Poco después de la una, subo un café recién hecho al estudio del primer piso. La puerta está abierta, como de costumbre. La señora Saeki se encuentra junto a la ventana y mira hacia fuera. Tiene una mano apoyada en el alféizar. ¿Qué estará pensando? Quizá de modo inconsciente mantiene la otra mano, inmóvil, junto a los botones de su blusa. Sobre la mesa no veo la pluma, tampoco el papel. Dejo la taza de café sobre la mesa. Una fina capa de nubes cubre el cielo, no se oye el canto de los pájaros.
De repente, la señora Saeki advierte mi presencia, se aparta de la ventana, vuelve a sentarse frente a la mesa, toma un sorbo de café. Me señala la misma silla de ayer. Me siento. Con la mesa de por medio, observo cómo se toma el café. ¿Se acordará, aunque sólo sea un poco, de lo sucedido anoche? No sabría decirlo. Puede que se acuerde de todo, o que no sea consciente de nada. Yo recuerdo su cuerpo desnudo. Recuerdo el tacto de cada una de las partes de su cuerpo. Pero ni siquiera estoy seguro de que se tratara del cuerpo de esta señora Saeki. Aunque, en aquel momento, lo hubiera jurado.
La señora Saeki lleva una blusa brillante de color verde pálido y una falda de tubo beige. Por el cuello de la blusa asoma un fino collar de plata. Muy elegante. Sus delgados dedos están bellamente entrelazados sobre la mesa como si fueran una obra de artesanía.
—¿Te va gustando el lugar? —me pregunta.
—¿Se refiere a Takamatsu? —pregunto a mi vez.
—Sí.
—No lo sé. Apenas lo conozco. Sólo he visto los lugares por donde he pasado por casualidad. Esta biblioteca, el gimnasio, la estación, el hotel…
—¿Te parece un lugar aburrido?
Sacudo la cabeza.
—Pues, no lo sé. A decir verdad, no he tenido tiempo de aburrirme, y me da la impresión de que todas las ciudades se parecen… ¿considera usted que éste es un lugar aburrido?
Ella se encoge un poco de hombros.
—Al menos a mí, cuando era joven, me lo parecía. Quería marcharme. Salir de aquí, ir a lugares donde hubiera cosas especiales, personas más interesantes.
—¿Personas más interesantes?
La señora Saeki sacude levemente la cabeza.
—Era joven —explica—. Cuando se es joven, se suele pensar de ese modo. ¿Tú no?
—No. Yo jamás he pensado así. Nunca he creído que, yéndome a otra parte, pudiera encontrar algo especialmente interesante. Lo único que yo quería era irme a otro lugar. No estar allí.
—¿Allí?
—En Nogata, en el distrito de Nakano. En el barrio donde nací y crecí.
Al oír el nombre del lugar percibo que algo se cruza por sus pupilas. Al menos eso me parece.
—Y bastaba con salir de allí. No te importaba demasiado adónde pudieras dirigirte, ¿no es así? —dice la señora Saeki.
—Exacto —contesto yo—. Eso no tenía mucha importancia. Era necesario que me alejara de allí, para no perderme. Por eso quería irme.
La señora Saeki contempla sus manos, que descansan sobre la mesa, con una mirada muy objetiva. Después dice con calma:
—Yo, una vez, pensé lo mismo que tú. Fue a los veinte años, fue cuando me marché de aquí —me cuenta ella—. Me decía a mí misma que, a menos que me marchara, no podría sobrevivir. Estaba firmemente convencida de que jamás volvería a ver este lugar. Y la idea de regresar jamás se me pasó por la cabeza. Hasta que sucedieron diversas cosas y tuve que hacerlo. Como si tornara al punto de partida.
La señora Saeki se vuelve hacia la ventana abierta y mira hacia fuera. La tonalidad de las nubes que cubren el cielo no ha cambiado. No sopla el viento. La escena es tan estática como el telón de fondo de una película.
—La vida depara muchas sorpresas —dice la señora Saeki.
—¿Se refiere a que es posible que yo también vuelva al punto de partida?
—¿Acaso yo puedo saberlo? Es tu vida y, por otro lado, es algo que tal vez suceda mucho más adelante. Lo que yo creo es, sin embargo, que el lugar donde se nace y el lugar donde se muere son muy importantes para una persona. El lugar donde se nace no se puede elegir, claro está. Pero el lugar donde se muere, hasta cierto punto, sí.
Habla en voz baja, con la cara vuelta hacia fuera. Como si se dirigiera a una persona imaginaria que estuviese al otro lado de la ventana. Luego, como si recordara de improviso que yo estoy allí, se vuelve hacia mí.
—¿Por qué te confesaré tantas cosas?
—Porque no soy de aquí, porque tenemos edades muy diferentes —digo.
—Sí, tal vez sí —admite ella.
Luego cae el silencio. Veinte o treinta segundos. Y, mientras tanto, ambos vagamos, probablemente, en nuestras propias cavilaciones. Ella levanta la taza, toma un sorbo de café.
Me decido a hablar.
—Señora Saeki, yo también tengo algo que confesarle.
Ella me mira a la cara. Sonríe.
—¡Vaya! Así que vamos a intercambiar nuestros secretos.
—En mi caso no se trata de un secreto. Es una simple hipótesis.
—¿Una hipótesis? —repite la señora Saeki—. ¿Vas a confesarme una hipótesis?
—Sí.
—Suena interesante.
—Tiene que ver con lo que hablábamos antes —digo—. Entonces, señora Saeki, ¿volvió usted a esta ciudad para morir?
Ella esboza una tranquila sonrisa parecida a la luna blanca del amanecer.
—Tal vez sí. Pero, en cualquier caso, y por lo que respecta al día a día, tanto si has ido a un lugar para sobrevivir como para hallar la muerte las cosas nunca son muy distintas. Acabas haciendo prácticamente lo mismo.
—Señora Saeki, ¿usted desea morir?
—¿Que si lo deseo? —dice ella—. Ni yo misma lo sé.
—Mi padre deseaba la muerte.
—¿Y murió?
—Hace poco —digo—. Hace muy poco.
—¿Y por qué deseaba tu padre la muerte?
Respiro hondo.
—Yo nunca logré comprender la razón. Pero ahora creo que sí. Que la he descubierto, por fin, al venir aquí.
—¿Por qué?
—Creo que mi padre estaba enamorado de usted. Pero él no logro que usted volviera a su lado. Y es que, en primer lugar, jamás había conseguido tenerla a usted de verdad. Y mi padre lo sabía. Por eso deseaba morir. Además, quería que fuera yo, su hijo y, a la vez, el de usted, quien lo matara. Mi padre también quería que hiciera el amor con usted y con mi hermana. Ésa era su profecía, su maldición me programó para eso.
La señora Saeki deja en el plato la tacita de café. Con un sonido neutro. Me clava la mirada en el rostro. Pero no es a mí a quien está mirando. Contempla el vacío que hay en alguna parte.
—Me pregunto si yo he conocido a tu padre.
Sacudo la cabeza.
—Tal como le he dicho antes, es sólo una hipótesis.
La señora Saeki deposita sus manos, una sobre otra, encima de la mesa. En sus labios permanece todavía una pálida sonrisa.
—Y, en esa hipótesis, yo sería tu madre.
—Sí —digo—. Usted vivió con mi padre, me tuvo a mí y, luego me abandonó. El verano en que yo acababa de cumplir cuatro años.
—¿Ésta es tu hipótesis?
Asiento.
—Es por esto por lo que me preguntaste ayer si tenía hijos.
Asiento.
—Y yo te dije que no podía responderte a eso. Que no podía darte un sí o un no.
—Sí.
—Así pues, tu hipótesis todavía se mantiene.
Asiento una vez más.
—Sí, todavía se mantiene.
—Entonces… ¿Cómo murió tu padre?
—Alguien lo asesinó.
—Pero no fuiste tú, ¿verdad?
—No, no fui yo. No fue mi mano la que lo mató. Y con respecto a los hechos, tengo una coartada.
—Pero, a pesar de ello, no estás muy convencido.
Sacudo la cabeza.
—No, no estoy muy convencido.
La señora Saeki vuelve a coger la tacita de café y toma un sorbo. Como si no le encontrara el sabor.
—¿Por qué tendría que haberte lanzado tu padre una maldición así?
—Quizá deseara que yo heredase su voluntad —contesto.
—¿Desearme a mí, quieres decir?
—Sí.
La señora Saeki atisbó dentro de la taza de café que sostenía en la mano y, luego, volvió a alzar la mirada.
—Entonces…, ¿me deseas?
Asiento con un único y claro movimiento de cabeza. Ella cierra los ojos. Me quedo contemplando sus párpados cerrados. A través de ellos puedo ver las tinieblas que ella está contemplando. Extrañas figuras se dibujan en la oscuridad. Emergen y desaparecen. Luego abre los ojos.
—¿Te estás refiriendo a tu hipótesis?
—No. No tiene nada que ver con ninguna hipótesis. Yo la deseo a usted y eso va más allá de cualquier teoría.
—¿Y quieres hacer el amor conmigo?
Asiento.
Ella entorna los ojos como si algo la deslumbrara.
—¿Has hecho alguna vez el amor con una mujer?
Asiento de nuevo. «Anoche. Con usted», pienso. Pero no puedo decírselo. Ella no se acuerda de nada.
La señora Saeki exhala una especie de suspiro.
—Tamura, ya debes de saberlo, pero tú tienes quince años, yo paso de los cincuenta.
—No es una cuestión tan simple. Nosotros, ahora, no nos estamos refiriendo a esa clase de tiempo. Yo la conozco a usted a los quince años. Estoy enamorado de usted a los quince años. Locamente enamorado. Y, a través de esa niña, la amo a usted. Esa niña, aún ahora, está dentro de usted. Permanece siempre dormida en su interior. Pero, cuando usted duerme, la niña se pone en movimiento. Yo la he visto.
La señora Saeki vuelve a cerrar los ojos. Miro cómo un tenue temblor agita sus párpados.
—Estoy enamorado de usted, y esto es muy importante. Usted debe entenderlo.
Ella, como quien emerge del fondo del mar, toma una gran bocanada de aire. Busca las palabras adecuadas. Pero no las encuentra.
—Tamura, lo siento, pero ¿podrías salir de la habitación? Quiero estar sola —me pide—. Y, cuando salgas, cierra la puerta.
Asiento, me levanto de la silla y me dispongo a salir de la habitación. Pero algo me retiene. Me detengo en el umbral, me vuelvo a la habitación, me acerco a ella. Acaricio sus cabellos. Mis dedos tocan sus pequeñas orejas a través de su pelo. No puedo contenerme. La señora Saeki alza la mirada con sorpresa y, tras vacilar unos instantes pone su mano sobre la mía.
—En cualquier caso, tú y tu hipótesis habéis lanzado una piedra a una diana que está muy lejos. ¿Eres consciente de ello?
Asiento.
—Lo sé. Pero, gracias a las metáforas, la distancia se hará mucho más corta.
—Pero ni tú ni yo somos una metáfora.
—Por supuesto que no —digo—. Pero las metáforas pueden eliminar en gran medida lo que nos separa a ambos.
Todavía con la cara vuelta hacia arriba, esboza de nuevo una tenue sonrisa.
—Son las palabras de seducción más estrafalarias que he oído en mi vida.
—¡Hay tantas cosas a mi alrededor que se han ido haciendo tan estrambóticas! Pero creo que me estoy acercando poco a poco a la verdad.
—¿Acercándote realmente a una verdad metafórica? ¿O acercándote de manera metafórica a una verdad real? ¿O, tal vez, se van aproximando la una a la otra para complementarse?
—En cualquier caso, no creo que pueda soportar la tristeza que, en estos momentos, hay aquí.
—Ni yo tampoco.
—Entonces, ¿volvió usted a esta ciudad con la intención de morir?
—En realidad, no es que esté intentando morir. Sólo me limito a esperar la muerte. Como quien se sienta en un banco de la estación a esperar el tren.
—¿Y sabe cuándo llegará ese tren?
Ella separa su mano de la mía, se toca los párpados con las yemas de los dedos.
—Tamura, la vida, hasta ahora, me ha desgastado mucho. Mi propio cuerpo está agotado. Cuando tenía que haber dejado de vivir, no pude hacerlo. No fui capaz de renunciar a la vida pese a saber que vivir no tenía ningún sentido. En consecuencia, he estado haciendo una cosa absurda tras otra durante toda mi vida, únicamente para ir pasando los días. Y, de este modo, me he herido a mí, e, hiriéndome a mí, he herido a los demás. Y ahora estoy recibiendo el castigo. Llámalo maldición, si quieres. Hubo una época en que alcancé algo demasiado perfecto. Y luego no me quedó otra cosa más que despreciarme a mí misma. Esa es mi maldición. Una maldición de la que no podré escapar mientras viva. Por eso no le temo a la muerte. Y, si esto responde a tu pregunta, sé más o menos cuándo llegará.
Vuelvo a cogerle la mano. El fiel de la balanza oscila. Por poco peso que añada, vencerá hacia un lado u otro. Tengo que pensar. Tengo que juzgar. Tengo que dar un paso adelante.
—Señora Saeki, ¿quiere acostarse conmigo? —pregunto.
—¿A pesar de que yo, en tu hipótesis, sea tu madre?
—A mí alrededor, todo está en constante movimiento. Todo tiene un doble sentido.
La señora Saeki reflexiona sobre lo que le digo.
—Pero, en mi caso, tal vez no sea así. En mi caso, las cosas no están tan escalonadas. Quizá sean: o bien al cero o bien al cien por cien.
—¿Y usted sabe cuál de los dos es?
Asiente.
—Señora Saeki, ¿puedo hacerle una pregunta?
—¿De qué se trata?
—¿Dónde descubrió usted aquellos dos acordes?
—¿Dos acordes?
—Los acordes de Kafka en la orilla del mar.
—¿Te gustan?
Asiento.
—Los hallé en una vieja habitación que se encuentra muy lejos. Entonces la puerta de entrada estaba abierta —dice ella en voz baja—. Es una habitación que se encuentra muy, muy lejos.
La señora Saeki cierra los ojos y vuelve a sus recuerdos.
—Tamura, cuando salgas, cierra la puerta —dice.
Hago lo que me indica.
Tras cerrar la biblioteca, Ôshima me invita a subir a su coche y me lleva a cenar a un restaurante de pescado que se encuentra en un lugar un poco alejado. A través de los grandes ventanales del restaurante se ve el mar de noche. Pienso en los seres vivos que lo habitan.
—De vez en cuando va bien que salgas y tomes una comida decente, que te alimentes bien —dice Ôshima—. No creo que la policía esté merodeando por aquí. No tienes por qué estar en guardia. Distráete un poco.
Comemos una gran ensalada, pedimos una paella y nos la repartimos.
—Algún día quiero ir a España —dice Ôshima.
—¿Por qué?
—Quiero luchar en la guerra civil española.
—La guerra civil española ya acabó hace mucho tiempo.
—Ya lo sé. Lorca murió y Hemingway sobrevivió —dice Ôshima—. Pero yo también tengo derecho a ir a España a luchar.
—Metafóricamente hablando.
—Pues claro —dice haciendo una mueca—. ¿Cómo crees, si no, va a ser capaz de ir hasta España, a luchar, un hemofílico de sexualidad incierta que, en toda su vida, apenas ha salido de Shikoku?
Nos comemos una enorme paella y bebemos agua Perrier.
—¿Hay alguna novedad en el caso de mi padre? —pregunto.
—No creo que la cosa haya avanzado mucho. Los periódicos, de momento, no hablan de ello. Lo único que sale es algún artículo necrológico sobre tu padre, y siempre publicado en la sección de cultura. La investigación debe de encontrarse en punto muerto. Es una pena, pero el caso debe de estar haciendo bajar el índice de arrestos de la policía japonesa. En la bolsa, si la policía tuviese acciones, su manera de actuar haría que éstas cayesen en picado. Como que ni siquiera son capaces de localizar el paradero de su hijo.
—Un niño de quince años.
—Un niño de quince años, de carácter agresivo, con una notoria obsesión por escaparse de casa —añade Ôshima.
—¿Y no ha caído nada más del cielo? ¿No dicen nada sobre eso?
Ôshima sacude la cabeza.
—Por ahora, vacaciones. Por lo visto no ha vuelto a caer nada digno de mención. Exceptuando los horrorosos rayos y truenos del otro día, que deberían formar parte del Tesoro Nacional.
—O sea, que todo está en calma.
—Parece que sí. O quizás estemos en el ojo del huracán.
Asiento, tomo un mejillón con la mano, saco la carne con el tenedor y me la como. Dejo la concha en un recipiente junto con otras ya vacías.
—¿Y tú, sigues enamorado? —me pregunta Ôshima.
Asiento.
—¿Y tú, Ôshima?
—¿Si yo estoy enamorado? ¿Es eso lo que me estás preguntando?
Asiento.
—¿O sea, que te atreves a hacerme una pregunta indiscreta sobre los amores ilícitos que alegran mi pervertida vida, a mí, un homosexual que no es más que una asexuada tarada?
Asiento. Él asiente a su vez.
—Sí, hay alguien en mi vida —dice Ôshima. Come el marisco con cara seria—. No es un amor apasionado, de esos que se encuentran en las óperas de Puccini. ¿Cómo te diría? No estamos ni demasiado cerca ni demasiado lejos. Sólo nos vemos de vez en cuando. Pero, básicamente, nos comprendemos muy bien el uno al otro.
—¿Os comprendéis muy bien?
—Haydn, cuando componía, se vestía siempre de gala y se ponía una magnífica peluca. Al parecer, incluso se la empolvaba.
Sorprendido, miro a Ôshima a la cara.
—¿Haydn?
—Si no lo hacía, no podía componer bien.
—¿Y por qué?
—No lo sé. Era una cuestión entre él y su peluca. Nadie más puede entenderlo. Quizá ni siquiera haya explicación posible.
Asiento.
—¿Sabes, Ôshima? ¿Te has puesto triste alguna vez pensando en él cuando estás solo?
—Pues claro —dice Ôshima—. A menudo. Especialmente en la estación en que la luna aparece azulada. O en la estación en que los pájaros emigran hacia el sur. O…
—¿Y por qué dices claro? —pregunto.
—Porque, cuando nos enamoramos, todos buscamos en la persona amada una parte de nosotros que nos falta. Por eso, al pensar en esa persona, siempre nos ponemos en mayor o menor medida tristes. Nos sentimos como si volviéramos a pisar una habitación añorada que habíamos perdido hace muchísimo tiempo. Es natural. Esa sensación no la has descubierto tú. Así que mejor que no intentes patentarla.
Dejo el tenedor y alzo la mirada.
—¿Una vieja habitación añorada que está lejos?
—Exacto —dice Ôshima. Y levanta el tenedor en el aire—. Es una metáfora, claro.
Pasadas las nueve de la noche, la señora Saeki viene a mi habitación. Yo estoy sentado en una silla, leyendo, cuando llega a mis oídos desde el aparcamiento, el ronroneo del motor de su Volkswagen G. El ronroneo se extingue. Oigo cómo se cierra la puerta del coche. Unos zapatos con suela de goma cruzan despacio el aparcamiento. Poco después oigo cómo llaman a mi puerta. La puerta se abre, aparece la señora Saeki. Hoy no está dormida. Lleva una camisa a rayas de seda y unos tejanos finos. Zapatos blancos de lona. Es la primera vez que la veo con pantalones.
—Mi querida habitación. ¡Hacía tanto tiempo que no entraba en ella! —exclama. Luego se planta ante el cuadro, lo contempla—. Y aquí está mi querido cuadro.
—El lugar que representa el cuadro, ¿se encuentra por aquí cerca? —pregunto.
—¿Te gusta el cuadro?
Asiento.
—¿Quién lo pintó?
—Un joven pintor que pasó aquel verano por casa de la familia Kômura. No era un pintor famoso. Al menos no lo era entonces. Incluso se le olvidó firmar el cuadro. Pero era muy buena persona y creo que este cuadro está muy bien pintado. Posee, no sé, fuerza. Mientras él pintaba el cuadro, yo permanecí todo el rato a su lado. No dejé de mirarlo en ningún momento y, medio en broma, tampoco paré de pedirle cosas. Los dos nos llevábamos muy bien. El pintor y yo. Aquel verano, hace tantos años. Yo tenía entonces doce años —dice ella—. Y el niño del cuadro también.
—La playa que aparece en el cuadro induce a pensar que se trata de alguna playa de por aquí.
—Ven —dice ella—. Paseemos un rato. Te llevaré al lugar exacto.
Vamos andando hasta la playa. Cruzamos el pinar, caminamos por la orilla. La luz de la luna, que asoma a duras penas entre los jirones de nubes, ilumina las olas. Unas olas que dibujan una leve cresta antes de romper en la orilla con suavidad. Ella se sienta en la arena. Yo tomo asiento a su lado. La arena aún está tibia. Ella me señala un lugar donde rompen las olas como si calculara el ángulo.
—Es allí —dice—. Pintó el cuadro desde este ángulo. Puso la tumbona ahí e hizo que él se sentara. Luego plantó el caballete por aquí. Lo recuerdo perfectamente. ¿Ves como la posición de la isla es la misma que la del cuadro?
Miro hacia donde señala la punta de su dedo. En efecto, la posición de la isla parece ser la correcta. Pero, lo mire como lo mire, aquél no me parece el lugar que figura en el cuadro. Se lo digo.
—Es que ha cambiado mucho —dice la señora Saeki—. Piensa que han pasado cuarenta años. Y eso es mucho tiempo. La configuración del terreno va cambiando de forma natural. Las olas, el viento, los tifones, son muchos los elementos que van modificando la línea de la costa. Erosionan la arena, la transportan de un lugar a otro. Pero no hay ninguna duda. Es aquí. Aún hoy me acuerdo de aquella época a la perfección. Además, aquel verano tuve mi primera regla.
La señora Saeki también se queda contemplando el paisaje sin decir palabra. Las nubes cambian de forma, la luz de la luna alumbra ahora la playa a trozos. El viento cruza, a ráfagas, el pinar: suena como si una multitud de personas estuviera barriendo el suelo con una escoba. Cojo un puñado de arena, dejo que los granos se vayan escurriendo, despacio, entre mis dedos. Los granos de arena caen y, como si fueran el tiempo perdido, se mezclan y confunden con la otra arena de la playa. Lo repito una y otra vez.
—¿En qué estás pensando? —me pregunta la señora Saeki.
—En ir a España —digo.
—¿Para qué?
—A comerme una buena paella.
—¿Y nada más?
—Para luchar en la guerra civil española.
—Pero si la guerra de España terminó hace más de sesenta años.
—Ya lo sé —digo—. Lorca murió, Hemingway sobrevivió.
—Pero tú quieres participar, ¿no?
Asiento.
—Y también volar puentes.
—Y enamorarte de Ingrid Bergman.
—Pero, en realidad, estoy en Takamatsu y estoy enamorado de usted.
—¡Qué mala suerte tienes!
Le paso un brazo alrededor de los hombros.
Le pasas un brazo alrededor de los hombros.
Ella se recuesta en ti. Pasa un largo intervalo de tiempo.
—¿Sabes? Hace muchísimo tiempo yo hice exactamente lo mismo que estoy haciendo ahora. En este mimo lugar.
—Ya lo sé —dices tú.
—¿Y cómo lo sabes? —pregunta la señora Saeki. Luego te clava la mirada.
—Porque yo, entonces, estaba aquí.
—Estabas aquí volando puentes, ¿no?
—Estaba aquí volando puentes.
—Metafóricamente.
—Por supuesto.
La rodeas con tus brazos, la estrechas contra tu pecho, la besas. Sientes cómo ella se abandona.
—Todos nosotros estamos soñando —dice la señora Saeki.
Todos nosotros estamos soñando.
—¿Por qué tuviste que morir?
—No pude evitarlo —dices tú.
Tú y la señora Saeki volvéis a la biblioteca caminando por la playa. Encendéis la luz de la habitación, corréis las cortinas, os abrazáis en silencio entre las sábanas. Repetís casi lo mismo que la noche anterior. Pero hay dos diferencias. Después de hacer el amor, ella llora. Ésa es la primera. Hunde la cara en la almohada y llora largo rato en silencio. Tú no sabes qué hacer. Depositas con dulzura una mano sobre su hombro desnudo. Piensas que deberías decirle algo. Pero no sabes qué. Las palabras se hallan muertas en un hoyo del tiempo. Se acumulan sin ruido en el oscuro fondo de un lago volcánico. Ésa es la primera. Luego, cuando se va, esta vez sí, oyes el motor de su Volkswagen Golf. Ésa es la segunda. Ella pone en marcha el motor, lo detiene, lo mantiene parado durante unos instantes, como si estuviera reflexionando, lo vuelve a poner en marcha, sale del aparcamiento y se va. Aquel vacío, el intervalo de tiempo desde que ella para el motor hasta que vuelve a ponerlo en marcha te produce una infinita tristeza. Aquel vacío se filtra en tu corazón como la niebla que viene del mar. Y permanece largo tiempo en tu corazón. Y pronto pasa a formar parte de ti.
Al desaparecer, la señora Saeki te ha dejado la almohada húmeda con sus lágrimas. Vas palpando la humedad con la mano mientras contemplas cómo, al otro lado de la ventana, el cielo va adquiriendo gradualmente una tonalidad lechosa. Desde la lejanía te llegan los graznidos de los cuervos. La Tierra continúa rotando sobre su eje. Y, sin ninguna relación con ello, todos nosotros vivimos dentro de un sueño.