el viejo ese es un concepto en sí mismo. No es un hombre, ni tampoco es un dios, ni tampoco es Buda. Como es un concepto abstracto, no tiene forma. Y, como le hacía falta una apariencia, pues tomó ésa por casualidad.

Nakata puso cara de apuro y se frotó los cortos cabellos canosos con la palma de la mano.

—Nakata no lo entiende.

—Si te soy sincero, ni yo mismo sé lo que me digo —reconoció el joven—. Pero, sea como sea, el abuelo ese tan raro salió de alguna parte y me fue soltando todas esas cosas de corrido. Entonces, abreviando, pasaron un montón de cosas y resultó que el abuelo me ayudó y yo encontré la piedra y me la traje a cuestas hasta aquí. No es que busque tu compasión, pero ha sido una noche muy arrastrada. Así que me gustaría que, a partir de ahora, te encargaras tú de la piedra, dejarlo todo en tus manos si se puede. Hablando con franqueza es eso lo que me gustaría.

—Sí, Nakata se hará cargo de la piedra.

—¡Vaya! —dijo el joven Hoshino—. A eso se le llama ponerse rápidamente de acuerdo.

—Señor Hoshino —dijo Nakata.

—¿Qué?

—Pronto llegarán los truenos y relámpagos. Esperémoslos.

—¿Qué? ¿Me estás diciendo que los rayos nos servirán de ayuda con lo de la piedra?

—Nakata tampoco sabe los detalles, pero tiene esa impresión.

—¿Rayos…? En fin, dejémoslo. Parece interesante. Esperemos a los truenos y relámpagos. Y así veremos qué ocurre.

Al volver a su cuarto, Hoshino se tumbó boca abajo sobre el tatami, encendió el televisor. En todos los canales daban magazines dirigidos a amas de casa. A Hoshino no le apetecía lo más mínimo verlos, pero, como no se le ocurría otra manera de matar el tiempo, se quedó mirando la televisión, criticando sin cesar el contenido del programa.

Mientras tanto, Nakata se sentó ante la piedra y se dedicó a contemplarla, palparla. De vez en cuando se le oía rezongar, como si hablara consigo mismo. Pero Hoshino no pudo descifrar qué decía. Supuso que debía de estar hablando con la piedra.

A mediodía, por fin, se escuchó el primer trueno.

Antes de que empezara a llover, Hoshino había ido a una tienda de conveniencia cercana y había vuelto con una bolsa llena de bollos y tetrabriks de leche. Los dos se los tomaron como almuerzo. Mientras comían apareció la camarera que tenía que limpiar la habitación, pero el joven la despidió diciendo: «Ya está bien así».

—¿Vosotros no vais a ninguna parte? —preguntó la camarera.

—No, no vamos a ninguna parte. Tenemos cosas que hacer aquí —respondió el joven.

—Es que pronto vendrán los truenos y relámpagos —dijo Nakata.

—Los truenos y relámpagos, ¿eh? —dijo la camarera, con cara de desconfianza, y se marchó. Tenía toda la pinta de estar pensando que, en lo posible, no quería tener nada que ver con aquella habitación.

Poco después se oyó en la distancia el sordo retumbar de un trueno y, como si eso sirviera de señal, empezó a lloviznar. Los truenos no eran espectaculares. Más bien parecía que un enano perezoso estuviese pataleando sobre un gran tambor. Pero, en un santiamén, la llovizna se transformó en grandes goterones y empezó a llover a cántaros. Un sofocante olor a lluvia envolvió la tierra.

Cuando empezaron a retumbar los truenos, se encontraban sentados frente a frente, piedra de por medio, en ademán de estar a punto de fumarse la pipa de la paz. Nakata seguía murmurando palabras ininteligibles mientras acariciaba la piedra y se frotaba la cabeza. El joven lo miraba fumándose un Marlboro.

—Señor Hoshino.

—¿Qué?

—Durante un rato permanezca, por favor, al lado de Nakata.

—¡Ah, vale! Con esta lluvia, no saldría ni aunque me lo pidieran.

—Pero quizá pasen cosas extrañas.

—Si puedo dar mi más sincera opinión —dijo el joven—, hace tiempo que no dejan de pasar cosas raras.

—Señor Hoshino.

—¿Qué?

—Se me acaba de ocurrir de repente, pero ¿qué es Nakata?

Hoshino reflexionó.

—Abuelo, vaya pregunta más difícil que me haces. Pues, así, de repente, no sé qué contestar. Si ni siquiera sabría decirte lo que soy yo. Y a alguien como yo mejor no preguntarle. No es por fardar, pero lo de pensar no es lo mío. Claro que si te digo lo que siento, pues creo que eres una buena persona. Bastante rara, eso sí. Pero alguien en quien puedes confiar. Por eso me he venido contigo hasta Shikoku, ¿no? Muy listo no soy, pero no tengo mal ojo con la gente.

—Señor Hoshino.

—¿Qué?

—Nakata no sólo no es inteligente. Nakata está vacío. Acabo de comprenderlo. Nakata es como una biblioteca sin libros. Hace tiempo no era así. Yo tenía libros dentro. Lo había olvidado durante años, pero ahora sí me acuerdo. Antes, Nakata era como todo el mundo. Pero un día ocurrió algo y Nakata se convirtió en un recipiente vacío.

—Pero oye, Nakata, si te lo miras así, todos estamos más o menos vacíos, ¿no? ¡Ya me dirás! Comemos, cagamos, cobramos un sueldo de mierda por un trabajo estúpido, follamos de vez en cuando y ¡se acabó! ¿Qué más hay aparte de eso? Pero, con todo, vivir tiene su gracia, ¿no? Como nosotros, ahora. No sé por qué, pero la tiene. Mi abuelo lo decía siempre: «Las cosas de este mundo siempre te salen por donde menos te esperas. Precisamente por eso es interesante vivir». Es un punto de vista. Si los Chûnichi Dragons ganaran siempre, ya me dirás quién se miraría los partidos de béisbol.

—Usted, señor Hoshino, quería mucho a su abuelo, ¿verdad?

—Sí, mucho. Si no hubiera sido por el abuelo, no sé qué habría sido de mí. Gracias a que estaba él me decidí a llevar una vida algo más decente. No sé cómo expresarlo, pero tenía la sensación de que estaba ligado a algo. Así que dejé la banda de las motos y entré en el ejército. Acabé harto de hacer gamberradas.

—Sí, pero ¿sabe, señor Hoshino?, Nakata no tiene a nadie. No tiene nada. No tiene ningún vínculo con nada. Ni siquiera sabe leer. Incluso su sombra es la mitad de grande que la de los demás.

—Todos tenemos defectos.

—Señor Hoshino.

—¿Qué?

—Si Nakata hubiera sido el Nakata normal, habría llevado una vida muy distinta. Seguro que habría ido a la universidad, como mis dos hermanos, y que ahora estaría trabajando en una empresa. Me habría casado, tendría hijos, un coche grande, los días de fiesta jugaría al golf. Pero Nakata no era el Nakata normal, así que ha vivido siempre como el Nakata de ahora. Ya sé que es demasiado tarde para arreglarlo. Soy consciente de ello. Con todo, aunque sólo fuera por un breve periodo de tiempo, a Nakata le gustaría volver a ser el Nakata normal. A decir verdad, Nakata, hasta ahora, nunca había sentido deseos de hacer nada en especial. Siempre se ha limitado a llevar a cabo, lo mejor que sabía, lo que los demás le decían que hiciera. O, tal vez, se ha acostumbrado a que sean los demás los que decidan por él. Pero ahora es distinto. Nakata tiene muy claro que desea volver a ser el Nakata normal. Un Nakata con una manera de pensar y un significado propios.

Hoshino exhaló un suspiro.

—Si eso es lo que deseas, espero que lo consigas. Que vuelvas a ser el Nakata de antes. Claro que no tengo ni idea de cómo serás tú en normal.

—Sí. Nakata tampoco tiene ni idea.

—Ojalá vaya todo bien. Yo me esforzaré en lo que pueda para que vuelvas a ser una persona normal.

—Pero antes de volver a ser el Nakata normal, Nakata tiene que solucionar varias cosas.

—Por ejemplo, ¿qué?

—Por ejemplo, lo de Johnnie Walken.

—¿Johnnie Walken? —preguntó el joven—. Ahora que lo dices, abuelo, antes ya me has hablado de ese tipo. El tal Johnnie Walken, ¿es el Johnnie Walken del whisky?

—Sí. Nakata fue enseguida a la comisaría, les contó lo de Johnnie Walken. Porque el gobernador tenía que saber lo que había pasado. Pero no me hicieron caso. Así que no me queda más remedio que solucionar las cosas por mí mismo. Y después de resolver este problema intentaré, en lo posible, volver a ser el Nakata normal.

—No acabo de entender de qué va la cosa, pero parece que, para hacer todo eso, es necesaria la piedra. ¿Lo capto?

—Sí. Exactamente. Nakata tiene que recuperar la media sombra que le falta.

El retumbar de los truenos había ido en aumento hasta hacerse ensordecedor. Los relámpagos rasgaban el cielo trazando numerosos zigzags, seguidos, segundos después, de truenos tan potentes que entraban ganas de taparse las orejas. El aire vibraba, los cristales de la ventana, aflojados, castañeteaban con nerviosismo. Una negra capa de nubes cubría el cielo, que se oscureció de tal forma que, en el interior de la habitación, Nakata y Hoshino apenas podían verse las caras. Con todo, no encendieron la luz. Siguieron sentados uno enfrente del otro, con la piedra de por medio. Al otro lado de la ventana el cielo vertía ríos de lluvia con tanta violencia que, sólo con verlo, producía angustia. Cada vez que un relámpago rasgaba el cielo, la estancia se iluminaba unos instantes. Durante un tiempo, ni siquiera pudieron oírse el uno al otro.

—Pero ¿por qué tienes que usar esta piedra? ¿Y por qué tienes que ser justamente tú quien lo haga? —preguntó el joven Hoshino en un momento en que no se oía ningún trueno.

—Porque Nakata es un hombre que ha hecho salida y entrada.

—¿Salida y entrada?

—Sí. Una vez, Nakata salió de aquí, y luego volvió a entrar. Era la época en que Japón se encontraba metido en una gran guerra. En aquel momento, por casualidad, la tapa se abrió y Nakata se fue de aquí. Luego, también por casualidad, regresó otra vez. Por eso Nakata dejó de ser una persona normal. También la sombra se le quedó reducida a la mitad. A cambio, y aunque últimamente parece que ya no sepa hacerlo, adquirí la facultad de hablar con los gatos. Es posible que también la de hacer caer cosas del cielo.

—Como las sanguijuelas del otro día.

—Sí, en efecto.

—¡Jo! Eso no puede hacerlo cualquiera.

—Exacto. Eso no puede hacerlo cualquiera.

Y todas esas cosas empezaste a hacerlas después de tu salida y entrada, ¿me equivoco? En ese sentido, tú no eres una persona normal.

—Sí, tiene usted razón. Nakata dejó de ser el Nakata normal. A cambio, dejó de saber leer. Y jamás ha tocado a una mujer.

—¡Alucinante!

—Señor Hoshino.

—¿Qué?

—Nakata tiene miedo. Tal como le he dicho, Nakata está completamente vacío. ¿Sabe usted, señor Hoshino, lo que esto significa?

Hoshino sacudió la cabeza.

—No, creo que no.

—Una persona vacía es igual que una casa deshabitada. Una casa deshabitada cuya puerta no esté cerrada con llave. Cualquier persona es libre de entrar en ella, cualquier cosa que desee hacerlo. Y eso le da mucho miedo a Nakata. Por ejemplo, Nakata puede hacer caer cosas del cielo. Pero, en la mayoría de los casos, Nakata no tiene la menor idea de lo que hará llover del cielo a continuación. ¿Y qué haría Nakata si cayeran diez mil cuchillos, una gran bomba o gas tóxico? No será algo que pudiera solucionar pidiendo disculpas.

—No. La verdad es que tienes razón. No es algo que pueda solucionarse pidiendo disculpas —asintió Hoshino—. Lo de las sanguijuelas ya fue bastante gordo, pero ¡la que se armaría si cayera algo peor!

—Johnnie Walken entró dentro de mí. Me hizo hacer cosas que yo no quería hacer. Johnnie Walken utilizó a Nakata. Pero Nakata no pudo oponerle resistencia. Nakata no tenía bastante fuerza. Porque Nakata no tiene contenido.

—Por eso quieres volver a ser el Nakata normal. Y tener un contenido como debe ser.

—Sí, exactamente. Como Nakata no es inteligente, sólo sabía hacer muebles, y por eso estuvo día tras día haciendo muebles. A Nakata le gustaba hacer mesas y sillas y estanterías. Está muy bien hacer cosas que tengan forma. Durante decenas de años jamás deseé volver a ser el Nakata normal. Entonces, a mi alrededor, no había nadie que intentara entrar dentro de mí. Y yo nunca había sentido miedo. Pero, desde que apareció Johnnie Walken, Nakata no puede dejar de tener miedo.

—Y cuando Johnnie Walken se metió dentro de ti, ¿qué diablos te obligó a hacer?

De repente, un ruido ensordecedor rasgó el aire. Al parecer acababa de caer un rayo cerca de allí. A Hoshino le vibraron los tímpanos y sintió dolor. Nakata ladeó un poco la cabeza, aguzando el oído al retumbar del trueno, siguió acariciando lentamente la superficie de la piedra.

—Me hizo derramar una sangre que no debía ser derramada.

—¿Sangre?

—Sí. Pero aquella sangre no manchó las manos de Nakata.

El joven permaneció pensativo unos instantes. No logró entender lo que Nakata le estaba diciendo.

—¡En fin! Sea como sea, en cuanto abramos la piedra de la entrada, todas las cosas irán asentándose por sí mismas en el lugar que les corresponde, ¿no es así? Como el agua cuando pasa de un sitio alto a otro bajo, ¿correcto?

Nakata reflexionó unos instantes. O puso cara de estar reflexionando.

—Quizá no sea tan sencillo. No lo sé. Lo que Nakata tenía que hacer era buscar la piedra de la puerta de entrada y abrirla. A decir verdad, Nakata tampoco sabe lo que sucederá después.

—Sí, pero escucha, ¿por qué diablos tiene que estar en Shikoku la piedra esa?

—La piedra se halla en cualquier parte. No tiene por qué estar sólo aquí. Además, tampoco tiene por qué tratarse de una piedra.

—Pues ahora sí que no lo entiendo. Si dices que puede estar en cualquier parte, podrías estar haciendo toda esta operación en el distrito de Nakano, ¿no? Te habrías ahorrado la tira de trabajo.

Durante un tiempo, Nakata estuvo pasándose la palma de la mano por sus cortos cabellos.

—Es una cuestión muy complicada. Nakata ha estado todo el rato escuchando lo que decía la piedra, pero aún no ha logrado entenderla bien. Pero lo que Nakata cree es que los dos, tanto el señor Hoshino como Nakata, teníamos que venir a Shikoku. Era necesario que viniéramos cruzando un gran puente. En el distrito de Nakano no creo que la cosa hubiese funcionado.

—¿Puedo preguntarte otra cosa?

—Sí. ¿De qué se trata?

—Suponiendo que consigues abrir aquí la piedra de la entrada, ¿eh? ¿Pasará algo gordo, entonces? No sé, algo espectacular. Que aparezca un genio como aquel…, no sé cómo coño se llamaba, aquel de Aladino y la lámpara maravillosa. O que salga pegando brincos un príncipe convertido en rana y nos dé un beso de tornillo. O que acabemos los dos convertidos en merienda para marcianos.

—Puede que ocurra algo, puede que no ocurra nada. Nakata no ha abierto nunca una cosa así y tampoco él tiene claro qué puede suceder. No lo sabrá hasta que lo intente.

—¿Y es posible que eso sea peligroso?

—Sí. En efecto.

—¡Caray! —exclamó el joven Hoshino. Se sacó un Marlboro del bolsillo y le prendió fuego con el encendedor—. Ya me lo decía mi abuelo: «Tu problema es que te vas detrás del primero que pasa sin pensártelo dos veces». Por lo visto, he sido igual desde pequeño lo dicen: «Genio y figura hasta la sepultura». En fin, dejémoslo. ¡Qué le vamos a hacer! He venido hasta aquí y he conseguido la piedra. No me voy a echar atrás a estas alturas. Es peligroso, vale, ¿y qué? Pues nos la jugamos y a ver qué pasa. Y quizá dentro de muchos años tenga una bonita historia que contarles a mis nietos.

—Entonces, quisiera pedirle un favor.

—¿Qué favor?

—¿Puede levantar la piedra?

—Claro.

—Ahora pesa mucho más que antes.

—No soy Arnold Schwarzenegger, pero tengo los brazos más fuertes de lo que parece. Cuando estaba en el Ejército de Autodefensa quedé semifinalista en los campeonatos de pulso de mi unidad. Y ahora que tú me has arreglado la espalda, ¡no te cuento!

Hoshino se puso en pie, agarró la piedra con ambas manos, intentó levantarla. Pero la piedra no se movió ni un centímetro.

—¡Joder! ¡Pues sí que pesa la condenada! —dijo el joven con un suspiro—. Ayer la traje sin problemas. Pero ahora parece que esté clavada en el suelo.

—Sí. Es una entrada muy importante. Es lógico que no pueda moverse así como así. Sería un problema que cualquiera pudiera abrirla sin más.

—Sí, ya.

En aquel instante rasgaron el cielo infinitos fucilazos, uno tras otro. La posterior cadena de truenos hizo temblar la tierra hasta el centro mismo. «¡Jo! Parece que hayan levantado la tapa del infierno», pensó el joven Hoshino. Al final cayó un rayo muy cerca de allí, y luego se hizo el silencio. Un silencio denso, sofocante. El aire húmedo que se estancaba pesadamente en la habitación parecía cargado de recelos e intrigas. Era como si incontables orejas, de diversos tamaños flotaran a su alrededor, inmóviles, espiándolos. Rodeados de tinieblas en pleno día, los dos permanecían helados, mudos. De pronto, como si se acordara de repente, sobrevino una ráfaga de viento que lanzó de nuevo grandes goterones de lluvia contra la ventana, y luego los truenos volvieron a retumbar de nuevo, aunque sin la violencia de antes. El corazón de la tormenta se estaba alejando de la ciudad.

El joven Hoshino alzó la cabeza, barrió la habitación con la mirada. La estancia mostraba una indiferencia extraña, las cuatro paredes parecían más inexpresivas todavía que antes. Un Marlboro que aún conservaba su forma, se había ido consumiendo en el cenicero, convirtiéndose en ceniza. El joven tragó saliva, ahuyentó aquel pesado silencio de sus oídos.

—¡Eh! Nakata.

—¿Qué sucede, señor Hoshino?

—Siento como si hubiera tenido una pesadilla.

—Sí. Pero, suponiendo que se haya tratado de una pesadilla, los dos hemos tenido la misma.

—Claro —dijo el joven Hoshino. Y se rascó el lóbulo de la oreja con aire resignado—. Sí, claro.

El joven volvió a ponerse en pie con la intención de levantar la piedra. Respiró hondo, retuvo el aire, hizo acopio de todas sus fuerzas, las concentró en los brazos, y levantó la piedra mientras se le escapaba un gruñido de entre los labios. Había logrado moverla unos centímetros.

—La ha movido un poco —dijo Nakata.

—Al menos ya sabemos que no está clavada en el suelo. Pero no basta con moverla un poco, digo yo.

—No. Tiene que darle la vuelta.

—Vamos, como si fuera una tortilla.

—Exactamente —asintió Nakata—. La tortilla es uno de los platos favoritos de Nakata.

—¡Pues mira qué bien! ¿Sabes que en el infierno también hay tortillas? Voy a intentarlo otra vez. Y esta vez podré con ella.

El joven Hoshino cerró los ojos, concentró la fuerza de todo su cuerpo en un solo punto. «¡Ahora o nunca!», se dijo. Esa vez sería la decisiva: Si fracasaba, ya podía dejarlo correr.

Puso las manos sobre la piedra, buscó con extrema atención un asidero, fijó las manos en él, acompasó la respiración. Primero respiró hondo y, mientras sonaba el silbido del aire que salía del fondo de su estómago, levantó la piedra de golpe. La alzó hasta formar ángulo de cuarenta y cinco grados. Se hallaba al límite de sus fuerzas. Logró, sin embargo, mantenerla en esa posición. Al expulsar aire, con la piedra bien sujeta, su cuerpo crujió dolorosamente, como si sus huesos, sus músculos, sus nervios soltaran alaridos, pero justo entonces no podía rendirse. Volvió a tomar una gran bocanada de aire y lanzó un grito de guerra. Pero el grito no llegó a sus oídos. Ni siquiera logró entender lo que él mismo estaba diciendo. Todavía con los ojos cerrados, sacó fuerzas de su flaqueza, de un lugar que en principio no debía de existir en su interior. La falta de oxígeno en su cerebro hizo que todo se volviese blanco. Uno tras otro, sus nervios se fueron soltando con un chasquido, como cuando saltan los fusibles. No veía nada. No oía nada. No podía pensar en nada. Le faltaba el aire. Pero, a pesar de todo, el joven Hoshino pudo mantener levantada la piedra, aunque a duras penas, hasta que al fin la volcó al tiempo que exhalaba otro grito. En cierto momento, la piedra perdió de repente su punto de apoyo, se derrumbó del lado contrario y cayó por su propio peso. Al caer a plomo, con estrépito, una fuerte sacudida hizo temblar la habitación. Parecía que el edificio entero se hubiera estremecido de arriba abajo.

La fuerza de retroceso tumbó al joven de espaldas. Cayó sobre el tatami boca arriba, jadeando penosamente. Dentro de su cabeza, una especie de lodo blanquecino giraba sin cesar. «¡Jamás en mi puñetera vida volveré a levantar una cosa tan pesada!», se dijo el joven. En aquel momento, Hoshino no tenía por qué saberlo, pero sus pronósticos pecaban de optimismo, tal como él mismo descubriría momentos más adelante.

—Señor Hoshino.

—¿Qué?

—Gracias a usted, la entrada está abierta.

—¡Eh, abuelo!

—¿Qué sucede?

El joven Hoshino, todavía boca arriba y con los ojos cerrados, volvió a tomar una gran bocanada de aire que, a continuación, expulsó de sus pulmones.

—Pues mejor que se haya abierto. Porque si todo esto no llega a servir para nada, a mí me da algo.