Los dos cruzaron un seto bajo y entraron en el bosquecillo del santuario sintoísta. El Colonel Sanders se sacó una pequeña linterna del bolsillo y dirigió el haz de luz hacia el suelo. Había un sendero estrecho. No era un bosquecillo muy grande, pero los árboles eran todos, sin excepción, viejos, grandes, con tupidas ramas entrelazadas que formaban una oscura techumbre sobre sus cabezas. El suelo despedía un intenso olor a hierba.
El Colonel Sanders iba delante, pero, a diferencia de antes, en ese momento avanzaba muy despacio. Daba un paso y otro paso con precaución, a la luz de la linterna, mirando atentamente dónde ponía los pies. Hoshino lo seguía.
—¡Eh, abuelo! ¿Y esto qué es? ¿Una machada o qué? —dijo el joven hacia la blanca espalda del Colonel Sanders—. ¡Aaah! ¡Un fantasma!
—¿No piensas parar de decir tonterías? ¿Por qué no te callas un poquito para variar? —dijo el Colonel Sanders sin volverse.
—Vale, vale.
«¿Qué estará haciendo Nakata en este momento?», pensó el joven. «Seguro que aún debe de estar metido en el futón, durmiendo a pierna suelta. El tío, una vez que se duerme, ya no hay quien lo despierte. Desde luego, la expresión “dormir como un tronco” debieron de inventarla pensando justamente en él». Pero lo que Nakata soñaba durante las largas horas que permanecía dormido, eso el joven no podía ni imaginarlo.
—¡Eh, abuelo! ¿Falta mucho?
—Ya estamos llegando —respondió el Colonel Sanders.
—Oye, abuelo —dijo el joven.
—¿Qué?
—¿Eres el Colonel Sanders de verdad?
El Colonel Sanders carraspeó.
—No. Pero he adoptado su aspecto por el momento.
—Ya me parecía a mí —dijo el joven—. Entonces, abuelo, ¿quién eres en realidad?
—No tengo nombre.
—¿Y no tienes problemas, así, sin nombre?
—Ningún problema. Yo, en principio, no tengo ni nombre ni forma.
—¡Anda! Como un pedo.
—Pues, según cómo te lo mires, sí. Como no tengo forma, pues puedo convertirme en cualquier cosa.
—¡Jo!
—De momento he tomado prestada la forma del Colonel Sanders. Un icono de la empresa capitalista fácil de reconocer. No habría estado mal convertirme en Mickey Mouse, pero los de Disney son muy quisquillosos en lo que respecta a los derechos de sus dibujos. Y yo no quería verme metido en pleitos.
—A mí, la verdad, no me habría hecho mucha gracia que fuera Mickey Mouse el que me hubiera proporcionado una mujer.
—Sí, también tienes razón.
—Además, abuelo, me da la impresión de que el aspecto del Colonel Sanders cuadra más con tu carácter.
—Yo no tengo carácter ni sentimientos. «Os hablo bajo esta forma, pero no soy un dios, ni tampoco soy Buda, y siendo, como soy, un ser desprovisto de sentimientos, mi corazón difiere del de cualquier hombre».
—¿Y eso qué es?
—Unas líneas de Cuentos de la lluvia y de la luna, de Ueda Akinari. Supongo que no lo habrás leído.
—No quisiera fardar, pero no.
—Dice que ha tomado la forma de un hombre y que ahora está aquí, pero que no es ni un dios ni Buda. Es algo que no tiene sentimientos y, por eso, su corazón funciona de manera distinta al corazón de la gente. Eso es lo que quiere decir.
—¡Ahh! —dijo el joven—. No lo acabo de entender, pero vendría a ser que tú, abuelo, no eres un hombre, ni tampoco un dios, ni Buda. ¿Es eso?
—«No soy ni un dios, ni tampoco Buda, sólo un ser desprovisto de sentimientos. No inquiero acerca del Bien y del Mal humanos, ni debo, por lo tanto, actuar en consecuencia».
—No lo entiendo.
—Quiere decir que, como no soy un dios, ni tampoco soy Buda, no necesito juzgar el Bien y el Mal del hombre. Tampoco tengo ninguna necesidad de actuar conforme a los principios basados en el Bien y el Mal.
—Es decir abuelo, que tú estás por encima del Bien y del Mal.
—Hoshino, me sobrevaloras. No es que esté por encima del Bien y del Mal. Simplemente, no tengo nada que ver con ello. No sé lo que está bien ni lo que está mal. Lo único que deseo es realizar a la perfección el cometido que llevo entre manos. Sólo eso. Soy un ser terriblemente pragmático. Un objeto neutral, por decirlo así.
—¿Qué quieres decir con eso de realizar a la perfección tu cometido?
—¿Tú no has ido a la escuela o qué?
—A la escuela sí he ido, pero era un instituto de formación profesional y me pasaba el día de aquí para allá en moto.
—Pues lo que yo debo hacer es controlar que las cosas desempeñen su papel original. Mi función es supervisar la correlación entre mundos distintos. Vigilar que las cosas estén ordenadas a la perfección. Que la causa preceda a la consecuencia. Que no se confundan los significados. Que el pasado preceda al presente. Que el futuro vaya detrás del presente. Aunque las cosas no estén ajustadas al milímetro, no importa. En este mundo no existe la perfección. Con que las cuentas salgan, Hoshino, yo me doy por satisfecho. Aquí donde me ves, yo, a veces, también hago las cosas a ojo de buen cubero. En términos técnicos, eso vendría a ser «omisión del proceso intuitivo de información continua», pero si empiezo a darte pormenores sobre esto, la cosa se alargará mucho y, además, me da la impresión de que tú tampoco lo entenderías. Así que abreviemos. Lo que quiero decirte es que yo no le voy buscando el pelo a un huevo. Pero, eso sí, el balance ha de cuadrar. Porque ésa es mi responsabilidad.
—Lo que no entiendo, abuelo, es qué hace una persona como tú, alguien con una misión tan importante, de chulo por los callejones.
—Yo no soy una persona. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?
—Sí, vale.
—Si he hecho de chulo, ha sido únicamente para traerte hasta aquí. Tienes que ayudarme en algo. Así que he dejado que, como recompensa, te divirtieras un rato. Es una especie de formulismo.
—¿Ayudarte?
—Sí. Tal como te he dicho hace un rato, yo no tengo forma. En sentido estricto, soy un ente conceptual, metafísico. Puedo adoptar la forma que quiera, pero no tengo sustancia. Y, para desempeñar una acción real, es imprescindible tener sustancia.
—O sea, que, en este caso, yo soy la sustancia.
—Exacto —dijo el Colonel Sanders.
Avanzaron poco a poco por el sendero del oscuro bosque hasta encontrar una pequeña capilla sintoísta debajo de un grueso roble. La capilla era vieja, estaba medio podrida, no tenía ofrendas ni ornamentación de ningún tipo. Se limitaba a permanecer allí, abandonada, a la intemperie, olvidada de todos. El Colonel Sanders la iluminó con la luz de la linterna.
—La piedra está dentro. Abre la puerta.
—¡Ni hablar! —exclamó el joven Hoshino sacudiendo la cabeza—. Una capilla de un santuario no puede abrirse cuando a uno le da la gana. No quiero que caiga sobre mí ninguna maldición, y que se me caigan la nariz o las orejas.
—No te pasará nada. Te lo digo yo. ¡Ábrela! No caerá sobre ti ninguna maldición ni nada por el estilo. Ni se te caerán la nariz o las orejas. ¡Vaya con lo que me sales tú ahora! No seas arcaico, hombre.
—¿Y por qué no la abres tú mismo, abuelo? Yo no quiero verme metido en estas cosas.
—Tú no entiendes nada, ¿eh? Te lo acabo de explicar hace un momento. Resulta que yo no tengo sustancia. Yo no soy más que un concepto abstracto. Soy incapaz de hacer algo por mí mismo. Por eso te he traído hasta aquí. Y por eso te lo he dejado hacer tres veces por una tarifa irrisoria.
—Sí, la verdad es que ha estado muy bien, pero… Mira, es que no me apetece. A mí, desde niño, mi abuelo siempre me decía que, al menos en los santuarios, no hiciera barbaridades.
—Olvida a tu abuelo. No me vengas ahora con la moral autóctona de la prefectura de Gifu. No tenemos tiempo para eso.
Refunfuñando, Hoshino abrió medrosamente la puerta de la capilla. El Colonel Sanders dirigió hacia el interior el haz de luz de la linterna. Allí había, en efecto, una vieja piedra redonda. Tal como había dicho Nakata, tenía forma de un mochi redondo. El tamaño vendría a ser el de un LP, y era blanca y plana.
—¿Es ésta?
—Sí —dijo el Colonel Sanders—. Sácala.
—¡Eh! ¡Espera, abuelo! Que eso es robar.
—¡Qué más da! Aunque la piedra desaparezca, nadie se va a dar cuenta. Nadie va a echarla en falta.
—Pero es que esta piedra es de Dios. Y si la cogemos, así por las buenas, se enfadará.
El Colonel Sanders se cruzó de brazos y clavó la mirada en el rostro de Hoshino.
—¿Y qué es Dios?
El joven se sumió en profundas cavilaciones.
—¿Qué cara tiene Dios? ¿Qué hace? —le acució el Colonel Sanders.
—Pues no lo sé. Pero Dios es Dios. Está en todas partes. Todo lo ve. Y juzga lo que está bien y lo que está mal.
—Vamos, como un árbitro de fútbol.
—Pues, quizá sí.
—O sea, que Dios lleva pantalones cortos, un pito en la boca y va cronometrando el tiempo que falta para finalizar el partido.
—¡Qué pesado eres, abuelo! —dijo el joven Hoshino.
—¿Y el Dios japonés y el Dios extranjero son parientes? ¿O son enemigos?
—¡Y yo qué sé!
—¿Sabes, Hoshino? Dios sólo existe en la mente de los hombres. Y especialmente en Japón, para bien o para mal, en lo que respecta a Dios somos muy flexibles. Una prueba de ello es que el emperador, que era Dios antes de la guerra, al recibir del comandante del ejército de ocupación, el general MacArthur, la orden: «¡Deja ya de ser Dios!», le contestó: «¡Vale! Ya sólo soy una persona normal», y, desde 1946, dejó de ser Dios. El Dios de Japón era así de fácil de ajustar. Viene un militar norteamericano con gafas de sol y una pipa barata entre los dientes, le da una simple orden y Él cambia de naturaleza. Eso es el no va más de la posmodernidad. Si crees que existe, existe. Si crees que no existe, no existe. Yo jamás me he preocupado por esos detalles.
—¡Aah!
—Así que saca la piedra. Yo asumo toda la responsabilidad. Yo no soy un dios, ni soy Buda, pero algunas influencias sí que tengo. Te garantizó que no caerá sobre ti ninguna maldición.
—¿De veras asumes tú toda la responsabilidad?
—Yo no soy hombre de dos palabras —dijo el Colonel Sanders.
El joven Hoshino alargó el brazo y, como si estuviera viéndose con una mina, levantó con cuidado la piedra del suelo.
—¡Cómo pesa!
—Pues claro que pesa. Las piedras pesan. No son de tôfu.
—No, ésta pesa mucho, incluso para ser una piedra —dijo el joven Hoshino—. ¿Y ahora qué hago?
—Pues bastará con que te la lleves a casa y la dejes junto a tu almohada. Luego las cosas ya marcharán solas.
—¿Tengo que llevármela al ryokan?
—Si pesa demasiado, coge un taxi —dijo el Colonel Sanders.
—Pero ¿no pasará nada si, así por la cara, me llevo la piedra tan lejos?
—Mira, Hoshino. Todos los objetos se encuentran en constante movimiento. La tierra, el tiempo, los conceptos, el amor, la vida, la fe, la justicia, el mal. Todas las cosas fluyen, son transitorias. Nada permanece indefinidamente en el mismo lugar ni con la misma forma. El universo es un enorme Kuroneko Takkyûbin.[41]
—¡Aah!
—La piedra sólo está aquí, de momento, en forma de piedra. No porque tú, Hoshino, la hayas ayudado a desplazarse un poco va a cambiar nada.
—Oye, abuelo, ¿por qué es tan importante esta piedra? La verdad, no tiene una pinta muy lucida.
—Para ser exactos, la piedra en sí misma no tiene sentido. Las cosas cobran significado en un contexto concreto y, ahora, casualmente, le ha tocado a esta piedra. El escritor ruso Anton Chejov decía algo interesante: «Si en un relato sale una pistola, ¿hay que dispararla?». Se trata de eso. ¿Comprendes?
—No.
—¿No? ¡No me digas! —dijo el Colonel Sanders—. Ya lo suponía, hombre. Sólo te lo he preguntado por cortesía.
—Muchísimas gracias.
—Chejov quiere decir lo siguiente. La inevitabilidad es un concepto independiente. Su mecanismo es distinto al de la lógica, al de la moral o al del significado. Su función está comprendida en el papel que desempeña. Aquello cuya función no es estrictamente necesaria no debe existir. Y lo que la necesidad requiere debe existir. Eso es dramaturgia. La lógica, la moral o el significado no existen por si mismos, sino que nacen dentro de una relación. Chejov entendió muy bien qué es la dramaturgia.
—Pues yo no entiendo nada. Demasiado complicado para mí.
—La piedra que llevas en brazos es la pistola a la que se refiere Chejov. Y esta pistola hay que dispararla. En este sentido, la piedra cobra una gran importancia. Es una piedra especial. Pero no es ninguna piedra sagrada ni nada por el estilo. Así que no tienes por qué temer una maldición divina.
El joven Hoshino hizo una mueca.
—¿Esta piedra es una pistola?
—En un sentido metafórico sí lo es. Pero no puede disparar balas. Tranquilo
El Colonel Sanders se sacó un gran furoshiki[42] del bolsillo de la americana y se lo entregó al joven Hoshino.
—Toma. Envuelve la piedra con esto. Es mejor que no la vea nadie.
—O sea, que sí que es un robo.
—¡No digas cosas tan feas! Nosotros no estamos robando nada. Sólo la estamos tomando prestada para un cometido muy importante.
—Vale, vale. Ya lo entiendo. De acuerdo con la dramaturgia, ahora sentimos la inevitabilidad de desplazar la materia.
—Exactamente —asintió el Colonel Sanders—. ¿Ves como lo has entendido?
Hoshino volvió al sendero que discurría entre los árboles con la piedra que llevaba envuelta en el furoshiki azul marino sujeta entre los brazos. El Colonel Sanders le iluminaba con la linterna el suelo donde pisaba. La piedra pesaba mucho más de lo que parecía y el joven tuvo que detenerse varias veces para recobrar el aliento. Al salir del bosquecillo cruzaron a toda velocidad el recinto iluminado para que no los viera nadie y salieron a una calle ancha. El Colonel Sanders levantó la mano, paró un taxi, hizo montar al joven con la piedra.
—¿Y, ahora, basta con ponerla junto a la almohada? —preguntó el joven.
—Sí, con eso es suficiente. Y no le des más vueltas. Lo importante es que la piedra esté allí —dijo el Colonel Sanders.
—Bueno, abuelo. Te tengo que dar las gracias. Gracias por haberme enseñado dónde estaba la piedra.
El Colonel Sanders sonrió.
—No hay de qué. Yo me he limitado a cumplir con mi deber. Simplemente he realizado a la perfección mi cometido. ¿Y qué, mujer? Estaba bien, ¿eh, Hoshino?
—¡Jo! Fuera de serie, abuelo.
—Eso es lo principal.
—Pero, dime. Esa mujer era real, ¿verdad? No sería un zorro, abstracción, algún mal rollo de esos, ¿verdad?
—No. No era ningún zorro ni ningún ente abstracto. Es una genuina máquina sexual. Propulsión de pura pasión. Me costó mucho encontrarla. Así que tú tranquilo.
—¡Uff! Menos mal —dijo el joven.
Pasaba de la una de la madrugada cuando Hoshino depositó la piedra envuelta en el furoshiki junto a la almohada de Nakata. Pensó que era más fácil evitar la maldición divina dejándola junto a la almohada de Nakata que junto a la suya propia. Nakata dormía como un tronco, tal como había supuesto. El joven desenvolvió el furoshiki, descubrió la piedra. Luego se puso el pijama, se escurrió dentro del futón extendido junto al futón de Nakata y se durmió en un santiamén. Tuvo un breve sueño en el que un dios con pantalones cortos, por los que asomaban unas piernas velludas, corría por el campo haciendo sonar el silbato.
Cuando Nakata se despertó, a las cinco de la mañana, descubrió la piedra junto a su almohada.